33
Las últimas navidades
¿Cuánto hace que la Nochebuena se alejó para siempre de tu vida? Una eternidad, te respondes. La del 34 se sumergió en la muerte, el 35 en recuerdos dolorosos y en el 36 retornó la sangre. Después, sólo existió como una noche para los vencedores. ¿Cómo será la del 77? Sigues sin saberlo, tal vez como las anteriores: en soledad.
Has comenzado a toser, mal síntoma, es posible que en cualquier momento esputes sangre. Las piernas flojean, has de sentarte cada cien metros. Aún no han llegado los dolores prometidos, pero el agotamiento se ha apoderado de ti.
El parque naufraga ante el frío. Sólo quedáis el abuelo con su nieto, el violinista ciego y tú. Miras el eucalipto que se yergue solitario en una explanada de hierba. El árbol que para ti siempre ha representado al fascismo: sus raíces absorben todo en varios metros alrededor sin dejar que ningún otro árbol lo rodee; no se deja mecer por el viento de la solidaridad, ni del amor, ni de la libertad; siempre está ahí, recordándonos que sólo debe existir él, que el resto sobra y, lo que era peor, se convertía en el aliado perfecto para las emboscadas a la guerrilla antifranquista.
—Feliz Nochebuena —te dice el abuelo que se aleja con su nieto.
—Igualmente —respondes.
¿Te hubiese gustado ser así? Paseando la vejez con tu nieto, contándole historias que hubieras vivido o soñado y que llenaron la hoja en blanco de vuestras vidas. Tal vez, piensas. Pero a ti te ocurrió como al sol, te veías obligado a salir cada mañana. Y es el ciego quien libera tus cadenas y responde la pregunta sin necesidad de que tú lo hagas.
—La gloria y la paz siempre han sido incompatibles, Mayor.
—Feliz noche —respondes. Y arrojas un billete de quinientas pesetas en su sombrero.
Dejas al oráculo del violín con sus partituras al revés debajo del enrejado de la cúpula del quiosco y te alejas. El nordeste lleva hasta tus oídos Las cuatro estaciones de Vivaldi en versión cuencas mineras.
—¿Creíamos que no iba a venir? —es Pepín preparando una gran mesa en la sidrería.
—Al final me animé —respondes.
—Vaya tomando una sidra en la barra mientras coloco la mesa y esperamos a que llegue todo el mundo.
No sabes si has hecho bien aceptando la invitación de Pepín para pasar la Nochebuena con su familia. Es posible que no quieras que la última sea como el resto, en el destierro. Los muchachos de la partida tienen a sus familias; a Carmen, la psiquiatra se la llevó unos días para el hospital, no quería que se enfrentara a estas fiestas alejada de la gente que le había arropado los últimos veintiséis años; Manoli ha preferido estar a solas, con el recuerdo de Floro; Pichi tiene su familia al igual que Vargas; quedabais la Flaca y tú, por eso aceptaste la invitación.
—¿Estará toda tu familia?
—Ya le dije ayer que no. Faltará mi tía Adela y su hijo. Ella dijo que no volvería mientras viviera mi abuela Berta. «Sólo volveré el día de tu entierro, para asegurarme de que te echan toneladas de tierra encima», le dijo. Menuda es mi tía.
—¿Quiénes estaremos?
—Mis padres, mi hermana, mi abuela, usted y la Flaca, que siempre se suma en estas fiestas, es como una más de la familia.
—Al final se animó, eh, cazurro —es la Flaca, que te sorprende por detrás. Le sonríes.
—Mire, esta es mi madre, Rosa —dice Pepín, que acompaña a su madre del brazo.
Rosa tenía seis años cuando te casaste, han pasado cuarenta y uno, no te reconocerá. Además, nunca podría imaginarse que su cuñado estuviera delante de ella. La miras, aún conserva el azul brillante en los ojos y sus pómulos colorados.
—Encantada, ya tenía ganas de conocerle. Pepín me ha hablado mucho de usted, dice que son muy buenos amigos.
—Es un buen niño, yo también le tengo aprecio. Si me lo permite, me he tomado la libertad de traerle este ramo de rosas.
—Rosas rojas en invierno. ¡Le han debido costar un dineral! —exclama, y las arrima a su nariz—. A mi hermana sí que le hubiesen gustado estas rosas. Ella hubiese sido feliz con un ramo como este —lo sabes, no hace falta que te lo diga.
—Es usted un sinvergüenza encantador —te dice la Flaca al oído.
—Ramiro, mira que rosas me ha regalado el señor Juan —y tu cuñada se aleja hacia el patio trasero.
—Le voy presentando a mi familia —dice Pepín, arrimando hacia ti a una muchacha delgada con ojos vivos que se esconden detrás de unas gafas diminutas—. Esta es mi hermana Sara…
Luego llega su padre y su abuela.
—Esta es mi abuela, Berta. No puede hablar, desde la trombosis que le paralizó el lado izquierdo, pero si ve y oye perfectamente, no se le escapa nada.
La abuela te mira, clava sus ojos sin pestañear, no retira su mirada. Te ha reconocido o cree reconocerte.
—Buenas noches —la puerta se ha abierto, es el cura orondo—, creí que no llegaba. Es que me habían invitado antes a merendar y…
—Madre, traiga otro plato, que don Germán se ha vuelto a autoinvitar —grita Pepín.
El mensaje del Rey, todos escuchan en silencio.
—El año pasado dijo lo mismo —sentencia la Flaca.
—¡Hala, a la mesa! —grita de nuevo Pepín.
—Bendice señor estos… —el cura gorrón ha comenzado a bendecir la mesa sin que nadie tomase asiento, tiene hambre o prisa, o las dos cosas.
La abuela no come nada, se limita a mirarte, no ha apartado la vista de ti desde que te cruzaste en su camino. Su mano derecha se mueve despacio, con más dificultad que lentitud, tal vez quiere señalarte.
—Madre, deje de mover la mano y coma un poco —dice su hija Rosa.
—Dale un poco de vino, ya verás cómo se anima —alega su marido.
—Y a mí, y a mí —repite don Germán.
—La vieja le ha reconocido —te dice al oído la Flaca.
—No importa, peor para ella.
La cena tocaba a su fin. Rosa y su hija recogían los platos.
—A ver, ¿quiénes se apuntan a la tarta de queso? —os pregunta Rosa.
—¿Es casera? —pregunta el trabucaire.
—Por supuesto, don Germán.
—Pues a mí me traes ración doble.
—Abuela, hoy no ha comido nada —manifiesta Pepín.
—Deja a tu abuela, si no le apetece, que no cene. Es mejor así, no siendo que le dé otro pampurrio y andemos de hospitales con ella —responde su padre.
Son las once, la cena y la sobremesa están finiquitadas. Es el párroco quien dio la campanada de salida.
—Yo les tengo que dejar. He de comprobar que está todo preparado para la misa de las doce.
—Yo también les dejo, me encuentro algo cansado —dices.
—Le acompaño —la Flaca no quiere quedarse a sola con ellos.
Os despedís de todos. Al llegar a la abuela, te acercas a su oído y le susurras.
—Nos veremos en el infierno, Berta.
La vieja comienza a temblar, abre sus ojos de repente y eleva su mano derecha con dificultad, extendiendo su índice. El cura obstruye la puerta con su tamaño, detrás vais la Flaca y tú. De repente, a tu espalda se deja oír la voz de la anciana.
—Andrés.
No debes girarte, no debes caer en la trampa. Su historia no va con la tuya. No conoces a ningún Andrés.
—Sujétala, Pepín, que se cae —es la voz de su madre.
—Ya le dio otro pampurrio a la vieja —dice el padre—. Y de este ya veréis cómo no sale.
—¿Le doy los sacramentos? —pregunta don Germán.
—No hace falta. Mi abuela ya los lleva todos encima —dice Sara.
—¡Es un milagro! —exclama el cura—, ha hablado. Es la prueba de que no nos estamos equivocando solicitando su beatificación.
La transportan en un taxi hasta el hospital, no hay ambulancias disponibles. Evacuada Berta, te diriges con la Flaca hacia la pensión.
—¿Se puede saber qué le dijo a la vieja? —pregunta la Flaca.
—Que nos veríamos en el infierno.
—Ay, pero ella llegará antes —y enciende un cigarro que queda pegado en su labio inferior.
Otra noche y todo regresa: Camilo, Valdés, Lozano, Tuco, Carmen, Narváez, el senador… El momento de la huida, la muerte de Tuco, el asesinato de Floro, los Caballeros de la Muerte… ¿Qué os quiso decir Sindo? Operación Midas, Pelayo… Te revuelcas en la cama. Sudas. Te duele el pecho, el cáncer o la ansiedad, no lo sabes.
—Cazurro, abra la puerta —otra vez la Flaca. ¿Qué hora es? Las diez de la mañana. ¿Cómo es que te has quedado dormido?
—¿Qué ocurre? —le preguntas.
—Aquí, el señor notario —un individuo pequeño, con frente extensa hasta el cogote, gafas de montura negra y cristales gruesos de fondo de botella de sidra, trajeado, con unos documentos en la mano izquierda y un maletín en la derecha.
—¿Es usted el señor Juan Martínez?
—Sí.
—¿Me podría mostrar su documento de identidad? —se lo enseñas. El documento es más falso que una moneda de tres pesetas, pero él no lo distingue.
—¿Qué ocurre? —le preguntas.
—Estoy aquí para cumplir la última voluntad de mi cliente. En la parte dispositiva cuarta de su testamento se hace mención expresa de que en el caso de fallecimiento repentino, se le entreguen a usted estos documentos de forma inmediata. Por favor, firme aquí —firmas. No sabes de quién está hablando. ¿Será Berta? Imposible.
—¿De quién se trata? —preguntas.
—Del inspector Vargas…
—Pero… —has quedado más pálido que de costumbre.
—Lo asesinaron anoche.