31
Síndrome de Diógenes
—Vargas, no comprendo. Se supone que la investigación e instrucción del sumario es competencia de los juzgados de Madrid. ¿Qué pinta el juez de Laviana? —vuelve su sonrisa cínica, como si estuviera desvelando una parte de su juego.
—Al coronel Valdés, su chulería le va a llevar al patíbulo. Con las huelgas de la naval en Gijón y Avilés y la posible huelga de la construcción, la Policía Armada tiene desplegado en Asturias un regimiento. El señor coronel está al mando. Cuando encontramos la agenda con las citas que había tenido Boni, se la llevamos al juez de Laviana para que cursara oficio al de Madrid, pero como Valdés estaba en Asturias, se le citó aquí.
—¿En calidad de qué se presenta?
—Como colaborador de la justicia, pero ya veremos en calidad de qué sale del juzgado.
—Supongo que yo no podré estar presente.
—Hay una fórmula: busque un abogado que se persone como acusación particular de la familia. Yo conseguiré de la hermana de Boni que firme el poder y usted se presenta en el juzgado acompañando al abogado.
—Si le estoy entendiendo bien, sólo necesito un abogado.
—¿Lo tiene?
—Claro que lo tengo. Que la hermana de Boni firme el poder a nombre de Laura, una abogada de Sama.
—Ah, la proabortista —exclama Vargas ante tu sorpresa.
—Esa mujer es un pozo de sorpresas, también está en una asociación para la recuperación de la memoria.
—Es una buena elección, se lo aseguro.
Vargas te deja delante de la sidrería Adela, por la tarde habéis quedado en ir a visitar a Gumersindo. Narváez es un mal bicho, ha tenido su escarmiento, pero no te coinciden las horas en las que él estuvo interrogando a Floro y a Manoli con las que se produjo el asesinato de Tuco, es bastante improbable que él fuera el acompañante de Jordán, aunque no imposible. Por otra parte está el senador, tienes la impresión de que es el más inteligente de todos, pero son ciertas las fechas que os dio: desde el 48 él no estuvo en las cuencas. Otro sospechoso que se os escapaba.
Aún así no estás tranquilo, cualquiera de los dos puede estar mintiendo.
—Hola, paisano —es Pepín—. Creí que ya no iba a comer hoy.
—Como siempre me entretuvieron enseñándome un solar.
—Pichi anduvo por aquí preguntando por usted —Pichi, ya te habías olvidado de él—. ¿Le preparo una mesa?
—Sí, por favor.
—Dicen que a Narváez le prendieron fuego a sus negocios y que le marcaron la cara —dice uno de la barra al grupo que bebe sidra con él.
—Ya era hora de que probara su propia medicina —alega otro.
—El ciego del violín asegura que fue el Mayor, que ha bajado de las montañas para ajustar cuentas con los viles, dice.
—¿Y en qué bajó? ¿Lo hizo montado en un trasgu o en un borrico? —carcajadas del resto.
—El ciego está como una cesta de higos, no sé por qué le hacéis caso —remata el primero.
—No sé, pero el ciego se equivoca pocas veces.
La concesión de los premios Nobel por la academia sueca hace diez días —dejas de prestarles atención y tu mirada se dirige a las noticias del telediario—, ha supuesto un revulsivo mundial al entregarle el premio de la paz a Amnistía Internacional… Por su parte, Vicente Aleixandre a su regreso a España ha comentado sobre su premio de literatura que…
—La comida, paisano —dice Pepín—. Hoy hay fabada.
—¿Qué estamos, de fiesta? —le preguntas.
—Usted no se entera de nada. Este fin de semana son las jornadas gastronómicas de la fabada que como todos los años organiza la Sociedad de Festejos de san Pedro —como si recitase misa en latín.
—Ah —respondes, por darle gusto.
Aunque no puedes ocultarme que añorabas la fabada, aún recuerdo cuando pasábamos por Toulouse y tú siempre tenías que pedir Cassoulet, porque decías que era lo más parecido a ella.
Los muchachos que siempre comentan en la sidrería los avatares políticos del país captan tu atención.
—Hace ya dos años que el semanario Sábado Gráfico desenmascaró la trama económica de Rumasa y el gobierno sigue sin hacer nada.
—En cuanto ganemos nosotros, será lo primero a lo que meteremos mano —dice el muchacho que siempre lleva El Socialista.
Dejas de prestarles atención, te limitas a contar las sidras que tienen encima de la mesa para saber los costes de tu próxima invitación.
—Buenas tardes, paisa —es Pichi que se sienta a tu mesa.
—Hombre, Pichi. Hoy me olvidé de ti.
—Vilo, pero yo taba puntual a la cita de les ocho, que conste.
—Lo que debes de hacer es darte un buen baño, para que se te quite del cuerpo el olor a humo y gasolina. Llevas escrito en la frente la autoría de los incendios —Pichi se sonroja.
—¿Cómo yé, oh? —abre los ojos esperando una respuesta mientras inclina el sombrero.
—Yo te huelo a un kilómetro. Lo mejor es que vayas a casa a ducharte. Ah, otra cosa: deja de contarle historias al ciego.
—Pero si sólo le conté un cuentu —dice desconcertado.
—Ya, pero el ciego sabe encuadrar todos los cuentos en el gran cuento de la vida. Ahí está su peligro.
—Yo díxeselo porque sabía que le iba a prestar lo de Narváez. Y prestole —se excusa.
—¿Por qué?
—El ciego yera maestru y enchironáronlo por su apoyu a los clandestinos. Cuando dejáronlo en libertad, fue Narváez quien quemole los güeyos con un fierro al roxo vivo.
Pichi te deja en la sidrería y se aleja hacia el vehículo. Es como un perro abandonado que encontró alguien que le ofreció su cariño, y ya no sería capaz de separarse de ti. Hasta mataría para no sentirse perdido de nuevo.
—Despacio, abuela, no vaya a tropezar —es Pepín, que lleva a una anciana agarrada de su brazo—. Hala, que ya llegamos. Un esfuerzo más.
Les ves perderse en el restaurante interior. Y antes de que termines el café, Pepín ha regresado.
—Pepín, ¿era tu abuela?
—Sí, la viuda, la que le comenté que nunca pudo soportar que mi tía Adela se casara con el teniente.
—Ya —murmuras, y dejas el dinero encima de la mesa. Debes respirar aire puro, el de la sidrería se ha viciado con la entrada de la dama del Frente de Juventudes.
Las cinco, la hora a la que quedaste con Vargas para ir a visitar a Gumersindo, el excombatiente.
—Tiene muy mala cara, está demasiado pálido. Es como si hubiese visto un fantasma —dice Vargas.
—A lo mejor es que lo he visto.
Sindo se había ido a vivir con su anciana madre a una pequeña casa a las afueras de La Felguera. Vargas golpea dos veces la puerta. Observas telarañas en las esquinas superiores, hace días que no debe salir a la calle. Abre la puerta, un olor a podredumbre anula el resto de los sentidos. Allí lo tenéis, con su bata azulada, en zapatillas y sin peinar.
—Inspector Vargas —dice, mostrando su placa—. Al señor Juan Martínez ya le conoce.
—¿Qué se les ofrece?
—Quería hacerle unas preguntas.
—Si es sobre la paliza a la Flaca y al señor Martínez, ya declaré todo lo que sabía ante el juez.
—Ese asunto está cerrado. Ya sabemos que fue Narváez quién pagó a los matones, aunque estos no lo confesaran. Y que usted se encontró ante una situación inesperada —Vargas utiliza esa expresión para ganar su confianza— que no pudo controlar.
—Inesperada, esa es la palabra. Pasen.
El olor se hace más fuerte. Os guía hasta una pequeña salita en la que está encendida la televisión y el tabaco de pipa se encuentra esparcido por encima de una mesa camilla. Diriges tu mirada a la habitación contigua de la que sale el olor a podrido. La ves llena de ropa amontonada, muñecas rotas, electrodomésticos inservibles, botellas vacías… Está muy claro lo que ocurre, el señor Sindo ha contraído el síndrome de Diógenes y almacena toda la basura que encuentra. Comienzas a tener tus dudas de que os pueda ser de utilidad.
—Quiten esos periódicos de encima de las sillas y tomen asiento. Desde que falleció mi madre, la casa está muy revuelta —dice, excusándose por el estado de la vivienda.
—No le molestaremos mucho —dice Vargas, mientras retira dos revistas pornográficas de un sofá—. Hemos venido a verle porque en una serie de documentos que han llegado a nuestro poder, sobre un posible golpe de estado, figura usted como uno de los responsables de la trama civil.
—Supongamos que eso sea cierto, ¿ustedes creen que les iba a decir la verdad? —recoge la pipa y comienza a rellenarla—. Además, ¿qué hace el señor Martínez aquí?
—El señor Martínez, que se presentó ante usted como un industrial, es un agente del servicio secreto español que está investigando los pormenores.
—¡Qué sorpresa! El servicio secreto es hoy una mierda, cuando funcionaba bien era cuando lo dirigía Carrero Blanco. Un tío que los tenía bien puestos. Todo el espionaje centralizado y así no se le escapaba nada.
—Hechas las presentaciones —intervienes—, prosigamos con lo que hemos venido a tratar. Aquí tengo varios ingresos suyos en cuentas suizas. ¿Cuál es el destino de este dinero?
—Je, el destino, dice usted. ¿Cuál va a ser? Guardar mi dinero donde esté seguro. En este país, en cualquier momento, todo se pone patas arriba y me quedo en la ruina.
—¿Ninguna de estas cuentas pertenece a organizaciones de extrema derecha?
—Están todas a mi nombre. Además, yo no les doy ni un mísero duro a los franquistas.
—No le entiendo —dice Vargas.
—Ellos hundieron la Falange. Traicionaron el pensamiento de José Antonio y de Hedilla. Todo el mundo sabe que yo soy joseantoniano, pero no franquista.
—Usted fue jefe de los Caballeros de la Muerte…
—Sólo unos años, del 64 al 66. Quise recuperar las esencias falangistas en la organización, pero los franquistas me expulsaron.
—¿Quién le sustituyó?
—No lo sé, ni me importa.
—¿Quién es Camilo? —tomas el relevo a Vargas.
—Ya le dije en su día que no tengo ni idea de quién puede ser.
—Que le dicen a usted los nombres de Pelayo Rodríguez, el senador Carlos Millán, el general Lozano, el coronel Valdés…
—Me dicen dos cosas: son unos traidores a los ideales falangistas y, además, unos traidores a cualquier causa, sólo les interesan sus abultadas cuentas corrientes y el poder. A estas alturas de mi vida, me merecen más respeto todos los guerrilleros contra los que luché. A veces me acuerdo de Ferla, el guerrillero, ya saben, de Fernández Ladreda. Yo le vi dirigirse altivo, sin arrugarse, directo al garrote vil. No suplicó. Él no moría por dinero, ni había luchado para conseguirlo. Él iba a la muerte como van los hombres, por sus ideales.
—Pero usted, aunque viva en la indigencia, también tiene grandes sumas de dinero en acciones y en cuentas corrientes.
—Dinero que no pienso tocar, lo estoy reservando para la beatificación de mi esposa. Además, es dinero de mi santa María Rosa Lucrecia, ella hizo del ahorro una forma de vida.
Y del expolio, piensas. La conversación no da para más, o es un pobre infeliz al que el mundo había derrotado o es el mayor cómico de la compañía. El tiempo tendría la última palabra. Optáis por dejarle rodeado de la basura que iba acumulando. «Hizo del ahorro su forma de vida», te hace gracia la fórmula.
—Antes de que se marchen, sí me gustaría decirle que a sus cabezas les han puesto precio.
La segunda amenaza después de la Narváez. Estaba claro para los dos que os acercabais a algo y no sabíais a qué. Dejáis a Sindo con su síndrome de Diógenes ideológico y de facto.
—Ya he resuelto lo del poder notarial y la abogada ya se puso en funcionamiento. Mañana le espero a las diez en Pola de Laviana, en los juzgados.
—¿Qué opinas de Gumersindo? —preguntas a Vargas cuando os encontráis dentro del coche.
—Creo que nos estaba queriendo decir algo que aún no llego a comprender.
—Esa misma sensación he tenido yo.