7: El excombatiente

7

El excombatiente

Son las diez y media de la noche. El portal del edificio está abierto. Da la impresión de que la gente duerme con las puertas abiertas. Golpeas tres veces con el picaporte en la vivienda de la Flaca. Esperas. Sientes ruido en el interior, hay alguien. Tres toques más. La puerta se abre.

—Ah, es usted, el cazurro —dice la Flaca, con la misma bata que por la mañana, abierta hasta el mismo lugar, con otro cigarro en la comisura del labio.

—¿Está su marido? Quisiera hablar un momento con él —la mirada de desconcierto de la Flaca te coge desprevenido.

—Vaya, es el primer huésped de la pensión que pregunta por mi marido. ¿No será usted marica?

—No, no es eso —niegas con una sonrisa—. Es que usted me dijo esta mañana que él había sido excombatiente. Me gustaría intercambiar algunas impresiones con él de aquella época.

—Lo que me faltaba, un cazurro facha —abrió la puerta del todo—. Pase, pase.

Te guía hasta una pequeña salita, en la que el excombatiente está sentado en una mecedora. Encima de la mesa, dos tazas de chocolate vacías y una bandeja que antes debía contener pastas.

—Bueno, don Gumersindo, yo le tengo que dejar. Ya sabe, mis obligaciones parroquiales y —es el cura gordo, que introduce pastas en los bolsos de su sotana.

—Vaya con Dios, padre. Y no se olvide de tenerme informado.

—Descuide, don Gumersindo. Que la paz os acompañe, hijos míos —y has de pegarte a la pared para que el cura pueda atravesar el pasillo hasta la puerta.

—Sindo —grita la Flaca—, tienes otra visita. Este es el señor…

—Juan Martínez, industrial —extiendes la mano, él hace lo mismo, pero sin moverse de la mecedora.

—Es el nuevo huésped, y quería hablar contigo de algo relacionado con la mierda de la División Azul.

—¡Un poco de respeto, Mariela! ¡Que soy tu marido! —dice el excombatiente, como haciéndose valer.

La Flaca se encoge de hombros, expulsa el humo de su cigarrillo, y murmuras:

—Me voy a tomar una sidra mientras ustedes hablan. Si quieres algo —dice, dirigiéndose a su marido—, estoy en el chigre.

Y sale de la vivienda, sin un adiós, sólo el sonido del portazo indica que se encuentra ya en el descansillo de las escaleras.

—Siéntese, señor Martínez. Puede dejar el sombrero en el sofá. Tiene usted que perdonar los modales de mi esposa. Fue un error juntarme —ha utilizado el verbo juntar, ¿estarán realmente casados?— con una mujer mucho más joven que yo. Ay, mi santa María Rosa Lucrecia Carvajal de Dios —recoge de encima de la mesita del salón un retrato enmarcado en plata, en el que posa sentado. Sobre su hombro descansa la mano de su santa María Rosa Lucrecia, que se encuentra de pie, detrás de él—. Ella sí que era una mujer como las quiere Dios: educada, correcta, no pisaba un chigre si no era con su marido, nunca hablaba si yo no se lo indicaba y, además, tenía apellidos nobles —y fea como un demonio, piensas—. Don Germán me está realizando las gestiones para solicitar su beatificación. Es lo mínimo que puedo hacer por ella. En fin, no sabe lo que la echo de menos. Pero, diga, ¿qué se le ofrece?

—Verá, esta mañana, cuando vine a ver la habitación, su mujer me dijo que usted había sido combatiente en la santa cruzada —así, utilizando sus mismos términos—, e incluso que fue un héroe de la División Azul —es lo que él quiere oír, como nadie le había hablado en muchos años.

—Efectivamente —se inclina hacia adelante en la mecedora y recoge una pipa que reposa en la mesita del salón, y, colocándosela en la boca, comienza a aspirar y soplar, intentando que el fuego de la cerilla llegase al tabaco. Lo ha conseguido y, después de expulsar el humo, prosigue—. Yo estuve en la División Azul, en el frente ruso, luchando contra el comunismo.

—Pensé que, a lo mejor, usted me podría ayudar a localizar a un amigo al que le perdí la pista hace más de veinticinco años. Se le conocía por el nombre de camarada Camilo.

—Camilo, Camilo —se inclina hacia atrás en la mecedora, vuelve a colocar su pipa en la boca—. No, no recuerdo a nadie con ese nombre que estuviera en la División Azul. ¿Seguro que era de la Cuenca? —recuerdas que Carmen había dicho que eran dos chicos altos, jóvenes, luego no podían haber estado en la División Azul.

—Era de la Cuenca, pero no estuvo en la División Azul.

—Ah, ya me parecía a mí. Yo conozco a todos los que estuvieron en el frente ruso conmigo, y ese nombre no me sonaba.

—Él estuvo en la Falange, concretamente en la contraguerrilla contra los fugados. Yo le conocí hacia el año 51.

—O sea, en el Somatén Armado. Pues, no. No me suena nadie con ese nombre. Si me pudiera dar una descripción de él —poco tienes, sólo los cuatro detalles que te había aportado Carmen.

—Han pasado veintiséis años, supongo que habrá cambiado mucho.

—Dígamelo a mí. El tiempo no pasa en balde para nadie.

—En aquel tiempo, era delgado, moreno. Parecía más delgado de lo que en realidad era, debido a su estatura —esto lo estás añadiendo tú, Carmen no había dicho nada—. Siempre iba con otro camarada algo calvo del que no recuerdo su nombre. La estampa de ambos era muy parecida, pero el que tenía poco pelo siempre llevaba un anillo con una especie de rubí grueso en él.

—Alto y delgado, con un amigo muy parecido a él —sigue echado hacia atrás en la mecedora, con la pipa en los labios—. Y dice que estuvo en Falange hacia el 51…

—Y ayudando en la contraguerrilla a la Guardia Civil.

—Eso me ayuda poco, todos estábamos echando una mano a la Guardia Civil para capturar a los del monte.

—Incluso, estuve preguntándole al antiguo capitán, que ahora será ascendido a general, por él, al excelentísimo señor García Lozano —dices, para darle más credibilidad a tu relato.

—Ah, el señor Lozano. Cómo limpió los valles de todos esos malhechores. ¿Y dice usted que tampoco el general se acordaba de él?

—Sí se acordaba, incluso me dijo que les había prestado un gran servicio el localizar a un fugado que respondía al nombre de Tuco.

—Me acuerdo de Tuco. Era del grupo de Lobedu, de los fugaos de Santa Bárbara. A ese y a su mujer, Carmen, se les terminaron pronto las ganas de seguir en el monte —te contienes, para no descerrajarle un tiro a bocajarro con la Tokarev—. A lo mejor no le recuerdo porque era de los jóvenes. De los que se incorporaron a última hora. Posiblemente universitarios.

—Ahora que lo dice, creo que Camilo tenía estudios —intentas animarle, para que siga hablando. Pero en realidad desconoces si eran o no universitarios.

—Entonces era de los jóvenes. Verá —tiene ganas de hablar—, con la derrota del III Reich, al Generalísimo le incomodaba mucho la existencia de la Falange. España estaba bloqueada, de ahí que a partir del 45 comenzó a desmantelarla él mismo. Yo creo que sobre el 47, la vieja guardia de Falange no éramos más que el hazmerreír de todos, hasta del propio Franco. Situación que se acentuó cuando en el 50, EEUU nombró embajador en España. A partir de ahí, todo vestigio de fascismo tenía que desaparecer. Había que presentar a España alejada de Mussolini o de Hitler. La Falange había muerto, la mató Franco —nunca has oído una versión de la historia como la que narra—. Pero, sobre el 50, comenzó un cierto auge en las universidades, las llamadas Falanges Universitarias. Intentaron revitalizar el espíritu falangista, pero no tuvieron éxito. Yo creo que su amigo Camilo tenía que pertenecer a esos grupos, por lo que usted me cuenta. ¿El general Lozano, no supo indicarle?

—No, él sólo me pudo decir que estaba con los falangistas que ayudaron a eliminar a los huidos.

—Entonces, no lo dude. Su amigo Camilo pertenecía a las Falanges Universitarias. O —se queda pensando, quita la pipa de la boca, y prosigue—, a lo mejor, era un miembro de los Caballeros de la Muerte.

—¿Los Caballeros de la Muerte? —preguntas extrañado. Habías oído ese nombre como una de las fuerzas paramilitares de la contra acantonadas en el valle.

—Sí. Las Milicias Nacionales se formaron por los falangistas —es evidente que está muy aburrido y desea contar batallitas—, los requetés carlistas y otros colectivos. Los Caballeros de la Muerte no estaban integrados en la Falange, ni en los requetés; iban más bien por libre, hasta en la indumentaria, que la llevaban negra —negra, ha dicho negra—, como las centurias de Mussolini. Estuvieron desplegados principalmente por las cuencas mineras de León y Asturias, después no se volvió a saber más de ellos. A lo mejor se disolvieron o se fusionaron con la Falange o con el Tercio.

—¿No me podría indicar a alguien que me ayudara?

—¿Por qué ese interés en localizarle, después de veintiséis años? —saca de nuevo la pipa de la boca y la deja reposar en la mano, mientras hace la pregunta. Cuidado con la respuesta, Mayor, te juegas mucho.

—Me salvó la vida —Gumersindo comienza a prestarte mayor atención—. Hace veintiséis años, él, en Santa Bárbara, comenzó a disparar contra uno de los del monte cuando me tenía encañonado. Sus disparos ahuyentaron al fugado. Por eso me gustaría encontrarlo. Ha pasado mucho tiempo, y los negocios me han ido muy bien. Por eso me gustaría devolverle el favor, si es que me necesita.

—Loable gesto por su parte. Yo creo que si alguien le puede ayudar, en todo el valle, es Narváez. Él siempre fue fiel a los ideales de la Falange. Incluso ahora tiene su propio grupo y está intentando coordinarse con otros colectivos del resto de España para revitalizarla.

—¿Cómo podría localizarle?

—No tiene pérdida, vaya hasta el mercado de abastos de Sama, y pregunte por él. Tiene dos carnicerías allí. Si él no le da razón, entonces es que a su amigo se lo tragó la tierra.

Le agradeces el tiempo que te ha dedicado. Pero da la impresión de que es él el que está más agradecido por distraerle del tedio de todos los días delante del televisor con su pipa en la boca. Después de despedirte, regresas hacia tu habitación en la vivienda en la que os encontráis los demás huéspedes.

Nada más que accedes al pasillo, la puerta primera se entreabre. El rostro de la Flaca asoma por ella.

—¿Es tu marido? —una voz masculina le pregunta a la Flaca.

—No, es el cazurro del sombrero —responde la Flaca, que sale de la habitación a tu encuentro—. ¿Ya terminó de hablar con mi marido?

—Sí —respondes—. Allí se lo dejé, viendo la tele y fumando.

—Entonces voy para allá, antes de que me eche en falta y se le ocurra ir a buscarme al chigre.

—¿Te marchas ya, Flaca? —un hombre con patillas pegadas al bigote, que parece un oso, no sólo por el tamaño, sino también por el vello que cubre su cuerpo, ha salido de la habitación que compartía con la Flaca.

—Sí, voy a prepararle la cena al cornudo.

Y la Flaca desaparece de la vivienda de los huéspedes, casi sin hacer ruido al abrir la puerta. En el pasillo sólo quedáis el oso y tú.

—Ya podría haber entretenido un poco más al facha. Sólo nos ha dado tiempo a echar un polvo —te recrimina el oso.

—Lo siento, otra vez será —dices con una sonrisa mientras abres la puerta de tu habitación.

Son las doce, no tienes sueño. ¿Estará la sidrería Adela aún abierta? —te preguntas—. Lo mejor será comprobarlo.

Las cortinas cubren los cristales de la puerta, pero hay luz dentro. Tres parroquianos charlan alrededor de varias botellas de sidra encima de la mesa. El camarero bosteza detrás de la barra. El cura gorrón devora un bocadillo de lomo entre vaso y vaso de sidra. Una pareja cena en la mesa de la esquina, mientras se besan entre bocado y bocado. Los tres muchachos de la mañana ocupan otra mesa. El guaje cabezón sigue paseando por el local con las manos colocadas en los tirantes, como si fuera el patrono de la plantación.

—¿Se puede cenar? ¿O es muy tarde? —preguntas al guaje.

—En mi casa siempre es la hora adecuada para comer —sentencia, para que sepas que carece de importancia lo tarde que es, porque los duendes que tiene encadenados a los fogones trabajan veinticuatro horas.

—Sidra y dos pinchos de carne —pides.

—Ahora mismo —responde, y se pierde detrás del mostrador.

—He oído decir al ciego del parque que ha visto al Mayor —dice uno que apura un culete en el mostrador.

—Y lo vio él, con sus ojos de cristal —responde su amigo en tono guasón.

—No sé, pero la noticia corre como la pólvora por el valle.

Al cabo de dos minutos, Pepín resurge al lado de tu mesa con lo que le has pedido. Comienza a escanciar un culete.

—Usted, con confianza —dice sin mirar para la sidra—, sea la hora que sea, siempre le atendemos. Es a lo que estamos: a ganar dinero —cualquier otro hubiese dicho: estamos para atender a nuestros clientes. Pero el guaje era demasiado sincero.

—¿Llevas tú solo el negocio? —quieres volver a la conversación de por la mañana.

—No. Mi padre atiende el comedor del restaurante y mi madre la cocina. La sidrería es cosa mía.

—¿Por qué le pusisteis Adela a la sidrería? —preguntas, pero sabes la respuesta.

—Se lo puso mi abuelo, es que su primera hija se llamaba así.

—¿Se llamaba? ¿Es que ha muerto?

—No —la lápida que te habías colocado encima se quiebra, respiras tranquilo—. Lo que ocurre es que no la vemos desde hace muchos años.

—¿No vive en las cuencas?

—No. La última vez que supimos de ella, andaba por el sur. Sólo nos volvimos a ver por el entierro del abuelo —debes cambiar de conversación, no debe verte muy interesado, ya tendrás tiempo de averiguar lo que te preocupa.

—¿Y qué opinan tus padres de que no quieras estudiar y seguir con el negocio? —es gracioso el guaje, por eso sigues preguntándole. ¿A quién no le caería bien alguien que soñó con ser chigrero?

—Ah, mi padre está encantado. Lo importante es hacer dinero, dice. ¿Es usted anarquista? Perfecto, tome una sidra y pague. ¿Es usted socialista? Lo mismo. ¿Es fascista? Pues también. Nuestra casa está abierta para todo el que pague, dice mi padre.

—¿Y si no tiene dinero?

—Pues que no tome sidra.

—¿Y el cura? Me da la impresión de que nunca paga.

—Ah, don Germán. Es que él nos está preparando los papeles para la beatificación de mi abuela cuando fallezca —esquema perfecto el del cura: promete el cielo a los que le llenan la panza y amenaza con el infierno a los que exigen que se gane el pan con sudor.

—Pepín, ven un momento a la cocina —una voz femenina le llama.

—Le echo otro culete y me voy, que me reclaman en cocina —«me reclaman», impresionante el guaje.

Apenas tienes ganas de terminar los pinchos de carne. Los tres muchachos a los que invitaste a sidra se encuentran en la mesa de al lado. Discuten vehementemente.

—Lo que necesitamos en este país es una ruptura, como ocurrió en Portugal.

—A lo mejor no es necesaria —dice otro—, si después de aprobar la Constitución triunfara el PSOE, permitiría hacer reformas encaminadas…

—¿Reformas? —interviene el tercero—. Lo que hay que hacer es limpiar de elementos fascistas las Fuerzas del Orden y el Ejército. Hasta que eso no se haga, estaremos siempre en una democracia vigilada.

—Has dicho, si triunfara el PSOE. ¿Qué reformas haríais vosotros?

—La principal sería asegurarnos de no entrar en la OTAN. Luego…

Dejas dinero encima de la mesa para tu sidra, los pinchos y las sidras de los muchachos que polemizan sobre el futuro. Es extraño, no te has fijado en el rostro de ninguno de los tres, es como si carecieran de facciones y fueran figuras de cartón piedra que pueblan el escenario de un teatro, en una organización del espacio perfectamente estudiada.

Te despides de Pepín y abandonas el local. Una brisa caliente alimenta la calle. Miras alrededor, la noche siempre tiene ojos, pero no los encuentras, ¿tal vez te han encontrado a ti?

No necesitas que suene el despertador a las siete y media, sobre las seis cuarenta, el ruido del resto de los huéspedes te despierta. Las voces y recriminaciones por el uso del baño hacen imposible que alguien duerma en la pensión. Todos llegan tarde a trabajar.

Has quedado a las ocho con el muchacho, con tu particular chófer. Es puntual. Está sentado en el capó de su Mini negro. Y, lo más curioso, el chaval lleva puesto un sombrero.

—Lo ve, paisa. Como quedamos, puntual a les ocho.

—¿Y ese sombrero?

—Era del mi güelu.

El sombrero de alas muy cortas, posiblemente un modelo alpinetto, le da aspecto de un joven desenvuelto, listo como un ratón callejero.

—¿Llevaba tu abuelo ese sombrero?

—Sí, dijéronme que cuando él taba en Nueva York llevábanlo toos los hispanos.

—¿Tu abuelo se exilió en Estados Unidos?

—Nun. Mi güelu volvió de América pa la guerra civil, con la Brigada Lincoln. Con el acabamientu del conflictu, echose al monte —un nieto de maquis, qué curiosa es la vida, Mayor.

—¿En qué montañas estuvo?

—En estes. Matáronlo cerca de Picu Villa —¿Picu Villa?, necesitas preguntarle quién era.

—¿Cómo llamaban a tu abuelo?

—Sam —la tierra es esférica, y el tiempo también debe serlo. Por más vueltas que des, siempre llegas al punto de partida. Recuerdas a Sam, tú le ayudaste a morir. Él te lo suplicaba, mientras se desangraba por sus heridas, causadas por dos balas que le habían alcanzado de la batida del somatén y de los regulares por aquellas colinas. «Antes la muerte que caer en manos del enemigo», era la consigna. «Mátame, Mayor. Te lo suplico. A mí me falta coraje», esas fueron sus últimas palabras. Colocaste entre sus manos una Breda, la granada italiana que iba siempre con vosotros, diez segundos más tarde explotó. Muerte rápida, sin sufrimiento. No le dices nada al muchacho, es lo mejor. Prefieres cambiar de tema.

—¿Cómo tienes un Mini, si andas pidiendo por las calles?

—Paisa, un Mini nun vale ná. Desde que los fíus de la Gran Bretaña cerraxaron la fautoría de Pamplona face añus, y pusieron en la cai a cuatro mil trabayadores, naide quiere el Mini. La xente los regala porque si escangayanse nun hay piezas p’arrancharlos.

Oíste hablar de la suspensión de pagos de la empresa Autchi, y que colocó en el desempleo a más de cuatro mil familias. Dijeron que fue la crisis del petróleo la que provocó el bache en el sector automovilístico. Tal vez sea cierto, pero en estos momentos te importa un bledo.

Enciende el motor. Te fijas en sus manos. En la derecha, entre el pulgar y el índice, lleva un pequeño tatuaje. Le sujetas la mano, para ver con más detenimiento el dibujo.

—¿Qué representa ese dibujo?

—Yé un recordamientu de la trena, paisa —responde sin ambages.

—¿Por qué te encerraron?

—Por ahostiar a un fiudeputa.

—A ver, antes de que arranques el coche, ¿qué sucedió?

—Ná, yo trabayaba en un taller de coches. Cuando palmó el gochu…

—¿Qué gochu?

—¿Cómo yé, oh? Franco, ¿qué otru gochu hubo? Pues, decíale, paisa, que llevé una botella de champán pa festexarlo. Y el fiudeputa bufome a la cai. Afoquinele con la botella en la testera. A él, diéronle trece puntos, a mí enchironáronme seis meses.

—Arranca —le ordenas.

¿P’ande vamos, oh?

—A la plaza de abastos de Sama. Quiero entrevistarme con un tal Narváez.

—¿Narváez? ¿No será el facha?

—¿Qué sabes de él?

—Que lleva el retratu de Franco colgau de los güevos. Y tá entamando un sindicatu fascista que llámase Fuerza Nacional del Trabayu.

—¿Qué más sabes?

—Dixen que lleva siempre pipa. Y que tiene contactos con los militares y los civilones, por eso naide lo ahostia. El añu pasáu, con las güelgas de la minería, permitiose el lujo de salir al pasu d’un piquete, encañónolos a toos y a cantar el Cara el sol. Yé un sujetu mu peligrosu. Yo tendría cudiáu con él.

—¿Y no has pensado que es él el que tiene que tener cuidado conmigo?

—¡Cagüen mi madre!, si agora va a resultar qu’el paisa del sombreru yé un gallu de pelea.

Retorna la extraña sensación de que alguien os sigue. Miras hacia atrás, no ves nada, ni a nadie. Te estás volviendo paranoico, piensas.