8: Sigue la búsqueda

8

Sigue la búsqueda

Llenáis el depósito del bólido y tu improvisado amigo encamina el vehículo hacia la plaza de abastos de Sama. Algo detiene el tráfico en el puente sobre el río Nalón.

—Rediós, seguro que hay güelga en el pozu El Fondón, por eso tiénennos aquí aparáus —refunfuña el muchacho—. A propósitu, ¿cómo le llamo?

—Me puedes llamar Juan, con eso basta.

—Pos a mí, puede llamarme Pichi, con eso también me basta.

La gente sale de los coches para estirar las piernas. Los vehículos que se han colocado detrás hacen imposible dar media vuelta. Hay que esperar. Ves una gran concentración de obreros a los que se dirige alguien con un megáfono. Tres furgones de la Policía Armada, pertrechados con escudos y escopetas, vigilan la concentración sin intervenir, pero preparados para ello.

Te apoyas en la barandilla del puente a contemplar las aguas del río. De guaje, como tú me contabas, hundías la mirada en sus profundidades y sentías desarrollarse un incipiente espíritu errante que te empujaba a amar la aventura, los ríos y los puentes de piedra, de hormigón o de hierro. Pero eso ocurrió hace mucho tiempo, cuando creías que bajo el cielo sólo estabais los caminos y tú, y sobre él, únicamente Dios. El primero en morir fue Dios, lo enterraste muy profundo y pudiste comprobar que se podía vivir sin él. Luego colocaron alambradas en los senderos, y quedaste solo y aislado en la tierra. Hoy, las aguas del río no evocan más que sangre y los famosos mareos. Los mareos, un escalofrío recorre tu cuerpo, aún crees ver a algún guerrillero capturado y arrojado al río, y cómo varios fusiles desde el puente practicaban puntería, hasta que el cadáver flotaba río abajo.

A la derecha, el cuartel de la Guardia Civil, en medio de las dos poblaciones. Desde el puente divisas, en medio del patio, la antena que servía para desvirtuar las emisiones de Radio Pirenaica en el valle. Supones que, ahora, lo mejor será que la derriben.

—Paisa, y’abren el tráfico. Paréceme que los minerus han termináu la asamblea y regresan al pozu —es Pichi, rescatándote de tus pensamientos.

Atravesáis Sama. Al llegar hacia la mitad del recorrido, Pichi gira hacia la derecha. Estaciona el vehículo, y dice:

—Esta yé la plaza de abastus. Espérole en el coche, nun quiero ver a ese animal.

Es mejor así, que no vea a Pichi. Caminas hacia el interior del mercado. Buscas las carnicerías. En la primera que ves, una señora gruesa corta un pollo en varios trozos para una clienta que espera con su cesta de la compra.

—Perdone, ¿esta es la carnicería del señor Narváez?

—Sí —responde la señora, sin prestarte mucha atención, mientras continúa cortando el pollo.

—¿Dónde le podría encontrar? —preguntas, para que cese un instante de cortar al animal y preste un poco de atención.

—En la otra carnicería —responde sin mirarte.

—¿Y dónde está? —intentas que sea más extensa en sus explicaciones, pero no lo consigues. Es la clienta, que espera aburrida con la cesta, la que responde.

—No tiene pérdida, es la última de esta fila.

Una panadería, un quiosco, una frutería, una pescadería y la otra carnicería de Narváez. Es más grande que la anterior. La atiende otra señora gruesa, pero guapa de cara, y a su lado un tipo alto, corpulento y con bigote a lo Pancho Villa.

—Buenos días, preguntaba por el señor Narváez —dices al del bigote.

—Soy yo, ¿qué quería?

—Deseaba hablar un momento con usted.

—¿Sobre qué?

—Es de un tema personal. Vengo de parte del señor Gumersindo, de La Felguera. Él me indicó que posiblemente usted me pudiera ayudar.

—Ah, el cornudo —¡vaya!, parecía que todo el mundo estaba enterado de la medida de la cornamenta de Gumersindo, menos él.

—Deberías morderte la lengua delante de la clientela —le reprocha la señora que está a su lado.

—Y tú deberías cerrar la boca, y no hablar si yo no te lo ordeno. Ya me cabreaste, ahora despachas tú sola, yo me voy con este señor a charlar un rato.

Sale de detrás del mostrador y se encamina hacia ti, arrojando enojado el delantal blanco encima de una pieza de carne.

—Vamos hasta la cafetería de Paquita —no habla, ordena—. A estas mujeres es mejor apretarlas de vez en cuando, para que sepan quién es el que lleva los pantalones. No como Gumersindo, que tiene muy suelta a la suya. Así le va.

Entráis en la cafetería más cercana a la plaza de abastos, en la que se dan cita todos los vendedores de la plaza. La barra está llena de individuos con delantales de diferentes colores: blancos, los carniceros; verdes, los pescaderos; azules, los ferreteros; marrones, los panaderos.

—Dos cafés, Paquita —requiere a la chica que atiende detrás de la barra, sin preguntarte si deseas café o no. Como a él le apetece, cree que a los demás también—. ¿Y para qué le dijo Sindo que viniera a verme? —de repente se acuerda de tu existencia.

—Verá, ando buscando a un antiguo amigo, que estaba en la Falange Universitaria, más o menos por el 51. Respondía al nombre de Camilo.

—¿Pero cuál era su verdadero nombre? —ahí comienza el desconcierto. Nunca pensaste que Camilo pudiera ser su nombre de guerra y que él se llamase de otra manera.

—Siempre le conocimos por el nombre de camarada Camilo. Nunca nos preguntábamos nuestros verdaderos nombres.

—Ya, razones de seguridad.

—Efectivamente.

—¿Y para qué le busca?

—Me salvó la vida hace veintiséis años. En aquel momento no pude darle más que las gracias. Pero hoy soy un acaudalado empresario y me gustaría saber de su vida, por si puedo devolverle el favor.

—Le entiendo. Ha pasado mucho tiempo, la gente en la Falange iba y venía. Cuando comprendieron que aquello no era sólo vestir la camisa azul, que era algo más, muchos de ellos lo dejaron. Convencidos, convencidos, sólo éramos cuatro. El resto estaba por intereses muy particulares: un puestecito mejor en algún lado, un trato de favor para un hijo, una licencia de loterías o estancos. ¿No se da cuenta? Hoy, muchos de los que surgen como demócratas de toda la vida, ayer estaban conmigo cantando el Cara el sol.

—Entonces, ¿no me puede ayudar?

—Lo intentaré, preguntaré por ahí. Pero no le aseguro nada. Si a mí no me suena, quiere decir que debió estar poco tiempo en la Falange y luego lo dejó.

—Siempre iba con un amigo suyo, muy parecido a él, alto, delgado, pero con poco pelo.

—¿Sobre cuántos años tendría en el 51?

—Veinticinco, más o menos —Carmen te dijo que eran jóvenes, por eso has situado la edad en mitad de la década entre los veinte y los treinta. No puedes fallar.

—No hay duda, eran de la universidad. Venga a verme dentro de unos días y seguro que le tengo noticias de ese amigo suyo.

Le das las gracias, y te despides de él. El cerco al camarada Camilo y a su colega era cada vez más estrecho.

¿Ya’stá de vuelta? —el Pichi, con su sombrero ladeado sobre su cabeza, te da la bienvenida sentado sobre el capó del coche.

—Sí, ha sido breve la entrevista —dices, mientras abres la puerta del coche.

¿P’ande vamos agora? —pregunta Pichi, pero no hay respuesta. Te acabas de percatar de lo que ha ocurrido: Narváez ha conseguido que le cedas a él la investigación, es como si te hubiese anulado. Quedas pensativo. Ni siquiera escuchas lo que está diciendo Pichi.

—No lo sé, tengo una sensación muy extraña —confiesas, sin saber el porqué.

—Pero, exactamente, ¿qué yé lo qu’anda usté buscando? —pregunta, intrigado ante tu gesto de derrota. Y haces una apuesta a doble o nada: a lo mejor Pichi conoce la solución al acertijo.

—Ando buscando a un falangista.

—¿Pa qué?

P’ahostiarlo.

—Rediós, pos eso dícese antes.

Y sin mediar palabra, Pichi arranca el coche en dirección desconocida. Comienza a subir la pendiente que lleva hasta el pueblo de La Juécara. Al llegar a un pequeño chigre, detiene el vehículo. «Sidrería El Mineru», lees. Y sonríes ante la pregunta ridícula que ha llegado a tu mente: ¿por qué en todas las cuencas hay un bar que se llama así?

—Acompáñeme, voy a presentarle a un conocíu, que ya verá cómo le puede axudar.

Le sigues, al fin y al cabo, no tienes nada que perder. En el interior de la sidrería, sólo el camarero y un cliente sentado en el último rincón con una botella de sidra. Pichi se dirige hacia él.

—Lejía —dice al cliente, un individuo enjuto, con su camisa remangada hasta la mitad del brazo, mostrando un tatuaje del Cristo de la Buena Muerte—, preséntote a mi amigu Juan. Anda buscando a un facha, que seguro yé amigu tuyo.

—Candón Pichi —lo que faltaba, murmuras, no tenías bastante con la jerga entreverada de bable barato y castellano de saldo, de Pichi, y se une el Lejía con el caló de rebajas y un talegario medio oxidado—. Tiempo hacía que no te pispiaba. ¿Y quién dices que es el pailló del castorro? —Sospechas que pailló será individuo y castorro sombrero.

—Mi patrón —asevera Pichi—. Es detective y anda buscando a un sujetu que seguro yé conocíu tuyu.

—¿Y pa qué lo quiere baluchar? —pregunta Lejía.

—Pa entregarle una herencia —Pichi se desenvuelve bien en las alcantarillas de los pueblos.

—Ah, balbalí cosa esa de las herencias, ya me podía caer a mí un cotoré de esos —alrededor de su cuello, dos cadenas de oro; en su muñeca, tres pulseras del mismo metal. Sonríes. Sospechas que camina por la vida transportando todo su patrimonio.

—Pues hay una pequeña recompensa para el que ayude en su localización. La familia ha dispuesto que a la persona que aporte una pista se le entreguen cien mil pesetas —continúas con el juego de Pichi, a lo mejor soltar dinero en las cloacas da su fruto.

—¡Veinticinco mil rundís! Venga, siéntese. ¡A ver, bambanichero! —grita, dirigiéndose al señor mayor que atendía detrás de la barra—, pon un poco de sidra para el menda y mis candones. Y, dígame, a quién quiere baluchar.

—Busco a un antiguo falangista que respondía la nombre de Camilo.

—Camilo, Camilo —repite, mientras prueba la sidra—. No lo jipio.

—A lo mejor le ayuda saber que siempre iba con un amigo algo calvo, alto, delgado, que llevaba un anillo con una especie de rubí.

—¡El pirandón del Jordán! Ahora lo jipio, era un baró de los Caballeros de la Muerte —otra vez vuelven a nombrar a los Caballeros de la Muerte, posiblemente la clave estuviera en esa organización—. Los veinticinco mil rundís ya son míos. Venga, mi calé, deme las cien mil lulas.

—No tan rápido —dices—. Le he dicho antes que la recompensa era para la persona que me pudiera aportar alguna pista sobre su localización, usted sólo ha dicho que lo conoce, pero no dónde se les puede encontrar a los dos.

—Eso será fácil, en la reclé todos los falangistas nos jipiamos, somos muy pocos. Recuerdo que él era de Gijón, del barrio de Cimadevilla. Tendré que llevar la palmeta a Mieres, y calicó le digo dónde puede baluchar al pailló Jordán y a ese otro pailló de Camilo. Y las cien mil serán mías.

—Mañana, a esta hora, nos volvemos a ver aquí —casi se lo estás ordenando.

—Firmado queda el por —sentencia, colocando el dedo índice encima de la mesa, como si fuera un contrato de sangre—. Calicó traiga mi pista, o no largaré nada.

—De eso no se preocupe, tendrá su dinero.

Dejáis al Lejía en el chigre. Estás intrigado por conocer la relación que existía entre el Pichi y él. Y de camino al coche, preguntas a Pichi.

—¿Dónde le conociste?

—En el talego.

—¿Por qué cumplía condena?

—Comíase to’l marrón d’un atracu al Herreru. No había queríu delatar a sus colegas.

—¿Y qué relación tiene con los grupos fachas?

—Yé un poco raru. Él fue legionariu, en el Terciu Juan de Austria. Cuando llegó de Melilla, lo cazaron con un kilo de falopa. Condenáronlo a tres añus en el trullo. Cuando salió, nadie le daba trabayu, pero los fachas contratáronlo xunto a otros exlegionarios como matones. Cada vez que los minerus o los curritos de alguna fábrica poníanse en güelga, los patronus llamábanlos pa que dieran un paséu a los dirixentes obrerus. Después dejolo, y vino lo del Herreru.

—¿Y por qué tiene tanta confianza contigo, si tú no eres facha? —esa es la pregunta que no te deja muy tranquilo.

—Ay, paisa, la celda une. Allí no hay distinción de ideoloxías: toos somos presus. Al Lejía saquelo d’un apuro: acusábanle de haber afanáu la cartera a uno de los guardias, ya lo iban a introducir en la celda de castigu, cuando descubrí quién había sido el ladrón. Se lo dije al supervisor, y lo dejaron tar. Esa me la debe.

—¿Y quién fue el del robo de la cartera?

—Yera otro guardia, al que echaron. Lo teníamos vixiláu, pues afanaba él, y luego decía que yéramos nosotros.

—¿Tú crees que averiguará algo?

—Puede tar tranquilu, paisa. El Lejía localizará al Jordán y al Camilo.

—Una cosa, Pichi, cuando mencionó a Jordán lo llamó pirandón, ¿qué significa?

—Putero, en castellanu —silencio, la Flaca ha llegado a tu mente, ¿le conocerá?—. Buenu, ¿p’ande vamos agora?

—Déjame en una sucursal de un banco. Y tómate la mañana libre. Sobre las cinco, me vas a recoger al mismo sitio de todos los días.

—Yé un chollu, patrón. Llevo trabayandu pa usté dos horas y ya me da la mañana de descansu.

Le dejas que se marche, en el banco vas a tardar bastante tiempo. Tienen que trasladarte dinero desde la cuenta de Francia. La operación necesitará varias confirmaciones y traspasos, así, la mañana se perderá por los sumideros de la burocracia bancaria.

El trasvase de fondos queda rematado cerca de las dos. Y es entonces cuando coges un taxi para que te acerque de nuevo a La Felguera: un menú del día en cualquier lugar y una pequeña siesta, necesitas descansar, cualquier esfuerzo te fatiga demasiado. Así recuperarás fuerzas hasta la hora en la que quedaste con Pichi.

Antes de llegar a la pensión, un pequeño remolino de aire, que lleva suspendidas partículas de arena y carbón, te obliga a sujetar el sombrero. Si creyeras en la mitología de los bosques, asegurarías que es un ventolín, transportando los suspiros de amantes o el alma de los difuntos. Deseas que se trate de un canto de amor, cadáveres ya hubo demasiados.

No llevas ni diez minutos intentando cerrar los ojos, para recuperarte de una noche, de otra noche en vela, cuando comienzan a aporrear la puerta de tu habitación.

—Paisa, soy Pichi. Destranque la portiella.

—¿Qué pasa? —preguntas, abriendo un poco la puerta, lo suficiente para comprobar que era él.

—Hace un cachu han encontráu el cadáver del Lejía.

—¿Qué pasó?

—Lo despacharon con dos tiros.