32
El mundo según Valdés
—Explíqueme un poco de qué va todo esto —te exige Laura a la puerta del juzgado.
—Se investiga el asesinato del inspector Buenaventura y en su bloc de notas aparece que una de las últimas visitas que realizó, antes de que lo mataran, fue al coronel Valdés.
—Pero eso es muy poco para acusarle.
—También está la llamada del coronel al comisario preguntando por las indagaciones de Buenaventura.
—Sigue siendo insuficiente. El fiscal no puede presentar cargos por asesinato, es imposible. Y a mí, como acusación particular, me ocurre igual.
—¿Usted no conoce la historia de Al Capone? —interviene Vargas.
—A ver si les comprendo. Ustedes saben que las pruebas contra Valdés no poseen consistencia, pero quieren darle la vuelta a esta comparecencia y acusarle de otros delitos.
—Por ejemplo —dice Vargas, entregándole una serie de folios que correspondían a los documentos que le habíais incautado al empresario minero. Laura los lee—. Si lo va a preguntar, le diré que acabo de hacerle entrega del original al fiscal.
—Evasión de impuestos, uso fraudulento de caudales públicos —Laura va enumerando la retahíla de delitos que pueden contener los documentos que le ha entregado Vargas—, evasión de capitales: aquí ya tenemos materia para arrojarle. ¿Me dejan que juegue sucio con él?
—¿A qué se refiere? —preguntas.
—No me gusta mucho lo que les voy a decir, pero creo que tratándose de quien se trata, todo es necesario —y os enseña una carpeta con varios documentos de los que vosotros desconocíais su existencia.
—¿Cómo consiguió eso? —pregunta Vargas.
—Recuerde que represento los intereses de una asociación proabortista que aún no está legalizada en España.
—¿No tendrá problemas con sus representados?
—Qué va. Estoy segura de que van a estar encantados.
—Lo que plantea es jugar muy sucio, pero creo que Valdés se lo merece. En este caso cualquier medio que lo lleve a la cárcel es bienvenido —sentencia Vargas.
Valdés llega como llegan los hombres importantes: escoltado por dos abogados, uno civil y otro militar, con uniforme de gala, luciendo las medallas robadas a un combate inexistente y sonriendo. Saluda al tendido: al juez, al fiscal, a la abogada de la acusación particular, a todos… menos a… Se queda mirando a Vargas, pero no le tiende la mano. Luego te mira, frunce el ceño, acababa de conocer al personaje del sombrero del que se habla en los callejones. A Pichi lo obvia, al fin y al cabo, ¿quién es Pichi?: una tercera generación con sombrero ladeado.
—Suerte —le deseáis a Laura.
En los pasillos del juzgado sólo habéis quedado Vargas, Pichi y tú. Los escoltas y el chófer del coronel pasean armados en el exterior, fumando un cigarro.
—Tiene mucha confianza en la muchacha —dice Vargas.
—Sí, es una tercera generación.
—Curiosa la forma que tiene usted de clasificar a la gente.
—La primera generación sufrió la represión, la segunda enmudeció, por miedo, por pánico, por asco, por…, la tercera se está preguntando qué ocurrió, dónde están sus abuelos.
—¿Y la cuarta?
—La cuarta, amigo Vargas, irá a desenterrar sus muertos con sus propias manos. Recuerde, estamos a finales del 77, dentro de veinte o treinta años, hasta es posible que exista una legislación que les apoye.
—Si es que somos capaces de evitar el cuartelazo.
—Lo haremos, Vargas.
—Este tipo va rodeado de grises —exclama Pichi mirando por la ventana.
—Se supone que él manda el operativo de la Policía Armada instalado en Asturias para contener a los sectores en huelga. Además, ha tenido que venir al valle del Nalón y aún persiste en su mente la revolución del 34. No olvides que comenzó aquí —le explica Vargas, al lado de la ventana, a un Pichi sorprendido.
Te duelen las piernas, es mejor que tomes asiento, Mayor. Descansa.
—El paisa tá reventau.
—Creo que le duele más el alma que su heridas, como dijo el poeta —dice Vargas dirigiéndote una mirada—. ¿Qué le preocupa?
—Más que preocuparme me hace gracia, me negué a ayudar a Nicolai con la Operación Midas, yo sólo quería encontrar a mi familia y al asesino de mi hermano. Y aquí estoy: resolviendo el encargo de Nicolai sin haber resuelto el mío.
—Ambos están relacionados. Además, Jordán está muerto y tenemos muy claro que fue uno de los que asesinó a su hermano.
—Está muerto, pero no lo maté yo, pese a que tuve la oportunidad. Me queda poco tiempo, Vargas, y cada vez veo más lejos encontrar a Camilo. A veces creo que no existe, que fue una invención de la mente enferma de Carmen.
Voces en la sala de comparecencias. Alguien habla, silencio. Más voces, movimiento de sillas. La puerta se abre, miráis el reloj, sólo han transcurrido veinte minutos. Valdés es el primero en salir, no se despide de nadie del interior, sus abogados han quedado rezagados despidiéndose del juez y del fiscal. Valdés, en el pasillo, se dirige a Vargas.
—Es usted hombre muerto —dice, señalándole con el índice a los ojos. Vargas se limita a expulsar el humo de su cigarro directamente a la cara de Valdés.
—Vamos —son sus abogados que le agarran por los brazos y le arrastran al exterior.
El fiscal ha quedado hablando con el juez. Laura aparece en el pasillo con una sonrisa. Os hace un gesto de que la sigáis. La muchacha os sirve de guía hasta la calle. En la puerta del juzgado no podéis esperar más y es Vargas quién abre fuego:
—¿Qué ha pasado? —Vargas está impaciente.
—Que el señor coronel tendrá que ir redactando su dimisión.
—Cuéntenos lo que ocurrió ahí dentro, por favor —suplicas.
La muchacha con el portafolios pegado a su pecho comienza el recorrido hacia el vehículo mientras os va contando:
Después de los saludos de rigor, el juez agradeció al coronel su predisposición a colaborar y a presentarse de forma voluntaria a comparecer en el juzgado. El fiscal es el primero que inició la ronda de preguntas: «El inspector Buenaventura llevaba anotada en su agenda una cita con usted el día de su muerte, ¿llegó a visitarle?». «Sí, se presentó a las 11 horas A. M. del día…,» respondió seguro el coronel. «¿Cuál era el objeto de su visita?», prosiguió el fiscal. «Quería conocer el paradero de dos personas», respondió. «¿Recuerda usted quienes eran?». «No recuerdo sus nombres, pero dijo que tenían algo que ver con las Milicias Nacionales acantonadas en el pasado en este valle». Ahí estaba mintiendo, pues bajó la mirada. «¿Para qué las buscaba?», dijo el fiscal. «No me lo explicó», volvió a responder seguro. «¿Por qué cree que fue a preguntarle a usted?». «Eso tendrán que preguntárselo al muerto», respondió arrogante. Esa contestación le valió el enojo del juez y del fiscal, que le llamaron la atención. Valdés acogió muy mal la reprimenda, se notaba que estaba acostumbrado al pasado, cuando era la Policía y el Ejército quien daba las órdenes a los jueces. «¿Sabe usted que el calibre de la bala que le mató pertenece a la dotación reglamentaria de la Policía Armada?», otra vez el fiscal. Ahí, Valdés sacó el arma de su cartuchera y la depositó encima de la mesa. «Aquí tienen mi arma, comprueben en balística si fue la mía», seguía arrogante.
—¿Me da un cigarro? —Laura interrumpe su relato para solicitar un cigarro a Vargas. Este se lo entrega y enciende su mechero acercándoselo a Laura. Aspira el humo y, después de expulsarlo, prosigue:
Su actitud estaba molestando al fiscal y a su señoría. Sus abogados le recomendaron al oído que relajase el tono, pero daba la impresión de que se estaba enfadando con ellos. «¿Por qué llamó al comisario de Langreo para preguntar por Buenaventura?», siguió el fiscal. «Me gusta saber de todas las personas que me solicitan una entrevista», parecía que había sosegado el tono, pero a partir de ahí, estalló.
Laura da otra calada al cigarro. Se apoya sobre el capó del Mini con vosotros tres alrededor y prosigue:
En ese momento fue el fiscal el que sacó los documentos que le había entregado Vargas. «No es más cierto que el inspector Buenaventura estaba investigando una posible trama para un intento de golpe de estado y fue a visitarle para que le explicara los movimientos de capitales desde cuentas corrientes de la Dirección General a las suyas y a otras…». «Que conste mi protesta en acta, señoría», intervino uno de sus abogados. «Esto no es una vista, abogado, no tiene usted por qué protestar de nada. Si su cliente quiere responder que responda, en caso contrario, que mantenga la boca cerrada», le respondió tajante el juez. «Mi cliente no tiene que responder a nada por lo que no fue citado, además, si se le acusa de algún delito debe hacerse ante la jurisdicción militar a la que pertenece», remató uno de los abogados. «Señoría, en este acto, el Ministerio fiscal presenta denuncia contra el coronel Valdés por uso indebido de caudales públicos, evasión de impuestos y, añadió, conspiración para la rebeldía. Se acompañan los documentos probatorios en este acto, que serán remitidos a la fiscalía militar», ante las palabras del fiscal, la sala quedó en murmullos en la parte del coronel, que estaba hablando con sus abogados. «Señoría, después de esta comparecencia, ¿podemos tener acceso a los documentos presentados por el Ministerio Fiscal?», alegó uno de los abogados. «Cuando este tribunal los examine y compruebe quién es el órgano competente, después ya podrán ustedes personarse. No creo que tenga que ser misión de este tribunal recordarles a ustedes el procedimiento», el juez comenzó a ser tajante. El nerviosismo de Valdés se palpaba. «Por parte del Ministerio fiscal no hay más preguntas». Ante estas palabras, el secretario judicial me dijo: «es el turno de la acusación particular», y ahí comenzó el cirio.
Laura arroja la colilla al suelo y la pisa. Los tres seguís expectantes a sus palabras.
Comencé muy fuerte: «Señor Valdés, ¿no es cierto que el inspector Buenaventura fue a verle para preguntarle por dos antiguos integrantes de la organización conocida como los Caballeros de la Muerte que respondían a los nombres de Jordán y Camilo?». «No lo recuerdo», se había cerrado a cualquier pregunta. Su prepotencia había desaparecido y optaba por el hermetismo, por eso cambié de tercio: «Señor Valdés, ¿qué opina del aborto?». «Señoría, creo que no estamos aquí para conocer las opiniones sobre el aborto de mi cliente», dijo uno de sus abogados. «Deje, voy a contestar a esta puta: el aborto es un crimen y quién lo cometa debería ser encerrado», Valdés estaba fuera de sí, ese era el punto en el que lo quería tener. «Señoría, aquí presento cargos contra el señor Valdés por proporcionar los medios para que abortase su hija en…» no me dejó terminar. Valdés se levantó y salió de la sala. El juez le ordenó que se estuviese sentado, pero no le hizo caso. Supongo que habrá redactado una denuncia por desobediencia grave. Lo que les dije: se terminó el coronel Valdés.
—¿Cómo supiste lo del aborto de su hija? —pregunta Vargas.
—Recuerda que pertenezco a una organización proabortista.
—¡Qué ironía! —intervienes—. Una proabortista presentando cargos contra el coronel por haber facilitado el aborto a su hija.
—Y en una clínica militar, que ahí está la guasa —remata Laura—. La verdadera ironía está en que ningún abogado proabortista defenderá a Valdés. Señores, como les decía: el coronel Valdés está acabado. Si no les vuelvo a ver, que tengan unas felices navidades. Ah, que no se me olvide, muchas gracias por el generoso donativo para la asociación —y se introduce en su Citroën 2CV, alejándose de vosotros.
—Amigo Vargas, ¿cuál es el siguiente paso?
—De momento, dejar pasar estas navidades, después iremos a por el general Lozano.
—¿Hay pruebas contra él?
—Las mismas que contra Valdés, los dos estaban en los documentos económicos de la caja fuerte de Pelayo Rodríguez.
—¿Ya tienes la estrategia contra Lozano?
—La voy a ir pensado estos días y si no se me ocurriese ninguna, remito todo a la prensa, con eso se acabará Lozano también.
—¿Dónde pasarás estas navidades?
—Voy a ir hasta el pueblo a ver a mi familia, ¿y usted?
—Aún no lo sé. Camilo está en algún lugar, debo localizarle y el tiempo se me escapa. Así pasaré mis últimas navidades: buscándole.
—También le queda el asesino de Floro —miras a Vargas, agachas la cabeza y respondes con dolor.
—A ese lo dejaré para el final.