4
Una víctima
El taxi que te acerca a la estación no puede proseguir, una gran concentración de gente se lo impide.
—Me parece, amigo, que le tengo que dejar aquí. Madrid está lleno de manifestaciones por todos lados. De todas formas, la estación le queda cerca, no tiene nada más que cruzar la calle y es la segunda a la derecha.
Pagas el taxi, recoges la maleta y cruzas por el medio de la multitud. Una muchacha sale de la manifestación ofreciéndote un periódico. Combate, lees.
—El periódico de la IV Internacional —grita la joven. Le entregas cien pesetas, dejas lo que sobra para la causa. Y te coloca una pegatina en la solapa, que lleva la estampa de un topo posmoderno con una bandera, sospechas que será el viejo topo del que hablaban los clásicos.
—Ha salido Mundo Obrero —vocea un muchacho con gafas redondas. Otras cien pesetas y la causa se queda con la vuelta.
Otra estación, los mismos sonidos, los mismos olores, las mismas ausencias, nada cambia. Ruta de Madrid a Palencia, con paso obligado por Castilla. Ay, Castilla, pegas la mejilla al cristal de la ventana del tren y tu mirada se pierde por su planicie interminable de amarillos y verdes que emergen en tierras rojizas, arcillosas, bajo suaves lomas veteadas de bodegas, que semejan guaridas de alimañas. Amas esta tierra aunque nunca os pudo dar cobijo, pero os ofreció un puente hacia la libertad. Pudisteis haber escapado por mar, también por la cordillera Cantábrica, pero eran rutas previsibles. Nunca esperaron la entrada y salida por Castilla.
Regresa a tu mente Lobedu, el jefe de guerrilla, y le ves llorar al enterarse de la muerte de Tuco. Y a Kiko, que quería regresar para vengar el asesinato. Pero todo se os escapó. Aquello tocaba a su fin. Lo importante era conservar la vida para pelear en otro momento. Porque aquello nunca fue una deserción, ni una huida, era simplemente una evasión.
«Palencia», lees en el rótulo de la estación. Es de noche, poco puedes hacer en estos momentos, lo mejor es que descanses en un hotel. Y mañana ya te enfrentarás a la visita al psiquiátrico con todos los sentidos agudizados.
Otra noche, otra pesadilla, el mismo infierno.
La mañana llega con aroma a Castilla, a un sol ligero que promete quemar y curtir la piel.
—¿Ve usted esta avenida? —es el taxista, camino del psiquiátrico. No le respondes—. Pues al final se encuentra el manicomio. Todos los días les dejan un rato libre a los que están mejor y van medicados. Les ponen unas inyecciones de caballo que los dejan como zombis —observas la avenida que señala, con amplias aceras surcadas por chopos y algún que otro arbusto—. Mire, mire aquel.
El taxista, como si fuera un guía y los dementes una atracción turística, señala con su mano derecha a un individuo de no más de treinta años, que camina con los brazos rígidos, moviendo rítmicamente la cabeza y con la mirada perdida.
—¿Se da cuenta de lo que le decía? Cuando los traen aquí, les someten a lo que llaman las curas de sueño. Les calcan las inyecciones de las que le hablaba, y los tienen varios días durmiendo. Cuando despiertan, los mantienen con otro tipo de medicación, y cuando usted les ve caminando es que ya están un poco mejor. A los que ya no tienen remedio no los dejan salir.
Te entran escalofríos ante lo que está describiendo el taxista. Has conocido cómo Stalin utilizó los psiquiátricos para librarse de sus oponentes políticos, al igual que todos los dictadores del mundo. «Vivimos en un mundo perfecto, si a usted no le gusta, es que está mal de la cabeza» ese es el principio por el que se rige el esquema mental de todo dictador.
Luego, están los otros, los que les ayudan: los hechiceros. Que sólo nos permiten tener fe en su Dios, en el paraíso prometido en la otra vida, en la resurrección de la carne. Y todo el que no quiere analizar la realidad, se refugia en esa fe, que convierte la existencia en otro psiquiátrico —repites indignado para tus adentros.
Has atravesado Francia, y has oído que hay un movimiento que llaman la nueva psiquiatría y que propugna cerrar todos estos centros, que no son más que prisiones de cuerpos y almas. En fin, no eres un experto en demencias, pero sí lo eres en libertad, y nadie se vuelve loco si es libre y dueño de su destino, el problema es ¿quién es su propio amo?
—¿A quién va a visitar? —pregunta un celador en la puerta de acceso.
—En realidad quería hacer unas preguntas sobre una paciente que tuvieron ustedes aquí hace muchos años —es extraño que no te pidan identificación, ni siquiera han preguntado quién eres. Pero tiene su explicación: ¿quién querría venir a un sitio como este? Tal vez alguien quisiera escapar, pero para entrar no habría nadie dispuesto.
—Pase hasta allí y siéntese —dice, señalando una pequeña sala de espera—. Cuando la doctora quede libre, le puede preguntar a ella.
Tomas asiento en un sofá individual pegado a una pequeña mesa en la que reposan varias revistas profesionales sobre psiquiatría, no te interesan. Prefieres observar a la doctora: sobre cuarenta y cinco años, guapa, con el pelo recogido, bata verde, rostro afilado y tez morena. Atiende a un matrimonio que habrá ido a preguntar por algún pariente.
La pierna se te duerme, no puedes estar mucho tiempo sentado porque tu sangre circula cada vez con mayor dificultad. Paseas, y diriges la vista hacia el exterior: una tapia de hormigón cierra las instalaciones, sólo tiene una gran puerta metálica con una pequeña a su lado; dentro, un gran jardín con bancos de madera y todo poblado de árboles y flores. Los pacientes caminan despacio, sedados, por los estrechos caminos de asfalto que se cruzan entre los arbustos. Una señora corta una flor, la huele, y la arroja al suelo. Un celador se acerca a ella y la regaña.
La doctora ha quedado libre. Es tu turno.
—Buenos días, no tenía cita con usted, pero espero que sea tan amable de atenderme, ya que vengo de un largo viaje sólo para preguntar por una antigua paciente.
—Pase y siéntese —dice la doctora—. ¿Familiar?
—Sí, es mi cuñada.
—¿Cuánto tiempo hace que no la ve?
—Veintiséis años —no te ha extrañado la cara de asombro de la médica.
—¿Veintiséis años? ¿Y viene ahora a preguntar por ella? ¿No es un poco tarde?
—Señorita —tu rostro adquiere un gesto severo, no admites esas recriminaciones—, he venido en cuanto el dictador ha muerto y se me ha permitido pasar la frontera.
Silencio.
—Perdone, no lo sabía. ¿Cuándo la ingresaron?
—Creo que en el 51.
—¿Cuál era su nombre?
—Carmen Llaneza Ordás.
—¿Carmen? —desconcertada, se levanta—. Sígame, por favor —su tono es más dulce.
Algo ha cambiado en la actitud de la doctora, no sólo se ha vuelto más favorable a colaborar, sino que su rostro ha adquirido tintes de complicidad. La sigues y te lleva al gran jardín lleno de flores, en el que los enfermos pasean como ajenos al mundo.
—Carmen, tienes visita —dice la doctora a la señora que hace unos minutos has visto cortando una flor y arrojándola al suelo. La contemplas, es ella, o por lo menos lo que aún queda de la Carmen que conociste. Toda la belleza que tenía, sus ojos vivos, los cabellos negros, su efigie altiva: todo se ha esfumado. Estás ante una señora de cabellos plateados, gruesa, de alienada mirada, que te contempla sin reconocerte—. Es nuestra paciente más antigua. Nunca ha venido nadie a visitarla —dice, dirigiéndote una mirada que duele, que se clava en el corazón—. Les dejo un rato a solas. Es posible que no quiera hablar con usted, no se lo tome a mal, lleva así desde que la trajeron aquí. Si necesita algo, no tiene más que llamarme.
La doctora se aleja. Tomas asiento en el banco del jardín, al lado de Carmen.
—Carmen —pronuncias su nombre, acariciándole la mano—, soy Andrés, el hermano de Tuco.
Te dirige una mirada de asombro. No dice nada.
—He podido pasar la frontera y he venido a verte.
—Ya les he dicho todo lo que sabía, déjenme en paz, por favor —dice en voz alta. No te reconoce, cree que siguen los interrogatorios.
—Soy Andrés, Carmen. Estoy aquí para verte. Nadie te va a interrogar. Sólo quiero saber cómo estás.
Sigue recelosa, no dice nada. Mira tu rostro y, luego, agacha la cabeza.
—No eres Andrés. Andrés era moreno y nunca llevaba corbata. Eres otro falangista que me quiere interrogar para que les diga dónde se esconde el grupo de Lobedu.
—No, Carmen. No soy un falangista, ni quiero interrogarte. Mírame a los ojos. Soy Andrés, veintiséis años más viejo —eleva la cabeza, sus ojos de mirada débil atraviesan tu alma. Necesitas urgentemente alguna anécdota que sólo pudierais conocer vosotros dos. Reflexionas—. Carmen, yo estuve en tu boda, ¿recuerdas? Sacamos de la cama al cura. Vaya susto que le dimos, pero Félix era de los pocos sacerdotes que nos ayudaban en el valle. Lobedu vigilaba con el máuser desde el campanario la llegada de fascistas. El Andaluz protegía con el dedo en el gatillo de su Sten la puerta de la iglesia. Y Kiko y yo fuimos los padrinos de vuestra boda —sigue sin fiarse, su mirada se pierde. Necesitas otra anécdota y rápido—. ¿Sabes de lo que siempre me acuerdo? De las discusiones en las que te embarcabas con Lobedu. «Lobedu, so mierda, un día os van capturar. ¿Cómo se os ocurre robar gallinas? La Guardia Civil no tiene nada más que rodear con un círculo los corrales y ya sabe que estáis en el medio», le gritabas —la ves sonreír, y esgrimes una enorme sonrisa con ella.
—Andrés —pronuncia el nombre como un suspiro.
Te ha reconocido, o desea que seas tú, no soportaría otra desilusión. Te abraza y la abrazas. Es la primera vez en muchos años que una lágrima circula por tu mejilla. Continuáis abrazados, no sois más que los rescoldos de una hoguera a la que prendieron fuego unos asesinos.
—¿Has bajado de las montañas? Hay que tener cuidado, están por todas partes. Algunos se disfrazan de médicos para que les diga cosas. Pero yo soy lista, a mí no me engañan. Ven conmigo. Tengo un refugio.
Y la sigues, hasta el final del jardín, a un rincón en el que crecen rosas blancas y no hay eucaliptos que permitan las emboscadas. Un destino sin rumbo, piensas. Se sienta en un pequeño banco de madera. Te invita a que la acompañes.
—¿Están todos vivos? ¿Cuándo venís a rescatarme?
—Carmen, todos estamos vivos. Franco ha muerto.
—¿Lo matasteis vosotros?
—No. Pero queremos matar al que asesinó a Tuco.
—Mataron a Tuco, mataron a Tuco y al niño.
—¿Qué niño, Carmen?
—A mi hijo —quedas paralizado, ni te lo habías imaginado. Aprietas los dientes, cierras los puños, intentas controlar el nudo de la garganta, se han abierto de nuevo tus heridas. Ahora tenían sentido muchas cosas, como que Tuco no quisiera abandonar los montes sin despedirse de Carmen. Los dos muertos, el dolor de aquella mujer nunca se te podría haber pasado por la imaginación.
—¿Quién les mató, Carmen?
—Ssss —sisea, colocando el índice en la boca—. Más bajo, que tienen espías en todas partes.
—¿Quién mató a Tuco y al niño? —vuelves a preguntar, casi exigiéndoselo.
—A Tuco lo mataron los falangistas.
—¿Quiénes eran, Carmen?
—No lo sé. Llegaron a casa, con su uniforme negro —¿uniforme negro?, qué extraño, te preguntas—, y se sentaron a esperar. Me violaron —¡la violaron! ¡La violaron! No te contienes, estampas tu puño contra la pared. No sientes el dolor. ¡La violaron! Hasta en la guerra debería existir una ética, piensas. Vosotros la teníais, la ética de los montes: nunca se robaba a los pobres, nunca se violaba, nunca se mataba a inocentes. Y a quien la transgredía, vosotros mismos os encargabais de fusilarlo: no era digno de estar en vuestras filas—. Y esperaron. Al segundo día llegó Tuco. Le seguían esperando, y le mataron entre los dos. Uno lo agarró por la espalda, y el otro le clavó la bayoneta. Lo dejaron en el suelo desangrándose. Y me volvieron a violar delante de él, mientras agonizaba. Después le pegaron un tiro en la nuca.
—¿Qué pasó luego?
—Me arrastraron hasta el cuartel de la Guardia Civil, para interrogarme. Querían saber dónde estabais vosotros. Me torturaron, y perdí al niño —se coloca en pie, y comienza a gritar—. ¡Perdí al niñooooo!
—Calma, Carmen. No pasa nada. Estoy contigo —la abrazas de nuevo. Ves que la doctora se acerca. Le haces una seña de que no ocurre nada, de que esté tranquila.
—Lo mataron, Andrés. Y me enseñaron su feto. Era así de pequeñín —coloca sus manos abiertas a una distancia de veinte centímetros. No puedes reprimir las lágrimas al sentir el dolor de aquella mujer. Aprietas los dientes y la abrazas.
—Tranquila, vamos a bajar de las montañas y vengaremos su muerte —le dices, mientras la abrazas, acercándola a ti.
—Baja la voz, están por todas partes.
—Ya lo sé, Carmen. De aquellos falangistas, ¿no recuerdas algo en su rostro que fuera peculiar? O en sus andares, o algo.
—Uno llevaba un anillo muy grueso con una piedra, como si fuera un rubí, y casi no tenía pelo. El otro era moreno. Pero los dos eran altos, delgados, jóvenes.
—¿Cómo se llamaban entre ellos? ¿Utilizaron algún nombre?
—Sólo camaradas.
La conversación no aporta ningún dato más. Sus neuronas están casi fundidas. Le pides permiso a la doctora para que la deje dar un paseo contigo por Palencia. Ella os obliga a llevar la medicación y exige que la tome a las horas en punto. Y de vuelta antes de las ocho, que es cuando finaliza su turno. Carmen se maquilla como si asistiera a una gala, resaltando con sumo cuidado sus labios y pestañas con el maquillaje que le presta la psiquiatra. Era la primera vez que sale de esta cárcel. Y estás con ella comiendo en un restaurante, y paseando por la ciudad. Sus ojos brillan. No parece la misma persona de antes. Es como si en el derrumbe de una mina, después de perder toda esperanza, surgiera una voz o una luz de ayuda. Al despediros, te dice, casi lo exige:
—Andrés, mata a esos dos asesinos.
—Te doy mi palabra, Carmen.
La doctora os está esperando. Y al oír a Carmen, pregunta:
—¿Por qué dijo eso?
—No sé, serán cosas de la enfermedad. Me gustaría hacerle una pregunta, doctora.
—Pregunte, si le puedo ayudar en algo…
—En todos estos años que Carmen ha estado aquí, ¿ha mencionado algún nombre de una forma insistente?
—No, pero cuando la tenemos que sedar, porque pierde los nervios, en sueños suele repetir muchas veces «camarada Camilo». ¿Le sirve a usted de algo?
—De momento no, pero le puedo asegurar que dentro de poco sabré a qué se refiere. Quisiera hacerle otra pregunta. Cuando estaba paseando con ella, observé que intentaba tapar con la chaqueta y su mano la parte derecha de su pecho. ¿A qué es debido?
—A que le falta un pecho, por eso tiene una especie de complejo, e intenta ocultarlo. Se lo extirparon.
—¿Cáncer de mama? —preguntas, extrañado.
—No. Fue otra de las torturas que sufrió en los interrogatorios.
Cierras los ojos y los puños, aprietas de nuevo los dientes y tu pensamiento se rebela contra mí. ¡Le cortaron un pecho! ¿Y tú, Nicolai, quieres que me dedique a investigar un desvío de dinero de ciertos empresarios para el fascio? ¿Quieres que vuelva a resolver problemas de Estado? Me importa una mierda la Operación Midas, sólo quiero encontrar a esos dos asesinos y matarlos con mis propias manos. Puedes meterte la misión por donde te quepa, Nicolai —sé que eso es lo que pasa por tu mente, y no te lo reprocho. Pero cambiarás de opinión en cuanto conozcas a Némesis.
Llegaste a España con una deuda por saldar, pero en este momento asumes otras dos: el asesinato de tu sobrino nonato y las torturas a Carmen.
La doctora queda en silencio, contemplando tus ojos húmedos y sospechando lo que te impide hablar: tu rabia, que radica en el pasado; el orgullo, dibujado frente a la mueca de desdén del mundo; y tu honor, escrito en las heridas. Alguien, en algún lugar, tiene que resarciros de tanto sufrimiento.
—No desespere —la doctora coloca su mano encima de tu hombro—, aún nos queda Dios —¿Dios? ¿Ha dicho Dios? Dejas de apretar los dientes, abres los puños y tus pupilas enrojecen.
—¿Dios? —pronuncias su nombre como escupiéndolo. Te levantas, la conversación ha terminado para ti—. He visto cómo fusilaban a mi abuelo, a mi padre. Vi suicidarse a mi madre de asco por el mundo que le tocó vivir. A mi hermano asesinado en una chabola. Me arrebataron a mi mujer, a mi hijo. Mi cuñada está encerrada aquí, como si fuera un vegetal. Miles de amigos rellenan fosas comunes dispersas por los montes. ¿Y dónde estaba Dios? ¿Estaba en Auschwitz? ¿En Treblinka, en Mauthausen? ¿O acaso nos acompañaba por las montañas?
—Relájese, por favor —la doctora coge tu mano, la acaricia. Debes calmarte—. Yo tampoco soy creyente. Cuando mencioné a Dios, era una forma de hablar —vuestras miradas se cruzan, tal vez has perdido los nervios sin necesidad. Vuelves a sentarte.
—Discúlpeme —colocas la cabeza entre tus manos.
—No pasa nada —su voz dulce calma tu ánimo.
—Por favor, volvamos a Carmen. Me gustaría ayudarla —suplicas.
—Si yo le preguntara: ¿cuál es la medicina que curaría a Carmen? ¿Usted qué me respondería? —la pregunta te ha sorprendido, pero ha servido para enterrar tus miserias. Y no dudas en la respuesta.
—Que todo tenga otro final.
—¿Venganza? —pregunta, extrañada.
—No, justicia.
—En fin —suspira—, supongo que en el fondo, todos somos como moscas encerradas en un frasco, y nuestra vida no es más que la lucha por salir de él.
Es la primera vez en muchos años que alguien es capaz de hacerte vacilar, por eso pierdes los nervios y contestas sin una reflexión previa. Tú eres otra mosca encerrada en el frasco del que habla la doctora, y que pugna por salir, todos lo somos. Lo que ocurre es que las paredes son transparentes y nadie se percata del encierro.
—Sospecho que no volverá a visitarla —dice, apoyada en el marco de la puerta.
—No lo sé —respondes—. Podría decirle que sí, pero no quiero mentirle. Aún me queda mucho camino por recorrer, y creo que sólo será de ida.
—¿Qué cree que le debo decir a Carmen?
—Dígale que es un enlace, que le trae noticias de la guerrilla. Ya verá cómo va recuperando la ilusión por vivir.
—Si pregunta por usted, ¿qué le digo?
—Que he regresado a las montañas, ella lo entenderá.
Destinatario: Andrés Rivera.
Asunto: Despedida.
Carácter del documento: Confidencial.
Amigo Andrés:
Tus noticias no pueden ser más tristes para nosotros. Te deseamos que la enfermedad tarde mucho en desarrollarse, y que el diagnóstico médico estuviera errado. Al mismo tiempo, esperamos que tengas éxito en lograr su objetivo en España.
Hasta la fecha has trabajado desinteresadamente con nuestra fundación. Por eso, la junta directiva ha acordado ingresarte 30 000 $ en tu cuenta corriente de la Banca Francesa, en pago a los servicios prestados.
Nuestro agradecimiento eterno, por tu desinteresada labor. Y conoces que en nuestra filosofía siempre estuvo realizar todas las gestiones posibles para que nunca se repita otro holocausto, venga de donde venga.
Que el Señor te acompañe, aunque sea por esos montes de los que siempre nos hablabas, y que aseguraste que nunca creyeron en él.
Berlín, 20 de mayo de 1977.
Fdo: Klaus Frank.
Presidente de la Fundación Cirus Blend.