35: El poder curativo del odio

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El poder curativo del odio

—Buenos días, soy el padre Felipe, tengo una cita de parte de su excelencia el señor obispo.

—Buenos días, padre —el bedel se levanta y se dirige a besarte la mano. Le dejas, no debes olvidar que estás en calidad de nuevo secretario del obispado.

—Su excelencia el señor obispo me hizo entrega de esta misiva de salutación para usía —el bedel extrae la tarjeta del sobre y la ojea deprisa.

Ay, la caligrafía gótica escrita con pluma de ave, yo creo que constituyó la única enseñanza aprovechable de tu estancia en el Seminario y, esta vez, has escrito la nota sin faltas de ortografía, como decía él.

—Ahora le doy traslado de la misma. Espere en la sala, por favor —te acompaña hasta la misma sala de espera en la que estuviste con Vargas días atrás y abre la puerta, le sigues.

No han transcurrido ni dos minutos y el bedel regresa, abre la puerta y te dice:

—Padre Felipe, puede usted pasar.

—¿Me haría usted un favor? —le enseñas un billete de mil pesetas. Sus ojos se dirigen hacia él.

—Por supuesto que sí.

—El señor obispo se quedó sin tabaco, me encomendó llevarle un paquete, pero cuando salga, seguro que los estancos están cerrados. Sería tan amable de comprarme una cajetilla de Winston.

—No sé si debo, es que no hay nadie más en la planta y usía nos tiene prohibido abandonar las…

—Usía lo comprenderá, yo se lo explico. Además, se toma usted una cerveza y un pincho a mi salud con lo que le sobre —sonríe, recoge el dinero y te dice:

—Sígame —le acompañas por el mismo pasillo de la otra vez, sigue lleno de las fotos con todos los personajes del régimen, abre la puerta y te anuncia—. El padre Felipe, nuevo secretario del señor obispo.

Tus pies ya están en el interior del despacho, el bedel cierra la puerta. Camilo se levanta y se dirige hacia ti.

—Bienvenido, padre Felipe —le tiendes la mano, la recoge y besa, haciendo una genuflexión. Observas su mano derecha, lleva colocado el anillo negro, el que el otro día debió quitarse a vuestra llegada, piensas.

—Gracias, hijo mío —dices al terminar de besarte la mano.

—Tome asiento. Y me va usted contando que tal su llegada a la ciudad y cómo ven su nuevo destino desde la Santa Sede —tal vez te excediste en la nota de presentación exponiéndole que llegabas directo del Vaticano. Ya no tiene importancia, el engaño está a punto de descubrirse.

—Pues verá —te sientas en la silla que te ha ofrecido alrededor de la mesa ovalada de la esquina. Quitas el birrete, aún no te puede reconocer pues llevas las gafas de montura gruesa, el pelo teñido y el alzacuellos—, el señor obispo me ha encargado que le transmita un mensaje.

—Los consejos y recomendaciones del señor obispo siempre han sido bien recibidos en esta casa —quitas las gafas y las depositas encima de la mesa. Camilo clava su mirada en tu rostro, algo le es extraño o conocido. Frunce el ceño.

—Su excelencia me ha encomendado que le traslade a usía si desea ser oído en confesión antes de que le mate.

—Usted… —se levanta, retrocede, sin apartar la vista de ti. Estupefacto, extrañado, desconcertado camina de espaldas intentando alejarse—. Usted…

—Nos volvemos a encontrar, señor Carlos Millán López, o ¿prefiere que le llame Camilo? —extraes la Tokarev del bolsillo de la sotana, en esta ocasión le has colocado el silenciador.

—Usted es el guerrillero que se disfrazó de sacerdote hace… —tartamudea.

—Hace veintinueve años, señor Camilo. El mismo que le envió una nota exigiéndole el pago de cierta minuta y que cometió el error, según usted, de colocar el término caleya en vez de camino.

—Y es también el individuo del sombrero que…

—Aunque —prosigues despacio, al mismo ritmo que te yergues del asiento, con la pistola en la mano—, bien mirado, a lo mejor usted tenía razón y no debí utilizar caleya como sinónimo de camino. Se imagina a nuestro ilustre e ínclito monseñor Escrivá de Balaguer que en vez de titular Camino a su librito, ¿lo hubiese llamado Caleya?

—Es usted un irreverente.

—Aún no ha contestado al ofrecimiento que le hice al principio: ¿desea usted confesión antes de morir?

—Es hombre muerto —el desconcierto ha desaparecido de su rostro y regresa su prepotencia—. Mi gente lo matará, allá donde se encuentre. Sabe que tenemos poder y no nos ocultamos a la hora de emplearlo. Le va a ocurrir lo mismo que a Vargas.

—Y a usted, senador, y a usted también.

—¿Cómo supo lo de Camilo? —muy inteligente senador, piensas, quieres ganar tiempo, para ver si tu bedel se percata de lo que está ocurriendo e interviene o llama a la policía. Pero desconoces que tu fiel criado está buscando una cajetilla de tabaco mientras se toma una cerveza o arroja unas monedas en cualquier maquinita de las que nos están llenando los bares.

—Por los recuerdos ocultos en el inconsciente de una pobre mujer que fue violada y torturada. Ni siquiera ella conoce de su existencia, deben llegar las pesadillas para que lo nombre.

—Imbécil de Jordán —quiere hablar para ganar tiempo. Le concedes un par de minutos más—. Nada de nombres, le dije, y tuvo que pronunciar mi nombre de guerra.

—¿Por qué regresó? Le habíamos expulsado de las cuencas en el 48.

—Por dinero. Había mucho dinero en juego con las expropiaciones a los republicanos.

—A ver si lo entiendo, Camilo era su nombre de guerra en aquel entonces, sólo lo conocían sus allegados. Era ya algo olvidado y en desuso que sólo se utilizaba en la jerga interna de… ¿los Caballeros de la Muerte?

—Pronuncia usted Caballeros con cierta sorna. Pero desconoce que estamos llamados a ser algo eterno. Ayer en Chile, hace unos días en Argentina, mañana en España.

—Ya no habrá un mañana para usted —presientes que con sus manos en la espalda está intentando agarrar el pendón terminado en punta de lanza que se encuentra en el rincón. No se lo impides, ya no tiene importancia—. Supongo que todo se desencadenó cuando Jordán asesinó a Lejía en Mieres, llamó demasiado la atención. Hasta entonces tenían todo bien organizado: Narváez se encargaba de la organización de los elementos fascistas en la población civil y era la cara visible de la organización, ¿qué tienen, un Narváez por provincia?; Lozano y Valdés preparaban el operativo militar; Pelayo Rodríguez controlaba el movimiento de capitales hacia la organización; usted era el hombre invisible, el cerebro de la trama civil. Me queda una duda: ¿qué papel jugaba Gumersindo en todo esto?

—Un estúpido. En un principio apoyó, pero exigía que se le diera un contenido teórico, revitalizando a Hedilla, que para él era el único que había defendido los ideales de Falange. Gumersindo nunca comprendió que lo que estaba en juego era algo más que discutir quién fue el verdadero heredero de la Falange, como si la pureza teórica tuviera importancia.

Te has equivocado, no pretende coger el pendón de la punta de lanza, quiere un sable que cuelga de la pared, lo agarra y arremete contra ti. Disparas, directo a la rodilla. Cae. Te acercas a él y con el pie alejas el sable.

—¡Llame a un médico! —grita, mientras coloca su mano en la rodilla que sangra.

—¿Quién clavó la bayoneta a mi hermano?

—Jordán, fue Jordán. Llame a un médico, por favor.

—Usted le disparó para asegurarse. ¿Quién violó a Carmen?

—Jordán, todo lo hizo él. Un médico, por favor.

—¿Quién la torturó? No me responda, supongo que también Jordán. Usted sólo estaba de espectador, sentado en su butaca contemplando el No-Do.

Le disparas en la otra rodilla. Los dos minutos de plazo que le diste ya se han terminado, en cualquier momento regresará el bedel. Camilo se retuerce de dolores en el suelo. Arrancas el cable de la lámpara. Método Vargas: se lo enrollas al cuello y aprietas.

Treinta segundos.

Un minuto.

Dos minutos.

Basta.

Dejas el cuerpo de Camilo tendido en su despacho y cierras la puerta. En las escaleras encuentras al bedel.

—Padre Felipe, su tabaco.

—Gracias, hijo mío.

—Tenga, lo que sobró.

—Déjalo para ti, hijo, por los servicios prestados.

—Muchas gracias, padre.

—Ah, me indicó el senador Millán que se podía ir, que ya cerraba él.

—Gracias de nuevo, padre.

El cielo está oscuro, presientes que el mitológico Nuberu cabalga sobre alguna de las nubes negras para traer los truenos y los rayos. Un relámpago y el tambor del trueno. Recoges las sotanas, sujetas el birrete y corres hacia el coche en el que espera Pichi.

—Buf, vaya tiempo —dices dentro del coche y sacudiendo la sotana.

—Tiene usté mejor cara hoy, paisa.

—Es que sé que hoy podré dormir bien.

Otro rayo, otro trueno. Llueve.