6
El reencuentro
Eres un industrial que busca terreno para la ubicación de una nueva empresa en la comarca. Lo mejor será que cojas un taxi, en cuanto termines de comer, y le vayas guiando por el valle con esa excusa.
La primera visita debe ser a vuestra casa, la que perteneció a tu familia. El taxi asciende por un camino asfaltado, que en otro tiempo era de tierra. A la siguiente curva le ordenarás que se detenga. Ya no existe aquella vivienda con su enorme huerto que recorríais en la niñez. Una manzana de varios edificios de seis alturas, con el emblema del yugo y las flechas en la fachada y una placa gris en la que se lee: «Ministerio de la vivienda», se ha elevado en su lugar.
—¿Hace mucho que construyeron estos edificios? —preguntas al taxista, un individuo de unos cuarenta años con la cara llena de viruelas.
—Hará unos veinticinco años. Son viviendas protegidas del Ministerio. Aquí había unos terrenos de unos que se echaron al monte y el régimen confiscó sus bienes, para construir estos bloques de viviendas. Hasta cambiaron el nombre de la calle por la del Gochu.
«Calle del Generalísimo Franco», lees, y sonríes.
El régimen había confiscado todas las propiedades de los guerrilleros. Sobre todo de aquellos a los que no les quedó ningún familiar para reclamarlas. Le ordenas al taxista que te conduzca a Santa Bárbara, quieres volver a ver la casa de Carmen, en la que asesinaron a tu hermano.
La construcción sigue allí, en el mismo lugar perdido en la ladera de la colina. Le han arrancado y robado la pizarra del techo, también los marcos de las puertas, así como los de las ventanas. Le pides al taxista que espere un momento, quieres ver el interior. Pero este es un barrizal, lleno de excrementos, posiblemente de animales o de los campesinos que aún cultivan las tierras limítrofes. Se han llevado la cocina de carbón y los grifos del lavadero del patio trasero. Quedas en el pasillo en el que Tuco yacía inmóvil, su imagen regresa a tu mente.
Comienzas a inspeccionar los rincones, ¿qué quieres encontrar? ¿Una pista? ¿Una prueba? Han pasado veintiséis años, no lo olvides. Sólo queda barro y mierda.
Le pides al taxista que se aleje de allí, no quieres ver más miseria. Tal vez el siguiente paso será ir en busca de los antiguos integrantes de vuestra guerrilla.
El taxi pasa por delante de la antigua casa de los padres de Lobedu, está cuidada, alguien vive allí. Le ordenas al taxista que se detenga. Y te diriges a la puerta. Tres toques de picaporte. Nada. Otros tres, estos más fuertes.
—¡Ya va! —una voz de hombre en el interior.
La puerta se abre, y ante ti un señor alto, enjuto, cuyos antebrazos y cuello velludos presagian el resto del cuerpo, barba que necesita ser afeitada dos veces al día, boina calada, chaleco y pantalones de pana. Inconfundible, es Lobedu, un cuarto de siglo más viejo.
—¿Qué se le ofrece? —es evidente que no sabe quién eres. No le respondes, quedas en silencio. Vuestras miradas se cruzan en un punto en el que emerge el recuerdo. Se quita la boina—. ¡Cagüen mi manto! Pero si eres tú, Mayor.
Dos vidas fusionadas en un abrazo. Un cuarto de siglo no es nada, aunque añada cinco años al tango. Lo dijisteis muchas veces: lo importante es seguir vivos para luchar más tarde. Y ahí estáis, cumpliendo la promesa de antaño.
Se aparta, manteniendo sus manos en tus hombros. Sus ojos están húmedos, al igual que los tuyos, que también contienen la maldita agua salada.
—Deja que te vea —dirige una mirada rápida, de los zapatos a tu sombrero—. Pareces un dandi, cabrón.
—Y tú, un hosco labriego cántabro —esa era vuestra broma eterna, ya que me contabas que aquellos hombres de la montaña cántabra no habían prestado suficiente apoyo al Maquis, al contrario que los campesinos andaluces. Y que eran muy difíciles de tratar, cerrados herméticamente a todo lo que no fuera su pequeño terruño, que caminaban detrás de sus vacas sin otro aliciente que su propia ignorancia. Gentes poco dispuestas a arriesgarse por nada que pusiera en peligro sus cuadras elevadas en medio de lagos de hierba. Qué difícil lo tenían en sus cerros los guerrilleros cántabros para encontrar ayuda.
—Pasa, pasa, no te quedes en la puerta —de repente, ve el taxi—. ¿Viniste en taxi?
—Sí.
—Pues despídelo. Tenemos mucho de que hablar.
Era verdad, tenéis que hacer un repaso a veintiséis años. Después de pagar al taxista, te introduce en su casa. Mejor dicho, la antigua vivienda de sus padres.
—¿Cuándo regresaste? —le preguntas.
—Volví en el 62. Once años en Francia fueron suficientes para mí. Los franchutes son difíciles de tratar, no me encontraba bien por allí. Y, en el 62, regresé. Ya sabes: el puto apego a esta tierra. Nada más llegar, ya estaba enfrascado en las huelgas de la minería de ese año. Me detuvieron. Y me encerraron por treinta años, sólo llegué a cumplir diez. Desde entonces me tienen en libertad vigilada. Pero, bueno, eso toca a su fin, dentro de poco tendremos una constitución y todo aquello espero que quede en un mal sueño.
—¿Y qué sabes de los otros?
—Están todos por aquí. Se van a alegrar mucho de verte. Pero pasa, que te quiero enseñar en lo que empleo mi tiempo.
Lo acompañas a través del pasillo de techos anchos. No huele a vaca, piensas, pues recuerdas ese olor asociado a la casa.
—Mira lo que he preparado —manifiesta orgulloso, abriendo la puerta de lo que era la antigua cuadra.
Ante ti, un establo transformado en lagar: el techo sigue siendo de madera cubierta de teja, cinco grandes vigas de madera soportan el peso, y sus paredes de barro se han cubierto con diez toneles de castaño. Abre la espita de uno de ellos, y deja que el chorro de sidra dibujase una parábola, deteniéndola con un vaso a los tres cuartos de su recorrido.
—Pruébala, y dime si te gusta —dice, tendiéndote el vaso.
—Está buena. No me digas que el antiguo minero, líder del Maquis, es ahora lagarero.
—Después del presidio, en la mina no me daban trabajo y las vacas, la hierba y las pitas no eran lo mío. Un día me dije: Lobedu, esas manzanas que se caen de los árboles, sin que nadie mire para ellas, pueden ser tu salvación. Y, desde entonces, me dediqué a la sidra —hace un alto en la conversación, que aprovechó para tomar un culete—. Dejemos de hablar de mí. Cuéntame, qué es de tu vida.
—Poca cosa, Lobedu. Cuando os quedasteis en Francia, yo seguí caminado hasta la URSS.
—Hiciste bien —asegura, mientras gira de nuevo la espita del tonel—. La puta IV República francesa nos ofreció lo mismo que en la época de De Gaulle: la Legión Extranjera, el regreso a España o los campos de trabajo.
—Eso a vosotros. Para mí no tenían nada, no era más que un cojo inservible. Por eso continué rumbo a la URSS.
—¿Qué tal en la URSS? —remata, ofreciéndote otro culín.
—Regular —dices, y apuras el vaso—. Allí trabajé en las minas de Zurevo y, después, me…
—¿Cómo se trabajaba por allí? —pregunta con la intriga de un niño.
—Estaban más avanzados que en nuestras minas. Cuando llegué, prácticamente no existían mulas de arrastre, se habían sustituido por locomotoras eléctricas. Los picadores utilizaban todos martillo, y los lavaderos de carbón eran nuevos.
—Ay, estábamos a años luz del socialismo —exclama con cierta añoranza de un futuro que soñamos como nuestro.
—No te equivoques, Lobedu. Yo he vivido y trabajado allí. Y tampoco regalan nada en lo que llaman la patria del socialismo. Los obreros siguen viviendo en colonias, y los dirigentes del partido, como si fueran burgueses, tienen sus chalets aparte. Se ha creado una capa social de burócratas, que viven igual que los capitalistas de por aquí.
—No me lo creo. Me niego a creerlo —escancia deprisa otros dos vasos de sidra—. Me niego a creer que empleáramos nuestra vida luchando por algo que es igual o peor a lo que tenemos aquí.
—Pues créelo. Aquello fue una revolución traicionada.
—La revolución siempre exige sacrificios —dice, para justificar una felonía, para llenar de tranquilidad su alma, para que el muro de Berlín no se le derrumbara ante sus ojos.
—No, Lobedu. Los sacrificios son para los de siempre. Me niego a creer en una revolución que elimina las conquistas que ya teníamos. Una revolución es para profundizar en las libertades que se tienen, no para cercenarlas.
—¡Joder, Mayor! La URSS pasó por una revolución, por una guerra civil, soportó la invasión nazi, ¿qué quieres, que se diera la libertad para que fuese aprovechada por sus enemigos?
—¿Enemigos, dices? Los verdaderos enemigos del pueblo soviético hay que buscarlos en las propias estructuras de poder del régimen, en su burocracia. Todo aquello está a punto de desmoronarse, y la culpa no la tiene un pueblo, la tienen unos dirigentes que detuvieron la revolución para perpetuarse en el poder. La puta mierda estalinista del socialismo en un solo país, la coartada teórica perfecta para la parálisis social.
—¡No me jodas! —se dirige de nuevo al tonel—. No me digas que estás alineado con los trotskistas y su idealizada revolución permanente. O, lo que es peor, con Tito y su estupidez de la autogestión en las fábricas. Espera —detiene su discurso y se queda mirándote con ojos interrogativos—, ¿no me estarás defendiendo a los imperialistas o a los socialdemócratas?
—No defiendo a nadie. Sólo constato que lo que tú llamas socialismo, dista mucho de ser la sociedad en la que soñamos.
—Nosotros luchábamos en las montañas por el socialismo. ¿Es que no te acuerdas?
—¿Qué socialismo? ¿El de los países del este? No me jodas, Lobedu. Nosotros siempre luchábamos para que nunca se nos olvidara que un día habíamos sido libres. Además, en las montañas nadie peleaba por ningún socialismo, bastante teníamos con sobrevivir.
Veintiséis años sin veros y de lo primero que habláis es de política. Está muy claro que ella fue vuestra nodriza y vuestra asesina, como me aseguraste muchas veces.
Bebe otro vaso de sidra. Eleva la boina con la mano izquierda y se pasa la derecha por la cabeza, el sudor le llega más allá de la frente. Es evidente que le molesta hablar de aquello.
—Cambiando de tema —dices, porque no estás dispuesto a proseguir el debate—. He visto que han construido muchas viviendas, esto ha crecido una barbaridad desde que nos marchamos.
—No lo sabes bien —ha dejado su gesto de desazón—. Entre los dos valles somos casi trescientos mil. Aquí en el Entrego, del 50 al 60, fue una verdadera explosión: la población aumentó más del doble, la explotación de carbón se triplicaba y se construyeron colonias enteras para los trabajadores, aquí se levantaron las Barriadas de San Julián, las de Santa María, el Coto. Y por la montaña, sin orden ni concierto, se elevaron casas. Pero a partir del 60, esto ha comenzado a flojear: han cerrado algunos pozos como Venturo, Cerezal, Sariego…
—¿Ese fue el motivo de las huelgas del 62? —dices, para que prosiga contándote, quieres enterarte de lo que ha ocurrido en la Cuenca en todos estos años.
—La del 62, y la del año pasado. La huelga del 76, sin Franco en el poder, ha sido de las más bestiales que he conocido. En ella, el partido se jugó mucho, pues…
—¿El partido? —preguntas, extrañado.
—El PCE. Desde que llegué a Francia, comencé a militar. ¿Tú no?
—No, Lobedu. Yo sigo siendo un guerrillero, camino solo. No soporto el corsé de las estructuras de un partido político —«Las convicciones son prisiones», Nietzsche martillea en tu cabeza.
—A veces creo que es lo mejor. Ahora tenemos un debate interno sobre el eurocomunismo. Y todos los que se están oponiendo a la introducción del término, están siendo purgados de una forma u otra. Es duro tener que luchar contra el aparato de un partido, te destroza, casi más que si estuviéramos en el monte. Es curioso, no nos destrozó la clandestinidad, y nos estamos masacrando nosotros mismos.
—Y nuestra gente, ¿qué ha sido de ella?
—Casi todos los que sobrevivieron han regresado. Creo que sólo faltabas tú —escancia otros dos vasos—. Cuando nosotros desaparecimos de las montañas, nos sustituyeron otros en las fábricas. Siempre he pensado que a los fugados nos sustituyeron los clandestinos.
—Estuve visitando a Carmen —dices, intentando cambiar de conversación de nuevo, pues notas que Lobedu tiene una especie de deuda con la historia o con la política, una deuda que de momento desconoces.
—A mí me ha faltado valor para ir a verla. Llevo más de quince años en España, y no hubo ni un solo día, en el que no me acordara de ella. ¿Qué tal está la mujer?
—Mal, ha sufrido mucho. Para ella, la realidad no existe. Vive en un mundo paralelo que se ha creado, creo que como mecanismo de defensa por lo que le ocurrió.
—A veces, paseo por delante de su casa, y se me cae el alma a los pies al verla destrozada, abandonada.
—También estuve allí, y sé de lo que me hablas. Me he propuesto arreglarla, quiero que si Carmen sale del psiquiátrico tenga una casa digna en la que vivir.
—Cuenta conmigo. No entiendo mucho de albañilería, pero aunque sólo sea para llevar ladrillos, aquí me tienes.
—Gracias, Lobedu. Estuve hablando con Carmen sobre el asesinato de mi hermano. Ella estaba presente. Me dijo que lo asesinaron dos falangistas, uno de ellos respondía al nombre de camarada Camilo. ¿Te suena de algo ese nombre?
—No —escancia otros dos vasos—. De los integrantes de la contraguerrilla o del somatén, poco se ha hablado. Es más, yo creo que nadie los conoce. Habría que preguntar en los ambientes fachas, ¿pero quién nos lo podría decir?
«Habría que preguntar en los ambientes fachas», dijo Lobedu. Y a ti te llega a la mente, como si fuera una revelación, el estanquero excombatiente.
Las horas van pasando en el lagar entre culetes de sidra, queso y tacos de jamón, hablando de los viejos tiempos y de los nuevos que se presentan sin que nadie pudiera detenerlos. Y las anécdotas. Ay, las anécdotas.
—Cuando nos juntamos todos en este lagar, salen a relucir mil historias de aquella época. Siempre es mejor recordar los buenos momentos que los ratos tristes, que hubo demasiados. La que más nos presta es aquella del abogado falangistín…
—Carlos Millán López, aún recuerdo su nombre —dices, con una sonrisa.
—Joven, chulo, con su título de Derecho debajo del brazo. Llegó a la Cuenca y se puso al servicio de los caciques. Se me revuelven las tripas sólo en pensar la cantidad de pobres que embargaron. Y él se llevó una buena tajada. Hasta que le enviamos el anónimo. Pagó la mitad y desapareció. Tú te encargaste de buscarlo.
—Y lo localicé, en aquel restaurante de Oviedo.
—Mucho nos reímos imaginado la cara que debió poner al ver llegar a su mesa a un cura con sotana y birrete. «Señor Millán, no se olvide de la deuda que tiene con nosotros. El plazo caduca dentro de dos días» —Lobedu comienza a reírse, sin descanso—. Siempre me maravilló el arte que tenías para disfrazarte y que no re reconocieran.
—No es difícil. Cuando te disfrazas de cura, la gente sólo percibe un cura. Ni se fija en tu cara.
—A que no sabes dónde está ahora el falangistín —pregunta, esperando una respuesta, como si hubiese expuesto un acertijo.
—Pues no.
—Agárrate. Es un senador por designación real, y se rumorea que va para ministro con el gobierno de Suárez. Hasta hace de comentarista político en una emisora de radio del clero. Ahí lo nenes, de falangista encargado de embargar a los humildes a demócrata de toda la vida. En fin, está claro que ellos ganaron la guerra —después de pronunciar esa frase, el mundo se le ha caído encima. Se sienta, más bien se deja caer. Y con el vaso lleno de sidra, sigue hablando, sin bebería—. ¡Cagüen mi manto!, si algo no se me ha olvidado nunca es la imagen de los cercos a los grupos guerrilleros. Aquellos hijos de puta del somatén cuando tenían rodeado a una partida que se había refugiado en una cuadra, ni les ofrecían la rendición, ni los acribillaban a balazos. No se molestaban en luchar, se limitaban a prender fuego a todo, con los animales dentro. Aún oigo los aullidos y bramidos de los animales quemándose, y su eco retumbando por todo valle. Nos prendían fuego como a las brujas en la época de la Inquisición. Fue una guerra sucia, asquerosa —bebe la sidra muerta de su vaso—. ¡Me repugna todo! —Dirige su mirada al vaso vacío y prosigue—. Los que sobrevivimos, también perdimos la vida combatiendo, lo tengo muy claro. Fuimos los primeros de Europa en coger las armas contra el fascismo y los últimos que quedamos. Románticos, nos llamaban. ¡Mierda! —y estampa el vaso contra la pared del fondo—. Años en el monte con frío, hambre y heridas. Siempre corriendo, huyendo hacia delante, sin dormir, desconfiando de todo, desesperados, aislados y olvidados hasta por los nuestros. Los franquistas nos querían muertos y para los gobiernos europeos no éramos más que dinosaurios que cuanto antes no extinguiéramos mejor para todos… —se dirige al tonel y escancia otro culete que bebe despacio, muy despacio.
Hay que aplazar la conversación para otro momento. Tienes muchas cosas que solventar, y mucho por lo que preguntar. Recoges tu sombrero Dobbs blanco, de paja. Lobedu se coloca la boina. «El sombrero hace al hombre», sentenció Max Ernst hace más de cincuenta años. Y, allí estáis los dos, cada uno con vuestra prenda de cabeza, a la puerta de la casa, dispuestos a despediros, pero en esa ocasión por un breve espacio de tiempo. ¿Tal vez mañana?
—Mayor, si mañana no tienes otra cosa mejor que hacer, cito a los muchachos aquí —muchachos, ha dicho. El más joven supera con creces los sesenta, pero sospechas que siempre seríais los muchachos de Lobedu—, a una espicha. Así los ves a todos.
—Estupendo, ya tengo ganas de darles un abrazo.
No te gusta ocultarle información a Lobedu. Sigue siendo la misma persona integra de antes, pero algo ha cambiado: ahora es un hombre de partido, y el partido piensa por él.
Para llegar a los asesinos de tu hermano, precisas algo más que a tus compañeros de guerrilla. Lo que de verdad necesitas es iniciar la investigación por tu cuenta, independientemente de que ellos pudieran ayudarte. Pero tienes un problema, nunca has sido policía, no sabes cómo se lleva una investigación. En lo único en lo que estás preparado es en localizar gente. Nada más.
Regresas de nuevo a La Felguera. Otra vez te aborda el muchacho al que le diste cien pesetas por la mañana y que intentó robarte la cartera. Le ves salir de un coche que acaba de estacionar. Sigue con la chapa de la efigie del Che colocada en la solapa de su camisa de leñador canadiense.
—Paisa, ¿no tendrá algo p’axudarme? Yé que he quedáu a comé con una moza mu salá, y robáronme la billetera. Por lo que…
No sólo es un pícaro, sino que también es idiota. Y, además, tiene muy mala memoria. Pero tú no eres de los que desprecias una mano que se te tiende, aunque la mano no sepa ni para qué se ha tendido.
—Cambia el disco —has sido demasiado tajante—. Ese rollo ya me lo contaste por la mañana.
—Ah —exclama sorprendido, mientras sus mejillas se tornan de color rojo.
—¿Ese coche es tuyo? —le preguntas, ante su desconcierto, señalando al Mini de color negro del que le has visto descender.
—Sí, ¿por…?
—Si te ofrezco un trabajo, ¿aceptarías?
—Depende del dineru.
—Mil diarias.
—¡Rediós!, por ese dineru, menos que me encule, hago cualquier cosa. ¿Qué hay que facer?
—Ser mi chófer.
—¿Y la gasofa?
—También corre de mi cuenta.
—Trato hecho, paisa —y te extiende su mano.
—Mañana, a los ocho de la mañana, ni un minuto arriba, ni uno abajo, te quiero aquí. Como llegues tarde, me cojo un taxi, y te quedas sin trabajo.
—Despreocúpese, oh, que aquí estaré. Oiga, ¿tengo que llevar sombreru?
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque gustome el que usté lleva. Si tuviera otro pa mí…
Lo dejas allí, contando la misma milonga de todos los días a los transeúntes. Tienes que ir hasta la pensión para tener una conversación con el excombatiente… y supuesto cornudo.
Una extraña sensación recorre tu cuerpo desde que has abandonado la casa de Lobedu, como si alguien te siguiera. Pero no ves a nadie. ¿Será Némesis?