36
Final imperfecto
Es una noche extraña que ha llegado sin malos presagios, llena de estrellas y montañas que recortan la luna. No hay lobos en las cumbres, ni bandadas de pájaros, ni ovejas separadas del rebaño, ni vacas en las brañas altas, ni grillos que perturben el silencio invencible del invierno. El bramido de las aguas del Nalón acompaña a un sol que ha caído detrás de la silueta de las cumbres y no permite discernir entre el negro de las escombreras de carbón y el gris de las peñas.
La policía ha reconstruido la cara del supuesto asesino del senador Carlos Millán. Todas las fuerzas del orden están alerta y tienen vigiladas las fronteras. Ahí tienen en pantalla el retrato robot —una mala caricatura de tu rostro, con alzacuellos y birrete, surge en la televisión. Nunca te van a localizar, a menos que les prestes un poco de ayuda—, si pueden aportar una pista que dé con su paradero, llamen al teléfono… Pasemos al tiempo, para esta Nochevieja habrá frío intenso por el centro de la península con temperaturas que se acercarán a menos cinco grados…
—Cómo está el clero, mamina santa. Ahora tienen que hacer pluriempleo de asesinos profesionales. Y a ganar unas pelillas matando senadores —dice un gracioso en la barra ante la carcajada de los cuatro que están a su alrededor.
—Mal momento ha elegido para viajar —dice Pepín, mientras escancia—. Podría haber esperado a mañana, así pasaba la noche con nosotros.
—Tengo ya el billete para el expreso de las doce —bebes el culín que te ha servido. Pero debes sentarte, tus rodillas duelen mucho. Llevas varios días con demasiados dolores, el momento ha llegado, lo sabes. Te sientes como los ancianos de los indios navajos, debes ir en busca de la muerte, en soledad, en silencio, sin rechistar ni lamentarte.
—Son las ocho y media. Todavía tiene tiempo de cenar algo con nosotros.
—No me es posible. Tengo la maleta sin preparar y aún debo acercarme a la estación de Oviedo, pero te agradezco la invitación.
—Oiga, que no le estaba invitando. Era para que hiciera gasto en mi casa —irreductible Pepín.
—Pepín, ¿cuándo comprenderás que hay cosas más importantes que el dinero?
—¿Como cuáles? —sus ojos se clavan en ti.
—La amistad, la dignidad, la libertad, el honor…
—¿Y eso da dinero?
—Déjalo, no tiene importancia. Una última pregunta, Pepín, tu abuela Berta acaba de fallecer, ¿no vais a cerrar la sidrería?
—No —rotundo—. La gente vendrá a dar el pésame y hará algo de gasto en el chigre —no tenía remedio.
—Que tengas una buena entrada de año y que ganes mucho dinero esta noche.
—Muchas gracias, paisano.
Antes de llegar a la puerta, te detienes un instante. No sabes si para recuperar fuerzas y poderte apoyar en el mostrador, o para contemplar la flor de Pascua que adorna una maceta situada en medio de la ventana. Es la prueba de que Adela está a punto de llegar.
—Pepín, ¿a qué hora llega tu tía para el entierro de tu abuela?
—Viene en el tren que llega hoy a La Felguera, el de las diez, también vendrá mi primo. ¿Quiere conocerles?
—Tal vez ya les conozca.
—Pepín —uno desde la barra—, año nuevo, vida nueva. Haznos un favor, tómate el año 78 de vacaciones, líbranos de tu presencia y nos regalas unas cajas de sidra.
—Babayu.
Todo sigue igual, como el día que llegaste a sus vidas. Es lo que tiene esta tierra, cuando vives en ella es como el ombligo del mundo, cuando te alejas durante años y regresas, nada ha cambiado. Y, de improviso, la discusión de los muchachos sin rostro te atrapa.
—Pues yo estoy en contra del pacto social —es el muchacho que siempre lleva el periódico Combate.
—Joder, que no fue un pacto social, fue un acuerdo de todas las fuerzas políticas para sacar adelante el país —contesta el de El Socialista.
—Una especie de pacto de Estado —remata el del Mundo Obrero.
—No, y no. Lo llaméis como lo llaméis, no dejó de ser un pacto social para que la patronal se sienta segura ante la situación prerevolucionaria que se vive —otra vez el muchacho del Combate.
—No estamos de acuerdo contigo —responden al unísono los otros dos y prosigue el del Mundo Obrero.
—Era necesario que todos los partidos con representación parlamentaria se sentaran en la Moncloa a firmar unos puntos mínimos o básicos, si quieres, que garantizaran…
—¿Partidos con representación parlamentaria? —el muchacho del Combate alza la voz—. ¿Firmando un acuerdo en Moncloa al margen de los sindicatos? Nos habéis vendido, sois unos…
—¡Pepín! —gritas al muchacho—, cóbrate las sidras de tus tres amigos.
—Así hago yo también la revolución, con gastos pagados. Son cuatro sidras.
—Es la última vez, ya no les podré invitar más. Además, tengo la impresión de que después de los pactos de los que hablan, dejarán de sentarse en la misma mesa.
En la calle, el nordeste que llega a tu rostro se une al orbayu y al silencio que te acompañarán toda la noche. La gente es feliz en las calles, cantan y se dejan arrastrar por la pasión del estruendo de petardos. Preparan la fiesta, pero tú también debes hacer lo mismo con la tuya. Tocas tres veces la puerta de la vivienda de la Flaca.
—Coño, cazurro, no me diga que llama para desearme feliz noche.
—Vengo a despedirme.
—¿Se marcha usted ahora?
—Sí, debo irme. ¿Te importaría hacerme un favor, Flaca?
—¡Ya era hora!, creí que nunca me lo iba a pedir.
—No es lo que piensas.
—¡Vaya!, me está resultando usted un poco santurrón.
—Verás, ¿te importaría entregar estas cartas a Adela?
—¿Las que le fueron devueltas cuando usted estaba en el extranjero?
—Las mismas. Y, además, me agradaría que le entregases este sobre con dinero.
—¿Cuánto hay?
—Mucho.
—¿Por qué no se lo entrega usted mismo?
—Ya no, Flaca. El momento se ha pasado.
—Creo que le entiendo. No desea que le vea en sus últimos días.
—No puedo aparecer ahora y decirle: me muero.
—Ella seguirá esperándole siempre. Y usted lo sabe.
—Tal vez deba ser así.
—¿Por qué no se queda? Nadie le encontraría. Además, yo le podría cuidar hasta el último día.
—Gracias, Flaca, pero la respuesta es negativa. Los generales y los dictadores son los que mueren en la cama. Yo soy un soldado, y los soldados morimos en las trincheras, rodeados de nuestra sangre.
—Mire que es usted enrevesado.
—No me descuides a Carmen, por favor.
—Despreocúpese, voy a verla cada dos días. Además, Manoli, la mujer de Floro, va todas las mañanas a buscarla para dar un paseo y hacer las compras —las víctimas se unen alrededor del dolor para hacerle frente.
—Gracias, Flaca. Eres un encanto.
—Espere, antes de que se vaya. Si Adela me pregunta quién me dio todo esto para ella, ¿qué le tengo que decir?
—Dile que te lo entregó uno del monte.
Salta sobre ti, te achicharra a besos. Le has cogido cariño a esta mujer, pero debes irte, las montañas esperan. Entras en tu habitación, abandonas el traje y el sombrero, y recoges la nueva indumentaria. Son las nueve, Pichi aguarda.
—Rediós, paisa. Vaya traxe que lleva: chaquetón de cueru negru, boina ladeada en la cabeza, pañuelu roju al cuellu, botas de montaña, mochila al hombru… Paece que va a echarse al monte. ¿Ande tán sus sombrerus?
—Aquí los llevo, son para ti. Un regalo.
—Muchas gracies, paisa —dice, colocándose el Dobbs en la cabeza.
—Llévame ahora a Santa Bárbara. Al lagar de Lobedu.
El Mini recorre la calzada paralela al río Nalón, las luces del cielo se reflejan en la superficie, provocando un juego de brillos que sumergen la noche en sus aguas, creando una luna alternativa que flota río abajo. Ahora, el valle va quedando abajo, y los tejos, y los fresnos, y los robles, y las escombreras te indican que penetras en la ladera hierática y sombría que asciende a Santa Bárbara. Casa de Lobedu. Tres toques en la puerta.
—Ya va —dice desde el interior. Abre—. Cagüen mi manto, Mayor, no me digas que has venido a desearme feliz año. Pasa, pasa, que hace frío.
—No, Lobedu. He venido a despedirme.
—¿En nochevieja?
—Sí, creo que es lo mejor.
—No sé, pero creo que podrías esperar unos días y pasar las fiestas con nosotros.
—La decisión está tomada, por eso he venido a despedirme de ti y a preguntarte por qué lo hiciste.
Silencio. Te clava su mirada sin pestañear, introduce sus manos en los bolsos del pantalón, sabes lo que ha ido a recoger su derecha: la navaja que siempre guarda en el bolsillo. Está preparado.
—No te engañé, ¿verdad? Sé que te diste cuenta cuando comprobaste el número del calzado, los muchachos no podían haber sido porque utilizan uno superior. Además, conocías que había pisado por encima de sus huellas con el mismo dibujo de la suela de su bota y que después caminé de espaldas sobre mis pasos. Eso sólo lo sabría hacer un maquis.
—Un maquis que quisiera asesinar a Floro.
—Lo decidimos los tres.
—Pero tú sacaste la cerilla más corta.
—¿Has venido a matarme, Mayor?
—No, Lobedu, no más muertes. Sólo quiero que me expliques el porqué.
—¿Por qué lo hice? —sonríe—. ¿Y tú me lo preguntas? ¿Cuál era la regla en los montes? ¿Te la recuerdo? A los traidores se les mataba. Floro nos vendió y tú lo sabes.
—Lo habéis asesinado, nunca sabremos sus razones.
—¿Sus razones? —sonríe de nuevo—. Esto si que es bueno. Da igual sus razones, a un traidor no se le deja que explique sus razones, se le mata y se acabó. Es como al fascismo, no se discute con él, se le combate.
—Nunca has pensado que le pudieron torturar y que en realidad no nos vendió, pues les dio una información falsa sobre la hora y la ruta diciéndoles que marchábamos una hora más tarde por los Picos de Europa. Eso nos salvó la vida.
—Me da igual. Habló, se rindió, un guerrillero no se rinde jamás, aunque te torturen, aunque maten a tu familia.
—En este caso, no estoy de acuerdo contigo, Lobedu.
—¿Sabes lo que me dijo antes de que le disparara? —silencio—. Que matándole, le hacía un favor. ¿Tú entiendes eso?
—Sí, tuvo un entierro de soldado republicano, se le enterró rodeado de su bandera, con todos los honores, como él quería. Su temor se encontraba en que el valle llegase a conocer que él había hablado. Entonces, nadie le hubiese dirigido la palabra, lo repudiarían, y todos sus años de lucha no habrían servido. En realidad, él sentía que le hacíais un favor.
—Y ahora qué.
—Ahora, nada. Feliz año, Lobedu. Sólo deseo que se terminen las muertes de una vez —das media vuelta y te diriges al vehículo.
—Mayor, ¿por qué hoy te has vestido de guerrillero? —pregunta a tu espalda. No hay respuesta.
Entras en el vehículo en silencio. Pichi no pregunta, ni habla, ni enciende la radio, ni coloca música. Se limita a mirar la carretera. De nuevo el río y el sonido de sus aguas, y el color de sus brillos, y el olor de los helechos. Te duelen los codos, las rodillas, los hombros, apenas puedes estirar las piernas. Los dolores comienzan a ser insoportables.
—¿P’ande vamos, paisa? —dice tímidamente Pichi.
—A la estación de RENFE en La Felguera. Esperemos al tren de las diez.
—¿Se marcha usté en él?
—No, sólo quiero ver por última vez a uno de sus pasajeros.
—Tá usté más triste que de costumbre. Nunca le había visto tan ojeroso y pálido, ¿encuéntrase bien?
—Es lo de siempre: el insomnio, pero no hablemos de mí. A ver, cuéntame que vas a hacer tú cuando yo me vaya —la sonrisa regresó, era el Pichi de siempre.
—Dir pa Madrid. Aquí ya nun hay curro, nun cogen a naide en les mines, ni en les fábricas, incluso tán pechando muchas. Esto se muere, paisa. Diré a buscar la vida por la capi —sonríes.
—Supongo que Paloma tendrá algo que ver en tu decisión —se sonroja.
—A usté, paisa, nun se le puede engañar. También voy a dir a clases nel nocturnu, después de salir de trabayar. Toi animáu a estudiar la misma carrera que Paloma —¡ay!, Pichi, suspiras, cuando tú acabes historias, ya se habrá terminado la Historia.
—¿Y por qué Historia?
—Gústame. Amás, mire —extrae de su bolsillo un papel arrugado y lo desdobla—. Son unas palabras que díjome Paloma sobre la hestoria: La historia enseña que la memoria puede sobrevivir porfiadamente a todas sus prisiones y enseña que la justicia puede ser más fuerte que el miedo —esas palabras no son de Paloma, lo sabes, pero no vas a destrozar la ilusión a Pichi.
El tren ha llegado. Sigues en el vehículo observando la puerta de la estación. Abrazos, besos, miradas, lágrimas, sonrisas y ausencias: otra estación en tu vida, la última. Miguel Ríos suena en el coche de Pichi.
entra en mi vida
sin anunciarte…
La has reconocido cuarenta años más tarde. No ha sido por su ropa, ni por sus cabellos que han perdido el negro brillante, si no por sus ojos que muestran el valor, por las arrugas de su tez curtida en los campos y por ese porte de distinción, que sólo poseen los que han conservado la dignidad.
tu sonrisa la imagino sin miedo,
invadido por la ausencia…
La acompañan un hombre y una mujer de unos cuarenta años, con un muchacho de no más de diez. El adulto y el niño poseen tu misma barbilla afilada, supones que serán tu hijo y tu nieto. Y recuerdas las palabras del abuelo de Vargas: «No te dejo nada en herencia, pero heredas el tiempo».
—Paisa, debería dir al oculista a que le vea el güeyu.
—¿Por qué?
—De vez en cuando, sin razón, su güeyu izquierdu comienza a llorar.
Se introducen todos en un taxi, menos ella. Adela se queda de pie mirando las cumbres que tocan el cielo. Vuestro hijo sale del coche, la abraza por detrás y le da un beso en la mejilla. Ambos se quedan inmóviles ante la imagen de las montañas. «Madre, suba al coche, que nos estarán esperando», supones que le habrá dicho al oído. No le hace caso. De repente, tu nieto sale del vehículo, la abraza, le dice algo. Ella se limpia las lágrimas disimuladamente y se introduce en el taxi sin dejar de mirar los montes. El vehículo se dirige al centro del pueblo y se pierde de vista. Sospechas lo que le ha podido decir tu nieto: «Abuela, te prometo que yo le encontraré». Un miembro de la tercera generación, como tú les llamas.
tus llamadas son muy pocas…
Tienes mi palabra, Mayor, de que tendré los archivos ordenados cuando ese mozalbete se presente ante mí a preguntar por su abuelo.
Dame tus manos,
siente las mías…
—Arranca, Pichi.
—¿P’ande vamos?
—Elige un monte.
—¿Un monte? Rediós, pues Picu Villa, ande murió el mi güelu —es un buen pináculo, piensas—. ¿Qué quiere facer allí?
—Lo mismo que los indios navajos cuando les llega la hora.
—¿Qué facían?
—¿No te gustaba la Historia? Pues ya tienes por dónde empezar. ¿Quieres que te diga una cosa?
—Me lo va a dexir de toes formes.
—Si quieres a Paloma, no te apartes de ella jamás. No importan las guerras, ni lo que uno sufra ni luche. Al final, sólo quedará el amor.
—Pos sí que tá usté raru, nun paece el mismu.
—La última cosa, Pichi. Esta noche, cuando estés divirtiéndote, corre la voz de que al asesino del senador lo has visto en Picu Villa. Asegúrate de que te oye el mayor número de gente posible.
—Ah, ya le entiendo. Así, mientras buscan en Picu Villa, a usté le da tiempo a escapar.
—Efectivamente. Y el último favor: cuando vayas a ver a Paloma a Madrid…
—Voy pasáu mañana.
—De acuerdo, lo que te decía: cuando llegues a Madrid, echas al correo estos paquetes.
—A ver, uno pa El País, otro pa Cambio 16, otro pa… ¿Nun serán paquetes bomba?
—No. La bomba será cuando publiquen lo que contienen. Ah, toma, esto es una propina para que puedas comenzar con buen pie en Madrid y en agradecimiento por tu trabajo —el muchacho cuenta el dinero.
—¡Joder, paisa, cinco mil dólares! Muchas gracies.
—Las gracias has de dárselas al difunto señor Pelayo Rodríguez. Y ahora, déjame en el parque de La Felguera.
Te hace gracia la aureola que se elevó alrededor del Maquis, como si fuerais modernos Robin Hood. Muchos siguen creyendo que cuando llegabais a los pueblos repartíais dinero entre las gentes, dinero que sustraíais a los poderosos. Pocas veces ocurrió exactamente así. Sin embargo, desde que has desembarcado en el valle, no has hecho otra cosa. Todos tus ahorros, el dinero de la Fundación y lo que le robasteis a Pelayo se han esfumado, sólo te queda un billete de mil y sabes quién lo necesita.
—Le he oído llegar, pese al barullo de la calle. Sus pasos no van acompasados —dice el violinista ciego.
—Debería colocar la partitura al derecho —sugieres, mientras introduces el billete en su jarano.
—No sea usted como los demás, por favor. Lo importante no es el programa, sino quién maneja el violín.
—Y quién lo maneja.
—Los de siempre, Mayor, los de siempre. Lo que ocurre es que nos cambian la sonata, unas veces nos tocan dictadura y otras democracia.
—Qué propone.
—Que llevemos el fuego a los valles y las cenizas a las montañas, sumergiéndonos en el gran ocaso.
—Ya lo hicimos en el 34. Y perdimos.
—Y qué importa. ¿Sabe cuántos espermatozoides fracasan para que uno solo fecunde el óvulo y dé vida?
A partir de cierto punto, ya no hay retorno. Sigues caminando, pues el instante entre dos pasos encierra la historia de cualquier ser humano. Te adentras en la bruma del bosque. Los senderos bordeados de fresnos, los olores y el cielo comienzan a serte familiares. Los matorrales se han terminado y tocas las hayas, síntoma de que has llegado al bosque alto, después sólo piedras y estrellas. Y, al final, tu sombra y tú.
Un dibujo caprichoso en la roca, un refugio. Has llegado a tu destino y vas preparado: despliegas el saco de dormir y te introduces en él. Todo queda sumergido bajo el peso del silencio. Es la primera noche en cuarenta años que duermes como un niño.
El sol se desliza con suavidad entre las cumbres y se refleja en la hierba húmeda provocando millones de brillos que explosionan con la aurora. La escarcha y el rocío se evaporan, fraguando una ligera neblina que se eleva unos metros del suelo, y que dibuja formas extravagantes en el aire. Una de ellas se asemeja al cortejo siniestro de la güestia. No crees en dioses ni en seres mitológicos, pero esperas su tercera aparición, la hipoxia de las cumbres muestra sus cartas.
El alba ha llegado, pero ellos aún no. Debes ayudarles, por eso comienzas a preparar una pequeña hoguera con tus antiguas ropas, todas las fotos y documentaciones, sólo conservas la identificación que te acredita como Joseph Ilich Brov. También libras del fuego la sotana, necesitas que cuando encuentren tu cuerpo no tengan dudas de que han localizado al asesino: un yugoslavo demente. Así el guerrillero seguirá en el imaginario colectivo y el Mayor no morirá jamás.
Están tardando demasiado. ¿Pichi cumpliría con su trato?, te preguntas. Extraes los cartuchos blindados de la Tokarev y los sustituyes por munición de fogueo. No más muertes, has prometido. Has venido preparado para la espera y sobre el rescoldo de las brasas te calientas un café de recuelo, caliente y amargo, como tu vida. En las cumbres no has visto a Dios, vosotros y vuestras sombras erais sus únicos moradores y, desde ahí, contemplabais los valles, nada os era ajeno. La omnisciencia y la ubicuidad os permitían tutear a los dioses, sólo os quedaba la omnipotencia para serlo.
Ya están aquí. Comienzan a descender de los vehículos y traen perros. Se despliegan en línea sin más separación entre cada uno que cinco metros. Los animales olfatean y se impacientan, el olor a humo les indica el camino. Son muchachos jóvenes, tal vez también sueñan con una democracia duradera. Seguro que no tienen tu experiencia y les podrías tener años vagando por los bosques en tu búsqueda, pero eso se acabó.
Introducen los cargadores en los subfusiles Z-70 y en los Cetme, soplan a la boca del cañón, quieren bocachas limpias, sin polvo que pudiera dispersar trayectorias. El mando de la Guardia Civil que está al frente de la compañía, da la señal de avanzar. La batida ha comenzado.
Ya traen tu morfina.
Destino: Presidente de la RSY.
Asunto: Acontecimientos en España.
Carácter del documento: Confidencial.
Camarada, Mariscal Tito:
Adjunto informe detallado de los hechos ocurridos en España en los últimos meses. Así mismo, como prueba ante el gobierno español de que los servicios secretos yugoslavos no han tenido nada que ver en los acontecimientos expuestos, se acompaña carta de dimisión de nuestro agente 987-A con fecha 11 de mayo del 77.
También se acompaña dossier sobre la investigación efectuada por el agente libre Némesis sobre el desvío de dinero hacia los sectores que están preparando un golpe de estado, por si se considera oportuno entregárselo a las autoridades españolas. Parte de este informe ha sido filtrado por el exagente 987-A a los medios de la prensa libre española que lo han publicado con todo lujo de detalles, lo que ha provocado la dimisión del general de la Guardia Civil Agapito García Lozano.
Por último, se informa de que los movimientos contra la democracia en España por parte de los grupos reaccionarios no han cesado, concretamente se han detectado reuniones clandestinas en Madrid de subordinados del coronel Valdés y del general Lozano en una cafetería denominada Galaxia, desconociendo en estos momentos quién dirige la trama civil.
Belgrado, a 4 de enero de 1978.
Fdo: Nicolai Chejav.
Director General de Inteligencia.