Uno de los personajes más conocidos de la literatura es Ebenezer Scrooge, el avaro, aislado y mezquino anciano que protagoniza Una canción de Navidad, de Charles Dickens. Al final de la historia, algo le ocurre a Ebenezer Scrooge. Experimenta una notable transformación. Su glacial reserva se derrite. Se vuelve cálido y generoso, y desea ayudar a empleados y conocidos.
¿Qué ocurrió? ¿Qué produjo la transformación de Scrooge? No fue su conciencia. Tampoco la cálida alegría de las Navidades. Se trató, más bien, de una terapia de choque existencial o, como la llamaré en el presente libro, una experiencia de despertar[11]. El Fantasma del Futuro (que Dickens llama «el Fantasma de las Navidades Futuras») visita a Scrooge y le aplica una poderosa dosis de terapia de choque al mostrarle el futuro. Scrooge observa su propio cadáver, del que nadie se ocupa; ve a desconocidos empeñando sus pertenencias (incluso sus sábanas y su camisón), y oye cómo sus vecinos mencionan su muerte a la ligera y sin darle importancia. Luego, el Fantasma del Futuro lo lleva a un cementerio a visitar su propia tumba. Scrooge ve su lápida, recorre con el dedo las letras de su nombre, allí grabado, y, en ese momento, su personalidad se transforma. En la siguiente escena, Scrooge es una persona renovada, compasiva.
Varios ejemplos de experiencias de despertar —un enfrentamiento con la muerte que termina por enriquecer la vida— abundan en la literatura y en el cine. Pierre, el protagonista de la épica novela Guerra y paz, de Tólstoi, está a punto de ser fusilado, pero lo indultan, aunque sólo después de que varios de los hombres que lo preceden hayan sido ejecutados. (En la vida real, Dostoyevski, a los veintiún años, también fue indultado a último momento y experimentó una transformación vital similar).
Mucho antes que Tolstoi, desde que existe la palabra escrita, pensadores más antiguos nos recuerdan la interdependencia de vida y muerte. Los estoicos (entre ellos, Crisipo, Zenón, Cicerón y Marco Aurelio) enseñan que vivir bien es aprender a morir bien y que, en forma recíproca, aprender a morir bien es aprender a vivir bien. Cicerón dijo que «hacer filosofía es prepararse para la muerte». San Agustín escribió que «el ser del hombre sólo nace frente a la muerte». Muchos monjes medievales tenían un cráneo en sus celdas para enfocar sus pensamientos en la mortalidad y las lecciones que ésta nos enseña para conducir la propia vida. Montaigne sugirió que los escritorios debían mirar a un cementerio, para aguzar el pensamiento. De esas maneras, y de muchas otras, a lo largo de la historia, los grandes maestros nos recuerdan que aunque el hecho físico de la muerte nos destruye, la idea de la muerte nos salva.
Aunque el hecho físico de la muerte nos destruye, la idea de la muerte nos salva. Examinemos esta idea más de cerca. ¿Nos salva? ¿De qué? ¿Y cómo nos salva la idea de la muerte?
La diferencia entre «cómo son»
y «qué son las cosas»
Una oposición dialéctica formulada por Heidegger, el filósofo alemán del siglo XX aclara esta paradoja. Propuso dos modos de existencia: el modo cotidiano y el modo ontológico (de onto, «ser» y el sufijo logia, «estudio de»). En el modo cotidiano, uno está completamente absorto en lo que lo rodea y se maravilla de cómo son las cosas del mundo, mientras que en el modo ontológico, uno se enfoca y aprecia el milagro del «ser» mismo, lo aprecia y se maravilla de que las cosas sean, de que uno mismo es.
Hay una diferencia crucial entre cómo son las cosas y que las cosas son. Cuando uno está absorto en el modo cotidiano, se vuelve a las evanescentes distracciones de la apariencia física, la elegancia, las posesiones y el prestigio. En contraste, en el modo ontológico, uno está no sólo más consciente de la existencia, la mortalidad y las otras características inmutables de la vida, sino también más ansioso y dispuesto a hacer cambios significativos. Uno se ve impulsado a lidiar con la fundamental responsabilidad humana de construir una auténtica vida de compromiso, conexión, sentido y autorrealización.
Muchos informes que hablan de cambios espectaculares y duraderos catalizados por un enfrentamiento con la muerte confirman este punto de vista. Cuando, durante un período de diez años, trabajé intensamente con pacientes a los que el cáncer enfrentaba con la muerte, descubrí que muchos de ellos, más que entregarse a la parálisis de la desesperación, se transformaban de manera positiva y espectacular. Les dieron un nuevo orden a las prioridades de sus vidas, poniendo lo trivial en su justo lugar. Se arrogaron el poder de escoger no hacer las cosas que realmente preferían no hacer. Se comunicaron de manera más profunda con sus seres queridos y apreciaron más los hechos elementales de la vida: la sucesión de las estaciones del año, la belleza de la naturaleza, las últimas fiestas de Navidad o Año Nuevo.
Muchos informaron sobre una disminución en el temor que les inspiraban los demás, una mayor disposición a arriesgarse y una menor susceptibilidad ante el rechazo[12]. Uno de mis pacientes comentó en tono de broma que «el cáncer cura las psiconeurosis»; otro me dijo: «Qué pena que haya tenido que esperar hasta ahora, cuando mi cuerpo está invadido por el cáncer, para aprender la manera de vivir».
Despertar al final de la vida: el Iván Ilich
de Tolstoi
En «La muerte de Iván Ilich», de Tolstoi, el protagonista, un burócrata egoísta y arrogante de mediana edad contrae una dolencia abdominal mortal y agoniza con implacables dolores. Con la cercanía de la muerte, Iván Ilich se da cuenta de que durante toda su vida la preocupación por el prestigio, las apariencias y el dinero lo han protegido de la idea de la muerte. Se enfurece contra todos los que lo rodean, pues perpetúan esta falaz negación ofreciéndole infundadas esperanzas de recuperación.
Luego, tras una asombrosa conversación con su parte más profunda, despierta, en un momento de gran claridad, al hecho de que está muriendo muy mal porque vivió muy mal. Toda su vida fue un error. Al protegerse de la muerte, también se protegió de la vida. Iván compara su vida a la experiencia que había tenido a menudo en vagones de tren, cuando, aunque le parecía que avanzaba, en realidad estaba retrocediendo. En síntesis, toma conciencia de su ser.
Aunque la muerte se acerca a toda prisa, Iván se da cuenta de que aún le queda tiempo. Toma conciencia de que no sólo él, sino todo lo que vive, morirá. Descubre algo nuevo en él: la compasión. Siente ternura por los demás: por su pequeño hijo, que le besa la mano; por el joven criado que lo cuida con afecto y naturalidad; incluso, por primera vez, por su joven esposa. Los compadece por el sufrimiento que les infligió y, por fin, no muere en el dolor, sino en el gozo de la intensa compasión.
El cuento de Tolstoi no sólo es una obra maestra de la literatura, sino también una poderosa enseñanza. De hecho, se lo suele incluir en la lista de lecturas obligatorias de quienes se capacitan para confortar a los moribundos.
Ya que tal conciencia del ser lleva a importantes transformaciones personales, ¿cómo hace uno para pasar del modo cotidiano al otro, él que lleva a la transformación? No basta con desearlo, o hacer fuerza, apretando los dientes. En general, aquello que permite que una persona despierte y pase con una sacudida del modo cotidiano al modo ontológico es una experiencia urgente e irreversible. Eso es lo que llamo la «experiencia de despertar».
Pero ¿cuáles son las experiencias de despertar en lo cotidiano para aquéllos que no enfrentamos un cáncer terminal, un pelotón de fusilamiento o una visita del Fantasma del Futuro? Según mis observaciones, los principales catalizadores para una experiencia de despertar son acontecimientos urgentes de la vida, como:
• El dolor ante la pérdida de un ser querido.
• Una enfermedad que ponga la vida en peligro.
• El fin de una relación íntima.
• Algún hito vital crucial; por ejemplo, un cumpleaños importante (los cincuenta, sesenta, setenta años, etcétera).
• Un trauma catastrófico, como un incendio, una violación o un robo.
• Cuando los hijos se marchan del hogar (nido vacío).
• La pérdida del trabajo o un cambio de carrera.
• La jubilación.
• Internarse en un geriátrico.
Por último, sueños poderosos que transmiten un mensaje del yo más profundo pueden servir como experiencias de despertar.
Cada una de las siguientes historias, tomadas de mi práctica clínica, ilustra una forma de experiencia de despertar. Cualquiera puede recurrir a las tácticas que empleo con mis pacientes. Es posible adaptarlas y usarlas no sólo para la propia autoindagación, sino también para ayudar a seres queridos.
El dolor como experiencia de despertar
El dolor y la pérdida pueden servir para despertar y tomar conciencia del propio ser. Así le ocurrió a Alice cuando, tras enviudar, se mudó a un geriátrico; a Julia, cuando la profunda pena por la muerte de una amiga puso al descubierto su propia ansiedad ante la muerte, y a James, quien reprimió durante años el dolor por la muerte de su hermano.
TRANSITORIEDAD PERMANENTE: ALICE
Fui el terapeuta de Alice durante mucho tiempo. ¿Cuánto? Que los lectores jóvenes, acostumbrados al modelo contemporáneo de terapia breve, se aseguren de que están sentados en sus sillas. ¡La traté durante más de treinta años!
No fueron treinta años consecutivos (aunque quiero dejar claro que creo que algunas personas sí necesitan ese tipo de apoyo constante). Alice y su marido, Albert, eran propietarios de una tienda de instrumentos musicales que ellos mismos atendían. Ella acudió a mí por primera vez a los cincuenta años, debido a los crecientes conflictos con su hijo, así como con varios amigos y clientes. Hizo terapia individual durante dos años y grupal durante tres. Aunque tuvo una marcada mejoría, a lo largo de los siguientes veinticinco años regresó a la terapia para lidiar con crisis de vida significativas. La última vez que la vi fue en su lecho de muerte, cuando tenía ochenta y cuatro años. Alice me enseñó mucho, en particular acerca de las etapas difíciles de la segunda mitad de la vida.
El episodio que relato a continuación ocurrió durante su último tratamiento, que comenzó cuando tenía setenta y cinco años y se prolongó durante cuatro. Alice llamó para pedir ayuda cuando a su esposo le diagnosticaron el mal de Alzheimer. Necesitaba contención. Hay pocos trances más pesadillescos que ser testigo del gradual pero implacable deterioro de la mente de un compañero de toda la vida.
Alice sufrió mientras su esposo pasaba por todas las inexorables etapas. Primero, la total pérdida de la memoria de corto plazo, con extravío de llaves y billeteras; después, cuando olvidaba dónde había estacionado su auto, y ella debía recorrer toda la ciudad buscándolo. A continuación llegó la etapa en que se perdía y debía ser llevado a su casa por la policía. Luego, el deterioro de sus hábitos de higiene personal, acompañado de una drástica absorción en sí mismo y la pérdida de toda empatía. Para Alice, el horror final llegó cuando quien fuera su marido durante veinticinco años dejó de reconocerla.
Después de la muerte de Albert, nos concentramos en el duelo y, en particular, en la tensión entre dolor y alivio: el dolor de perder al Albert, a quien había conocido y amado desde la adolescencia, y el alivio de verse liberada de la pesada carga de la atención de tiempo completo que debía dedicarle al desconocido en que se había convertido su marido.
A los pocos días del funeral, cuando amigos y familiares regresaron a sus propias vidas y ella se encontró sola en su casa, surgió un nuevo temor. La aterraba la idea de que algún intruso pudiera meterse en su casa por la noche. En lo exterior, nada había cambiado. Su vecindario de clase media era tan estable y seguro como de costumbre. Vecinos conocidos y amistosos, uno de ellos policía, vivían en su misma calle. Quizá la ausencia de su marido hiciera sentir desprotegida a Alice. Por más que él estuviese incapacitado en lo físico desde muchos años atrás, su sola presencia le daba una sensación de seguridad. Al fin, un sueño la hizo comprender el origen de su terror.
Estoy sentada al borde de una piscina, con los pies en el agua, y comienzo a inquietarme, porque unas grandes hojas sumergidas se me acercan. Siento que me rozan las piernas, y eso me produce incluso ahora, al contarlo, escalofríos. Son ovales, grandes y negras. Trato de mover los pies para hacer olas que alejen las hojas, pero unas bolsas de arena me los inmovilizan. O quizá sean bolsas de cal.
—Fue entonces cuando entré en pánico —dijo— y desperté gritando. Pasé horas forzándome a permanecer despierta, pues temía que si me dormía, el sueño regresara.
Una de las asociaciones que le suscitó el sueño esclareció su significado.
—¿Bolsas de cal? ¿Qué significa eso para ti? —pregunté.
—Sepultura —respondió—. ¿No fue cal lo que echaron en las fosas comunes en Irak? ¿Y también en Londres durante la peste negra?
De modo que el intruso era la muerte. Su propia muerte. El fallecimiento de su marido la había dejado expuesta a la muerte.
—Si él puede morir —dijo ella—, también puede sucederme a mí. Yo también moriré.
Unos meses después de la muerte de su esposo, Alice decidió mudarse de la casa donde había vivido durante cuarenta años a un hogar para ancianos donde le podían dar los cuidados y la atención médica que requerían su hipertensión severa y sus limitaciones visuales por degeneración macular.
Ahora, a Alice la preocupaba cómo disponer de sus posesiones. No podía pensar en otra cosa. Mudarse de una gran casa de cuatro dormitorios atestada de muebles, objetos y una colección de instrumentos musicales antiguos a un departamento pequeño significaba, por supuesto, que debería deshacerse de muchas cosas. Su único hijo, un individuo itinerante que ahora trabajaba en Dinamarca y vivía en un pequeño departamento no tenía lugar para ninguna de sus pertenencias. De todas las dolorosas opciones que enfrentaba Alice, la más dura era decidir qué hacer con los instrumentos musicales que Albert y ella habían coleccionando a lo largo de su vida. A menudo, en la soledad de su reducida vida, le parecía oír fantasmales acordes pulsados por su difunto abuelo en su violonchelo Paolo Testore de 1751, o por su marido en el clavicordio inglés de 1775 que amaba. Y también estaban la concertina y la flauta dulce inglesas que sus padres les habían dado como regalo de bodas.
Cada objeto de la casa atesoraba recuerdos de los cuales, ahora, ella era la única propietaria. Me dijo que irían a dar a manos de desconocidos que no conocerían su historia ni los atesorarían como ella. Y, en su momento, su propia muerte terminaría de borrar los ricos recuerdos asociados al clavicordio, el violonchelo, las flautas, los flautines y tanto más. Su pasado perecería con ella.
El ominoso día de la mudanza de Alice se aproximaba. Poco a poco, los muebles y objetos que no podía conservar desaparecían, vendidos o regalados a amigos y desconocidos. A medida que la casa se vaciaba, su sensación de pánico y dislocación aumentaba.
Su último día en la casa fue muy duro. Como los nuevos propietarios tenían intención de realizar grandes reformas, insistieron en que la casa quedase completamente vacía. Alice debió quitar hasta los anaqueles. Mientras miraba cómo los sacaban, se asombró al ver que, en el lugar que ocupaban, había franjas de pintura color celeste en las paredes.
¡Celeste! Alice recordaba ese color. Cuarenta años atrás, cuando se mudaron a la casa, todas las paredes estaban pintadas de ese color. Y, por primera vez en todos esos años, recordó el semblante de la mujer que le había vendido la casa, el rostro crispado de una viuda angustiada y amargada que, como ella misma, detestaba dejar su casa. Ahora, la viuda amargada era Alice, y también ella detestaba dejarla.
La vida es como una procesión que pasa, se dijo. ¡Claro! Siempre supo que existía la transitoriedad. ¿Acaso no había asistido una vez a un taller de meditación de una semana durante el cual la palabra anicca, que significa «transitoriedad» en pali, había sido interminablemente salmodiada? Pero en esto, como en todo, hay una enorme diferencia entre saber acerca de algo y conocerlo por propia experiencia.
Ahora advertía de verdad que también ella era transitoria, que simplemente había pasado por esa casa, tal como todos sus anteriores ocupantes. Y la casa misma era transitoria y algún día desaparecería para dejarle su lugar a otra casa, que se alzaría en ese mismo terreno. El proceso de dar sus posesiones y mudarse fue una experiencia de despertar para Alice, quien siempre se había arropado en la confortable ilusión de una vida ricamente amueblada y tapizada. Ahora, se daba cuenta de que el abrigo de las posesiones la había protegido de la desnudez de la existencia.
En nuestra siguiente sesión, le leí en voz alta un pasaje de Ana Karenina, de Tolstoi, en el que el marido de Ana, Alexei Alexandrovitch, advierte que ella realmente va a abandonarlo:
Ahora, se sentía como un hombre que, mientras cruza tranquilamente un puente, se da cuenta de pronto de que el puente está roto y que un abismo se abre a sus pies. El abismo era la vida misma, el puente, la vida artificial que Alexei Alexandrovitch estaba viviendo[13].
También Alice tuvo un atisbo del desnudo andamiaje de la vida y de la nada que la subyace. La cita de Tolstoi ayudó a Alice, en parte porque fue una manera de poner en palabras lo que le ocurría, lo cual le dio una sensación de familiaridad y control, y en parte por lo que significaba en nuestra relación; concretamente, porque yo me había tomado el tiempo y el trabajo de ubicar uno de mis pasajes favoritos de Tolstoi, para ella.
La historia de Alice introduce varias ideas que resurgirán en otros pasajes de la presente obra. La muerte de su marido hizo surgir su propia ansiedad ante la muerte. Primero, la externalizó y la transformó en miedo a un intruso; después apareció en una pesadilla; luego, se manifestó más abiertamente, durante el trabajo sobre el duelo, cuando comprendió que «si él puede morir, yo también moriré». Todas estas experiencias, sumadas a la pérdida de muchas posesiones atesoradas y cargadas de recuerdos, la desplazaron al modo ontológico, lo que, a su vez, llevó a significativas transformaciones personales.
Los padres de Alice habían muerto hace mucho tiempo, y la muerte de su compañero de toda la vida la puso frente a la precariedad de la existencia. Ahora, no había nadie entre ella y la muerte. Esta experiencia es bastante frecuente. Como enfatizaré a menudo a lo largo de estas páginas, una parte común del duelo, pero a la que no se le suele prestar atención, es el enfrentamiento del que sobrevive con su propia muerte.
Hubo un epílogo inesperado. Cuando llegó el momento de que Alice dejara su casa y se mudara al hogar de ancianos, me preparé: me preocupaba que cayera en una desesperación más profunda, irreversible, tal vez. Pero dos días después de la mudanza, entró en mi consultorio con paso ligero, casi ágil, y, tras tomar asiento, me dejó helado:
—¡Soy feliz! —dijo.
En todos los años que llevaba viéndola, nunca había comenzado una sesión de esta manera. ¿Cuáles eran los motivos de su euforia? (Siempre les enseño a mis estudiantes que entender los factores que hacen sentir bien a los pacientes es tan importante como entender qué los hace sentir mal).
Su felicidad se originaba en el pasado lejano. Se había criado en hogares sustitutos y siempre había compartido habitaciones con otros niños. Cuando se casó, de muy joven, se mudó a la casa de su marido. Toda su vida había anhelado tener una habitación propia. En su adolescencia, el ensayo Un cuarto propio, de Virginia Woolf, la conmovió profundamente. Me dijo lo que la hacía feliz ahora, era que, finalmente, a los ochenta años de edad y en un hogar de ancianos, tenía una habitación para ella sola.
No sólo eso, sino que sentía que tenía la oportunidad de repetir una etapa del comienzo de su vida —la de estar sin pareja, sola, por su cuenta— y, esta vez, vivirla bien. Por fin, podía permitirse ser libre y autónoma. Sólo alguien íntimamente conectado con ella y que tuviese plena conciencia tanto de su pasado como de su gran complejo inconsciente, puede entender este desenlace, en el que lo personal e inconsciente se sobrepone a las preocupaciones existenciales.
Otro factor desempeñaba un papel en su bienestar: una sensación de liberación. Deshacerse de su mobiliario fue una gran pérdida, pero también un alivio. Sus muchas posesiones eran preciosas, pero los recuerdos las volvían pesadas. Dejarlas fue como salir de una crisálida. Ahora, libre de los fantasmas y residuos del pasado, tenía una nueva habitación, una nueva piel, un nuevo comienzo. Una nueva vida a los ochenta años.
ANSIEDAD ENCUBIERTA ANTE LA MUERTE: JULIA
Julia, una terapeuta británica de cuarenta y nueve años que ahora vive en Massachusetts, me solicitó que la recibiera para unas pocas sesiones durante una visita de dos semanas que hizo a California. Quería que la ayudase con un problema que había resistido varias terapias previas.
Tras la muerte de una amiga íntima, dos años atrás, Julia no sólo no se había recuperado de su pérdida, sino que había desarrollado una serie de síntomas que afectaban seriamente su vida. Se había vuelto muy hipocondríaca. Ante el más mínimo dolor o incomodidad se alarmaba e iba al médico. El temor le impedía realizar muchas actividades que antes llevaba a cabo: patinar sobre hielo, esquiar, bucear o cualquier otra que presentase el más mínimo riesgo. Incluso había dejado de conducir, y necesitó tomar un ansiolítico antes de abordar el avión que la llevó a California. Parecía evidente que la muerte de su amiga había disparado una considerable angustia ante la muerte, apenas disfrazada.
Cuando le pedí que me contara la historia de sus percepciones sobre la muerte de forma directa y fáctica, me dijo que, como nos ocurre a muchos, descubrió la muerte al ver pájaros e insectos muertos y cuando tuvo que asistir a los funerales de sus abuelos. No recordaba cuándo se dio cuenta de que su propia muerte era inevitable, pero sí que, en su adolescencia, había pensado una o dos veces en el tema.
—Era como si una trampa se abriera bajo mis pies y yo cayera en una oscuridad interminable. Supongo que habré decidido no volver a pensar en el asunto.
—Julia —le dije—, deja que te haga una pregunta simple. ¿Qué tiene la muerte de tan aterrador? Específicamente, ¿qué te da miedo?
Respondió al instante:
—Todo lo que no hice.
—¿A qué te refieres?
—Tengo que contarte mi historia como pintora. Mi primera identidad fue la de pintora. Toda la gente que conocía y todos mis maestros me decían que tenía mucho talento. Pero aunque logré un considerable éxito en mi adolescencia y mi juventud, una vez que opté por la psicología dejé el arte de lado.
Se corrigió:
—En realidad, eso no es del todo exacto. No la hice del todo a un lado. Suelo comenzar dibujos o pinturas, pero nunca los termino. Comienzo algo y después lo guardo en mi escritorio, que, al igual que el armario que tengo en mi estudio, está atestado de obras inconclusas.
—¿Por qué? Si te gusta pintar y comenzar proyectos, ¿qué te impide terminarlos?
—El dinero. Estoy muy atareada y dedico todo mi tiempo a mis pacientes.
—¿Cuánto ganas? ¿Cuánto necesitas?
—Bueno, a la mayor parte de las personas les parecería una suma considerable. Atiendo pacientes durante unas cuarenta horas a la semana; a veces más. Pero pago mucho por la escuela de mis dos niños.
—¿Y tu marido? Me dijiste que también él es terapeuta. ¿Trabaja tanto, y gana tanto, como tú?
—Ve tantos pacientes como yo, a veces más, y gana más. Dedica buena parte de su tiempo a análisis neuropsicológicos, que es más redituable.
—Así que, al parecer, entre tu marido y tú producen más dinero del que necesitan. Y sin embargo, me dices que lo que impide que te dediques más al arte es la necesidad de ganar dinero.
—Bueno, sí, se trata de eso, pero de una manera extraña. Ocurre que mi marido y yo siempre hemos competido para ver quién gana más. No lo reconocemos en forma abierta, no es una competencia explícita, pero nunca dejo de ser consciente de ella.
—Bien, deja que te pregunte algo. Supongamos que una paciente va a tu consultorio y te dice que tiene mucho talento y que anhela expresarse mediante la creación, pero que no puede hacerlo porque compite con su marido para ver cuál de los dos gana más dinero. ¿Qué le dirías?
Aún puedo oír la respuesta instantánea de Julia, en su entrecortado acento británico:
—Le diría: «Vives de una manera absurda».
La tarea de Julia en su terapia era, pues, aprender a encontrar una manera de vivir menos absurda. Exploramos la competencia en su vida marital y también el significado de todas esas obras inconclusas guardadas en escritorios y armarios. Nos preguntamos, por ejemplo, si la fantasía de un destino alternativo no sería una forma de tratar de contrarrestar la línea recta que se extiende entre el nacimiento y la muerte. ¿O sería que tenía algo que ganar al no terminar sus obras? De ese modo, no ponía a prueba los límites de su talento y perpetuaba la idea de que podría haber hecho grandes cosas si así lo hubiera querido. Quizás hubiese algo atractivo en la idea de que, de haberlo querido, ella habría sido una gran artista. Pero tal vez ninguna de sus obras alcanzaba el nivel al que ella aspiraba.
Este último pensamiento le pareció muy relevante. Julia se sentía perpetuamente insatisfecha consigo misma. Se instaba a avanzar con un lema que memorizó de una pizarra escolar a los ocho años:
Bueno, mejor, perfecto.
No te des descanso
hasta que lo bueno sea mejor
y lo mejor, perfecto.
La historia de Julia es otro ejemplo de la forma en que la ansiedad ante la muerte se manifiesta en forma encubierta. Acudió a terapia con una serie de síntomas que eran un disfraz delgado como la gasa de su ansiedad ante la muerte. Además, como en el caso de Alice, los síntomas surgieron tras la muerte de una persona cercana. Este episodio fue la experiencia de despertar que la enfrentó a su propia muerte. La terapia progresó con rapidez; en unas pocas sesiones, su dolor y su conducta temerosa quedaron resueltos, y pudo lidiar en forma directa con la manera insatisfactoria en que vivía su vida.
«¿Qué es exactamente lo que temes de la muerte?», es una pregunta que les hago con frecuencia a mis pacientes, pues hace surgir diversas respuestas que suelen acelerar la terapia. La respuesta de Julia, «todo lo que no hice», señala un tema de gran importancia para muchos de los que cavilan sobre la muerte, o la enfrentan: la explícita correlación entre el temor a la muerte y la sensación de no vivir la vida[14].
En otras palabras, cuanto menos vives tu vida, mayor será tu ansiedad ante la muerte. Nietzsche expresó vigorosamente esta idea en dos breves epigramas: «Consuma tu vida» y «Muere en el momento justo». También lo hizo Zorba el griego al decir: «No le dejes a la muerte más que un castillo incendiado[15]». Y Sartre, en su autobiografía, afirmó lo siguiente: «Me aproximaba tranquilamente a mi fin… con la certeza de que el último latido de mi corazón quedaría inscripto en la última página de mi obra y que la muerte sólo se llevaría un hombre muerto[16]».
LA LARGA SOMBRA DE LA MUERTE DE UN HERMANO: JAMES
James, de cuarenta y seis años de edad y empleado en un estudio de abogados, comenzó a hacer terapia por distintos motivos: detestaba su trabajo, se sentía inquieto y desarraigado, bebía en exceso y no tenía una conexión íntima con nadie, más allá de la difícil relación que lo unía a su esposa. En nuestra primera sesión, entre la miríada de problemas interpersonales, ocupacionales, maritales y de abuso del alcohol que surgieron, no pude detectar una preocupación evidente por problemas existenciales, como la transitoriedad o la mortalidad.
Sin embargo, no tardaron en surgir temas de niveles más profundos. Para empezar, noté que cada vez que hablábamos de su aislamiento con respecto a los demás, siempre terminábamos en lo mismo: la muerte de su hermano mayor, Eduardo, quien había muerto a los dieciocho años en un accidente de auto, cuando James tenía dieciséis. Dos años después, James abandonó México para ir a la universidad en los Estados Unidos y, a partir de ese momento, sólo veía a su familia una vez al año. Siempre volaba a Oaxaca en noviembre para conmemorar a su hermano en la celebración del Día de los muertos.
Otro tema comenzó a surgir en casi cada sesión: el tema de los orígenes y los finales. James estaba obsesionado con la escatología, el fin del mundo, y conocía el Apocalipsis casi de memoria. También lo fascinaban los orígenes, en particular los antiguos textos sumerios, que, en su opinión, sugerían que la humanidad tenía orígenes extraterrestres.
Me costaba lidiar con estos temas. Para empezar, su dolor por la muerte de su hermano no era accesible: había una considerable dosis de amnesia en lo que hacía a su respuesta emotiva ante la muerte de su hermano. ¿El funeral de Eduardo? James sólo podía recordar algo: que él era el único que no lloraba. Se sentía, según dijo, como si estuviese leyendo acerca de otra familia en el periódico. Incluso en la conmemoración anual de los muertos, sentía que su cuerpo estaba ahí, pero no su mente ni su espíritu.
¿Ansiedad ante la muerte? No era un tema para James, quien decía que, para él, la muerte no representaba una amenaza. De hecho, lo consideraba algo positivo y esperaba con agrado reunirse con sus familiares fallecidos.
Exploré su creencia en lo paranormal desde distintos ángulos, procurando que no se notara mi extremado escepticismo, que lo hubiese puesto a la defensiva. Mi estrategia era evitar el contenido (es decir, debatir los pros y los contras de los avistamientos de extraterrestres o de las reliquias de ovnis), concentrándome más bien en dos cosas: el significado psicológico de su interés, y su epistemología. Es decir, cómo había llegado a saber lo que sabía, a qué fuentes recurría y qué consideraba evidencia suficiente.
Me pregunté en voz alta por qué él, a pesar de haber recibido una excelente educación en una universidad prestigiosa, insistía en ignorar las investigaciones académicas sobre los orígenes de la humanidad. ¿Qué ganaba creyendo en cosas sobrenaturales y esotéricas? Para mí, le hacían daño. Contribuían a su aislamiento, pues no se atrevía a compartirlas con sus amigos por temor a que lo tildaran de excéntrico.
Todos mis esfuerzos sirvieron de poco, y la terapia no tardó en estancarse. Se mostraba inquieto durante las sesiones, e impaciente con la terapia. Por lo general, comenzaba las sesiones con observaciones burlonas o ligeras, al estilo de «¿Cuánto tiempo más llevará esto, doc?», o «¿Ya me estoy curando?», o «¿Me convertiré en uno de esos casos interminables que hacen que la campanilla de la caja registradora siga sonando?».
Entonces, trajo a la terapia un poderoso sueño que lo cambió todo. Aunque lo había soñado muchos días antes de la sesión, se fijó en su mente con anormal claridad:
Estoy en un funeral. Alguien yace sobre una mesa. El sacerdote habla sobre técnicas de embalsamamiento. Los asistentes desfilan frente al cuerpo. Yo estoy en la fila, y sé que sé han esforzado por embalsamar bien ese cuerpo y que recibió mucho tratamiento cosmético. Me preparo para lo que veré a medida que la fila avanza. Miro primero sus pies, después sus piernas, sigo recorriendo su cuerpo con la mirada. La mano derecha está vendada. Miro la cabeza y me doy cuenta de que es Eduardo, mi hermano. Se me hace un nudo en la garganta y prorrumpo en llanto. Siento dos cosas: primero, tristeza; después, consuelo, porque el rostro no está dañado y se ve bronceado por el sol. «Eduardo luce bien», me digo. Y cuando llego frente a él, le digo: «Eduardo, luces bien». Después, me siento junto a mi hermana y le digo: «¡Qué bien luce!». Al final del sueño, estoy solo en la habitación de Eduardo y me pongo a leer su libro sobre los avistamientos de ovnis de Roswell.
Aunque no hizo asociaciones espontáneas respecto de este sueño, lo urgí a que «asociara libremente» sus imágenes.
—Mira la imagen que persiste en el ojo de tu mente —le dije— y trata de describirla en voz alta. Sólo describe los pensamientos que te pasen por la cabeza. Trata de no omitir ni censurar nada, ni siquiera lo que te parezca tonto o irrelevante.
—Veo un torso del que salen tubos. Veo un cuerpo que yace en un charco de líquido amarillo. Posiblemente se trate del líquido para embalsamar. No veo nada más.
—¿Viste el cuerpo de Eduardo en su funeral?
—No me acuerdo. Creo que la misa se hizo con el ataúd cerrado, por lo mutilado que quedó a causa del accidente.
—James, veo muchas muecas, distintas expresiones, en tu rostro mientras piensas en este sueño.
—Es una experiencia extraña. Por un lado, siento que no quiero llegar más lejos, y pierdo la concentración. Pero, por otro, me siento atraído hacia el sueño. Tiene poder.
Como yo sentía que se trataba de un sueño muy importante, insistí:
—¿Qué piensas de eso que dijiste, que Eduardo lucía bien? Lo repetiste tres veces.
—Bueno, es que tenía buen aspecto. Bronceado, saludable.
—Pero, James, estaba muerto. ¿Qué puede significar que un muerto tenga un aspecto saludable?
—No lo sé. ¿Qué piensas tú?
—Creo —respondí— que lucía bien por lo mucho que anhelas que siga con vida.
—Mi cerebro me dice que tienes razón. Pero las palabras sólo son palabras. No siento que sea así.
—Un muchacho de dieciséis que pierde a su hermano de esa manera, mutilado en un accidente. Creo que eso marcó toda tu vida. Tal vez es hora de que empieces a sentir compasión por ese muchacho.
James asintió con la cabeza.
—Pareces triste, James. ¿Qué estás pensando?
—Recuerdo la llamada de teléfono en que le anunciaron a mi madre la muerte de mi hermano. Me quedé escuchando durante un momento, me di cuenta de que algo andaba muy mal y salí de la habitación. Supongo que no habré querido oír.
—No escuchar ni oír. Eso es lo que hiciste con tu dolor. Y la negación, la bebida, la inquietud… ya nada de eso funciona. El dolor está ahí. Cuando le cierras una puerta, busca entrar por otra. En este caso, se coló en tu sueño.
Cuando John asintió, dije:
—¿Y qué hay acerca del final del sueño, el libro sobre ovnis y Roswell?
James suspiró y miró al techo.
—Ya sabía. ¡Sabía que me preguntarías eso!
—Es tu sueño, James. Tú lo creaste y tú pusiste a Roswell y a los ovnis en él. ¿Qué tienen que ver con la muerte? ¿Qué se te ocurre?
—Me cuesta admitirte esto, pero descubrí ese libro en la biblioteca de mi hermano y lo leí después del funeral. No puedo explicarlo bien, pero es algo así: si pudiera saber exactamente de dónde venimos, y quizá sí sea de los ovnis, de los extraterrestres, viviría mucho mejor. Sabría por qué estamos en este mundo.
A mí me parecía que lo que James buscaba era mantener a su hermano con vida adoptando el sistema de creencias de él, pero, como dudaba de que esta idea le fuese de alguna utilidad, no dije nada.
Este sueño y su discusión marcaron un punto de inflexión en la terapia. James comenzó a tomar su propia vida, así como la terapia, con mucha más seriedad, y nuestra alianza terapéutica se volvió más fuerte. No oí más bromas sobre mi caja registradora, ni preguntas sobre cuánto faltaba para terminar la terapia, ni sobre si James ya se estaba curando o no. Ahora, James sabía que su juventud se había visto hondamente marcada por la muerte, que su dolor por su hermano había afectado muchas de las formas en que escogió vivir la vida, y, finalmente, que la intensidad misma de ese dolor le había impedido indagar en sí mismo y en su propia mortalidad a lo largo de su vida.
Aunque nunca abandonó su interés por lo paranormal, hizo cambios profundos en su propia vida: dejó de beber de un día para otro (sin recurrir a un programa de recuperación), mejoró enormemente su relación con su esposa, dejó su trabajo y se dedicó al negocio de entrenar perros para ciegos, profesión que le dio la sensación de estar haciendo algo útil por los demás.
Tomar una decisión importante
como experiencia de despertar
Las decisiones de fondo suelen tener hondas raíces. Toda elección conlleva una renuncia, y cada renuncia nos hace conscientes de las limitaciones y de la transitoriedad.
ROTULADA Y ATADA: PAT
Pat, una corredora de Bolsa de cuarenta y cinco años de edad y divorciada desde hacía cuatro, acudió a terapia por su dificultad para establecer una nueva relación. Cinco años atrás, yo la había atendido durante meses, cuando decidió terminar su matrimonio. El motivo que dio para volver a contactarme era que había conocido a un atractivo hombre, Sam. A pesar del interés que sentía por él, su aparición desencadenó en ella una tormenta de ansiedad.
Pat me dijo que se sentía atrapada en una paradoja. Amaba a Sam, pero la atormentaba la duda de si continuar viéndolo o no. La gota que rebalsó el vaso y la llevó a acudir a mí fue su propia reacción al recibir una invitación a una fiesta a la que asistirían muchos de sus amigos más cercanos y relaciones laborales. ¿Debía ir con Sam o no? El dilema cobró cada vez más importancia y terminó por convertirse en una obsesión constante.
¿Por qué tanta agitación? En nuestra primera sesión, tras algunos intentos infructuosos de dar con el motivo de su incomodidad mediante el raciocinio, probé con un enfoque indirecto. Sugerí una fantasía guiada.
—Pat, prueba esto; creo que te será de ayuda. Quiero que cierres los ojos e imagines que Sam y tú llegan a la fiesta. Entras de la mano con él. Muchos de tus amigos te ven; te saludan a la distancia y se te acercan. —Me detuve—. ¿Lo ves con tu imaginación?
Asintió con la cabeza.
—Ahora, sigue mirando esa escena y deja que tus sentimientos se expresen. Mírate a ti misma y dime todo lo que sientes. Trata de mantenerte suelta. Di todo lo que te acuda a la mente.
—Puf, la fiesta. No me agrada —dijo—. Suelto la mano de Sam. No quiero que me vean con él.
—Prosigue. ¿Por qué no?
—¡No sé por qué! Es mayor que yo, pero sólo dos años. Y es muy apuesto. Trabaja en relaciones públicas y sabe comportarse en sociedad. Pero todos me encasillarían diciendo que estoy o, mejor dicho, estamos en pareja. Una pareja de cierta edad. Me estaría poniendo un rótulo. Me limitaría. Tendría que decirles que no a los demás hombres. Rotulada, encasillada. Es como cuando en la universidad te pones la insignia de la fraternidad de algún compañero. Eso quiere decir que estás saliendo con él, y te rotula, te ata.
—Un buen modo de representar tu dilema, Pat. ¿Qué más sientes?
Pat volvió a cerrar los ojos y a sumergirse en su fantasía.
—Surgen cosas relacionadas con mi matrimonio. Siento culpa por haberlo arruinado. Nuestra terapia anterior me hizo darme cuenta de que en realidad no fue así. Tú y yo trabajamos mucho sobre esa sensación de culpabilidad. Pero está regresando, y con mucha fuerza. La ruptura de mi matrimonio fue mi primer verdadero fracaso en la vida. Hasta entonces, todo era progreso. Claro que el matrimonio ya se terminó. Hace años. Pero escoger otro hombre le da realidad al divorcio. Significa que no puedo volver atrás… nunca. Es una etapa de mi vida que ya pasó. Es irreversible… es una época que no regresará. Sí, sí, claro que ya lo sabía, pero no de la manera en que lo experimento ahora.
La historia de Pat ilustra la relación entre libertad y mortalidad. Las decisiones difíciles suelen tener raíces que llegan al fondo mismo de las preocupaciones existenciales y la responsabilidad personal. Examinemos qué es lo que hacía tan difícil la decisión de Pat.
Para empezar, lo que conllevaba de renuncia. Cada «sí» trae aparejado un «no». Una vez que quede «encasillada» con Sam, otras posibilidades —otros hombres, más jóvenes, mejores que él, quizá— quedan descartadas. En palabras de Pat, quedaría rotulada y también atada. Renunciaría a las otras posibilidades. Esa reducción de las posibilidades tiene un lado oscuro. Cuantas más cosas dejas fuera, más pequeña, corta y carente de vitalidad parece tu existencia.
Heidegger definió la muerte como «la imposibilidad de más posibilidades». Entonces, lo que volvía tan poderosa la ansiedad de Pat —que, de manera ostensible, se centraba en algo tan superficial como la decisión de llevar o no a un hombre a una fiesta— era el hecho de que se originara en el pozo sin fondo de su ansiedad ante la muerte. Le sirvió como experiencia de despertar. Cuando nos enfocamos en su sentido profundo, nuestro trabajo se hizo mucho más efectivo.
Nuestro análisis de la responsabilidad la llevó a una mayor conciencia de la imposibilidad de regresar a la juventud. Ella también mencionó que, hasta su divorcio, su vida parecía experimentar un constante progreso, pero que ahora se daba cuenta de que el divorcio era verdaderamente irreversible. Ella lo comprendió, aceptó esa renuncia, miró al futuro, y, en su momento, pudo comprometerse con Sam.
La ilusión de Pat de que siempre crecemos, progresamos y ascendemos es común. Ha sido muy reforzada por la idea de progreso que existe en la civilización occidental desde el iluminismo y por el imperativo estadounidense de progreso económico. Por supuesto que lo del progreso no es más que una convención; hay otras formas de conceptualizar la historia. Los antiguos griegos no adherían a la idea de progreso. Al contrario, tomaban como ejemplo el pasado, una era dorada que lucía más brillante con cada siglo que pasaba. La repentina realización de que el progreso no es más que un mito puede ser una conmoción que entraña un considerable reacomodamiento de ideas y creencias. Eso es lo que le ocurrió a Pat.
Hitos vitales como experiencias de despertar
Otros ejemplos de despertar, al mismo tiempo más comunes y más sutiles, están asociados a hitos vitales, como las reuniones de excompañeros de escuela o de universidad, los cumpleaños y aniversarios, la redacción del testamento, y también cumpleaños importantes, como el quincuagésimo o el sexagésimo.
REUNIONES DE EX COMPAÑEROS DE ESCUELA Y UNIVERSIDAD
Las reuniones de excompañeros de escuela y universidad, en particular las que se celebran después de veinticinco años o más, son experiencias potencialmente enriquecedoras. Nada vuelve más palpable el ciclo de la vida que ver a los propios compañeros, ahora adultos, y, de hecho, envejecidos. Y, por supuesto, la lista de los compañeros que murieron es un toque de atención aún más claro y poderoso. En algunas de estas reuniones, se distribuyen fotografías con los rostros de los participantes de la época en que eran condiscípulos. Los participantes circulan por el recinto comparando fotos y rostros, procurando reconocer los ojos jóvenes e inocentes de los retratos en las arrugadas máscaras de los asistentes. Y nadie deja de pensar: «Qué viejos son todos. ¿Qué hago yo en este grupo? ¿Qué les pareceré a ellos?».
Para mí, una reunión de éstas es como leer el final de relatos que comencé hace treinta, cuarenta o incluso cincuenta años. Los compañeros comparten una historia, una sensación de profunda intimidad mutua. Se conocían cuando eran frescos y jóvenes y aún no habían desarrollado una personalidad adulta. Quizás ése sea el motivo por el cual estas ocasiones suelen dar lugar a una asombrosa cantidad de bodas. Los excondiscípulos inspiran confianza, viejos amores resurgen, todos integran el elenco de una obra que comenzó hace mucho, con un telón de fondo de esperanzas ilimitadas. Yo aliento a mis pacientes a que asistan a estas reuniones y a que lleven un diario con las reacciones que les susciten.
REDACCIÓN DE UN TESTAMENTO
Es inevitable que la redacción de un testamento agudice la conciencia existencial. Hablar sobre la propia muerte y los herederos y reflexionar acerca de la distribución del dinero y los bienes que uno ha acumulado en vida, hace surgir muchas cuestiones. ¿A quién amo? ¿A quién no? ¿Quién me extrañará? ¿Con quién debo ser generoso? En ese momento de revisión de la propia vida, uno se ve obligado a tomar medidas prácticas para enfrentarse con su fin, encargarse de las disposiciones para el entierro y resolver asuntos pendientes.
Uno de mis clientes, que sufría de una enfermedad mortal, comenzó a poner sus asuntos en orden. Se pasó días repasando sus mensajes de correo electrónico para eliminar los que pudieran ser motivo de sufrimiento para su familia. Mientras borraba los mensajes de sus antiguas amantes, la emoción lo embargó. La destrucción final de todas las fotos y los recordatorios de experiencias fogosas y apasionadas hace surgir inevitablemente la ansiedad existencial.
CUMPLEAÑOS Y ANIVERSARIOS
Los aniversarios y cumpleaños importantes también pueden ser experiencias de despertar. Por lo general, celebramos los cumpleaños con regalos, tortas, tarjetas y alegres fiestas, pero ¿qué estamos celebrando? Quizá se trate en realidad de un intento por hacer a un lado los tristes recordatorios del inexorable avance del tiempo. Los terapeutas deben tomar nota de los cumpleaños de sus pacientes —en particular los significativos, como los que marcan décadas de vida— e indagar en los sentimientos que suscitan.
Cumplir cincuenta: Will
Cualquier terapeuta que haya desarrollado una sensibilidad frente a los temas vinculados a la mortalidad, quedará impresionado por su ubicuidad. Una y otra vez que el mismo día en que empezaba a escribir alguna sección del presente libro un paciente me revelaba algún ejemplo clínico relevante sin que yo lo buscase en forma consciente. Valga como muestra el siguiente caso que tuvo lugar en una sesión de terapia mientras escribía este capítulo sobre las experiencias de despertar.
Fue en mi cuarta sesión con Will, un abogado de cuarenta y nueve años, excesivamente cerebral. Will acudió a terapia porque había perdido la pasión por su trabajo, y lo afligía darse cuenta de que no había aprovechado como debía sus considerables recursos intelectuales (se había graduado magna cum laude en una destacada universidad).
Will comenzó la sesión diciendo que algunos de sus compañeros de trabajo lo criticaban abiertamente por hacer demasiadas tareas gratuitas y dedicar poco tiempo a las que se cobran por hora. Tras dedicarle quince minutos a describir esta situación laboral, pasó a comentar en detalle el hecho de que nunca había encajado en las organizaciones. Me pareció importante como información de fondo, y tomé nota de ella, pero casi no hablé durante esa parte de la sesión, más allá de comentarle la compasión que demostraba al hablar de los casos que atendía sin cobrar.
Tras un breve silencio, dijo:
—Por cierto, hoy cumplo cincuenta años.
—¿Y? ¿Cómo te hace sentir eso?
—Bueno, mi esposa le da mucha importancia. Organizó una cena de cumpleaños a la que invitó a algunos amigos. Pero no fue mi idea. No me agrada. No me gusta que se ocupen de mí.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que no te agrada de que se ocupen de ti?
—Cualquier clase de elogio me pone incómodo. Es como si lo contrarrestara con una voz interior que dice: «En realidad, no me conocen» o «Si supieran…».
—Si realmente te conocieran —pregunté—, ¿qué es lo que verían?
—Ni yo mismo me conozco. Y no sólo recibir elogios me pone incómodo, sino también hacerlos. No lo entiendo y no sé cómo decirlo, más allá de que por debajo de eso hay otro nivel, importante y oscuro, al que me es imposible acceder.
—¿Tienes conciencia, Will, de alguna cosa que brote de ese nivel oscuro?
—Sí, hay algo. La muerte. Cuando leo algo sobre la muerte, en especial la de un niño, se me hace un nudo en la garganta.
—¿Cuándo estás aquí conmigo surge algo de ese nivel?
—Creo que no. ¿Por qué? ¿Se te ocurre algo?
—Estoy pensando que en una ocasión, en nuestra primera o segunda sesión, surgió repentinamente una emoción intensa y se te llenaron los ojos de lágrimas. No puedo recordar exactamente en qué contexto. ¿Tú lo recuerdas?
—Para nada. De hecho, ni siquiera recuerdo que eso haya ocurrido.
—Creo que tenía algo que ver con tu padre. Veamos.
Fui a mi computadora, busqué la palabra «lágrimas» en su legajo, y, al cabo de un momento, regresé.
—Sí que era sobre tu padre. Dijiste, en tono afligido, que lamentabas no haber hablado nunca con él de una manera personal, y fue entonces que vi lágrimas en tus ojos.
—Oh, sí, lo recuerdo y… ¡oh, Dios mío! ¡Acabo de acordarme de que soñé con él anoche! ¡Ni recordaba haberlo hecho hasta este momento! Si me hubieses preguntado al comenzar la sesión si había soñado anoche, te habría respondido que no. Bueno, en el sueño hablaba con mi padre y con mi tío. Mi padre murió hace unos doce años; mi tío, dos antes que él. Mientras los tres manteníamos una amable charla sobre alguna cuestión, me oía a mí mismo diciendo: «Están muertos, están muertos, pero no te preocupes, todo esto tiene sentido, es normal en un sueño».
—Pareciera que ese relato de fondo te servía para que el sueño no fuese demasiado perturbador y pudieras continuar durmiendo. ¿Sueñas a menudo con tu padre?
—Nunca. No que lo recuerde.
—Casi se termina la hora, Will, pero deja que te pregunte sobre algo de lo que hablamos antes, eso de hacer y recibir elogios. ¿Eso ocurre alguna vez aquí, en esta habitación? ¿Entre tú y yo? Antes, cuando me mencionaste los casos que atiendes en forma gratuita, comenté que eras compasivo. No me respondiste. Me pregunto qué sentiste cuando dije algo positivo sobre ti. ¿También te costaría decirme algo positivo a mí? —Es raro que yo deje transcurrir una sesión sin hacer una pregunta del aquí y ahora como ésa.
—No estoy seguro. Tendré que pensarlo —respondió, disponiéndose a pararse.
Añadí:
—Una última cuestión, Will. Dime, ¿qué sentimientos surgieron acerca de esta sesión y acerca de mí hoy?
—Una buena sesión —respondió—. Me impresionó que recordaras mis lágrimas en esa sesión anterior. Pero debo decir que comencé a sentirme incómodo de verdad al final, cuando me preguntaste acerca de mis sentimientos al recibir elogios de ti, o ante la posibilidad de hacértelos.
—Bien. Estoy seguro de que esa incomodidad es un buen indicador de la forma más fértil de orientar nuestro trabajo.
Es importante observar que en esta sesión de terapia con Will el tema de la muerte surgió en forma inesperada y espontánea cuando pregunté por su «nivel oscuro». Que yo me levante en medio de una sesión y vaya a mi computadora a consultar mis notas no es lo habitual, pero Will es tan cerebral que quise seguir el hilo de esa única manifestación emotiva.
Había muchos temas existenciales en los que podría haberme concentrado. En primer lugar, que cumpliera cincuenta años. Estos cumpleaños importantes suelen tener muchas ramificaciones internas. Luego, cuando le pregunté por ese nivel oculto, contestó, para mi sorpresa, y sin que yo hubiera inducido su respuesta, que se le hacía un nudo en la garganta cuando leía sobre la muerte, en particular la de un niño pequeño. Llegamos a la conclusión de que reprimía sus sentimientos sobre la muerte porque sentía que, de no hacerlo así, lo avasallarían. Una y otra vez, se quebró durante las sesiones, y lo ayudé a hablar en forma abierta de esa zona oscura y de sus temores, hasta entonces no expresados.
Los sueños como experiencias de despertar
Si escuchamos los mensajes que nos transmiten los sueños poderosos, podemos tener una experiencia de despertar. Valga como muestra este inolvidable sueño que me contó una joven viuda avasallada por el duelo. Es un claro ejemplo de cómo la pérdida de un ser querido puede hacer que quien está de luto se enfrente con su propia mortalidad.
Estoy en el porche cerrado de una endeble cabaña de veraneo y veo una bestia grande y amenazadora, con una boca enorme, que aguarda a pocos metros de la puerta. Estoy aterrada. Temo que algo le ocurra a mi hija. Decido tratar de aplacar a la bestia con algún sacrificio y tiro un animal de paño a cuadros rojos por la puerta. La bestia devora el señuelo, pero no se va. Sus ojos arden. Los fija en mí. Yo soy su presa[17].
La joven viuda entendía claramente su sueño. Lo primero que pensó fue que la muerte (la bestia amenazadora), que ya se había llevado a su esposo, venía ahora a buscar a su hija. Pero enseguida se dio cuenta de que quien estaba en peligro era ella misma. Ahora le tocaba a ella, y la bestia había ido a buscarla. Trató de aplacar y distraer a la bestia con un sacrificio, un animal de paño a cuadros rojos. Sabía, sin que yo se lo preguntara, qué significa ese símbolo: cuando su marido murió, vestía un pijama de una tela como ésa. Pero la bestia era implacable: la presa era ella. La poderosa claridad de este sueño anunció una nueva e importante etapa en el tratamiento. La joven dejó de concentrarse en la catastrófica pérdida sufrida, para pensar más bien en su propia finitud y en cómo debía vivir su vida.
Las experiencias de despertar distan de ser un hecho raro y curioso; más bien, son el fundamento de la labor clínica. Por eso, dedico mucho tiempo a enseñarles a mis estudiantes cómo identificar y aprovechar las experiencias de despertar para la terapia. Así lo hice con pacientes como Mark y Ray, cuyos sueños les abrieron puertas que llevaron a que despertaran.
UN SUEÑO DE DUELO COMO EXPERIENCIA DE DESPERTAR: MARK
Mark, un psicoterapeuta de cuarenta años de edad, acudió a mí para tratarse por su ansiedad crónica y sus intermitentes ataques de pánico producidos por la idea de la muerte. En nuestra primera sesión, vi que estaba muy inquieto y agitado. Sentía una dolorosa preocupación por la muerte de su hermana mayor, Janet, ocurrida seis años atrás. Janet había sido su madre sustituía en su infancia después de que la madre de ambos comenzara a sufrir de cáncer óseo cuando él tenía cinco años. Ella murió al cabo de diez años, tras muchas recaídas y cirugías que la desfiguraron.
A los veintitantos años, Janet se convirtió en una alcohólica crónica, y con el tiempo, murió por problemas hepáticos. Mark, a pesar de haberse dedicado con devoción a ella, trasladándose al otro extremo del país en incontables ocasiones para asistirla durante su enfermedad, no podía deshacerse de la idea de que no había hecho lo suficiente, de que era culpable y, en cierto modo, responsable por su muerte. Su culpa era tenaz, y me costó mucho hacer que nuestra terapia superara esa barrera.
Como ya dije, en casi todo proceso de duelo hay una potencial experiencia de despertar, que a menudo aparece por primera vez en un sueño. En una de las pesadillas recurrentes de Mark, aparecía la mano de su hermana chorreando sangre, imagen que se originaba en un recuerdo de infancia. Cuando él tenía unos cinco años, su hermana metió el dedo en un ventilador en la casa de un vecino. Recordaba haberla visto corriendo por la calle, gritando. Había sangre, mucha sangre carmesí, y mucho terror, tanto de él como de ella.
Recordó lo que pensó (o debió de haber pensado) de niño: si Janet su protectora, tan grande, tan capaz, tan fuerte, era, en realidad, tan frágil y vulnerable, entonces, él tenía realmente mucho que temer. ¿Cómo iba ella a protegerlo si no podía protegerse a sí misma? Así las cosas, en su inconsciente debía de acechar la siguiente ecuación: «Si mi hermana puede morir, entonces yo también puedo hacerlo».
Cuando hablamos más abiertamente sobre su temor a la muerte, se agitó aún más. Solía caminar por mi consultorio mientras hablábamos. En su vida, siempre estaba en movimiento, haciendo un viaje tras otro, visitando nuevos lugares cada vez que le era posible. Más de una vez se le ocurrió que aposentarse en uno u otro lugar lo haría más vulnerable a la Parca. Sentía que su vida, toda vida en realidad, no era más que una espera de la muerte.
Poco a poco, tras un año de duro trabajo terapéutico, tuvo el sueño iluminador que se presenta a continuación. A partir de entonces, comenzó a sobreponerse a su sensación de culpabilidad por la muerte de su hermana.
Mis ancianos tío y tía van a visitar a Janet, que está a siete calles de distancia. [En este momento, Mark pidió papel y esbozó la geografía del sueño en una cuadrícula de siete por siete.] Van a cruzar el río para llegar donde está ella. Yo también debo visitarla, pero tengo cosas que hacer y, por el momento, prefiero quedarme en casa. Cuando se preparan para marcharse, les doy un pequeño regalo para que le entreguen a Janet de mi parte. Cuando se alejan, me doy cuenta de que olvidé darles la tarjeta que debe acompañar el obsequio y corro detrás de su auto. Recuerdo el aspecto de esa tarjeta: muy formal y distante, firmada «Para Janet, de tu hermano». De alguna manera extraña, puedo ver a Janet parada en la cuadrícula, del otro lado del río. Es posible que me esté saludando con la mano. Pero siento poca emoción.
La imaginería de este sueño es muy transparente. Los familiares ancianos mueren (es decir, cruzan el río) y van a visitar a Janet, que está a siete calles de ahí (para ese momento, llevaba muerta siete años). Mark decide quedarse, aunque sabe que más adelante deberá cruzar el río. Tiene cosas que hacer y se da cuenta de que para seguir viviendo tiene que despedirse de su hermana, lo que se ve en la formal tarjeta que acompaña el regalo y la poca aflicción que le produce ver como ella lo saluda desde el otro lado de la cuadrícula.
El sueño anunciaba un cambio: la obsesión de Mark con el pasado se desvaneció, y fue aprendiendo poco a poco a vivir la vida con más riqueza en el presente.
Los sueños les abrieron una puerta a varios de mis otros pacientes, como Ray, un cirujano jubilado, y Kevan, que había concluido su trabajo conmigo y se enfrentaba con el final de la terapia.
LA JUBILACIÓN DEL CIRUJANO: RAY
Ray, un cirujano de sesenta y ocho años, acudió a terapia por la persistente ansiedad que le producía su inminente jubilación. En su segunda sesión de terapia, relató este fragmento de un sueño:
Asisto a una reunión de ex condiscípulos, quizá los de sexto grado. Entro en el edificio y veo que la foto de la clase está expuesta en la entrada. Me quedo mirándola atentamente durante un largo rato, y veo los rostros de todos mis compañeros, pero falta el mío. No logro encontrarme.
—¿Cómo era el ambiente del sueño? —le pregunté. Ésa, que es siempre mi primera pregunta, resulta muy útil para rastrear las emociones asociadas al sueño entero o a parte de él.
—Es difícil decirlo —respondió—. Era un sueño denso, o adusto. Sin duda, no alegre.
—Cuéntame de tus asociaciones con el sueño. ¿Aún lo ves en el ojo de tu mente? —Cuanto más reciente es el sueño, más probable es que las asociaciones del paciente produzcan informaciones útiles.
Asintió con la cabeza.
—Bueno, lo principal es lo de la foto. La veo con claridad. No distingo muchos de los rostros, pero de alguna manera sé que no estoy ahí. No puedo encontrarme.
—¿Y qué piensas de eso?
—No estoy seguro. Pero hay dos posibilidades. Primero, mi sensación de que nunca formé parte de esa clase, ni de ninguna otra. Nunca fui popular. Siempre fui un excluido. Menos en el quirófano. —Se detuvo.
—¿Y la segunda posibilidad? —dije.
—Bueno, la evidente. —Bajó la voz—. En la foto, están todos los demás, pero yo no. ¿Es probable que ello sugiera o prediga mi muerte?
Así, mediante el sueño, emergieron muchos ricos materiales y se abrieron varias vías posibles. Por ejemplo, pude haber explorado la sensación de no pertenencia de Ray, su impopularidad, su falta de amigos, el hecho de que no se sintiera cómodo más que en el quirófano. O podría haberme concentrado en la frase «no puedo encontrarme» y en su sensación de no estar en contacto con su propio núcleo. El sueño fijó la agenda para el año de terapia que pasamos explorando estos temas.
Pero lo que más llamó mi atención fue una cosa: su ausencia en la foto de la clase. Su comentario acerca de la muerte parecía la interpretación más relevante; al fin y al cabo, se trataba de un hombre de sesenta y ocho años que había acudido a terapia impulsado por la inminencia de su jubilación. Todo el que está a punto de jubilarse tiene una preocupación oculta por la muerte, y no es raro que estas preocupaciones aparezcan en un sueño.
El fin de la terapia como experiencia
de despertar
UN SUEÑO ACERCA DEL FINAL DE LA TERAPIA: KEVAN
Kevan, un ingeniero de cuarenta años de edad, cuyos periódicos ataques de pánico a la muerte casi habían desaparecido a lo largo de catorce meses de tratamiento, trajo el siguiente sueño a su sesión final:
Estoy en un edificio alargado y alguien me persigue. No sé quién. Tengo miedo y corro escaleras abajo hasta algo que parece un sótano. Allí veo que por un punto del techo cae arena, como lo hace en un reloj. Está oscuro. Sigo avanzando, sin encontrar modo de salir, hasta que, de pronto, en el extremo de uno de los corredores del sótano veo las grandes puertas entreabiertas de un depósito. Aunque me da miedo, entro ahí.
—¿Cuáles son los sentimientos en este oscuro sueño?
—Miedo y pesadez —responde Kevan.
Le pregunto cuáles son sus asociaciones, pero se le ocurren pocas. Desde mi perspectiva existencial, siento que el hecho de que sea el fin de la terapia y que deba despedirse de mí bien pueden haber evocado en él pensamientos acerca de otras pérdidas, y de la muerte. Dos imágenes del sueño me parecen muy llamativas: la de la arena que cae como en un reloj y la de las puertas de un depósito. Más que expresar mis ideas al respecto, incito a Kevan a que haga asociaciones a partir de ellas.
—¿En qué te hace pensar el reloj?
—En el tiempo. El tiempo que pasa. La vida que va camino a su fin.
—¿Y el depósito?
—Un depósito de cuerpos. Una morgue.
—Es nuestra última sesión, Kevan. El tiempo se acaba.
—Sí, también pensé en eso.
—Y la morgue y los cuerpos depositados. No hablas de la muerte hace ya muchas semanas. Y ése fue tu motivo originario para verme. Pareciera que el fin de la terapia está haciendo surgir viejos temas.
—Así lo creo y ahora me pregunto si realmente será el momento de que terminemos.
Los terapeutas expertos saben que no deben tomarse semejantes cuestionamientos tan en serio como para prolongar la terapia. Los pacientes para quienes la terapia ha sido significativa suelen tener sensaciones muy ambivalentes cuando se acerca el fin de aquélla, y a menudo experimentan un recrudecimiento de sus síntomas originales. Alguien dijo alguna vez que la psicoterapia es una cicloterapia: uno repasa una y otra vez los mismos temas, y, en cada una de esas ocasiones, refuerza la transformación personal. Le sugerí a Kevan que diéramos por finalizado el tratamiento tal como lo habíamos planeado, pero que añadiéramos una sesión de seguimiento para dos meses más tarde. Cuando nos encontramos, Kevan estaba bien y decididamente comprometido en el proceso de transferir lo que había ganado con la terapia a su vida cotidiana.
* * *
Las experiencias de despertar abarcan desde lo sentido por Iván Ilich en su lecho de muerte y las experiencias de casi muerte de muchos pacientes de cáncer hasta episodios más sutiles de la vida cotidiana (cumpleaños, duelo, reuniones, sueños, nido vacío) en los que el individuo se ve impulsado a examinar cuestiones existenciales. La conciencia de despertar a menudo puede ser facilitada por la ayuda de otro, un amigo o un terapeuta, que tengan mayor sensibilidad frente a estos temas. Es mi esperanza que éste la pueda obtener de la presente obra.
No debemos olvidar la meta de estas indagaciones. Enfrentar la muerte hace surgir la ansiedad, pero también tiene el potencial de enriquecer enormemente la vida. Las experiencias de despertar pueden ser poderosas pero efímeras. En los capítulos siguientes analizaremos cómo hacer para volverlas más duraderas.