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Cómo sobreponerse al terror a la muerte
por medio de la conexión

Cuando por fin nos damos cuenta de que nos estamos

muriendo, y que todos los otros seres conscientes

también están muriendo, comenzamos a tener una

sensación quemante, casi insoportable, de lo preciosos

que son cada momento, cada ser. De ahí puede surgir

una compasión profunda, clara, ilimitada por todos los seres.

SOGYAL RINPOCHE

La muerte es nuestro destino. Tu deseo de sobrevivir y tu temor a la aniquilación siempre estarán ahí. Son instintivos, forman parte de nuestro protoplasma y tienen un efecto decisivo sobre la forma en que vivimos.

A lo largo de los siglos, los seres humanos hemos desarrollado una enorme cantidad de métodos —algunos conscientes, otros no, que quizá difieran en cada individuo— para paliar nuestro temor a la muerte. Algunos funcionan; otros son enclenques e ineficientes. La joven que escribió el mensaje de correo electrónico que doy a conocer a continuación es un perfecto ejemplo de las personas que se permiten enfrentar la muerte de manera auténtica, integrando su sombra al núcleo de su ser:

Perdí a mi amado padre hace dos años y, a partir de entonces, crecí de una manera que antes me hubiese parecido inimaginable. Antes, me solía preguntar acerca de mi propia capacidad para enfrentarme a mi finitud, y me obsesionaba la idea de que algún día yo misma debería abandonar la vida. Pero ahora, encontré, en esos miedos y ansiedades, un amor por la vida que antes no sentía. A veces, me siento lejos de mis pares porque no les doy tanta importancia como ellos a sucesos y modas transitorios. No me cuesta aceptar esa situación porque siento que tengo una firme comprensión de qué importa y qué no. Creo que tendré que aprender a convivir con la tensión que me pueda producir hacer las cosas que enriquecen mi vida en lugar de aquéllas que la sociedad espera de mí… Es maravilloso darme cuenta de que mi renovada ambición es más que un disfraz de mi temor a morir. Se trata, de hecho, de mi propia disposición a aceptar y reconocer la mortalidad. Diría que he ganado una real confianza en mi capacidad de entender «cómo son las cosas».

Quienes no entienden «cómo son las cosas» suelen lidiar con la mortalidad mediante la negación, la diversión o el desplazamiento. Hemos visto ejemplos de esa inadecuada conducta en casos previos: Julia, tan crónicamente atemorizada que se negaba a participar en cualquier actividad que entrañara el más mínimo riesgo y Susan, que desplazaba su ansiedad ante la muerte a preocupaciones menores (véase el capítulo 3). También algunos a quienes acosaban pesadillas o que se limitaban a «rechazar el préstamo de la vida para evitar estar en deuda con la muerte». Incluso otros que buscan de manera compulsiva la novedad, el sexo, la riqueza infinita y el poder.

Los adultos atormentados por la ansiedad ante la muerte no son especímenes raros que han contraído alguna enfermedad desconocida, sino hombres y mujeres cuya familia y cultura no les tejieron la ropa de abrigo adecuada para soportar el frío de la mortalidad. Quizá se hayan encontrado con mucha muerte en una etapa demasiado temprana de sus vidas, tal vez no hayan tenido un centro de amor, atención y seguridad en sus casas, pueden ser individuos aislados que nunca compartieron su íntima preocupación ante la muerte, pueden ser sujetos hipersensibles y muy conscientes de sí que rechazaron el consuelo de los mitos religiosos con los que sus culturas desafían a la muerte.

Cada era histórica desarrolla sus propios métodos de lidiar con la muerte. Muchas culturas, por ejemplo la del antiguo Egipto, estaban explícitamente organizadas en tomo de la negación de la muerte y la promesa de una vida después de la muerte. Las tumbas, al menos las de los muertos de clase alta, que son las que sobrevivieron, se llenaban con artefactos de la vida cotidiana que les permitirían transitar con más comodidad la otra vida.

Para citar un ejemplo curioso, en el Museo de Arte de Brooklyn hay estatuillas de hipopótamos que eran enterradas con los muertos para que éstos se entretuvieran en su otra vida. Pero para que estos animales no asustaran a los muertos, se los representaba con patas cortas, de modo de hacerlos lentos y, por lo tanto, inofensivos.

En la cultura europea y occidental del pasado reciente, la muerte era más visible por las altas tasas de mortalidad infantil y puerperal. Los moribundos no eran escondidos detrás de una cortina en una cama de hospital, como se hace hoy. La mayor parte de las personas moría en sus casas, y sus seres queridos estaban cerca de ellos en los momentos finales. Casi no había familia que no hubiera padecido alguna muerte prematura, y los cementerios, ubicados cerca de los lugares de residencia, se visitaban con frecuencia. Como el cristianismo promete la vida eterna después de la muerte, y el clero tenía las llaves para entrar y salir de la muerte, la mayor parte de la población recurría al consuelo de la religión. Y, por supuesto, muchos se consuelan con esas creencias en la actualidad. En mi análisis del consuelo religioso, en el capítulo 6, trataré de distinguir entre el consuelo que enfrenta la finalidad de la muerte y el consuelo por medio de la negación, o desmortización de la muerte.

Para mí, en lo personal y en mi práctica de psicoterapia, el enfoque más eficaz de la ansiedad ante la muerte es el existencial. Hasta aquí, he esbozado algunas ideas poderosas que tienen valor intrínseco, pero en este capítulo quiero analizar el imprescindible componente adicional que les da verdadero poder transformador: la conexión humana. Lo más efectivo, tanto para disminuir la ansiedad ante la muerte como para aprovechar la experiencia de despertar, de modo que sirva para el cambio personal, es la sinergia entre las ideas y la conexión íntima con los demás.

La conexión humana

Los seres humanos estamos hechos para conectamos con los demás. Tanto si estudiamos la sociedad desde la perspectiva evolutiva general como si nos centramos en el desarrollo de un único individuo, estamos obligados a ver al ser humano en su contexto interpersonal, es decir, en la forma en que se relaciona con los demás. Existen datos convincentes originados en el estudio de los primates no humanos, las culturas humanas primitivas y la sociedad contemporánea que indican que nuestra necesidad de pertenecer es poderosa y fundamental. Siempre hemos vivido en grupos cuyos miembros mantienen intensas y persistentes relaciones mutuas. La confirmación de esto se ve en todas partes[28]. Para citar un ejemplo, muchos estudios recientes en el campo de la psicología positiva enfatizan que las relaciones íntimas son un elemento imprescindible para ser feliz.

Sin embargo morir es el evento más solitario de la vida. Morir no sólo te separa de los otros, sino que te expone a una segunda, y más aterradora, forma de soledad: separarse del mundo mismo.

DOS CLASES DE SOLEDAD

Hay dos clases de soledad: la cotidiana y la existencial. La primera es interpersonal y consiste en el dolor de verse aislado de las demás personas. Todos conocemos esta soledad, a menudo vinculada al temor a la intimidad, o a sensaciones de rechazo, vergüenza o de no ser querido. De hecho, la mayor parte de la labor psicoterapéutica está orientada a ayudar a los pacientes a formar relaciones más íntimas, sólidas y duraderas con los otros.

La soledad incrementa mucho la angustia de morir. Con demasiada frecuencia, nuestra cultura crea una cortina de silencio y aislamiento en torno de los moribundos. A menudo, amigos y familiares se muestran distantes con quien está muriendo, pues no saben qué decirle. Temen perturbarlo. Y también evitan acercarse por temor a verse enfrentados en lo personal a su propia muerte. Hasta los dioses griegos huían, atemorizados, cuando llegaba el momento de la muerte de un ser humano[29].

Esta soledad cotidiana funciona de dos maneras: no sólo quienes están en buena salud tienden a evitar a los moribundos, sino que éstos a menudo contribuyen a su propio aislamiento. Prefieren callar para no correr el riesgo de llevar a los otros a su mundo de macabra desazón. Una persona que no está físicamente enferma, sino atacada por la ansiedad ante la muerte, puede sentir algo muy parecido. Y por supuesto que este aislamiento contribuye a su terror. Como escribió William James hace un siglo: «Si tal cosa fuese físicamente posible, no habría castigo más cruel que introducir a alguien en una sociedad haciendo que no fuese notado en absoluto por ninguno de los miembros de ésta»[30].

La segunda forma de soledad, el aislamiento existencial, es más profunda y surge de la brecha insalvable que hay entre el individuo y el resto del mundo. Esta brecha no sólo es consecuencia de que hemos entrado solos en la existencia, y solos tendremos que abandonarla, sino de que cada uno de nosotros habita un mundo que sólo él mismo conoce.

En el siglo XVIII, Immanuel Kant exploró el postulado habitualmente aceptado, de sentido común, de que todos llegamos a un mundo terminado, bien construido, compartido y lo habitamos. En la actualidad, sabemos que nuestro aparato neurológico permite que cada persona desempeñe un papel sustancial en la creación de su propia realidad. En otras palabras, recurrimos a una serie de categorías mentales (por ejemplo, cantidad y calidad, o causa y efecto) para procesar los datos sensoriales y organizarlos de manera automática e inconsciente para constituir nuestro propio y único mundo.

Así, el aislamiento existencial se refiere no sólo a nuestra vida biológica, sino también a nuestro propio mundo, rico y milagrosamente pormenorizado, que no existe de ninguna manera en la mente de nadie más. Sólo yo tengo acceso a mis propios recuerdos más conmovedores: sepultar el rostro en el aroma rancio, ligeramente alcanforado, del abrigo de astracán de mi madre; las miradas llenas de excitantes posibilidades que intercambiaba con mis condiscípulos de la escuela primaria en el día de San Valentín; jugar al ajedrez con mi padre y a las cartas con mis tíos sobre una mesa forrada de cuero rojo, con patas curvas de ébano; construir una base para disparar fuegos artificiales con mi primo, a los veinte años; a todos éstos, y otros muchos, más numerosos que las estrellas del cielo. Y todos y cada uno de ellos no son más que una imagen fantasmal que se apagará para siempre cuando yo muera.

Todos nosotros experimentamos el aislamiento interpersonal (la sensación cotidiana de soledad) en distintos grados durante las diversas fases del ciclo de la vida. Pero el aislamiento existencial no es muy común al comienzo de la vida; se experimenta con más intensidad cuando uno es más viejo y está más cerca de la muerte. En esos momentos, tomamos conciencia de que nuestro mundo desaparecerá y también de que nadie puede acompañarnos totalmente en nuestro sombrío viaje a la muerte. Como dice la vieja canción: «Debes cruzar ese solitario valle por tu cuenta».

La historia y la mitología están colmadas de los intentos de la gente por mitigar el aislamiento del morir: pactos suicidas; monarcas de muchas culturas que ordenaban que sus esclavos fuesen sepultados, vivos, con ellos cuando morían; o el sati hindú, que requiere que las viudas se inmolen en la pira funeraria de sus maridos. O las creencias en el cielo y la resurrección. O la absoluta certeza de Sócrates de que pasaría la eternidad conversando con otros grandes pensadores. O la cultura campesina china —según se vio en un reciente y curioso caso ocurrido en los resecos cañadones del altiplano de Loess— en la que los padres de un soltero muerto adquieren una mujer muerta (sacada de una tumba o recién fallecida) para enterrarla junto a él, para que formen pareja[31].

GRITOS Y SUSURROS: EL PODER DE LA EMPATÍA

La empatía es la herramienta más poderosa con que contamos para conectarnos con los demás. Es el adhesivo de la conexión humana y nos permite sentir, en un nivel profundo, qué siente el otro.

La soledad de la muerte y la necesidad de conexión aparecen en forma excepcionalmente gráfica y poderosa en Gritos y susurros, la obra maestra fílmica de Ingmar Bergman. En la película, Agnes, una mujer que está muriendo en medio del dolor y el terror, suplica algún contacto humano. Sus dos hermanas se sienten muy afectadas por su agonía. Una de ellas despierta a la comprensión de que su vida ha sido «una trama de mentiras». Pero ninguna se atreve a tocar a Agnes. Ninguna tiene la capacidad de intimar con nadie, ni siquiera entre ellas, y ambas se alejan, aterradas, de su hermana moribunda. Sólo Anna, la sirvienta, está dispuesta a abrazar a Agnes, carne contra carne.

Apenas Agnes muere, su solitario espíritu regresa y suplica, con la estremecedora voz quejosa de una niñita, que sus hermanas la toquen. Las dos intentan acercarse, pero, aterradas por la piel manchada de la muerta y por la idea de que su propia muerte las aguarda, huyen espantadas de la habitación. Una vez más, el abrazo de Anna es lo que le permite a Agnes completar su viaje a la muerte.

No puedes conectarte con los moribundos, ni darles lo que Anna le da a Agnes en la película si no estás dispuesto a enfrentar tus propios miedos a ese respecto y unirte al otro en un terreno común. Sacrificarse por el otro es la esencia de un acto de compasión y empatía. Esta disposición a experimentar el dolor de otro ha sido parte de la tradición curativa, secular o religiosa, durante siglos.

No es fácil hacerlo. Como las hermanas de Agnes, los familiares y amigos íntimos quizás estén ansiosos por ayudar, pero teman hacerlo. Pueden sentir que se están entrometiendo o que perturbarán al moribundo si tratan de temas sombríos. A la hora de analizar los temores ante la muerte, por lo general quien saca el tema es el moribundo. Si estás a punto de morir o temes morir y tus amigos y familiares se mantienen distantes o responden en forma evasiva, sugiero que, circunscribiéndote al aquí y ahora (lo que discutiremos más a fondo en el capítulo 7), vayas al grano, diciendo, por ejemplo: «Noto que no me respondes en forma directa cuando hablo sobre mis temores. Me ayudaría poder hablar abiertamente con amigos cercanos como tú. ¿Tanto te cuesta, tan doloroso te es responderme?».

Hoy día, hay muchas más oportunidades para todos los que experimentamos ansiedad ante la muerte de conectarnos no sólo con nuestros seres queridos, sino con una comunidad más grande. Con la mayor apertura de la medicina y de los medios de comunicación, y ante la amplia variedad de grupos disponibles, la persona que enfrenta la muerte tiene nuevos recursos para paliar el dolor del aislamiento. Pero hace sólo treinta y cinco años, el grupo que formé para enfermos terminales de cáncer era, por cuanto sé, el único en el mundo de esas características.

Además, el uso de toda clase de grupos de apoyo de Internet crece de manera espectacular. Un reciente estudio indica que, en un solo año, quince millones de personas han buscado ayudo, en uno u otro grupo en línea[32].

Insto a todos quienes padezcan de una enfermedad potencialmente mortal a aprovechar los grupos formados por individuos que estén pasando por un trance parecido. Es fácil encontrar tales grupos, que pueden ser de autoayuda u orientados por profesionales. Estos últimos suelen ser los más efectivos. Hay investigaciones que demuestran que los grupos de personas que sufren de afecciones similares, conducidos por un orientador, mejoran la calidad de vida de los participantes[33]. Al ofrecerse empatía los unos a los otros, los integrantes aumentan su propia autoestima y sensación de eficacia. Investigaciones recientes demuestran que también los grupos de autoayuda, incluso los hallados en Internet, son eficaces, de modo que si no encuentras un grupo guiado por profesional, recurre a uno de aquéllos[34].

El poder de la presencia

No puede ofrecerse mayor servicio a quienes enfrentan la muerte (y, a partir de aquí, me refiero tanto a quienes sufren de una enfermedad mortal como a individuos en buen estado de salud que se enfrenten con el terror a la muerte) que brindarles tu mera presencia.

El siguiente caso, que describe mi intento de paliar el terror a la muerte de una mujer, es una guía para los amigos o familiares que quieran ayudarse unos a otros.

TENDERLES LA MANO A LOS AMIGOS: ALICE

Alice, la viuda cuya historia relaté en el capítulo 3, la que se afligía por tener que vender su casa y su preciada colección de instrumentos musicales, estaba por mudarse a un hogar de ancianos. Poco antes de su traslado, me tomé unas breves vacaciones fuera de la ciudad. Como sabía que se trataba de un momento difícil para ella, le di mi número de teléfono celular para que me llamara si surgía una emergencia. Cuando la empresa de mudanzas comenzó a vaciar la casa, Alicia experimentó un pánico que ni sus amigos, su médico o su masajista lograban aplacar. Me telefoneó y mantuvimos una conversación de veinte minutos.

—No puedo quedarme quieta —comenzó—. Estoy tan tensa que siento que voy a estallar. Nada me tranquiliza.

—Mira al corazón mismo de tu pánico. Dime qué ves.

—El fin. Todo termina. Nada más. El fin de mi casa, de mis cosas, mis recuerdos, lo que me une al pasado. El fin de todo. Mi fin, ése es el núcleo del asunto. Quieres saber a qué le temo. Es muy simple: ¡no habrá más yo!

—Ya discutimos esto en nuestros encuentros, Alice, así que sé que me estoy repitiendo. Pero quiero recordarte que vender tu casa y mudarte a un hogar de ancianos es un trauma extraordinario, y por supuesto que experimentarás importantes sensaciones de dislocación y conmoción. Yo también me sentiría así. Y también cualquier otro. Pero recuerda que, en nuestras conversaciones, imaginábamos cómo verías las cosas de aquí a tres semanas…

—Irv —interrumpió—. Eso no ayuda… este dolor es demasiado crudo. Me rodea la muerte. Muerte por todas partes. Quiero gritar.

—Tenme paciencia, Alice. Prosigamos. Te voy a hacer la misma sencilla pregunta que ya te hice: ¿exactamente qué es lo que te asusta tanto de la muerte? Insistamos con eso.

—Ya lo hicimos. —Alice sonaba irritada e impaciente.

—Pero no lo suficiente. Vamos, Alice. Sígueme la corriente, por favor. Trabajemos.

—Bueno, no es el dolor de morir. Confío en mi oncólogo; estará ahí si necesito morfina o alguna otra cosa. Y no tiene nada que ver con la idea de una vida después de la muerte; ya sabes que renuncié a todo eso hace medio siglo.

—De modo que no se trata del acto de morir ni del temor a otra vida. Sigue. ¿Qué es lo que te aterroriza de la muerte?

—No es que me sienta incompleta; sé que viví una vida plena. Hice lo que quería hacer. Ya hablamos de todo esto.

—Por favor, prosigue, Alice.

—Es lo que te acabo de decir: no habrá más yo. No quiero dejar esta vida… te diré qué ocurre: quiero ver cómo termina todo. Quiero estar para ver cómo sigue la vida de mi hijo. ¿Se decidirá a tener hijos? Es doloroso darme cuenta de que nunca lo sabré.

—Pero no sabrás que no estás ahí. No sabrás que no sabrás. Dices que crees, como yo, que la muerte es un cese total de la conciencia.

—Lo sé, lo sé. Lo dijiste tantas veces que sé toda la letanía de memoria: el estado de no existencia no es aterrador porque no sabremos que no existimos, etcétera, etcétera. Y eso significa que no sabré que me estoy perdiendo cosas importantes. Y también recuerdo lo que dijiste sobre el estado de no ser: que es idéntico al estado en que estaba antes de nacer. En su momento me sirvió, pero ahora no me sirve de nada. La sensación es demasiado fuerte, Irv, las ideas no le hacen mella, ni siquiera se le acercan.

—Aún no. Pero eso sólo significa que debemos seguir adelante, ver qué hacer. Juntos podemos. Estaré ahí contigo y te ayudaré a que llegues tan hondo como puedas.

—Es un terror paralizante. Una amenaza a la que no puedo dar nombre ni lugar.

—Alice, en la base misma del miedo a la muerte hay un temor biológico innato. Es un temor informe. Yo también lo he experimentado. No hay palabras que lo expresen. Pero toda criatura viviente quiere continuar existiendo. Spinoza ya lo dijo hace unos trescientos cincuenta años. Es algo que debemos conocer, esperar. El hecho de que sea innato hará que, cada tanto, el terror nos sacuda. A todos nos toca.

Al cabo de veinte minutos, Alice sonaba más calma. Pero pocas horas más tarde, dejó un lacónico mensaje en mi contestador. Decía que nuestra conversación había sido como una bofetada en su rostro, y que yo me había mostrado frío y carente de empatía. Casi a modo de epílogo añadía que, de todos modos, por algún motivo se sentía mejor. Al día siguiente dejó otro mensaje diciendo que su pánico había cedido por completo; una vez más, afirmaba desconocer el motivo de ello.

Ahora bien, ¿en qué ayudó esta conversación a Alice? ¿Fue por las ideas que presenté? Probablemente, no. Rechazó los argumentos de Epicuro a los que recurrí: que, una vez que su conciencia se extinguiera, ella no estaría ahí para ver cómo terminaban las historias de sus seres queridos, y que, después de morir, estaría en el mismo estado que antes de nacer. Tampoco mis otras sugerencias —por ejemplo, que se proyectara tres semanas en el futuro para ganar alguna perspectiva sobre su vida— tuvieron impacto alguno. Simplemente, estaba demasiado aterrada. En sus palabras: «Sé que lo estás intentando, pero las ideas no le hacen mella. No llegan siquiera a rozar el peso de la angustia que tengo en el pecho».

En consecuencia, las ideas no ayudaron. Pero examinemos la conversación desde la perspectiva del relacionarse. En primer lugar, la atendí aun cuando estaba de vacaciones, indicando así mi total disposición a comprometerme con ella. Lo que dije, en efecto, fue «sigamos trabajando juntos en esto». No eludí ningún aspecto de su ansiedad. Continué indagando en sus sentimientos acerca de la muerte. Reconocí mi propia ansiedad. Le aseguré que estábamos juntos en esto, que ella, yo, y todos los demás estamos programados para sentir ansiedad ante la muerte.

En segundo lugar, por detrás de mi explícito ofrecimiento de presencia, había un fuerte mensaje implícito: «Por más terror que sientas, nunca te evitaré ni abandonaré». Simplemente, hice lo mismo que la sirvienta, Anna, en Gritos y susurros. La contuve. Me quedé con ella.

Aunque me comprometí plenamente con ella, me aseguré de contener su terror. No permití que me contagiara. Mantuve un tono impertérrito y fáctico, y la insté a que analizáramos y diseccionáramos juntos el terror. Aunque al día siguiente me lo reprochó, diciendo que me había mostrado frío y carente de empatía, mi calma la ayudó a serenarse y palió su terror.

La lección que se deduce es simple: la conexión es fundamental. Seas familiar, amigo o terapeuta, zambúllete. Acércate de cualquier manera que te parezca apropiada. Habla desde el corazón. Revela tus propios temores. Improvisa. Contén al que sufre de cualquier manera que lo conforte.

Una vez, hace décadas, cuando me despedía de una paciente que se aproximaba a la muerte, me pidió que me tendiera junto a ella en la cama por un rato[35]. Así lo hice, y creo que eso la confortó. La mera presencia es el mayor obsequio que le puedes dar a cualquiera que se encuentre frente a la muerte. O a una persona en buen estado de salud que sea presa del pánico ante la muerte.

Revelarse uno mismo

Buena parte del entrenamiento del terapeuta, como lo plantearé en el capítulo 7, se centra en lo fundamental que es conectarse. En mi opinión, una parte crucial de ese entrenamiento debe enfocarse en la disposición y capacidad del terapeuta para aumentar la conexión mostrándose tal como es.

Como muchos terapeutas se formaron en tradiciones que enfatizan la importancia de mostrarse impenetrables y neutrales, quizá los amigos que estén dispuestos a presentarse unos a otros tal cual son tengan alguna ventaja sobre aquéllos a este respecto.

En las relaciones estrechas, cuanto más revela uno sobre las propias sensaciones y pensamientos, más fácil le es revelarse al otro. La autorrevelación desempeña un papel crucial en el desarrollo de la intimidad. Por lo general, las relaciones se construyen mediante un proceso de autorrevelación recíproca. Uno de los participantes se decide y revela cosas íntimas, mostrando así su disposición a arriesgarse; el otro cierra la brecha haciendo lo mismo. De esa manera, profundizan la relación mediante una espiral de autorrevelación. Si a la persona que toma el riesgo inicial no se le responde con una actitud de reciprocidad, suele ocurrir que la amistad se resiente.

Cuanto más uno se muestre tal cual es y se brinde plenamente, más profunda y sólida será la amistad. En la presencia de tal intimidad, toda palabra, toda manera de confortar, todas las ideas, adquieren mayor sentido.

Los amigos deben recordarse unos a otros (y también a sí mismos) que también ellos experimentan el terror ante la muerte. Así, en mi conversación con Alice, me incluí a mí mismo en el planteo sobre lo inevitable de la muerte. Una revelación como ésa no entraña un gran riesgo, pero sí explícita lo implícito. Al fin y al cabo, todas somos criaturas aterradas ante la idea de que «no habrá más yo». Todos nos enfrentamos con la sensación de nuestra pequeñez e insignificancia en comparación con la extensión infinita del universo (lo que a veces se llama «experiencia de lo tremendo»). Ninguno de nosotros es más que una mota de polvo, un grano de arena en la vastedad del cosmos. Como escribió Pascal en el siglo XVII: «el eterno silencio de los espacios vacíos me aterra»[36].

La necesidad de intimidad ante la muerte se describe en forma conmovedora en una nueva obra teatral llamada Let me down easy (Suéltame poco a poco), de Anna Deavere Smith. Uno de los personajes de la obra es una notable mujer que atiende niños africanos que padecen de sida. Su hospicio tiene que arreglárselas con pocos recursos y los niños mueren a diario. Cuando se le pregunta qué hace para aliviar el temor de los niños, responde en dos frases: «Nunca los dejo morir solos y en la oscuridad, y les digo “siempre te llevaré en mi corazón”[37]».

La idea de la muerte puede ser una experiencia de despertar incluso para quienes sufren de un enconado bloqueo de toda apertura y siempre han evitado las amistades íntimas. Esta idea puede catalizar una transformación fundamental en lo que hace a su deseo de intimidad y a su disposición a hacer esfuerzos por alcanzarla. Muchas personas que trabajan con moribundos descubren que quienes hasta entonces se han mostrado distantes, se muestran súbita y notablemente dispuestos a comprometerse en profundidad.

La propagación por ondas concéntricas en acción

Como expliqué en el capítulo anterior, la creencia de que uno puede persistir, no a través de la personalidad individual, sino mediante valores y acciones que se propagan en ondas concéntricas por las generaciones venideras, puede ser un poderoso consuelo para cualquiera que se sienta ansioso frente a la propia mortalidad.

ALIVIAR LA SOLEDAD DE LA MUERTE

Aunque Everyman, el autosacro (obra teatral pedagógica de inspiración religiosa) medieval, dramatiza la soledad del encuentro con la muerte, también puede ser leída como una descripción del poder consolador de la propagación por ondas. Everyman, que fue un éxito multitudinario durante siglos, se representaba en el atrio de las iglesias frente a los fieles. La obra cuenta la historia alegórica de Everyman, que recibe la visita del ángel de la muerte, quien le anuncia que ha llegado el momento de que emprenda su viaje final.

Everyman suplica una postergación. «Imposible», responde el ángel de la muerte. Entonces, pide otra cosa: «¿No puedo invitar a alguien que me acompañe en este desesperantemente solitario viaje?». El ángel sonríe y asiente enseguida. «Sí, claro, si encuentras a quien esté dispuesto a hacerlo».

El resto de la obra describe los intentos de Everyman por encontrar a alguien que quiera acompañarlo en su viaje. Ningún amigo ni conocido está dispuesto a hacerlo. Su prima, por ejemplo, alega que le es imposible porque se le acalambró un dedo del pie. Ni siquiera personajes metafóricos (Bienes Terrenales, Belleza, Fuerza, Conocimiento) quieren hacerlo. Pero cuando ya se ha resignado a viajar solo, encuentra un compañero dispuesto a viajar con él. Su nombre es Buenas Acciones.

El descubrimiento de Everyman de que sólo hay uno, Buenas Acciones, dispuesto a acompañarlo es, por supuesto, la moraleja de este auto cristiano: no puedes llevarte de este mundo nada de lo que recibiste, sino sólo lo que diste. Una interpretación secular de la obra sugiere que la propagación por ondas concéntricas —es decir, tus buenas acciones o tu influencia virtuosa sobre los demás, que persisten más allá de ti mismo— puede aliviar el dolor y la soledad del viaje final.

EL PAPEL DE LA GRATITUD

La propagación por ondas, como muchas de las ideas que encuentro útiles, adquiere mucho más poder en el contexto de una relación íntima en la que uno puede darse cuenta de manera directa de cómo la propia vida ha beneficiado a otros.

Los amigos quizás agradezcan a alguien por algo que hizo o por una actitud. Pero no se trata de dar las gracias y nada más. El mensaje verdaderamente efectivo es «He incorporado una parte de ti. Me transformó y enriqueció, y se la transmitiré a otros».

Con demasiada frecuencia, la gratitud por la forma en que una persona se ha transmitido al mundo mediante ondas concéntricas no se expresa en vida de ésta, sino sólo en un panegírico póstumo. ¿Cuántas veces, en un funeral, has deseado (u oído cómo otros expresaban ese deseo) que el muerto estuviera allí para oír los elogios y expresiones de gratitud? ¿Quién no deseó hacer como Scrooge y espiar su propio funeral? Yo, sí.

Una técnica para sobreponerse a este problema de «demasiado poco, demasiado tarde» en lo que hace a la propagación por ondas concéntricas es la «visita de gratitud», una espléndida manera de reconocer esa transmisión en vida. Conocí este ejercicio en un taller que dirigía Martin Seligman, uno de los jefes del movimiento de psicología positiva. Martin guió a una vasta concurrencia en un ejercicio que, por cuanto puedo recordar, se desarrolló según estas líneas:

Piensa en alguna persona viviente por quien sientas una intensa gratitud que nunca expresaste. Dedica diez minutos a escribirle una carta de gratitud a esa persona; luego acércate a otro de los participantes y léanse sus cartas uno al otro. El paso final es hacerle una visita personal al destinatario en el futuro cercano y leerle la carta en voz alta.

Una vez que las cartas fueron leídas de a pares, varios voluntarios de entre quienes asistían al taller les leyeron sus cartas a todos los demás. Sin excepción, cada uno de ellos se emocionó durante la lectura. Me di cuenta de que tales despliegues de emoción ocurren invariablemente en este ejercicio[38]. Muy pocos participantes lograron terminar su lectura sin ser embargados por una profunda corriente de emociones.

Yo mismo hice el ejercicio. Mi carta fue para David Hamburg, el maravilloso decano del Departamento de Psiquiatría de mis primeros diez años en Stanford. La siguiente vez que visité Nueva York, donde él vivía por entonces, pasamos juntos una conmovedora velada. Expresar mi gratitud me hizo bien, y a él le hizo bien saber de ella; dijo que se había sentido radiante de placer cuando me oyó leer la carta.

A medida que envejezco, pienso más y más en la propagación por ondas concéntricas. Como jefe de familia, siempre me hago cargo de la cuenta cuando vamos a comer a algún restaurante. Mis cuatro hijos siempre me agradecen amablemente (tras ofrecer una débil resistencia) y siempre les digo: «Agradézcanselo a tu abuelo Ben Yalom. No soy más que un transmisor de su generosidad. Él siempre se hacía cargo de la cuenta cuando salíamos a comer». (Y, por cierto, yo tampoco ofrecía más que una débil resistencia).

PROPAGACION POR ONDAS Y MODELOS

Cuando dirigí por primera vez un grupo para enfermos terminales de cáncer, descubrí que el abatimiento de los participantes era contagioso. Muchos estaban desesperados, muchos pasaban el día atentos al sonido de los pasos de la muerte, muchos decían que su vida se había vuelto vacía y carente de sentido.

Entonces, un buen día, una de los participantes abrió el encuentro con un anuncio: «Decidí que, al fin y al cabo, sí tengo algo para dar. Puedo dar el ejemplo de cómo se muere. Puedo dejarles un modelo a mis hijos y amigos enfrentando la muerte con coraje y dignidad».

Fue una revelación que elevó su ánimo, y el mío, y el de los otros integrantes del grupo. Había encontrado una manera de colmar su vida de sentido, hasta el último minuto.

El fenómeno de la propagación por ondas concéntricas era evidente en la actitud que tenían los integrantes del grupo de enfermos de cáncer hacia los estudiantes que participaban como observadores. Para la formación de los terapeutas de grupo, es fundamental observar a un clínico experto en acción. Lo habitual era que hubiese estudiantes observando mis grupos, a veces mediante monitores, pero en general a través de un espejo que permitía ver desde un lado. Aunque los grupos que funcionan en entornos educacionales dan su permiso para que los observen, por lo general los participantes refunfuñan, y cada tanto, expresan en voz alta su desagrado ante la intrusión.

No era ése el caso con mis grupos de pacientes de cáncer: les agradaba tener observadores. Sentían que su enfrentamiento con la muerte les había dado sabiduría y que tenían mucho que transmitirles a los estudiantes. Lo único que lamentaban, como ya mencioné, era haber esperado tanto para aprender a vivir.

Descubrir tu propia sabiduría

Sócrates consideraba que lo mejor que puede hacer un maestro —y yo me permitiría añadir que también un amigo— es formular preguntas que ayuden al estudiante a indagar en su propia sabiduría. Los amigos lo hacen todo el tiempo y, también, los terapeutas. El siguiente caso ilustra un recurso sencillo y que todos pueden emplear.

SI VAMOS A MORIR, ENTONCES, ¿PARA QUÉ O CÓMO VIVIR?: JILL

Una y otra vez, las personas preguntan: ¿qué sentido tiene la vida, si todo está destinado a desaparecer? Aunque muchos buscamos la respuesta a esa pregunta fuera de nosotros mismos, haríamos mejor en seguir el consejo de Sócrates y mirar hacia nuestro interior.

Jill, una paciente a la que la ansiedad ante la muerte atormentaba hacía ya mucho tiempo, solía equiparar la muerte a la ausencia de sentido. Le pedí que me contara cómo había llegado a desarrollar ese pensamiento. Recordaba con nitidez la primera ocasión en que surgió. Cerrando los ojos, describió una escena en la que, a los nueve años, estaba sentada en el columpio del porche de su casa, lamentándose por la muerte del perro de la familia.

—En ese preciso momento —dijo— me di cuenta de que todos debemos morir. Nada tenía sentido, ni mis clases de piano, ni tender mi cama a la perfección, ni las estrellas doradas que la escuela concedía por asistencia perfecta. ¿Qué sentido tienen las estrellas doradas si todo desaparecerá?

—Jill —le dije—, tienes una hija de unos nueve años de edad. Imagina que te preguntara: «Si vamos a morir, ¿cómo o por qué deberíamos vivir?». ¿Qué le responderías?

Sin vacilar, contestó:

—Le hablaría de los muchos gozos de la vida, de la belleza de los bosques, del placer de estar con amigos y familiares, la felicidad de darles amor a los demás y hacer del mundo un lugar mejor.

Cuando terminó, se reclinó en su sillón y abrió mucho los ojos, atónita ante sus propias palabras, como si dijese: «¿De dónde salió eso?».

—Buena respuesta, Jill. Hay mucha sabiduría dentro de ti. Ésta no es la primera vez que dices una gran verdad cuando imaginas que aconsejas a tu hija acerca de la vida. Ahora, debes aprender a ser tu propia madre.

Lo que se debe hacer, pues, no es dar respuestas, sino encontrar la manera de que el otro encuentre sus propias respuestas.

Ese mismo principio es el que operó en el tratamiento de Julia, la psicoterapeuta y pintora cuya ansiedad ante la muerte surgía de no haberse realizado plenamente al descuidar su arte para competir con su marido por quién ganaba más dinero (véase el capítulo 3). Apliqué esa misma estrategia en nuestro trabajo cuando le pedí que adoptara una perspectiva distante, imaginando cómo le respondería a un paciente que se comportara como ella lo hacía[39].

La instantánea respuesta de Julia («Le diría: ¡vives de una manera absurda!») indicó que sólo necesitaba la más leve de las orientaciones para descubrir su propia sabiduría. Los terapeutas siempre han trabajado según el supuesto de que lo que uno mismo descubre tiene mucho más poder que una verdad dicha por otros.

Realizar plenamente tu vida

La ansiedad ante la muerte de muchas personas se ve alimentada, como en el caso de Julia, por la decepción que sienten al no haber realizado su potencial. Muchas personas se desesperan porque sus sueños no se hicieron realidad, y se desesperan aún más porque ellos no hicieron nada para concretarlos. Enfocarse en esta profunda insatisfacción suele ser el punto de partida para sobreponerse a la ansiedad ante la muerte, como ocurrió en el caso de Jack.

ANSIEDAD ANTE LA MUERTE Y EL NO VIVIR LA VIDA: JACK

Jack, un abogado de sesenta años, alto y bien vestido, acudió a mi consultorio atormentado por síntomas invalidantes.

Me dijo en un tono muy plano e inexpresivo que tenía pensamientos obsesivos sobre la muerte, que no podía dormir y que sufría de una marcada declinación de su productividad profesional que había reducido en forma sustancial sus ingresos. Cada semana malgastaba horas enteras consultando de manera compulsiva tablas actuariales como las que usan las compañías aseguradoras para calcular el promedio de los meses y días de vida que le quedaban. Las pesadillas lo despertaban dos o tres veces a la semana.

Sus ingresos habían menguado pues ya no podía ocuparse de los testamentos y asuntos hereditarios que constituían una parte importante de su trabajo. Estaba tan obsesionado con su propio testamento y su propia muerte que el pánico a menudo lo obligaba a interrumpir las consultas que le hacían al respecto. Cuando hablaba con sus clientes, pasaba vergüenza al tartamudear, o incluso hasta atragantarse, al pronunciar palabras como «fallecimiento», «cónyuge sobreviviente» o «prima por muerte».

Durante nuestra primera sesión, Jack se mostró cauto y distante. Probé con muchas de las ideas que llevo descriptas en estas páginas para tratar de acercarme a él y confortarlo, pero fue en vano. Algo me llamó la atención: tres de los sueños que contó tenían que ver con cigarrillos. Por ejemplo, en uno, caminaba por un pasillo subterráneo donde había esparcidos cigarrillos. Pero hacía veinticinco años que él no fumaba. Cuando insistí en indagar en sus asociaciones con los cigarrillos, no pudo establecerlas. Pero al finalizar la tercera sesión, reveló, con voz temblorosa, que la mujer con la que había estado casado durante cuarenta años fumaba marihuana todos los días. Se puso la cabeza entre las manos, calló y, cuando el minutero marcó el fin de los cincuenta minutos, se apresuró a partir sin un comentario de despedida.

En la sesión siguiente, habló de su gran vergüenza. Le dolía admitir que él, un profesional respetado, bien educado e inteligente hubiese sido tan estúpido como para prolongar durante cuarenta años una relación con una adicta que mostraba una disminución de sus facultades cognitivas y que cuidaba tan poco de su apariencia que a él le daba vergüenza ser visto con ella.

Jack estaba conmocionado, pero se sintió aliviado al final de la sesión. Se trataba de un secreto que no le había revelado a nadie en todos esos años. De alguna manera extraña, tampoco se lo había admitido a sí mismo.

En posteriores sesiones reconoció que había aceptado esa relación enfermiza porque no creía merecer más. También reconoció las muchas ramificaciones de ese estado de cosas. Su vergüenza y necesidad de mantener el secreto habían eliminado toda vida social. Había decidido no tener hijos: su esposa era incapaz de abstenerse durante el embarazo, o de ser un modelo responsable para eventuales hijos. Él estaba tan convencido de que lo considerarían un tonto por permanecer junto a ella que no le había confiado lo que ocurría a nadie, ni siquiera a su propia hermana.

Ahora, a los sesenta años, estaba completamente convencido de que era demasiado viejo y estaba demasiado aislado como para separarse de su esposa. Me dejó muy claro que toda discusión respecto a finalizar, o considerar la posibilidad de finalizar, su matrimonio estaba fuera de cuestión. A pesar de la adicción de su esposa, la amaba de verdad y se tomaba sus votos matrimoniales en serio. Sabía que ella no podría vivir sin él.

Me di cuenta de que su ansiedad ante la muerte se relacionaba con el hecho de que sólo había vivido en forma parcial, sofocando sus propios sueños de felicidad y realización. Su terror y sus pesadillas surgían de la sensación de que se le acababa el tiempo y la vida se le escapaba de entre las manos.

Su aislamiento me pareció muy impresionante. La necesidad de ocultar su secreto lo había hecho incapaz de mantener otra relación íntima aparte de la que mantenía con su esposa, problemática y ambivalente. Me aproximé a sus problemas con la intimidad centrándome en nuestra relación. Comencé por decirle claramente que nunca lo consideraría un tonto. Más bien, me sentía honrado de que hubiese estado dispuesto a compartir tanto conmigo. Le expresé mi empatía por el brete moral en que se encontraba al vivir con una esposa impedida.

Al cabo de pocas sesiones, la ansiedad de Jack ante la muerte disminuyó de forma notoria. Fue reemplazada por otras preocupaciones, sobre todo las vinculadas a su relación con su esposa y a la manera en que la vergüenza le impedía establecer otras relaciones íntimas. Debatimos cuál sería la mejor forma de proceder para romper el código de silencio que le había impedido formar relaciones durante todos esos años. Planteé la posibilidad de que entrara en una terapia de grupo, pero eso le pareció demasiado amenazador. Rechazaba la idea de cualquier terapia lo suficientemente ambiciosa como para perturbar la relación con su esposa. En cambio, identificó a dos individuos, su hermana y un hombre que alguna vez fuera un amigo cercano, con quienes estaba dispuesto a compartir su secreto.

Me empeñé en explorar el tema de la propia realización. ¿Qué partes de él habían sido reprimidas y aún podían realizarse? ¿Cuáles eran sus fantasías? De niño, ¿qué imaginaba que haría en la vida? ¿Cuál de las cosas que hizo en el pasado le dio más placer?

Llevó a la siguiente sesión una voluminosa carpeta llena de lo que llamó sus «garabatos»: eran poesías escritas a lo largo de décadas, a menudo acerca de la muerte, muchas de ellas escrita a las cuatro de la madrugada, cuando lo despertaban las pesadillas. Le pedí que me leyera algunas y seleccionó tres de sus preferidas.

—Qué hermoso —le dije cuando finalizó— que puedas convertir tu desesperación en algo tan bello.

Al cabo de doce sesiones, Jack me informó que había cumplido con sus metas: su temor a la muerte había disminuido marcadamente; sus pesadillas se habían transformado en sueños que sólo expresaban moderadas cantidades de irritación y frustración. El revelarse a mí lo instó a confiar en otros, y restableció una relación estrecha con su hermana y con su viejo amigo. Tres meses más tarde, me envió un mensaje de correo electrónico donde decía que estaba bien y que se había anotado en un seminario de escritura por Internet, además de unirse a un grupo local de poesía.

Mi trabajo con Jack demuestra cómo una vida de represión puede expresarse como terror a la muerte. Por supuesto que estaba aterrado: tenía mucho que temer de la muerte, pues no había vivido la vida que se le ofreció. Miríadas de artistas y escritores han expresado este sentimiento en todos los idiomas, desde el «muere en el momento justo» de Nietzsche hasta la frase del poeta estadounidense John Greenleaf Whittier: «De todas las palabras tristes que pueden decirse o escribirse, las más tristes son: “¡Pudo haber sido!”[40]».

Otro aspecto de mi trabajo con Jack fueron mis intentos de ayudarlo a localizar y revitalizar partes descuidadas de sí, desde sus dones para la poesía hasta su anhelo de tener relaciones más cercanas con los demás. Los terapeutas saben que, por lo general, lo mejor es procurar ayudar a los pacientes a quitar por sí mismos los obstáculos a su propia realización más que recurrir a sugerencias, consejos o exhortaciones.

También traté de reducir el aislamiento de Jack. No lo hice señalándole las oportunidades sociales que tenía a su alcance, sino enfocándome en los principales obstáculos que lo hacían incapaz de amistades íntimas: su vergüenza y su creencia de que los demás lo tomarían por tonto. Por supuesto que su decisión de intimar conmigo fue un paso muy importante: el aislamiento sólo existe cuando uno se aísla. Cuando se comparte, desaparece.

EL VALOR DEL ARREPENTIMIENTO

El arrepentimiento tiene mala fama. Aunque por lo general se lo asocia a una tristeza sin remedio, se lo puede emplear de manera constructiva. De hecho, la idea del arrepentimiento —tanto crearlo como evitarlo— es uno de los más valiosos de todos los métodos que empleo para ayudarme a mí mismo y a los demás a lograr la realización.

Si se emplea bien, el arrepentimiento es una herramienta que puede ayudar a que uno se ponga en acción para procurar evitar que se acumule. Se puede indagar en el arrepentimiento mirando hacia atrás y también hacia delante. Si vuelves tu mirada al pasado, te arrepientes de todo lo que no hiciste. Si miras al futuro, te enfrentas con la opción de generar nuevos motivos de arrepentimiento o de vivir relativamente libre de éste.

A menudo, me aconsejo a mí mismo, y también a mis pacientes, imaginar que han transcurrido cinco años, o sólo uno, y pensar en qué motivos de arrepentimiento podemos haber acumulado durante ese lapso. A continuación, formulo una pregunta que tiene un verdadero impacto terapéutico: «Ahora ¿cómo puedes vivir sin generar nuevos motivos de arrepentimiento? ¿Qué debes hacer para cambiar tu vida?».

Despertar

En algún momento de la vida —a veces, en la juventud; otras, más tarde— todos tomamos conciencia de nuestra mortalidad. Los indicadores son legión. Elige el que prefieras: el espejo que muestra tus mejillas colgantes, las canas de tu cabello, tus hombros encorvados; la sucesión de cumpleaños, en particular las décadas redondas: cincuenta, sesenta, setenta; encontrarte con un amigo al que no ves hace mucho tiempo y quedar conmocionado al notar cuánto envejeció; ver viejas fotografías tuyas y de personas que conociste en la infancia que llevan mucho tiempo muertas; encontrarse con el señor Muerte en un sueño.

¿Qué sientes al tener tales experiencias? ¿Qué haces con ellas? ¿Te sumerges en una actividad frenética para consumir tu ansiedad y evitar lo que la motiva? ¿Tratas de quitarte las arrugas con cirugía y te tiñes el cabello? ¿Decides pasar unos años más cumpliendo treinta y nueve? ¿Te distraes con el trabajo y la rutina cotidiana? ¿Olvidas todas esas experiencias? ¿Ignoras tus sueños?

Te conmino a que no te distraigas. Más bien, disfruta del despertar. Aprovéchalo. Detente y observa la fotografía que te muestra cuando eras más joven. Deja que el momento de tristeza te invada y demórate en él; saborea su dulzura, además de su amargor.

No olvides que mantenerte consciente de la muerte, abrazarte a su sombra, es una ventaja. Tal conciencia puede integrar la oscuridad a tu chispa vital y realzar lo que te queda de vida. La manera de valorar la vida, la manera de sentir compasión por los demás, la manera de amar cualquier cosa con más profundidad es ser consciente de que estas experiencias están destinadas a perecer.

Muchas veces, tengo la agradable sorpresa de ver que un paciente hace considerables cambios positivos tarde en la vida, incluso cuando la muerte se acerca. Nunca es demasiado tarde. Nunca eres demasiado viejo.