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Vargas, asesinado
Ha regresado a ti la misma angustia de finales de los cuarenta, cuando la guerrilla estaba desbordada. Todo era traición, no os podíais fiar de nadie. El resultado fue de casi doscientos chivatos muertos. Disparabais por doquier. No era más que una huida hacia adelante.
Revisas la cartera que te ha entregado el notario. Son los documentos que robasteis en casa del empresario, más otro tocho, que debe de ser las averiguaciones previas de Vargas antes de que tú llegaras. Pasas los papeles uno tras otro, ninguno dice nada nuevo, excepto que ahí tienes las pruebas para destruir al general Lozano.
Narváez y Valdés habían amenazado a Vargas. Sindo os quiso prevenir de algo que aún desconoces. El senador parecía alejado de cualquier grupo de asesinos vulgares. El general Lozano aún no había tocado en esta fiesta. Camilo sigue siendo una incógnita. Todo te da vueltas. Debes calmarte, no debes comenzar a disparar sin motivos, la explicación debe de estar en algún lugar.
El fotógrafo acude de repente a tu cabeza. Él debe tener las fotos del asesinato de Vargas.
—Flaca, localízame a Pichi. Quiero que esté aquí en menos de una hora.
—Debería usted dejarlo. Hay demasiadas muertes. Al principio parecía un juego, pero ahora todo se ha vuelto muy peligroso.
—No me educaron para abandonar, Flaca.
Deseas que el fotógrafo esté en su casa. Es Navidad y se puede encontrar en cualquier sitio. Bordeas la plaza de abastos. La tienda está cerrada. Golpeas dos veces la puerta. Nada. Vuelves a golpear.
—Si pregunta por el fotógrafo, vive en el segundo —dice un improvisado transeúnte.
—Gracias —y te diriges al segundo. Golpeas la puerta.
—Un momento —es la voz del fotógrafo. Abre la puerta—. ¿Qué se le ofrece?
—Perdone que le moleste en un día como hoy. Quería preguntarle si la policía le llamó para sacar fotos del cadáver del inspector Vargas.
—No. Las sacaron ellos mismos, pero me las trajeron para que las revelara.
—¿Las ha revelado?
—En este momento estaba con ellas en el laboratorio.
—¿Las puedo ver? —Tuerce la boca, sabes lo que quiere decir. Le entregas cinco billetes de mil.
—Pase —ahora es todo amabilidad—. Sígame.
Te conduce hasta un cuarto al fondo del pasillo, entráis. Todo está oscuro. Abre otra puerta y una luz rojiza ilumina una serie de fotos colgadas de una cuerda.
—Aquí las tiene —dice, señalando diez fotos que intentan secarse—. Como puede ver, lo ahorcaron.
El cuerpo de Vargas cuelga de una soga que circunda su cuello y bordea una viga hasta que llega a la defensa trasera de un tractor. Le pasaron la soga por el cuello y arrancaron el vehículo, después lo abandonaron allí cuando ya estaba muerto.
—¿Y estas heridas en las rodillas? —le preguntas.
—Dijeron que le habían disparado en las dos —el mismo método que Vargas utilizaba: dos tiros a las rótulas y los colgaba, pero esta vez la víctima fue él.
—El dedo índice lo tiene manchado —aunque la foto es en blanco y negro, la tonalidad del dedo no es igual al resto.
—Dijeron que el bestia de Vargas, cuando le creían muerto y se marcharon sus asesinos, debió incrustar su dedo en la rodilla para impregnar sus dedos de sangre y poder dejar escrito el nombre de su asesino.
—No entiendo —dices, desconcertado.
—Fíjese en la viga —te acercas. Hay pintadas unas letras.
—No se aprecia muy bien —dices.
—Fíjese en esta, aquí están más ampliadas —no te cabe duda, es un mensaje dirigido a ti.
—¿Dónde ocurrió todo esto?
—En Mortera de Palomar.
Esperas a Pichi sentado en un banco del parque, estás derrotado y casi muerto. Todo se ha acabado sin que consiguieras tu propósito: ni has localizado a los asesinos de Tuco, ni has logrado ver a tu mujer y a tu hijo. Además, todo se ha enredado, han asesinado a Floro y a Vargas y no sabes ni por dónde investigar. Y las fuerzas te fallan, ya no queda tiempo.
Miras al violinista ciego que está rodeado de una veintena de chavales y sigue narrándoles historias negras de las montañas.
—… y el Somatén Armado, al igual que la Gestapo en Alemania, continuaba su ruta asesina por los valles… —el mismo niño del otro día levanta el brazo, pero es la niña vivaracha la que se dirige al ciego.
—Don Ataúlfo, Pedrito quiere hacerle una pregunta.
—Que pregunte Pedrito.
—Don Ataúlfo —dice el niño poniéndose en pie—, yo no entiendo muy bien la diferencia entre Somatén Armado, Milicias Nacionales, Caballeros de la Muerte, Banderas de…
—Atentos todos —dijo el ciego—, esta explicación va dirigida a los más cortitos de la clase. Después de que el Ejército de Franco arrasó todo esto, se instalaron en los valles fuerzas paramilitares: el Requeté carlista, la Falange y los Caballeros de la Muerte. Su misión era evitar que la gente de las cuencas se rebelara en la retaguardia. ¿Habéis entendido?
—Sí —responden a coro los niños.
—Los desmanes que provocaron obligaron a que la gente se refugiara en el monte, así nació el Maquis por aquí. Franco aglutinó a los requetés y falangistas en las fuerzas paramilitares llamadas Milicias Nacionales, pero cuando ganó la guerra las disolvió. ¿Está entendido?
—Sí —gritan de nuevo.
—Como aún no habían derrotado a los guerrilleros y estos seguían en los montes, en el 45 formaron el Somatén Armado, otra fuerza paramilitar que estaba compuesta por los mismos individuos de los que os hablaba antes. ¿Me vais siguiendo?
—Sí.
El ciego continúa su exposición, pero ha llegado Pichi y debes emprender la ruta por un camino que carece de márgenes hacia un destino del que desconoces el final. Comienzas los dolores, tragas dos pastillas de las que te entregó la Flaca, el tiempo se termina y deseas alargarlo unos segundos.
—Rediós con el ciego, hoy tiene xente a esgalla alrededor de él —dice Pichi, sin quitar la vista del numeroso público infantil que se ha congregado alrededor del quiosco de la música.
—Arranca, vamos hasta Mortera de Palomar.
—Paisa, debería cuidarse. Cada día tiene peor cara, paece un muertu.
—Olvídate de mí y acelera.
Dos parroquianos a la entrada del pueblo, les preguntas por el lugar en el que se encontró el cuerpo, os guían hasta una cuadra apartada de la calle principal. Un grupo de curiosos merodean en el exterior. Ya no hay cadáver. Accedes a la cuadra y tu mirada se dirige hacia las letras escritas por Vargas en la viga. La sangre está seca.
—¿Usté entiende lo qu’está escrito? —pregunta Pichi.
—Sé de lo que se trata, pero no acabo de entenderlo.
—Ca, punto, Mi, punto, Lo, punto, y una S. Camilos, sí, eso yé lo que pone.
—No y no —el sudor corre por tu frente. Te mareas. Pierdes el equilibrio. Del montón de abono de la esquina ves emitirse vapor, forma una figura caprichosa a imagen de la güestia, es la segunda vez que se te presenta. A la tercera, fallece uno, dicen. Eres un ser racional, no debes creer en esos mitos.
—Siéntese —dice Pichi acercándote una paca de hierba.
—No tiene sentido. Buenaventura indicó que me fijara en el nombre, pero en esta ocasión Vargas ha añadido una ese mayúscula y ha separado las sílabas. La clave está ahí, está claro, pero no la veo.
—¿Le puedo axudar, paisa?
—No, Pichi —sigues sentado, mirando a las letras de la inscripción.
Si alguien antes de morir quiere dejarte un mensaje, este será sobre el resultado de vuestra búsqueda. La soga le apretaba, tenía poco tiempo hasta que le fallaran las fuerzas. En pocas palabras tenía que resumirlo todo. ¿Qué quiso decir?
¿Camilo o Camilos? ¿Hay más de uno? ¿Quién sabía que Vargas iba a venir el día de Nochebuena a su pueblo? Todo el mundo —te respondes—. Narváez y Valdés le amenazaron, Millán fue sutil, Gumersindo quiso deciros algo. El general Lozano aún no habéis contactado con él. ¿Quién?, —vuelves a preguntarte.
Continúas sentado, no sabes el tiempo que ha trascurrido. Pichi pasea montaña arriba, se sienta en la hierba y espera. Un rebaño de ovejas se acerca. El pastor arroja una piedra, los perros corren tras ella e impiden que el ganado entre en la cuadra. Alguien debió ver algo —te repites.
—Paisa, son casi les tres. Yo quedé en pasar la Navidá con mi familia.
—Tienes razón, Pichi. Aquí ya no hacemos nada.
Te levantas de la paca y te diriges al coche. Sigues sudando, tu corazón late más deprisa que de costumbre, puede ser una taquicardia o el principio de un infarto. Inclinas el respaldo del asiento hacia atrás, respiras pausadamente.
—Paisa, aquí detuvieron a un guerrilleru mu famosu que antes había sido mayor del ejércitu republicanu.
—Sí, a Ferla.
—Ferla, efectivamente. Ya nun m’acordaba de su nome. Lo que si me dixeron yé que cuando lleváronlo a la cárcel de Uviéu y condenáronlo a muerte taba mu tranquilu, pero que luegu enfadose con los guardias y con el director de la prisión.
—Sí —la conversación con Pichi te ha relajado—, fue a raíz de que él pensaba que iba a morir como un soldado: ante un pelotón de fusilamiento, pero lo asesinaron a garrote vil como a un vulgar delincuente.
—¿Por qué llamábase Ferla?
—Eran las iniciales de sus apellidos. Él se llamaba Baldomero Fernández Ladreda.
—Ah, ya entiendo. Fe de Fernández y La de Ladreda. ¿Y por qué utilizaba las iniciales, en vez de colocarse un nome de guerra?
—Era muy común hacer eso en aquel entonces.
«Era muy común hacer eso en aquel entonces» —la palabras han quedado grabadas tu mente—. «Era muy común…». Claro, si todo estaba delante de tus narices desde el primer momento. Buenaventura dijo que si te hubieras fijado en el nombre todo estaría resuelto. Sindo fue el que mencionó a Ferla, os daba la pista. Carmen gritó, no porque viera a Camilo, lo hizo al reconocer su voz. Y la ese del final que escribió Vargas no es el plural de Camilo.
Ibas a por Camilo.