5: Regreso a la falda de la montaña

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Regreso a la falda de la montaña

Tu mente lleva muchos años en sintonía con la mía. Más de dos décadas recorriendo el mundo, poniendo nuestro pellejo en juego. Misiones de las que salíamos indemnes, pero siempre se acumulaban cicatrices de las que nunca fuimos capaces de desprendernos. Por eso he comprendido lo que ha pasado por tu mente, nada más que el tren ha emprendiendo el rumbo hacia Asturias, y has visto las montañas.

«Nicolai, algún día te mostraré los montes asturleoneses —me decías. De ellos brota algo más que sangre y carbón. Nada más que los veas, entenderás por qué desde sus cumbres apostamos a vida o muerte que el mundo tenía que cambiar».

También recuerdo aquella misión en Sicilia, en la que aprovechaste para leer a un famoso escritor de la isla: «Sicilia es el mundo, en ella se dan todas las contradicciones existentes», creo que decía. Cuando terminaste uno de sus libros, lo cerraste y, apoyándolo sobre tu pecho, tendido como estabas en la cama, me dijiste: «Mis montañas también son el mundo».

Si he de ser sincero, lo que más gracia me hacía era escucharos a Michael, el escocés, a Jean Pierre, el bretón, y a ti, cuando hablabais de vuestra tierra. A veces llegué a creer que hablabais de un mito encarnado en bosques, montañas y valles.

Esta es tu última misión. Ya no habrá más. Echaré de menos tu olfato, tu temeridad, tu capacidad para mimetizarte con el terreno y esa mala leche guerrillera. Yo seguiré peleando con los burócratas de Belgrado, una pelea que no sé cómo terminará, pues están esperando a que fallezca el Mariscal Tito para lidiar sus propias miserias. Tal vez esto se convierta en un polvorín, pero mejor volvamos a ti, Mayor.

Estás llegando al destino, el valle del Nalón. Podrías apearte en cualquiera de sus estaciones, pero prefieres hacerlo antes de llegar a Santa Bárbara, allí es más fácil que te reconozcan. La Felguera, estás bien ahí.

La estación es pequeña, pero tiene los mismos olores y sonidos de antaño. Y añade sus ausencias y miradas. Estás en casa, tu misión comienza.

Necesitas un alojamiento, pero puede esperar. Aún tienes que contemplar las chimeneas de la térmica, las fachadas de las fábricas, las naves de los talleres, las escombreras de carbón en medio de las montañas, los castilletes de los pozos… Sentir el carbón en el aire, las partículas de polvo bailando al viento y el rugido de las sirenas de los cambios de turno en cualquier empresa. Y paseas por su parque, por su minúsculo parque, y contemplas embobado a un abuelo que observa sonriente cómo juegan sus nietos.

Pegado al zócalo del quiosco de la música, bajo el enrejado que sostiene su cúpula modernista, un ciego toca el violín. Te aproximas, en su atril ha colocado la partitura al revés. Pero le da igual, él no la ve, ni la sigue. Le arrojas una moneda de cincuenta pesetas en el sombrero volteado.

—Qué extraño —murmura.

—¿Cómo dice?

—Que es extraño, usted huele a angustia, pero no a desesperación. ¿Me permite que le palpe el rostro? —le facilitas la labor. Con sus dedos toca tus hombros y luego los pasea por tu cara—. Fuerza y agotamiento, el don que los montes otorgan a sus moradores. ¿Tiene nombre o anda en busca de uno?

—Hace muchos años me llamaban Mayor.

—Ah, Mayor —suspira. Eleva la cara al cielo y el arco del violín se desliza con furia sobre las cuerdas—. La güestia le sigue.

La güestia, el cortejo de almas en pena que sale de los cementerios para visitar a las personas próximas a morir y que camina cantando una salmodia ininteligible. Dicen que a la tercera visita el enfermo fallece. Estás harto de las supersticiones de los bosques, tú eres un ser racional, no debes prestarle atención.

El silencio del momento se perturba por el estruendo de una sirena, un batallón de obreros con sus fundas de mahón azul atraviesan la calzada, algunos comienzan a introducirse en las sidrerías que encuentran a su paso. El oráculo ciego de las cuencas continúa tocando el violín. Lo mejor es que te encamines a un chigre, necesitas preguntar por un hueco para alojarte.

—Paisa, paisa —un joven te aborda, lleva una chapita con la efigie de El Che en la solapa de una camisa de cuadros—, ¿no tendrá algo p’axudarme? Yé que, sabe usté, he quedao con una moza mu salá pa invitarla a comé, pero robáronme la billetera. Era mi primera cita, y no quisiera quedar mal.

Le entregas cien pesetas, siendo consciente del engaño, pero original petición se las merece. Después de darte las gracias, tropieza, cayendo al suelo. Extiendes la mano para ayudarle a incorporarse.

—Gracies, paisa —dice el muchacho, mientras sacude su pantalón de motas de carbón que pululaban por la acera.

Acabas de darte cuenta de lo que ha ocurrido. No te parieron ayer. Agarras al chico por el brazo y le espetas:

—La cartera.

—¿Cómo yé, oh?

El muchacho disimula, parece que va a negar el robo, pero el fuego en tus ojos. Si las bromas existieron en algún momento ya se han terminado, esa es la interpretación de tu mirada. Te entrega la cartera.

—¡Ala, a cascala por ai! —exclama, mientras da media vuelta y se aleja con la cabeza dirigida al suelo.

«Sidrería Adela», lees. ¡Ah!, ya entiendo, no me puedes engañar. En realidad querías venir hasta este local: la sidrería de su suegro. Espero que no te sepulten la avalancha de recuerdos que llegarán a ti.

Entras. La barra está llena de gente tomando sidra, apenas queda un hueco libre. Las mesas llenas. En el mostrador, dos grupos de cinco o seis personas ocupan la mitad, la otra fracción es propiedad de un globo aerostático de color negro: un cura enorme.

—Os dejo, he de continuar con mis obligaciones parroquiales —dice el cura a alguien, pero nadie le presta atención.

—Don Germán, ¿es que nunca piensa pagar las sidras? —es el muchacho de la barra.

—Ay, hijo mío. Yo, todos los domingos, os entrego la carne y la sangre de Cristo, gratis. No me solicites que abone bienes materiales —y el cura abandona la sidrería.

—El gorrón del cura me saca de quicio —refunfuña el muchacho de la barra—. Porque tiene enchufe con el jefe, pero si corriera de mi cuenta le daba una patada en los cojones.

El calor ha secado la sidra esparcida por el suelo, el olor a rancio se hace insoportable. Te colocas en una esquina. El muchacho que sirve a la clientela, detrás de la barra, no encuentra un instante de libertad para preguntarte por lo que deseas beber.

—¿Sidra? —pregunta a voces, desde el otro extremo del mostrador. Asientes con un gesto, y coloca la botella debajo del chigre y extrae el corcho. La eleva y, sobre el vaso ancho de cristal fino, escancia lo suficiente para que el resto del contenido de la botella alcance para cuatro vasos más.

La bebes despacio, saboreándola, dejando que repose en el paladar el tiempo imprescindible para que nunca la olvides. No quieres que desaparezca este momento.

Todo sigue igual desde aquel 10 de julio del 36, el día de tu boda. Aún ves a tu mujer bailando contigo en el patio y la familia alrededor, en aquel improvisado corro que formaron. Han pasado cuarenta y un años, olvídalo, céntrate en el presente.

Como cronometrado, a los cinco minutos el muchacho se dirige hacia la botella y escancia otro vaso. De nuevo la sidra se desliza por tu garganta. La gente comienza a abandonar el local, los que se quedan toman asiento para comer allí.

Un rapaz, de no más de dieciocho años, con las manos gordas y la cabeza grande, recorre la sidrería introduciendo sus gruesos dedos en las bocas de las botellas. Transporta cuatro en cada mano, el pulgar lo utiliza para que no oscilen al caminar. No da la impresión de ser un menor explotado en el trabajo, más bien camina con el aire de los patronos: cabeza erguida, pantalón alto, atado por encima del ombligo y sujeto con tirantes, pelo de punta sobre cabeza amplia y ojos vivos, que no pierden detalle. De repente, se detiene a tu lado, con las ocho botellas, y te pregunta:

—¿Va a comer?

—De momento, no —dices.

—Si cambia de opinión me lo dice y le preparo una mesa.

—De acuerdo y se aleja con las botellas introducidas en sus dedos.

—¡Pepín!, le gritan dos que están apoyados en la barra—, ¿sabes el problema que va a tener la Patria cuando tengas que hacer la mili?

—Qué problema dice el rapaz, deteniendo su marcha delante de ellos.

—Que van a tener que fundir un carro de combate para hacerte el casco carcajada general en la sidrería.

—Babayus exclama el crío, sin amilanarse, y se aleja con las botellas.

Otro vaso. Esperas. Cuando sólo quedáis tres en la barra, y compruebas que el camarero se ha relajado encendiendo un cigarrillo, le abordas.

—Guaje, ando buscando pensión. ¿Sabes de alguna?

Se queda pensativo, y se dirige a los dos últimos que acompañan al mostrador.

—Anda preguntando por una pensión.

—Pues… el más bajo, con bata blanca y salpicaduras de sangre en ella, hace un esfuerzo por acordarse de alguna—, está difícil y se dirige hacia ti. No creo que haya un hueco libre en ningún lado.

—¿Y algún hotel? —le preguntas.

—Aún peor. Sólo hay uno en todo el valle, y debe estar lleno —el de la bata blanca dirige una mirada a su amigo, que se ha mantenido alejado de la conversación—. ¿Dónde se alojan los de la empresa que está ensanchando la carretera?

—En Oviedo, aquí no encontraron ni una cama.

—Pensaba que era más fácil localizar un alojamiento por aquí —dices a tus dos contertulios y al joven camarero que se ha introducido en la conversación.

—Buf, toda esta zona, desde hace unos años, ha crecido de tal manera que hasta se levantan casas en mitad de la montaña. No hay sitio para nadie. Pero esto tocará a su fin, ya han comenzado a cerrar algunos pozos —continúa hablando el de la bata—. Yo, en la carnicería, noto cómo cada año vendo algo menos.

—Estaba pensando —murmura el chico de la barra—, si la Flaca no tendría un hueco en su casa.

—Ah —otra vez el de la bata—, pues es verdad. No me acordaba de ella. Pues puede ser un buen momento, creo que se le marcharon dos que trabajaban en Nitratos.

—¿No anda por la sidrería? —pregunta el amigo del de la bata al camarero.

—Sí, aún está sentada con aquellas dos, despellejando a medio pueblo —el camarero esgrime una sonrisa—. Flaca —grita.

—Cagüen tu madre, guaje. ¿Qué quieres? —dice la más delgada desde una mesa en la que se encuentran sentadas tres mujeres alrededor de seis botellas de sidra.

—¿Tienes libre alguna cama? —continúa preguntando el camarero.

—Para ti, no —y las tres comienzan a reírse.

—No es para mí, Flaca. Es para este señor.

La Flaca se levanta y dirige su mirada hacia el rincón en el que te encuentras. Comienza a mirarte de abajo arriba, primero, y después de arriba abajo. Y les dice a sus amigas:

—Tiene buena pinta, lleva corbata y sombrero. Debe ser ingeniero, como mínimo.

Deja a sus amigas y se acerca hasta donde te encuentras. Treinta y tantos años, muy delgada, con un cigarro en los labios, el pelo revuelto y una bata abierta que al menor movimiento deja ver el color de sus bragas.

—¿Es usted el que busca pensión?

—Sí —le dices.

—¿No será de la Social? Yo no quiero en mi casa basura de esa.

—No —alguien desconocido, trajeado y con corbata, sólo puede ser un nuevo ingeniero para una empresa o un policía de la Brigada Político-Social, pero esta ya estaba en total descomposición—. Me llamo Juan Martínez, soy industrial, y vengo desde León a buscar terrenos para la instalación de una filial para mi empresa en Asturias.

—Anda, yé cazurro —dice la Flaca, guiñando el ojo a sus dos amigas—. Me caen bien los cazurros. Sígame, así deja usted la maleta. Guaje —grita, dirigiéndose al camarero—, si viene el cornudo de mi hombre, le dices que ahora vengo.

Va callada y meneando sus escasas carnes. Atravesáis la calzada. Os introducís en un portal, en el que no hay ninguna indicación de que allí se encuentre una pensión. Llegáis al primer piso y con una llave gruesa abre la puerta. Ante ti se presenta un largo pasillo que termina con un baño al fondo, que tiene la puerta abierta y deja ver el espejo pegado en la pared encima de un lavabo. Cuentas las puertas, seis a cada lado. Abre la tercera de la derecha.

—Esta es la que tengo libre.

Una habitación pequeña con dos camas de setenta centímetros de ancho, una mesita en medio y un pequeño armario a la derecha, no hay crucifijos clavados en las paredes. Primer síntoma de que algo está cambiando en España.

—De acuerdo, me la quedo.

—¿Cuánto tiempo se va a quedar?

—Hasta que encuentre los terrenos. Pongamos un mes.

—Dos mil quinientas —dice, extendiendo su mano con la palma hacia arriba.

Extraes tres billetes de mil y se los entregas. Ella te da dos llaves.

—Venga, que le doy la vuelta.

Y se introduce en la otra vivienda de la primera planta.

—Creo que tengo cambio por aquí. A ver dónde ha dejado este cornudo la cartera.

Esperas en el pasillo. Entonces, diriges una mirada hacia el interior de una de las habitaciones que tiene la puerta abierta. Quedas petrificado. Hace mucho tiempo que no veías el emblema del yugo y las flechas. Te acercas al marco de la puerta, para ver con más detenimiento la habitación: una foto de Hedilla al lado de otra de José Antonio, debajo del yugo y las flechas. Tu primer impulso es escapar, pero no lo haces, pues algo no cuadra en todo aquello.

—No se asuste —exclama la Flaca—. A esa basura que tiene colgada por la pared, el cornudo de mi marido, un día, le prendo fuego. Él ya sabía a lo que se arriesgaba cuando se casó conmigo —enciende de nuevo un pitillo y continua hablando—. Como el gochu de Franco le puso un estanco al ser excombatiente, cree que las demás también tenemos que lamerle el culo.

—¿Su marido fue excombatiente? —preguntas, es posible que sea una fuente de información muy válida.

—Sí, se fue con dieciocho años a esa mierda de la División Azul. Cuando regresó lo hizo con una mano delante y otra detrás, y Franco le recompensó con una licencia para un estanco. Me amontoné con él cuando murió su mujer. Yo estaba cansada de pasar hambre. Ya sabe, las putas, cuando llegamos a cierta edad —continua hablando con todo el desparpajo del mundo y sin ninguna inhibición—, lo que debemos hacer es encontrar a alguno que cargue con nosotras.

Lo mejor es despedirse y dejar la conversación con ella para otro momento. Es la hora de comer y la sidrería Adela es un buen lugar. Regresas de nuevo. El guaje cabezón está pasando una bayeta por encima de las mesas. Te diriges a él.

—Al final he decidido comer aquí.

—Ah, pues siéntese en esta mesa. Ahora se la preparo —y se aleja hacia la cocina.

No han transcurrido ni diez segundos y regresa con un mantel de cuadros y con los cubiertos en una cesta de mimbre que contiene el pan.

—¿Sidra o vino? —pregunta, mientras extiende el mantel.

—Sidra —respondes, y el guaje se aleja de nuevo. Cuando vuelve, lo hace con dos platos y una botella. Menos mal que no tiene cuatro manos, piensas, porque sería capaz de atender a toda la sidrería él sólo.

—De primero no hay más que pote asturiano —afirma.

—Pues pote.

En el tercer viaje ya trae la comida, en un cuenco, y un vaso para la sidra. Te escancia un culín.

—Pepín, como no crezcas, en vez de escanciar sidra, te dedicarás a marearla —grita otro gracioso desde la barra, haciendo mención a la escasa longitud de sus brazos.

—Babayu —responde de nuevo el guaje, introduciéndose en la cocina.

De improviso, ves llegar a Pepín con otro plato y sentarse a tu mesa. Coloca su servilleta a la derecha y el vaso a la izquierda, comenzando a servirse algo de pote de la cazuela.

—Si no le importa, le acompaño —dice, después de haberse sentado—. Es que me da no se qué comer solo —y comienza a comerse el potaje.

—¿Trabajas aquí? —le preguntas.

—No, soy el dueño —responde rotundo.

—Pero ¿cuántos años tienes? —sigues preguntando, entre el desconcierto y la incredulidad.

—Dieciocho —asegura, con la boca llena—. Esta sidrería es de mis padres, pero cuando se mueran la voy a heredar yo —remata, a modo de explicación.

—¿No tienes más hermanos?

—Sí, una hermana. Pero ella dice que no quiere saber nada de la sidrería, que lo suyo es terminar la carrera de maestra e ir a un pueblo a dar clase —gira la cabeza, y da órdenes al camarero—: Puedes ponerte a comer, ahora cierro la puerta —te mira, como intentando ofrecerte una explicación—. Es que es la hora de cerrar y de comer los camareros. Hasta las siete no volvemos a abrir.

—¿No estudias? —quieres ganarte su confianza, necesitas mucha información.

—Voy a clase, pero sólo para que mi madre no se enfade. Lo mío es llevar la sidrería.

—Tal vez deberías hacer caso a tu madre y estudiar. Ya tendrás tiempo de atender el negocio.

—No, debo estar vigilando este negocio, será mi futuro, como dice mi padre —sigue hablando con la boca llena.

—¿Nunca has pensado en ser otra cosa? ¿Bombero, policía, médico, como otros chicos de tu edad?

—No. Siempre he querido ser chigrero. Y hacer dinero.

—Ya —sonríes—, lo que a ti te gusta es hacer dinero.

—¿Hay otra cosa más importante? —responde con una pregunta el mocoso.

—No lo sé. Yo creo que sí, pero es sólo mi opinión.

—Pues yo creo que no —responde Pepín—. Con dinero se puede todo. Si eres bajo, dicen que eres alto. Si eres feo, dicen que eres guapo. Si eres tonto, dicen que eres listo. Tener dinero es lo principal en este mundo —y sigue comiendo pote.

—¿Siempre habéis tenido esta sidrería? —esperas impaciente la respuesta.

—Siempre, mi abuelo fue el que la construyó. ¿No vio usted en la fachada el letrero que dice: «Casa fundada en 1920»? —¡qué ironía! El rapaz cabezón es tu sobrino.

—Pepín —grita uno desde la barra—, vas a ser el más rico del cementerio.

—Babayu —responde con la boca llena.

Curioso —piensas—, este chaval ha asumido que lo suyo es preservar la propiedad y hacerse rico, el mismo pensamiento de su abuelo. Hasta crees que se ha sentado contigo para ahorrarse colocar otra mesa, otro mantel, y así poder beber de tu sidra sin tener que gastar en otra botella para él.

—Al café le invito yo —dice al final de la comida. Tal vez te has equivocado y sus gestos no sean sólo para economizar o para incrementar sus beneficios, pero sus palabras posteriores muestran tu equivocación—. Así, está obligado a volver.

Te hace gracia el guaje cabezón, ha nacido con la idea de que el dinero mueve el mundo. Y a lo mejor tiene razón. Tres muchachos de su misma edad se dirigen a él provenientes de una mesa en la que descansan seis botellas vacías de sidra. Uno lleva en su brazo el periódico Mundo Obrero; otro, El Socialista; y el tercero, Combate.

—Pepín —dice el del Combate—, ya te pagaremos las sidras mañana. Es que hoy andamos sin dinero.

—A mí no me jodáis —les recrimina—. Andáis todo el día que si la revolución por aquí, que si la revolución por allá. Espero que no estéis pensando en que os la financie yo —el negocio es el negocio y la revolución es la revolución.

—Les convido yo, si me lo permiten —dices, ante el agradecimiento de los tres, pero sobre todo de Pepín, que creía que no iba a cobrar las seis botellas hasta que el mundo cambiara de base.

Los muchachos y sus periódicos han golpeado el recuerdo. El Guerrillero se llamaba la prensa que editaban los maquis en León, en el ático de aquel bar en Fabero, con una vieja multicopista. La Voz del Combatiente era la vuestra. Ninguna de las dos ediciones superó jamás los 300 ejemplares, pero poco importaba lo que escribierais y quien os leyera, cuando en realidad todos flotabais amarrados a un madero en medio del océano —piensas.

Tomas despacio el café, abstrayendo tu mente de lo que te rodea. No debes consentir que lo concreto y cotidiano enmascaren el rumbo. Siguiente paso: ir en busca del pasado.