Las ideas tienen poder. Las percepciones de muchos grandes pensadores y escritores de todas las épocas nos ayudan a ordenar nuestras caóticas sensaciones acerca de la muerte y descubrir senderos significativos por donde transitar por la vida. En este capítulo, presentaré las ideas que me han sido más útiles en mi terapia con pacientes acosados por la ansiedad ante la muerte.
Epicuro y la vigencia de su sabiduría
Epicuro creía que la verdadera misión de la filosofía es aliviar el sufrimiento humano. ¿Y cuál es la causa primera de ese sufrimiento? Para Epicuro, no cabía duda de que la respuesta a esa pregunta es nuestro omnipresente temor a la muerte.
Epicuro insistía en que la aterradora idea de la muerte inevitable interfiere nuestro disfrute de la vida, perturbando todos nuestros placeres. Como ninguna actividad puede satisfacer nuestro anhelo de vida eterna, todas son intrínsicamente insatisfactorias. Epicuro escribió que muchos individuos desarrollan un odio hacia la vida, lo que puede llevarlos, irónicamente, al suicidio. Otros se sumergen en actividades frenéticas e inútiles que no tienen otro propósito que eludir el dolor inherente a la condición humana.
Al referirse a nuestra interminable e insatisfactoria búsqueda de nuevas actividades, Epicuro afirmó que debemos almacenar experiencias placenteras y grabarlas profundamente en nuestra memoria. También sugirió que si aprendemos a revivirlas una y otra vez, no necesitaremos perseguir incesantemente placeres hedonistas.
La leyenda cuenta que Epicuro siguió su propio consejo y que, en su lecho de muerte (por complicaciones derivadas de un cólico renal producido por cálculos), mantuvo la ecuanimidad a pesar del terrible dolor, a fuerza de recordar las agradables conversaciones mantenidas antaño con su círculo de amigos y estudiantes.
Algo que hizo genial a Epicuro fue su anticipación del concepto moderno de lo inconsciente. Este filósofo enfatizó que la preocupación ante la muerte no es consciente en la mayor parte de los individuos, sino que debe ser deducida a partir de manifestaciones disfrazadas. Entre ellas, mencionó el exceso de religiosidad, la obsesiva acumulación de riquezas, y la ciega búsqueda de poder y honor, todo lo cual ofrece una versión falsificada de la inmortalidad.
¿Cómo hacía Epicuro para aliviar la ansiedad ante la muerte? Él formuló una serie de argumentos bien construidos que sus estudiantes memorizaban a modo de catecismo. Muchos de estos argumentos han sido debatidos a lo largo de los últimos dos mil trescientos años, y aún son relevantes a la hora de sobreponerse al temor a la muerte. En este capítulo analizaré tres de sus argumentos más conocidos, que encontré valiosos para mi trabajo con muchos pacientes, como también para aliviar mi propia ansiedad ante la muerte.
• La mortalidad del alma.
• La muerte como aniquilación total.
• El argumento de la simetría.
LA MORTALIDAD DEL ALMA
Epicuro enseñaba que el alma es mortal y perece con el cuerpo, conclusión diametralmente opuesta a la de Sócrates.
Éste, cien años antes de Epicuro, en vísperas de su ejecución, se consolaba con su creencia en la inmortalidad del alma y la esperanza de que pronto estaría gozando de la eterna compañía de otros que en vida habían compartido su búsqueda de la sabiduría. Buena parte del punto de vista de Sócrates, descrito en detalle en el diálogo platónico llamado Fedón, fue adoptado y preservado por los neoplatonistas, que ejercerían considerable influencia en el concepto cristiano de la vida después de la muerte.
Epicuro condenó con vehemencia a los dirigentes religiosos de su época, quienes, en sus esfuerzos por aumentar su poder, incrementaban la ansiedad ante la muerte de sus seguidores al amenazar con castigos después de la muerte a quienes no siguieran sus normas y reglamentos. En los siglos siguientes, la cristiandad medieval, con su iconografía de los castigos infernales, como la representación del Juicio Final pintada por el Bosco, le añadió una macabra dimensión visual a la ansiedad ante la muerte.
Epicuro insistía en que si somos mortales y el alma no sobrevive, no tenemos nada que temer en una vida después de la muerte. Al no tener conciencia, no nos arrepentiremos de nada de lo hecho en vida, ni tendremos nada que temer de los dioses. Epicuro no negó la existencia de los dioses (habría sido un argumento peligroso, ya que Sócrates había sido ejecutado por herejía hacía menos de un siglo), pero sí afirmó que no les importaba la vida humana y que sólo servían como ejemplo de la tranquilidad y la beatitud a las que debemos aspirar.
LA MUERTE COMO ANIQUILACIÓN TOTAL
En su segundo argumento, Epicuro plantea que la muerte no nos puede dañar, porque el alma es mortal y se dispersa cuando morimos. Lo que se dispersa no puede percibir, y lo que no percibimos no existe para nosotros. En otras palabras, si soy, la muerte no es, pero si la muerte es, no soy. Por lo tanto, Epicuro preguntaba: «¿Por qué temerle a la muerte si nos es imposible percibirla?».
La posición de Epicuro es la respuesta final a la broma de Woody Allen: «No le temo a la muerte, pero no quiero estar ahí cuando llegue». Lo que dice Epicuro es que no estaremos ahí cuando ocurra porque la muerte y el «yo» nunca pueden coexistir. Si estamos muertos, no sabremos que estamos muertos, y, en tal caso, ¿a qué habríamos de temerle?
EL ARGUMENTO DE LA SIMETRÍA
El tercer argumento de Epicuro es que nuestro estado de no ser después de la muerte es el mismo en el que nos encontrábamos antes de nacer. A pesar de los muchos debates filosóficos que hay en tomo de este antiguo razonamiento, creo que aún mantiene su poder de confortar a quienes van a morir.
De los muchos que han reformulado este argumento en el transcurso de los siglos, nadie lo hizo con más elegancia que el gran novelista ruso Vladimir Nabokov en su autobiografía Habla, memoria, que comienza con estas líneas: «La cuna se mece sobre un abismo, y el sentido común nos dice que nuestra existencia no es más que una fugaz hendija de luz entre dos eternidades de oscuridad. Aunque son gemelas idénticas, el hombre, en general, contempla el abismo prenatal con más calma que aquél al que se dirige (a una velocidad de unas cuatro mil quinientas pulsaciones por hora)[18]».
En lo personal, muchas veces me he confortado al pensar que ambos estados de no ser —antes de nacer y después de morir— son idénticos, por más que temamos tanto a la segunda oscuridad y nos preocupe tan poco la primera.
Un mensaje de correo electrónico de un lector contiene observaciones relevantes a este respecto:
En este momento, estoy más o menos cómodo con la idea de la aniquilación. Parece la única conclusión lógica. Desde mi primera infancia, siento que lo lógico es que, tras la muerte, regresemos al estado en el que nos encontrábamos antes de nacer. Las ideas sobre una vida futura parecen incongruentes y retorcidas si se las compara con la simplicidad de esa conclusión. Nunca me consoló la idea de una vida futura, porque el concepto de una existencia sin fin, agradable o no, me parece mucho más aterrador que el de una existencia finita.
Por lo general, introduzco las ideas de Epicuro al comienzo de mi trabajo con pacientes que sufren de terror ante la muerte. Ello tiene un doble propósito: sirve para introducir al paciente a las ideas con que trabajaremos durante la terapia y para transmitirle mi disposición a trabajar con él o con ella, sumergiéndome en sus temores ocultos para ayudarlo de alguna manera en su viaje.
Aunque algunos pacientes encuentran que las ideas de Epicuro son irrelevantes e insustanciales, éstas confortan y ayudan a otros muchos. Quizá sea porque les recuerdan la universalidad de nuestras preocupaciones y porque ven que grandes espíritus, como Epicuro, también debieron lidiar con ellas.
La propagación por ondas concéntricas
De entre todos los conceptos que han surgido de mis años de práctica dedicados a contrarrestar la ansiedad ante la muerte, encuentro que el de la propagación por ondas concéntricas es muy útil.
Lo de las ondas concéntricas se refiere a que todos nosotros creamos, a menudo en forma no intencional y sin tener conciencia de ello, círculos concéntricos de influencia que pueden afectar a los demás durante años o incluso, generaciones. El efecto que tenemos sobre los demás se transmite, a su vez, a otros, del mismo modo en que los círculos concéntricos que se producen al arrojar una piedra a un estanque se siguen expandiendo, aun cuando ya no sean visibles para nosotros. La idea de que podemos dejar algo nuestro, aunque no vayamos a estar ahí para verlo, ofrece una potente respuesta a los que afirman que la falta de sentido es la conclusión necesaria de nuestra finitud y transitoriedad.
Producir ondas concéntricas no necesariamente significa que nuestro nombre o nuestra imagen vayan a sobrevivir. Muchos de nosotros entendimos que creer que así será es un error cuando, en la escuela, tuvimos que leer estas líneas de Shelley, que describen los restos de una gigantesca estatua de la antigüedad, esparcidos por un paisaje desolado:
Me llamo Ozymandias, rey de reyes,
contemplad mi obra, oh, poderosos,
y desesperad.
Los intentos de preservar la identidad personal siempre son fútiles. La transitoriedad es permanente. El concepto de ondas concéntricas se refiere a dejar algo de la propia experiencia de vida. Algún gesto, algún buen consejo, alguna guía, algún consuelo a los demás, sabiéndolo o no. La historia de Barbara es ilustrativa.
BÚSCALA ENTRE SUS AMIGOS: BARBARA
Barbara, quien sufría de ansiedad ante la muerte desde muchos años atrás, dio a conocer dos episodios que redujeron de forma notoria su inquietud.
El primero ocurrió en una reunión de excondiscípulos, cuando, por primera vez en treinta años, vio a Allison, que era algo menor que ella. Habían sido muy amigas al comienzo de su adolescencia. En cuanto la vio, Allison corrió hacia ella, y mientras la abrazaba y la besaba, le agradeció por lo mucho que la había guiado durante la adolescencia de ambas.
Ya antes de esto Barbara intuía el concepto de las ondas concéntricas. Como maestra de escuela, daba por sentado que influía en sus alumnos de modos que iban más allá de los recuerdos personales. Pero encontrarse con esa antigua amiga hizo que ese concepto se le hiciera mucho más real. Le agradó, y también le sorprendió, ver que tantos de sus consejos y orientaciones persistieran en el recuerdo de su amiga de infancia. Pero quedó azorada cuando, al día siguiente, conoció a la hija de Alison, de trece años de edad, quien se mostró muy emocionada por conocer a la legendaria amiga de su madre.
Ya en el avión que la llevaba de regreso a casa tras el encuentro, Barbara experimentó una epifanía que le abrió una nueva perspectiva respecto de la muerte. Quizá no fuera, como ella pensaba, una aniquilación total. Tal vez no fuera tan esencial que su persona, ni siquiera los recuerdos de su persona, persistieran. Quizá lo importante fuera que las ondas concéntricas persisten, ondas de alguna acción o idea que ayudaron a los demás a alcanzar la alegría y la virtud en vida, ondas que la hicieran sentir orgullosa de contrarrestar la inmoralidad, el horror y la violencia que dominan los medios de comunicación y el mundo exterior.
Estos pensamientos se vieron reforzados por un segundo episodio, dos meses más tarde. Su madre murió y ella pronunció un breve discurso en el funeral. Barbara recurrió a una de las frases favoritas de su madre: «Búscala entre sus amigos».
La frase tenía poder: supo que la generosidad, la bondad y el amor a la vida de su madre vivían en ella, su única hija. Mientras pronunciaba su discurso, observaba a los asistentes al funeral y percibía aspectos de su madre que habían pasado de ella a sus amigos y que pasarían de éstos a sus hijos, y a los hijos de sus hijos.
Desde la infancia, nada perturbaba tanto a Barbara como la idea de la nada. Los argumentos epicúreos que le planteé no le servían de nada. Por ejemplo, no la aliviaba la noción de que no experimentaría el horror de la nada, porque después de muerta no tendría conciencia. Pero la idea de las ondas concéntricas, de que uno continúa existiendo en los actos de atención y ayuda que lleva a cabo por los demás, atenuó mucho sus temores.
«Búscala entre sus amigos». ¡Cuánto consuelo y qué poderosa idea del sentido de la vida residían en esa frase! Como lo analizo más a fondo en el capítulo 5, creo que el mensaje secular de Everyman, (es todo hombre) el drama religioso medieval, es que las buenas acciones nos acompañan hasta la muerte y se propagan a las generaciones futuras.
Barbara regresó al cementerio un año más tarde, para la inauguración de la lápida sepulcral de su madre, y experimentó una variante del fenómeno de ondas concéntricas. Más que deprimirse al ver las tumbas de su madre y de su padre, que se alzaban entre las de otros muchos familiares, experimentó una extraordinaria sensación de alivio y ligereza de espíritu. ¿Por qué? Le costaba ponerlo en palabras. Lo mejor que pudo expresarlo fue: «Si ellos pudieron, yo también puedo». Incluso después de muertos, sus antecesores le transmitían algo.
OTROS EJEMPLOS DE PROPAGACIÓN POR ONDAS CONCÉNTRICAS
Los ejemplos del fenómeno de ondas concéntricas son muchos y bien conocidos. ¿Quién no se ha alegrado al sentir que, en forma indirecta, fue importante para otro? En el capítulo 6 analizo cómo la ondulación de mis maestros llegó a mí, y, a través de estas páginas, a ti. De hecho, mi deseo de servir de algo para los demás es lo que me hace seguir escribiendo cuando ya pasé hace mucho la edad de jubilarme.
En El don de la terapia describo un episodio sobre una paciente que había perdido el cabello debido a la quimioterapia. Se sentía muy incómoda con su apariencia y temía que alguien la viese sin peluca. Cuando se arriesgó a quitársela en mi consultorio, respondí acariciándole con suavidad el poco pelo que le quedaba. Años más tarde, volví a verla para una terapia breve, y me contó que había releído recientemente el pasaje sobre ella que incluí en mi libro. Sintió alegría al ver que yo había registrado este aspecto de ella y que lo transmitiera a otros terapeutas y pacientes. Dijo que le daba placer saber que su experiencia pudiera beneficiar a otros sin que ella siquiera lo supiera.
Las ondas concéntricas están emparentadas con muchas estrategias vinculadas a la desgarradora necesidad de proyectarse hacia el futuro. La más evidente es el deseo de proyectarse en lo biológico mediante hijos que lleven nuestros genes, o a través de la donación de órganos, por la cual nuestro corazón late en reemplazo de otro y nuestras córneas le permiten a alguien ver. Hace unos veinte años, me hice trasplantes de córnea en ambos ojos, y, aunque no sé quién fue el donante muerto, suelo experimentar una oleada de gratitud por ese desconocido.
Otros efectos de propagación de ondas incluyen los siguientes:
• Llegar a ser conocidos por nuestros logros políticos, artísticos o financieros.
• Dejar nuestro nombre en edificios, institutos, fundaciones y becas.
• Hacer una contribución a la ciencia básica, sobre la que otros puedan construir.
• Reincorporarnos a la naturaleza mediante nuestras moléculas dispersas, que pueden servir de unidades constructivas para otras formas de vida.
Quizá me enfoque tan particularmente en la propagación de ondas concéntricas porque como terapeuta tengo un punto de vista privilegiado que me permite ver la transmisión silenciosa, suave e intangible que se produce entre un individuo y otro.
El director japonés Akira Kurosawa hace una poderosa representación de la propagación en ondas en su obra maestra cinematográfica Ikiru, de 1952, que aún se exhibe en todo el mundo. Es la historia de Watanabe, un servil burócrata japonés que se entera de que tiene cáncer de estómago y le quedan pocos meses de vida. El cáncer sirve como experiencia de despertar para este hombre que, hasta entonces, ha vivido una vida tan estrecha que sus empleados lo apodan «la momia».
Cuando se entera del diagnóstico, falta al trabajo por primera vez en treinta años, saca una importante suma de su cuenta bancaria y trata de regresar a la vida gastándola en la vibrante vida nocturna japonesa. Al final de esa inútil noche de derroche, se encuentra por casualidad con una ex empleada, que ha dejado su trabajo porque la hacía sentir muerta en vida. Ella quiere vivir. Fascinado por su vitalidad y energía, él la sigue y le pide que le enseñe a vivir. Ella sólo le responde que detestaba su trabajo anterior porque consistía en una burocracia sin sentido. En su nuevo trabajo, haciendo muñecas en una fábrica de juguetes, se siente inspirada al pensar en todos los niños cuyas vidas alegra con su labor. Cuando él le cuenta de su cáncer y de su muerte inminente, ella se horroriza y huye, pero antes de hacerlo, le da un único consejo: «Haz algo».
Watanabe regresa, transformado, a su trabajo. Se niega a verse limitado por los rituales burocráticos, rompe todas las reglas, y dedica lo que le queda de vida a crear en el vecindario un parque que los niños puedan disfrutar por generaciones. En la última escena, Watanabe, ya cerca de la muerte, está sentado en un columpio del parque. A pesar de las ráfagas de nieve, está sereno y contempla a la muerte con una recién descubierta ecuanimidad.
El fenómeno de la propagación de ondas concéntricas, de crear algo que al ser transmitido enriquecerá la vida de otros, transforma su terror en profunda satisfacción. La película también enfatiza que lo importante es que sobreviva el parque, no la identidad de quien lo creó. De hecho, la película muestra con ironía cómo, en el velorio de Watanabe, los burócratas municipales se emborrachan y discuten sobre si él merece crédito alguno por la creación del parque.
ONDAS CONCÉNTRICAS Y TRANSITORIEDAD
Muchos individuos me comentan que, aunque rara vez piensan en la propia muerte, los obsesiona y aterra la idea de la transitoriedad. Cada momento agradable se ve corroído por el pensamiento de que todo lo que se está experimentando es transitorio y no tardará en morir. El disfrute de un paseo con un amigo se verá socavado por la idea de que todo está condenado a desaparecer: el amigo morirá, el bosque por donde caminan quedará transformado por el insidioso avance de la ciudad. ¿Qué sentido tiene todo si terminará por convertirse en polvo?
Freud plantea (y también rebate) ese argumento en forma maravillosa en un breve ensayo al respecto llamado «La transitoriedad[19]», en el que recuerda un paseo estival que dio junto a dos compañeros: uno, poeta; el otro, un colega psicoterapeuta. El poeta se lamenta de que toda la belleza esté destinada a marchitarse y que todo aquello que ama pierde valor, al estar condenado a desaparecer. Freud se opone a la sombría conclusión del poeta y niega vigorosamente que el hecho de que las cosas no sean perdurables les quite valor o significado.
«¡Todo lo contrario!», exclama. «¡Se los añade! Valoramos más lo que podemos disfrutar en forma limitada». A continuación, ofrece un poderoso argumento contrapuesto a la idea de que la transitoriedad lleva necesariamente a que nada tenga sentido:
Es incomprensible —declara— que el pensar en lo transitorio de la belleza afecte nuestro disfrute de ella. En lo que hace a la belleza de la naturaleza, el invierno la destruye cada año. Pero regresa al siguiente, de modo que, en relación con la extensión de nuestras vidas, podemos decir que es eterna. La belleza de la forma y el semblante humanos se desvanece para siempre en el transcurso de nuestras vidas, pero su transitoriedad les añade encanto. No porque una flor se abra durante sólo una noche nos parece menos bella. Tampoco puedo entender por qué la belleza y la perfección de una obra de arte o de un logro intelectual habrían de perder valor por su limitación temporal. Es posible que llegue una época en que las estatuas y los cuadros que admiramos hoy se conviertan en polvo, o que nos suceda alguna raza de hombres que ya no entienda las obras de nuestros poetas y pensadores, o que llegue una era geológica en la que ya no exista la vida sobre la Tierra. Pero, como el valor de toda esta belleza y perfección sólo existe en relación con el significado que tiene para nuestras propias vidas emocionales, no hace ninguna falta que nos sobreviva y es independiente de la duración absoluta.
Así intenta paliar Freud el terror a la muerte: al separar la estética y los valores humanos del alcance de la muerte, y al plantear que la transitoriedad no afecta en absoluto aquello que es significativo para la vida emocional de los individuos.
Muchas tradiciones tratan de enfrentar la transitoriedad enfatizando la importancia de vivir el momento y enfocándose en la experiencia inmediata. La práctica budista, por ejemplo, incluye una serie de meditaciones sobre anicca (la transitoriedad) en las cuales uno se enfoca en la manera en que se marchitan y caen las hojas de un árbol, y luego, en lo transitorio del árbol mismo, así como en la del propio cuerpo. Se podría considerar que esta práctica es un «descondicionamiento» o un tipo de terapia de exposición, mediante la cual uno se habitúa al miedo sumergiéndose en él de forma deliberada. Tal vez leer el presente libro tenga un efecto parecido sobre algunos lectores.
La propagación en ondas alivia el dolor de la transitoriedad al recordamos que algo nuestro persiste, por más que nosotros no lo sepamos ni percibamos.
Los pensamientos profundos como ayuda
para sobreponerse a la ansiedad ante la muerte
A menudo ocurre que unas pocas y sucintas líneas o un aforismo de un filósofo u otro pensador nos ayudan a reflexionar de manera útil sobre nuestra ansiedad ante la muerte y sobre cómo vivir en plenitud. Sea por lo ingenioso de su planteo, por su retórica o por la forma en que sus líneas resuenan, o por estar muy comprimidos, llenos de energía cinética, estos pensamientos profundos pueden sacudir a quien los lea por su cuenta, o a un paciente, arrancándolos de un modo de vida familiar, pero estático. Quizá, como sugerí, sea consolador ver que esos gigantes del pensamiento lidiaron con tan graves preocupaciones, y las vencieron. O tal vez, lo que esas memorables palabras demuestran es que la desesperación puede transformarse en arte.
Nietzsche, el más grande de los aforistas, es también quien provee la descripción más aguda de su poder:
Un buen aforismo es demasiado duro para los dientes del tiempo, y los milenios no lo desgastan, aunque nunca deja de servir de alimento. Es la gran paradoja de la literatura, lo inmutable entre lo cambiante, el alimento que, como la sal, siempre es apreciado y nunca pierde su sabor[20].
Algunos de estos aforismos se vinculan explícitamente a la ansiedad ante la muerte. Otros nos alientan a que miremos más allá y nos resistamos a dejarnos consumir por preocupaciones triviales.
«TODO ES PASAJERO; LAS ELECCIONES EXCLUYEN».
En Grendel, la maravillosa novela de John Gardner, el atormentado monstruo de la leyenda de Beowulf acude a un sabio en busca de la respuesta al misterio de la vida. El sabio le dice: «El mal final es que el Tiempo perece perpetuamente, y que ser incluye morir[21]». Él resume las meditaciones de toda su vida en seis palabras, dos proposiciones claras y profundas: «Todo es pasajero; las elecciones excluyen».
Como ya he dicho mucho acerca de que «todo es pasajero», pasaré a las implicaciones de la segunda proposición. El hecho de que «las elecciones excluyen» es el motivo oculto por el cual tantas personas quedan paralizadas cuando llega el momento de tomar una decisión. Cada «sí» conlleva un «no», y cada elección en un aspecto significa que debe haber una renuncia en otro. Muchos de nosotros nos negamos a entender que los límites, la reducción y la pérdida forman parte indisoluble de la existencia.
Por ejemplo, la renuncia era un problema enorme para Les, un médico de treinta y siete años, quien se pasó años dudando entre varias mujeres con las que se podía casar. Cuando al fin se casó, se mudó a la casa de su esposa, a ciento cincuenta kilómetros del lugar donde solía vivir, y abrió un segundo consultorio en su nueva comunidad. Pero aun así, mantuvo su viejo consultorio abierto durante un día y medio a la semana, y dedicó una noche a la semana a ver a sus antiguas amantes.
Durante la terapia, nos enfocamos en su resistencia a renunciar a las alternativas. Bajo mi sostenida presión para que reconociese qué significaría para él renunciar —es decir, cerrar su otro consultorio y dejar de ver a sus amantes—, tomó gradual conciencia de su grandiosa imagen de sí mismo. Había sido el más talentoso de su familia: músico, deportista, ganador de premios nacionales en ciencia. Sentía que podía haber triunfado en cualquier profesión. Consideraba que estaba por encima de las limitaciones que se les aplican a los demás y que no tenía por qué renunciar nunca a nada. Quizá la idea de que «las decisiones excluyen» se aplicara a los otros, pero no a él. Su mito personal consistía en que su vida era una espiral que ascendía hasta el infinito, a un futuro más grande y mejor, y se resistía a todo lo que amenazara ese mito.
Al principio, parecía que la terapia de Les debía enfocarse en la lujuria, la infidelidad y la indecisión, pero terminó por requerir una indagación en temas más profundos, existenciales: su creencia de que estaba destinado a volverse cada vez más grande y brillante, manteniéndose exento de las limitaciones de las que sufren los demás mortales, incluyendo la muerte. Les (como Pat en el capítulo 3) se sentía muy amenazado por cualquier cosa que tuviese que ver con la renuncia. Trataba de eludir la regla de que «las elecciones excluyen», y el hecho de que esta actitud se revelara hizo que nos enfocáramos más en esa cuestión y, a partir de entonces, acelerásemos nuestra labor terapéutica. Una vez que aceptó la necesidad de renunciar y logró dejar de concentrarse en aferrarse a todo lo que hubiera poseído alguna vez, pudimos trabajar sobre la forma en que experimentaba la vida, particularmente en su relación con su esposa y sus hijos en el presente inmediato.
La creencia de que la vida es una espiral que asciende sin cesar suele surgir en la psicoterapia. Una vez traté a una mujer de cincuenta años de edad, cuyo marido, que tenía setenta y era un eminente científico, padecía de demencia, como resultado de un accidente cerebral. La perturbaba en especial ver cómo el enfermo no hacía otra cosa que estar sentado frente al televisor. Por más que lo intentara, no podía contenerse y lo instaba a que hiciese algo: leer un libro, jugar al ajedrez, practicar su castellano, hacer palabras cruzadas. La demencia de su marido había hecho pedazos su visión de que la vida siempre asciende a nuevos conocimientos, más descubrimientos y reconocimientos. Le costaba aceptar la alternativa: que todos somos finitos y estamos destinados a realizar la travesía que comienza con la primera infancia y, pasando por la madurez, nos lleva a la declinación final.
CUANDO ESTAMOS CANSADOS… NOS ATACAN IDEAS
QUE VENCIMOS HACE MUCHO
A lo largo de veinte años, realizamos tres terapias con Kate, una médica divorciada. A los sesenta y ocho años me volvió a consultar por su constante ansiedad acerca de su jubilación inminente, el envejecimiento y el temor a la muerte.
Una vez, durante el transcurso de la terapia, se despertó a las cuatro de la madrugada y fue al baño. Resbaló y se hizo un profundo corte en el cuero cabelludo. Aunque sangraba mucho, no llamó a sus vecinos, ni a sus hijos, ni al servicio de urgencias. Su cabello había raleado tanto en el transcurso de los dos años anteriores que había empezado a usar peluca. No podía soportar la vergüenza que hubiese sido aparecer sin ella, como una anciana calva, ante sus colegas del hospital.
En consecuencia, tomó una toalla, una bolsa de hielo y un kilo de helado de café y se metió en cama. Apoyó la bolsa de hielo envuelta en la toalla contra su cabeza, comió helado, llorando por su madre (que llevaba muerta veintidós años) y sintiéndose totalmente abandonada. Cuando amaneció, llamó a su hijo, quien la llevó a un consultorio privado. El médico suturó la herida y le dijo que no se pusiera la peluca durante al menos una semana.
Cuando la vi, tres días más tarde, Kate apareció con un sofisticado turbante. Se sentía avasallada por la vergüenza respecto de su peluca, su divorcio, su condición de mujer sola en una cultura de parejas. También tenía vergüenza por su tosca y psicótica madre (quien siempre le daba de comer helado de café cuando se sentía desdichada), por la pobreza sufrida durante toda su infancia, por su padre irresponsable que había abandonado a la familia cuando ella era niña. Se sentía derrotada. No había progresado durante los anteriores dos años de terapia, así como tampoco en los otros períodos de terapia que había seguido en su vida.
Como no quería que la vieran sin peluca, pasó toda la semana en su casa (a excepción de nuestra sesión de terapia) dedicándose a una limpieza profunda. Mientras ordenaba los armarios, descubrió notas que había hecho durante nuestras anteriores sesiones de terapia. Quedó conmocionada al descubrir que entonces, veinte años atrás, discutíamos exactamente los mismos temas que ahora. No sólo habíamos trabajado para paliar su vergüenza, sino también, sobre todo, y con intensidad, para liberarla de su perturbada y entremetida madre, que aún vivía.
Acudió a nuestra sesión con un turbante en la cabeza y con las notas en la mano, muy desalentada ante su falta de progreso.
—Vine a verte por mis problemas con el envejecimiento y mi miedo a la muerte, y estoy otra vez aquí, en el mismo lugar después de todos estos años, extrañando a mi madre loca y consolándome con su helado de café.
—Kate, sé cómo debes sentirte al traer material tan viejo. Quiero decirte algo que quizá te ayude, algo que Nietzsche dijo hace un siglo: «Cuando estamos cansados… nos atacan ideas que vencimos hace mucho».
De pronto Kate, que por lo general no permitía que se produjera ni un momento de silencio, y solía hablar en rápidas y articuladas oraciones y párrafos, se quedó callada.
Repetí la frase de Nietzsche. Asintió lentamente con la cabeza. A la sesión siguiente, volvimos a trabajar con sus preocupaciones sobre el envejecimiento y sus temores ante el futuro.
No había nada de nuevo en el aforismo. Yo ya la había tranquilizado, diciéndole que simplemente experimentó una regresión como respuesta a su trauma. Pero lo elegante de la frase y el recordatorio de que su experiencia era compartida incluso por un gran espíritu como Nietzsche la ayudaron a entender que su tóxico estado mental sólo era temporal. Esto la ayudó a sentir en carne propia que ya había conquistado una vez a sus demonios internos y que volvería a hacerlo. Rara vez basta una sola dosis de buenas ideas, incluso de ideas de poder: es necesario repetirlas.
VIVIR UNA MISMA VIDA, UNA Y OTRA VEZ,
POR TODA LA ETERNIDAD
En Así hablaba Zarathustra, Nietzsche imaginó a un anciano profeta que, en la plenitud de su sabiduría, decide bajar de lo alto de la montaña y compartir lo que ha aprendido con los demás.
Entre todas las ideas que predica, hay una que considera «el más poderoso de mis pensamientos»: el concepto del eterno retorno. Zarathustra plantea un desafío: si tuvieras que vivir la misma vida una y otra vez por toda la eternidad, ¿en qué cambiarías? Las escalofriantes palabras que reproduzco a continuación son su primera descripción del experimento del «eterno retorno». Suelo leérselas en voz alta a mis pacientes. Trata de leerlas tú en voz alta[22]:
¿Qué ocurriría si algún día o alguna noche, un demonio llegara a ti, en lo más solitario de tu soledad, y te dijera: «deberás vivir la vida, tal como la vives, una e innumerables veces más; y no habrá nada nuevo en ella, sino que tendrás que volver a sentir cada dolor y cada gozo, cada pensamiento y cada suspiro, todo lo indescriptiblemente pequeño y grande de tu vida, todo, en la misma sucesión y secuencia, incluso esta araña, esta luz de luna entre los árboles, aun este momento y a mí mismo. El eterno reloj de arena de la existencia se da vuelta una y otra vez y tú con él, ¡oh, mota de polvo!»? ¿No te arrojarías acaso al suelo y rechinarías los dientes y maldecirías al demonio que así te habló? ¿O experimentarías una tremenda sensación que te llevara a responderle: «eres un dios y nunca oí cosa más divina que ésa»? Si esta idea se apoderara de ti, te cambiaría, o, quizá, te aplastaría.
La idea de vivir tu propia vida en forma idéntica una y otra vez puede ser conmocionante, una suerte de pequeña terapia existencial de choque. A menudo, sirve como experimento de pensamiento que pone las cosas en perspectiva, llevándote a evaluar cuán seriamente viviste tu vida. Como el Fantasma de las Navidades Futuras, aumenta tu conciencia de que tu vida, tu única vida, debe ser vivida bien y a fondo, acumulando tan pocos motivos de arrepentimiento como sea posible. Así, Nietzsche nos sirve de guía, alejándonos de la preocupación por los asuntos triviales y acercándonos a la meta de vivir con vitalidad.
No se producirá un cambio positivo en tu vida mientras te sigas aferrando a la idea de que la razón por la cual no vives bien está fuera de ti. Mientras insistas en adjudicarle la responsabilidad a quienes te han tratado injustamente —un esposo brutal, un jefe exigente y poco dispuesto a respaldarte, malos genes, compulsiones irresistibles—, tu situación seguirá estancada. Tú, sólo tú, eres el responsable por los aspectos cruciales de tu situación en la vida. Y aun si debes enfrentar abrumadores obstáculos externos, tienes la libertad de qué actitud adoptar ante ellos.
Una de las frases preferidas de Nietzsche era amor fati, «ama tu destino». En otras palabras, «crea un destino que puedas amar».
Inicialmente, Nietzsche postuló el concepto del eterno retorno como una idea literal. Él pensó que si el tiempo es infinito y la materia es finita, las diversas maneras en que ésta se organiza en forma aleatoria necesariamente se repetirán una y otra vez, en forma muy parecida a la hipótesis de que un ejército de monos mecanógrafos podría terminar por producir, a lo largo de mil millones de años, el Hamlet de Shakespeare. Pero las matemáticas de este postulado, que ha sido muy criticado por los lógicos, fallan. Hace años, cuando visité Pforta, la escuela a la que Nietzsche asistió entre los catorce y los veinte años, se me permitió ver sus libretas de calificaciones. Tenía notas muy altas en griego, latín y estudios clásicos (aunque, como cuidó de señalar el anciano archivista que oficiaba de guía, no era el mejor estudioso de los clásicos en su clase), pero muy bajas en matemáticas. Finalmente, Nietzsche, quizá dándose cuenta de que tales especulaciones no eran su fuerte, se centró en el eterno retorno como experimento intelectual.
Si encuentras que llevar a cabo este experimento es doloroso o insoportable, hay una explicación obvia: te parece que no has vivido bien tu vida. En tal caso, yo te preguntaría: ¿En qué no la viviste bien? ¿De qué te arrepientes?
Mi propósito no es hacer que te ahogues en un mar de arrepentimiento por lo pasado, sino lograr que tu mirada se vuelva hacia el futuro, y a la siguiente pregunta, que tiene la capacidad potencial de cambiar tu vida: ¿Qué puedes hacer ahora en tu vida para que, dentro de un año, o cinco, no sientas esa misma desazón respecto de todo aquello de lo que te arrepientes al mirar atrás? En otras palabras, ¿puedes encontrar una manera de vivir sin seguir acumulando arrepentimiento?
El experimento intelectual de Nietzsche le provee una poderosa herramienta al terapeuta que busca ayudar a aquéllos para quienes la ansiedad ante la muerte surge de su sensación de no haber vivido su vida con plenitud. Dorothy nos servirá de ejemplo clínico.
EL DIEZ POR CIENTO FALTANTE: DOROTHY
Dorothy, una tenedora de libros de cuarenta años, padecía de una constante sensación de estar atrapada en la vida. La obsesionaba el arrepentimiento por infinidad de acciones: no haber estado dispuesta a perdonarle una infidelidad a su marido, lo que llevó a su decisión de terminar con su matrimonio; no haberse reconciliado con su padre antes de que éste muriera, estar atrapada en un trabajo poco satisfactorio en un lugar que no le agradaba.
Un día, vio un anuncio de un empleo ofrecido en Portland, Oregon, que le pareció un lugar más deseable para vivir, y, durante un breve período, pensó seriamente en mudarse. Pero su entusiasmo no tardó en verse sofocado por una oleada de pensamientos negativos: era demasiado vieja para mudarse, sus hijos no querrían alejarse de sus amigos, no conocía a nadie en Portland, el salario era inferior al actual, quizá no se llevara bien con sus nuevos compañeros de trabajo.
—Así que estuve esperanzada durante un tiempo —dijo—, pero ya ves que estoy tan atrapada como de costumbre.
—Me parece —respondí— que eres tanto la atrapada como la que atrapa. Entiendo que estas circunstancias impiden que cambies tu vida, pero me pregunto si se trata de ellas y nada más. Digamos que todas estas razones de la vida real y que no puedes controlar —tus hijos, tu edad, el dinero, la incertidumbre respecto de tus eventuales compañeros de trabajo— justifiquen el noventa por ciento de tu inercia. Pero me pregunto si no hay una parte, aunque más no sea un diez por ciento, que te toca a ti.
Asintió con la cabeza.
—Bueno, lo que examinaremos aquí, en terapia, es ese diez por ciento, porque ésa es la parte, la única parte, que tú puedes cambiar. —Procedí a describir el experimento intelectual de Nietzsche y le leí en voz alta el pasaje sobre el eterno retorno. A continuación, le pedí a Dorothy que se proyectara al futuro en ese contexto. Terminé con esta sugerencia:
—Hagamos de cuenta que pasó un año y nos volvemos a encontrar en este consultorio, ¿de acuerdo?
Dorothy asintió:
—De acuerdo, pero ya veo hacia dónde va esto.
—Aun así, hagamos la prueba. Ha pasado un año. —Comencé la representación—: Bien, Dorothy, repasemos lo hecho durante el pasado año. Dime, ¿qué nuevos motivos de arrepentimiento tienes? O, en el lenguaje del experimento intelectual de Nietzsche, ¿estarías dispuesta a revivir este año una y otra vez por toda la eternidad?
—No, de ninguna manera quisiera vivir en esta trampa para siempre; tres niños, poco dinero, trabajo horrible, siempre entrampada.
—Ahora, veamos tu responsabilidad, tu diez por ciento, en las cosas que ocurrieron durante este año que pasó. ¿De qué acciones te arrepientes? ¿Qué cambiarías?
—Bueno, la puerta de la cárcel se abrió, apenas un poco, una vez… cuando surgió la posibilidad de trabajar en Portland.
—¿Y si pudieras volver a vivir ese año?
—Sí, sí, ya entiendo. Es posible que me pase este año que tenemos por delante arrepintiéndome por no haber hecho el intento de probar con ese trabajo.
—Exacto. A eso me refiero al decir que eres la presa y también la carcelera.
Dorothy se presentó como candidata a ese empleo. Fue entrevistada y le ofrecieron el puesto. Pero tras visitar la comunidad, ver qué escuelas había disponibles, verificar el valor de las propiedades y el costo de vida y averiguar cuál era el clima habitual, rechazó la propuesta. Aun así, el proceso le abrió los ojos (y las puertas de su cárcel). Se sentía distinta sólo por haber evaluado seriamente la posibilidad de mudarse; cuatro meses después, se postuló para un trabajo con mejor paga, más cerca de su casa, y lo obtuvo.
* * *
Nietzsche decía que dos de sus aforismos eran «de granito»[23], lo bastante duros como para soportar la erosión del tiempo: «Conviértete en quien eres» y «Lo que no me mata me fortalece». Tal como él suponía, perduraron. Ambos ingresaron en el lenguaje corriente de la terapia. A continuación, los examinaremos.
«CONVIÉRTETE EN QUIEN ERES»
El concepto de esta primera frase de granito ya le era familiar a Aristóteles, y, a partir de él, pasó por Spinoza, Leibniz, Goethe, Nietzsche, Ibsen, Karen Horney, Abraham Maslow y el movimiento del potencial humano de la década de 1960, hasta llegar a la idea contemporánea de la autorrealización.
El concepto de «convertirse en lo que uno es» está estrechamente aliado a otros pronunciamientos de Nietzsche: «Consuma tu vida» y «Muere en el momento justo». En esas variantes, Nietzsche nos insta a evitar el no vivir nuestra vida. Lo que estaba diciendo es «cumple contigo mismo, realiza tu potencial, vive audaz y plenamente. Entonces, y sólo entonces, muere sin lamentarlo».
Por ejemplo, Jennie, una secretaria de un estudio de abogados, de treinta y un años de edad, me consultó por una severa ansiedad ante la muerte. Tras nuestra cuarta sesión, tuvo el siguiente sueño:
Estoy en Washington, donde nací, y paseo por la ciudad con mi abuela, que ya murió. Llegamos a un hermoso vecindario en el que todas las casas son mansiones. Entramos en una, enorme y toda blanca. Allí, una vieja amiga del colegio secundario vive junto a su familia. Me alegro de verla, y ella me muestra su casa. Quedo atónita. Es hermosa y tiene muchas habitaciones. Tiene treinta y un cuartos, todos amueblados. Le digo: «Mi casa sólo tiene cinco habitaciones, dos de ellas amuebladas». Despierto muy ansiosa, furiosa con mi marido.
Las asociaciones que hizo a partir del sueño fueron que las treinta y un habitaciones representan diversas áreas de sí misma que debe explorar. El hecho de que su propia casa tenga cinco habitaciones y que sólo dos estén amuebladas refuerza la idea de que no está viviendo correctamente su vida. La presencia de su abuela, que había muerto hacía tres meses, le daba un ambiente de terror al sueño.
Ese sueño abrió nuestro trabajo de manera espectacular. Le pregunté acerca de la ira contra su marido, y, con mucha vergüenza, reveló que él le pegaba con frecuencia. Sabía que debía hacer algo con respecto a su vida, pero abandonar su matrimonio le daba terror. Tenía poca experiencia con los hombres y estaba segura de que le sería imposible encontrar un nuevo compañero. Su autoestima era tan baja que, durante años, prefirió soportar el abuso a poner en juego su matrimonio, enfrentando a su marido y exigiéndole que las cosas cambiaran. Después de esa sesión, no regresó a su hogar, sino que fue a lo de sus padres, donde se quedó durante varias semanas. Le dio un ultimátum a su esposo: debían hacer terapia de pareja. Él le hizo caso y, tras un año de terapia de pareja e individual, el matrimonio experimentó una marcada mejora.
«LO QUE NO ME MATA ME FORTALECE»
Muchos escritores contemporáneos usaron y abusaron de esta frase de Nietzsche. Fue, por ejemplo, una de las ideas preferidas de Hemingway. (En Adiós a las armas añadió: «nuestros lugares rotos son los que nos hacen más fuertes»). Así y todo, el concepto es un fuerte recordatorio de que una experiencia negativa puede hacer que uno se vuelva más fuerte y capaz de adaptarse a la adversidad. Este aforismo tiene un estrecho vínculo con la idea de Nietzsche de que un árbol se vuelve más fuerte y alto cuando resiste las tormentas hundiendo sus raíces en la tierra.
Una de mis pacientes, una mujer eficaz y llena de recursos, directora ejecutiva de una gran compañía industrial, ofreció otra variante de este tema. De niña, había sufrido el abuso verbal cruel y continuo de su padre. En una sesión describió una fantasía, una imaginativa idea sobre una terapia futurista.
—En mi fantasía, acudía a un terapeuta que contaba con la tecnología para borrar la memoria por completo. Tal vez saqué la idea de esa película con Jim Carrey, Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. Imaginé que un día el terapeuta me preguntaba si quería borrar todo recuerdo de la existencia de mi padre. Todo lo que recodaría sería que no había un padre en mi casa. Al principio, me pareció una gran idea. Pero cuando lo pensé un poco más, me di cuenta de que era una elección difícil.
—¿Por qué una elección difícil?
—Bueno, al principio pareciera que la respuesta es obvia. Mi padre era un monstruo y nos aterrorizó a mis hermanos y a mí durante toda nuestra infancia. Pero, al fin, decidí dejar mi memoria como está, sin borrar nada de ella. A pesar del horror de los abusos que sufrí, triunfé en la vida, más allá de lo que nunca soñé. De algún modo, en algún momento, me volví resistente, llena de recursos. ¿Ello fue a pesar de mi padre? ¿O a causa de mi padre?
La fantasía fue un importante paso para una revaluación de fondo de la forma en que veía el pasado. No se trataba tanto de perdonar a su padre como de reconciliarse con el hecho de que el pasado es inalterable. La sacudió mi comentario de que, tarde o temprano, tendría que renunciar a la esperanza de un pasado mejor. La adversidad que debió enfrentar en su hogar la formó y endureció; aprendió a lidiar con ella desarrollando ingeniosas estrategias que le fueron muy útiles en su vida.
ALGUNOS RECHAZAN EL PRÉSTAMO DE LA VIDA PARA EVITAR
ESTAR EN DEUDA CON LA MUERTE[24]
Bernice acudió a terapia por un problema que la mortificaba. Aunque ella y su marido, Steve, estaban felizmente casados hacía ya veinte años, se sentía inexplicablemente irritada con él. Sentía que se alejaba de él al punto de fantasear con separarse.
Me pregunté cuál sería el desencadenante, y quise saber cuándo habían comenzado a cambiar sus sentimientos hacia Steve. Su respuesta fue precisa: las cosas comenzaron a andar mal cuando él cumplió setenta años y se jubiló de su trabajo como corredor de Bolsa, dedicándose a manejar su propia cartera de acciones desde su hogar.
La ira que sentía contra él la desconcertaba. Aunque él no había cambiado en nada, ella encontraba infinidad de cosas que objetar: su desorden, el excesivo tiempo que pasaba mirando televisión, la falta de atención a su propio aspecto, que no hiciera ejercicio. Steve tenía veinticinco años más que ella, pero siempre los había tenido. El hito de su jubilación fue lo que la llevó a verlo como un viejo.
Diversas dinámicas surgieron de nuestra discusión. En primer lugar, ella tenía la esperanza de alejarse de Steve para que la cercanía de él no «acelerase», en sus palabras, su propio envejecimiento. En segundo lugar, nunca había logrado borrar el dolor que le produjo el fallecimiento de su madre cuando ella tenía diez años. No quería tener que enfrentar el renovado dolor de una pérdida, lo que sin duda ocurriría cuando Steve muriese.
A mí me parecía que Bernice procuraba protegerse del dolor de perder a Steve disminuyendo su apego por él. Le sugerí que ni el enfado ni el alejamiento parecían maneras efectivas de evitar finales y pérdidas. Logré mostrarle con claridad su propia dinámica citando a Otto Rank, uno de los colegas de Freud, que dijo que «algunos rechazan el préstamo de la vida para evitar estar en deuda con la muerte». Es una práctica frecuente. Creo que casi todos hemos conocido a individuos que se anestesian a sí mismos y evitan entrar en la vida con entusiasmo sólo porque temen perder demasiado.
Añadí:
—Es como realizar un crucero por el mar y negarse a entablar amistades o a realizar actividades interesantes para no tener que sufrir el dolor del inevitable fin de la travesía.
—Es exactamente así —respondió.
—O no disfrutar de la salida del sol porque…
—Sí, sí, sí, ya te entendí… —me interrumpió, riendo.
Cuando nos centramos en el asunto del cambio, surgieron varios temas. Temía reabrir la herida sufrida a los diez años, cuando murió su madre. Al cabo de varias sesiones, llegó a entender lo ineficaz de su estrategia inconsciente. En primer lugar, ya no era una niña de diez años, indefensa y carente de recursos. No sólo sería imposible que no sintiera dolor ante la muerte de Steve, sino que éste aumentaría mucho por la culpa de haberlo abandonado cuando él más la necesitaba.
Otto Rank propuso una dinámica útil al afirmar que existe una tensión constante entre la «ansiedad ante la vida» y la «ansiedad ante la muerte»[25]. Este planteo puede ser muy útil para el terapeuta. Para Rank, cuando la persona se está desarrollando, busca individuación, crecimiento, cumplir con su potencial. ¡Pero esto tiene un precio! Cuando un individuo emerge, se expande y se separa de la naturaleza, encuentra ansiedad ante la vida, una soledad aterradora, una sensación de vulnerabilidad, una pérdida de conexión con algo mayor que él, que lo contiene. Cuando esta ansiedad ante la vida se vuelve insoportable, ¿qué hacemos? Cambiamos de dirección, retrocedemos. Nos retiramos de la separación y nos confortamos con la unión, es decir, con la fusión y la entrega respecto de otro.
Pero a pesar de la comodidad y la calidez que brindan, las uniones son inestables. En última instancia, uno se rebela ante la pérdida del yo único y el sentimiento de estancamiento. Así es como la unión hace surgir la «ansiedad ante la muerte». Las personas pasamos toda nuestra vida trasladándonos de uno a otro de esos dos polos: la ansiedad ante la vida y la ansiedad ante la muerte. Esta formulación es la columna vertebral del extraordinario libro de Ernest Brecker, The Denial of Death [La negación de la muerte].[26]
Pocos meses después de que Bernice concluyera su terapia, tuvo una curiosa pesadilla que la alteró mucho. Me solicitó una consulta para discutirla. Describió el sueño en un mensaje de correo electrónico:
Estoy aterrada porque me persigue un cocodrilo. Aunque tengo la capacidad de dar saltos de seis metros de altura para eludirlo, sigue avanzando. Cuando trato de ocultarme, me encuentra. Despierto temblando, empapada en sudor.
En nuestra sesión, procuró desentrañar el sentido de su sueño. Sabía que el cocodrilo representaba a la muerte que la perseguía. También sabía que no tenía forma de escapar. Pero ¿por qué ahora? La respuesta se reveló cuando exploramos los eventos de la jornada que precedió a la pesadilla. Esa noche, su esposo, Steve, había escapado por poco de sufrir un grave accidente automovilístico. Tuvieron una terrible discusión, pues ella insistía en que él debía renunciar a conducir de noche, por el deterioro de su visión.
Pero ¿por qué un cocodrilo? ¿De dónde salía eso? Recordó que esa noche, antes de irse a dormir, vio un informe en el noticiario sobre la horrible muerte de Steve Irwin, el «hombre de los cocodrilos» australiano que fue muerto por una raya en un accidente de buceo. Mientras hablábamos, se dio cuenta de que el nombre de Steve Irwin era una combinación del nombre de su marido y el mío. Éramos los dos hombres de edad cuya muerte más temía.
El trío de ensayos de Schopenhauer:
qué es un hombre, qué tiene un hombre,
qué representa un hombre
¿Quién no conoce a alguien (nosotros mismos, quizá) tan concentrado en lo exterior, tan preocupado por acumular posesiones, o por lo que opinen los demás, que pierde todo sentido del ser? Cuando a las personas como ésas se les hace una pregunta, buscan la respuesta fuera y no dentro de sí mismos. Es decir, estudian los rostros de los que lo rodean, procurando adivinar qué desean o esperan.
Para esas personas, encuentro útil resumir un trío de ensayos que Schopenhauer escribió hacia el fin de su vida[27]. Quienes se interesen por leerlos, verán que están escritos en un lenguaje llano y accesible. Básicamente, estos ensayos enfatizan que lo que cuenta es lo que un individuo es; ni la riqueza, ni los bienes materiales, ni la jerarquía social, ni la buena reputación traen felicidad. Aunque estos pensamientos no tratan en forma explícita de temas existenciales, son útiles para pasar de lo superficial a lo profundo.
• Qué tenemos. Los bienes materiales son un fuego fatuo. Schopenhauer argumenta con elegancia que la acumulación de riquezas y bienes es interminable e insatisfactoria. La riqueza es como el agua de mar: cuanta más bebemos, más sed tenemos. Al fin, no tenemos nuestros bienes, sino que ellos nos tienen a nosotros.
• Qué representamos para los demás. La reputación es tan evanescente como las riquezas materiales. Schopenhauer escribe: «La mitad de nuestras preocupaciones y ansiedades surgen de la preocupación por la opinión de los demás… es una espina que debemos extraer de nuestra carne». El deseo de causar buena impresión en los otros es tan poderoso que, cuando algunos condenados a muerte van al patíbulo, en lo que más piensan es en su aspecto y gestos finales. La opinión de los otros es un fantasma que puede alterarse de un momento a otro. Las opiniones penden de un hilo y nos hacen esclavos de lo que piensan los otros o, peor aun, de lo que parece que pensaran… pues no tenemos modo de saber qué piensan en realidad.
• Qué somos. Lo que somos es lo único que importa. Una buena conciencia, dice Schopenhauer, significa más que una buena reputación. Nuestros principales objetivos deben ser la buena salud y la riqueza intelectual, lo que lleva a una inagotable provisión de ideas, a la independencia y a una vida moral. La ecuanimidad interna surge de saber que lo que nos perturba no son las cosas, sino la forma en que las interpretamos.
Esta última idea —que la calidad de nuestras vidas está determinada por la forma en que interpretamos nuestras experiencias, no por las experiencias en sí mismas— es una importante doctrina terapéutica que nos llega desde la antigüedad. Es un postulado central de la filosofía estoica, que pasó por Zenón, Séneca, Marco Antonio, Spinoza, Schopenhauer y Nietzsche antes de convertirse en un concepto fundamental de la terapia dinámica y también de la cognitiva-conductista.
* * *
Ideas como los argumentos de Epicuro, la propagación por ondas concéntricas, evitar el no vivir la vida y el énfasis en la autenticidad de los aforismos que cito son útiles para combatir la ansiedad ante la muerte. Pero el poder de estas ideas se ve muy realzado por otro componente —la conexión íntima con los demás— al que dedicaré el siguiente capítulo.