30
Narváez noqueado
Nadie en las calles, ni en el parque. Hace frío, hasta las pasiones se congelan en madrugadas como esta. Tampoco se encuentra tu amigo, el oráculo del violín, bajo el enrejado de la cúpula del quiosco de la música. Ningún taxi en la parada. No ves la luna, la calzada se ilumina sólo por la luz amarillenta de una farola que solicita la jubilación. Un coche de la policía municipal patrulla con pereza por la zona. Les haces una seña elevando el brazo.
—¿Le ocurre algo, amigo? —pregunta el del volante.
—He quedado con el inspector Vargas en comisaría y no hay ningún taxi. ¿Me podrían decir dónde puedo encontrar uno?
—Déjelo, le acercamos nosotros —dice el copiloto—. Suba —y te abre la puerta de atrás desde adentro.
—Gracias, la noche está desagradable para ir andando.
—Amigo, tiene usted muy mala cara. Está pálido y ojeroso, ¿quiere que le acerquemos al médico de guardia?
—No se preocupen. Es que llevo varios días sin dormir. No es nada.
—¿Ha dicho usted que iba a ver al inspector Vargas? —pregunta el conductor.
—Sí.
—Qué raro, pensé que la guardia de hoy no le correspondía a él.
—Habrá hecho algún cambio de turno —añade el copiloto.
—¿Y para qué ha quedado con él?
—Quiere que le facilite información sobre un incendio que se ha producido esta noche —les estás sugiriendo que comiencen a hablar sobre ello, que verdaderamente es lo que te interesa.
—Será lo de las carnicerías y la nave de Narváez —dice el del volante.
—Una pena cómo ha quedado todo. No se ha podido rescatar ni un chorizo asado —bromea el acompañante.
—¿Tuvo mucha extensión el fuego?
—Pudo haber sido peor, si la intervención de los bomberos no llega a ser rápida.
—Aunque poco pudieron hacer, son todos aficionados y voluntarios, apenas tienen medios.
—¿Y para qué solicitó Vargas su ayuda? —el del volante está intrigado con tu presencia en las calles.
—Es que yo soy investigador de incendios forestales. Por eso me dijo que me acercara a verle, por si podía ayudar a esclarecer estos.
—Ah.
—Ahí tiene la comisaría, portal dos, primer piso.
—No se equivoque y suba hasta el segundo —dice el del volante ante la carcajada del otro.
—¿Qué hay en el segundo piso? —preguntas intrigado.
—Ahí están los buitres de Ramos, los de la Político-Social, menos mal que ya les queda poca vida.
El portal vive en la penumbra, una bombilla solitaria y desnuda de reducidos vatios quiere iluminar el descansillo de la escalera, pero en este caso, querer no es poder. Una ventana en el rellano comunica con un patio de luces, sospechas que algún detenido tropezó alguna vez y se cayó por ahí. Y lo más seguro es que no hubiera testigos del tropiezo. Primera planta. Un letrero grabado en una chapa dorada en la puerta de la derecha anuncia la comisaría del Cuerpo Superior. «Pasen sin llamar», es el segundo letrero que lees.
—¡Vargas! —gritas. Nadie responde.
Palpas la Tokarev, sigue en el cinto. Hay una luz al fondo del pasillo que procede de la puerta abierta de la derecha. Te acercas.
—Firme ahí abajo y su denuncia ya será efectiva —es la voz de Vargas.
—Espero que localice a esos cabrones antes que yo, porque pienso pegarles un tiro a cada uno después de que me paguen los daños —ese es Narváez, has reconocido su voz.
—Bien, ahora esperaremos a mi amigo —otra vez Vargas.
—¿Qué amigo? Oiga, Vargas, yo tengo más cosas que hacer que esperar a amigos suyos.
—He dicho que usted se espera —la voz de Vargas suena a orden.
—A mí, tú no me ordenas lo que tengo que hacer y lo que no.
—He dicho que de aquí no se mueve.
Suena un golpe seco seguido de otro que parece un cuerpo cayendo al suelo y arrastrando algo con él, posiblemente una silla. Te asomas por la puerta. Vargas está de pie, de espaldas a ti, y Narváez está en el suelo pasando su mano derecha por la barbilla.
—Esta me la pagas, Vargas —dice.
—Buenas noches —saludas desde la puerta.
—Pase —ordena Vargas.
—No me digas que este es al que estábamos esperando —dice Narváez.
—Sí, y ahora comienza la fiesta —Vargas se acerca a él y le coloca unos grilletes en su mano derecha sujetándolo al radiador ennegrecido de la pared.
—¿Pero qué haces? —grita Narváez.
—Cierre la puerta —dice Vargas— y tome asiento —él se coloca al lado de Narváez, sentado en una silla con el respaldo al frente—. Vamos a ver, ¿quién manda en los Caballeros de la Muerte? —le espeta.
—Que te jodan, Vargas —y escupe a sus pies.
—Repito, ¿quién manda en los Caballeros? —vuelve a escupir. Vargas le da un puntapié en los testículos. Sutilezas de Vargas, que debió aprender a interrogar en las hermanitas de la caridad, piensas.
—Vargas, o me sueltas o mañana lo sabe todo Ramos —otra vez el Ramos.
—Si crees que Ramos te va a salvar el culo como en el pasado, entonces sí que estás jodido.
—Déjame marchar.
—Narváez, quiero nombres.
—La puta de tu madre —otra patada en los testículos.
Se retuerce. Paseas por el cuarto, abres la ventana que da al patio interior, entra frío.
—Deberíamos tirarlo por la ventana —dices, mirando al exterior.
—Que os jodan.
—Queremos el nombre de los dirigentes de los Caballeros, queremos la identidad de Camilo, queremos saber quién mató a Tuco y también nos interesa cómo van los preparativos para ese intento de golpe de estado —recitas como un camarero el menú, mientras tomas asiento al lado de Vargas—. Le dejamos a usted elegir el orden de respuesta.
—Vais jodidos, una nueva era se abre en el mundo. Ayer fue Pinochet en Chile, hace dos días Videla triunfaba en Argentina y mañana seremos nosotros. El nacionalsocialismo resurgirá con fuerza y todos vosotros regresaréis a donde os corresponde: el cementerio.
—Última vez que lo repito: o comienzas a hablar o te pego un tiro —dice Vargas extrayendo su Star.
—No tienes cojones, no tienes cojones —repite Narváez desde el suelo.
Vargas le dispara en una rodilla. Debe de ser un método patentado por él: primero las rodillas y luego la soga.
—Hijo de puta —grita—. De nada te va a servir lo que diga porque todo está en marcha y no vas a poder detener nada.
—Habla, o te vuelo la otra rodilla.
—Joder, llevadme a un hospital.
—Después de que hables.
—Hay preparativos para un golpe de estado. El general de la Guardia Civil, Lozano, es uno de los cabecillas. También está el coronel de la Policía Armada, Valdés.
—¿Qué pintan en todo esto el senador Millán y Gumersindo? —intervienes.
—Son parte del apoyo civil al golpe.
—¿Qué misión tiene cada uno?
—Millán controla ciertos medios de comunicación, incluso tiene un programa de radio, su misión es caldear el ambiente. Sindo apoya con dinero, con grandes sumas.
—¿Todos pertenecen a los Caballeros?
—Todos. Los Caballeros somos la vanguardia de este nuevo movimiento.
—¿Quién los manda?
—No lo sé, nadie lo sabe. El jefe es secreto, sólo cuando triunfemos él saldrá a la luz.
—¿Quién es o era Camilo? —otra vez tú.
—Yo qué sé. Ya me tienen harto con tanto Camilo. Al único Camilo que conocí fue Camilo Alonso Vega, director de la Guardia Civil y del consejo nacional de Falange del 45 al 57, pero si les interesa, murió en el 71.
—Tú torturabas a Floro y a su mujer mientras alguien de los tuyos asesinaba a Tuco en los montes —se lo dices para que sepa que tienes información de sus andanzas—. ¿Quién mató a Tuco?
—A mí qué me importa quién mató a un bandolero. No sé quién fue, pero tenga por seguro que habría que colocarle una medalla.
Le arreas un bofetón, su cabeza choca contra la primera pieza del radiador.
—Veo que usted también sabe golpear —Vargas añade una sonrisa a su comentario.
—Hable —le ordenas.
—No lo sé, joder. Yo estaba interrogando a Floro cuando llegaron con la noticia de que habían matado a Tuco. Pero no se dijo nada de quién era, pues Lozano quería llevarse la gloria y les ordenó callar.
—Antes de que te mate, me gustaría que me dijeras algo que creas que se te olvida —otra vez Vargas.
—No sé más. Lo único que llegó a mis oídos fue que a la mujer de Tuco la había violado Jordán, pero no sé si era cierto, porque era un bocazas y un fantasma que no caía bien a nadie.
—¿Con quién iba Jordán de juergas por aquel entonces?
—No lo sé. A mí nunca me gustó, era una mierda de tío que provenía de los guetos. Muchos de los falangistas de aquella época eran como él, carecían de los ideales nacionalsocialistas. Sólo se habían unido a la cruzada y a las Milicias Nacionales porque querían un puestecillo, pero eran unos vagos, unos maleantes, en una palabra: escoria.
—¿Usted no lo era? —preguntas con sorna.
—Un respeto. Mi familia siempre tuvo negocios. Nosotros nos unimos a la cruzada porque nuestros negocios peligraban con el comunismo y el anarquismo. Defendíamos lo nuestro, ellos no defendían nada más que llenar la tripa.
Lo que ha dicho Narváez no hace más que confirmar lo que siempre supiste: las filas del fascismo se alimentaron del lumpen, aunque más que el término alemán siempre preferiste utilizar el castellano, harapos.
—Esto se acabó —sentencia Vargas mientras le ves dirigirse a un cajón del archivador y extraer una soga.
—No le mates, Vargas —sugieres, ante la mirada atónita de Narváez.
—¿Y eso por qué? —pregunta extrañado Vargas.
—Ya está bien de muertes. Nosotros no somos como ellos.
—¡No me jodas! —exclama ofendido—. Hace un momento has escuchado lo que piensan hacer: llenar los campos de fútbol con todos nosotros, como en Chile o Argentina. Son ellos o nosotros.
—No hay necesidad de matar a Narváez. Reflexiona, no nos puede denunciar porque le diríamos a todos que ha cantado lo del golpe de estado. Sería hombre muerto, los suyos se encargarían de ejecutarlo. Además, es un hombre arruinado, todas sus propiedades se han esfumado.
—Me ha convencido, pero espero que no se arrepienta un día de haberle salvado la vida a este desgraciado.
—No tan rápido, Vargas. Aún tengo que hacer algo.
Te acercas a Narváez, extraes una navaja del bolsillo del pantalón y le marcas la cara de derecha a izquierda.
—Esta por Floro —luego se la cruzas a la inversa—. Esta por Manoli.
—¡Sois hombres muertos!
Le dejáis a la puerta de urgencias del hospital para que lo curen, si es que quieren, a vosotros os da igual. Narváez no va a hablar, tiene mucho que perder.
Son las once de la mañana. Dentro de una hora tenéis una cita con el senador Millán en su despacho privado en Oviedo, el supuesto relaciones públicas de la trama civil del golpe. Estás agotado, tus brazos y piernas pesan toneladas.
—Buenos días, teníamos cita con el senador —le dice Vargas al señor trajeado de la entrada, que se comporta como una especie de bedel.
—Me dicen sus nombres, por favor —ni siquiera mira para vosotros, se limita a consultar una agenda llena de nombres y de horas.
—Soy el inspector Vargas.
—Sí, aquí está. Pasen a la sala de espera, en cuanto el senador les pueda recibir les aviso.
Os introduce en un amplio salón con varios butacones del dieciocho y una mesa baja de cristal en el centro llena de revistas jurídicas. Observas los cuadros de la pared, todos son fotos suyas con alguien del régimen: con Franco, con Carrero Blanco, con Fraga, con Pita da Veiga, con… Se conserva bien, piensas, aún mantiene la estampa que tenías de él en tu mente: pelo engominado y peinado hacia atrás, bien vestido, bigote de fila de hormigas a la moda fascista hispana. En ninguna de las fotos lleva anillo, ni rojo ni negro. Vargas toma asiento y enciende un cigarro. Tú paseas por el salón. Diez minutos después, el bedel os llama.
—Pasen por aquí, por favor —le acompañáis por el amplio pasillo con más cuadros de la misma guisa. Abre una puerta acristalada y anuncia—: Inspector Vargas y el…
—Inspector García —añades.
—Y el inspector García.
—Encantado de saludarles —dice el senador extendiendo la mano—. Tomen asiento —y señala una mesa ovalada—. Tengo poco tiempo —señala mirando su reloj—, así que les rogaría que fueran breves.
—Como ya le dije a su secretaria, estamos investigando el asesinato del inspector Buenaventura y entre sus efectos personales encontramos una agenda con una serie de nombres y de citas. Entre ellas figuraba usted, al parecer, se entrevistaron en el Senado, en Madrid, el día antes de su homicidio —te extraña la afirmación de Vargas, no te había dicho nada de los efectos personales de Buenaventura.
—Efectivamente —dice el senador—, recuerdo a ese policía, lo que no sabía es que lo hubiesen asesinado. El terrorismo, maldita plaga —sentencia.
—Nos interesaría saber cuál fue el motivo de la entrevista.
—No tengo inconveniente en informarles. Vino a verme porque andaba buscando a una persona que, según él, había estado en la contraguerrilla apoyando al Servicio de Información de la Guardia Civil en la lucha contra los bandoleros. Cómo se llamaba… —hace un silencio que respetáis—, creo que me dijo que Camilo o algo así.
—¿Por qué cree que fue a preguntarle a usted?
—Era lógico, se había enterado de que yo estuve por los montes de Asturias ayudando a la Guardia Civil, por eso vino a preguntarme.
—¿En qué periodo estuvo usted apoyando?
—Hasta el 48 —confirma la fecha que tú recuerdas—, hasta que los huidos me enviaron este anónimo —y señala un cuadro que tiene en la pared en el que ha colocado la nota que le remitiste entonces—. ¿Lo ven? —lo descuelga y os lo enseña—. Lo conservo desde entonces, es la prueba de que yo también participé en su captura y fui una de sus víctimas. Cincuenta mil pesetas me pedían. Cien veces el sueldo de un teniente de la guardia Civil. Total, el dinero no les iba a servir para nada.
—¿Por qué dice eso? —pregunta Vargas ante tu atenta mirada.
—Las querían para comprar armas, pero todo era una trampa que habíamos preparado —la felonía del Francesito, pero vuestra partida no cayó en ella.
—¿Llegó a pagar usted?
—¿A esos ignorantes? Por supuesto que no —miente, entregó una cantidad y escapó, luego lo encontraste en Oviedo, en aquel restaurante—. Como pueden observar, eran una panda de analfabetos, hasta en los escritos cometían faltas de ortografía —tú escribiste el anónimo, buscas la falta ortográfica.
—Perdone, pero no encuentro la falta de ortografía a la que usted se refiere —le dices intrigado.
—Fíjese, donde dice: «debe dejar el dinero en el mojón de la caleya…». ¿Lo ve? Caleya no se encuentra en el diccionario español —ya entiendes a lo que se refiere: sólo el castellano es español.
—¿Después de que le enviaran el anónimo, usted no regresó a los montes?
—No, preferí centrarme en mi carrera como abogado y acerté. Ya ven ustedes, un despacho con una cartera de clientes que supera el millar, catedrático de derecho en la Universidad y senador por designación real.
—¿En que consistió su estancia por los valles?
—Me encargaba de arreglar, acorde a derecho, por supuesto, la expropiación de las tierras y casas de los republicanos.
—¿También de sus máquinas de coser? —si no lo sueltas, revientas, Mayor. Vargas te ha dirigido una mirada que lleva contenida el filo de un puñal, pero Millán sonríe.
—De todo, inspector, hasta del hilo de bordar —te dan ganas de estrangularlo.
—¿Usted le pudo facilitar la información que le pedía Buenaventura? —interviene Vargas.
—No, porque yo no llegué a conocer a ningún Camilo —mira su reloj—. Les rogaría que fueran abreviando, ya les dije que no disponía de mucho tiempo.
—¿Usted perteneció a los Caballeros de la Muerte? —sonríe.
—Por supuesto que pertenecí a esa ilustre organización, la pacificación de los valles mineros les debe mucho. Un día habría que levantarles un monumento a todos sus miembros.
—¿Aún pertenece?
—Señores —vuelve a esgrimir su sonrisa—, los Caballeros se disolvieron integrándose en el VIII Ejército de Milicias Nacionales.
—Nuestros datos nos indican lo contrario.
—Pues ya saben ustedes más que yo. Y si no tienen más preguntas relacionadas con el asesinato del inspector, les ruego que me dejen, tengo una mañana muy ocupada —se levanta.
—Una pregunta más, senador —otra vez Vargas—. Ha llegado a nuestro conocimiento la preparación de un golpe de estado en el que usted tiene una misión muy importante como inspirador e ideólogo del mismo.
—Je, muchas novelas leen ustedes. Mi pensamiento es público, ya lo conocen todos los españoles. Tengo una columna diaria en El Alcázar y un programa de radio. Lo que yo opino no es un secreto. Deberían leerme o escucharme. Buenos días, señores.
De Oviedo a La Felguera el silencio se ha apoderado del vehículo de Vargas. Ambos tenéis una sensación extraña, como si estuvierais rumiando una comida indigesta.
—¿Qué opina? —Vargas abre el fuego.
—Es el único que no ha ocultado nada, excepto lo de la preparación del golpe. Por otra parte, las fechas que facilitó sobre su permanencia en los valles coinciden con las que yo recordaba. Ahí no nos mintió.
—Una curiosidad: ¿para qué querían ustedes las cincuenta mil pesetas?
—Para comprar armas. El Francesito había ofrecido armas nuevas por trescientas mil. Todas las partidas del valle buscábamos reunir el dinero: préstamos de familiares, asaltábamos caravanas, atracos, anónimos… Nosotros se las pedimos a él, era nuestra participación en la compra.
—¿Las entregó?
—Entregó una parte y huyó. Por lo menos conseguimos que dejara el valle.
—¿Ustedes no participaron después en la compra?
—No. Nuestro jefe de partida, Lobedu, siempre desconfió del Francesito. Creo que eso nos salvó la vida.
—¿Y usted?
—Yo era un militar, nunca tuve el olfato de Lobedu. Él sospechaba que era una trampa, yo quería las armas. Lo sometimos a votación y ganó él: tres a dos. Kiko y el Andaluz votaron con él y nos derrotaron a mi hermano y a mí. Por eso hoy estamos vivos.
—Supongo que después de esa derrota, nunca volvió a cuestionar el liderazgo de Lobedu —sonríe.
—Nunca, aquel día comprendí que su nombre no era gratuito. Él era el verdadero hijo de los lobos —silencio—. Cambiando de asunto, ¿quién es el próximo de la lista?
—El coronel Valdés.
—Un hueso duro. ¿Tendremos que ir hasta Madrid?
—No —sonríe de nuevo—. Mañana le tendremos en Pola de Laviana como un corderito delante del juez.
—Aclárame eso.
—Se le acusa formalmente de ser el asesino material de Buenaventura.