3: El coronel

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El coronel

Te habían hablado de las noches de Madrid en verano: del calor que se pega a la piel y provoca infinitas vueltas en la cama; de oscuridades sin silencio, en las que ni siquiera la bebida derrota; de ruidos que impiden a tu mente centrarse en el sueño; de vecinos que hablan, que ven la televisión, que escuchan la radio, que pasean, que nunca duermen; de coches circulando por sus calles; de luces perennes; de mendigos que no necesitan un cobijo, porque las aceras son suyas… Son las horas de insomnio, sudor y alcohol.

Aunque parezca imposible, el alba llegara sin que lo esperes, sin que te impacientes. Surgirá, independientemente de tu voluntad.

Y con la Tokarev debajo de la almohada, tumbado encima de la cama, lees. Disfrutas con tu pasión: la lectura de poemas sobre la guerrilla, sobre la montaña. Es lo único que consigue relajarte, sin que importe el infierno de la noche, ni el bienestar de la madrugada. Porque los poemas que recitas se escribieron con sangre partisana.

Entre inquietud y zozobra

pasa el tiempo el fugitivo,

siempre esperando la hora

de burlar al enemigo

Cierras el libro, y recuerdas que todos esos versos fueron escritos bajo la luz de un viejo candil, en refugios, en bocaminas, en el monte. Y corrieron de boca en boca, y bajaron de las montañas al llano. Poemas en los que nunca aparecerá un nombre propio, excepto el de los mártires.

He sido algo más que tu sombra durante los últimos veinticinco años, nadie mejor que yo intuye lo que estás haciendo en cada instante y hasta sospecho tus pensamientos. ¿Recuerdas? Nos conocimos en Obukhovskaia. Yo era uno de los ingenieros extranjeros que ayudaban a mejorar la explotación. Compartíamos un pasado casi común: yo también había sido partisano, pero en Yugoslavia. Bebíamos del mismo vodka al calor de la chimenea y nos preguntábamos que si tipos como nosotros, que habíamos sido educados para dividir la historia por la mitad, no fuimos capaces de cambiar el mundo, ¿quién lo haría? Y volvíamos a beber. Hasta que un día la NKVD vino a por mí. Me acusaban de ser un agente de Tito en la URSS, pero no consiguieron detenerme. Huiste conmigo. Y al llegar a Yugoslavia te incorporé al servicio secreto de mi país.

Así ha transcurrido un cuarto de siglo: con miles de nombres falsos y un mismo rostro; con una sola pistola y decenas de genocidas nazis en el banquillo. Comenzaste a ser una especie de espectro. Hat, te llamaban, por esa manía tuya de llevar siempre sombrero. Hasta que llegó el cáncer y murió Franco o ¿todo ocurrió al mismo tiempo, al ver al dictador morir en su cama? Entonces no pudiste esperar más, te despediste de mí, tenías que cumplir tu última misión.

La mañana había llegado con las sábanas empapadas de sudor y el cuerpo deshidratado. Los comentarios políticos de alguien en la radio acaparan tu atención.

La Guardia Civil y el Ejército tienen un límite de sacrificio. Estas fueron las contundentes palabras del general Prieto, que muestran el estado de ánimo de unas Fuerzas Armadas ante la situación de derrota en la guerra del norte que ha sufrido el general Santamaría…

Apagas la radio. No deseas escuchar a los que se creen en posesión del monopolio para salvar la Patria. «Límite de sacrificio», ha dicho. ¿Y dónde ha estado durante cuarenta años el límite de sacrificio del pueblo?, te preguntas.

El momento de ir en busca del coronel había llegado.

—Comandancia Mola, dígame.

—Buenos días, quería solicitar una entrevista con el coronel Lozano.

—¿De parte de quién?

—Del profesor Guillermo García —¿otra identidad, camarada?

—Espere un momento, por favor. Ahora mismo le paso con su secretario.

Suena el himno de la Guardia Civil y treinta segundos después:

—Buenos días, aquí el brigada Sánchez, secretaría del coronel Lozano. ¿En qué puedo servirle?

—Buenos días, soy el profesor Guillermo García, de la Universidad Complutense, Facultad de Historia, Departamento de Historia Contemporánea. Quería, si fuera posible, que me recibiera el señor coronel.

—Con objeto de…

—Estamos realizando un estudio en la facultad sobre los grandes generales de la historia del Ejército y de la Guardia Civil. Al llegar a nuestro conocimiento de que el señor Lozano ha sido ascendido, nos gustaría, siempre con su consentimiento, incluir su biografía en dicho trabajo. Por eso también le solicitamos, si tuviera a bien, que nos concediera una entrevista, para incluirla en el libro que estamos culminando desde la universidad.

—Son la ocho y seis minutos A. M. Sobre las nueve horas A. M. el coronel Lozano llegará a su despacho. Se pondrá en conocimiento de usía su petición y se le dará traslado a usted, en su despacho de la universidad.

—En estos momentos no me encuentro en la facultad, ya sabe no hay clases en julio. Por eso es mejor que les llame yo. ¿A qué hora cree que es la más idónea?

—A las nueve y quince minutos A. M.

Agapito García Lozano, capitán en el 51, ascendido a comandante en el 55, teniente coronel en el 63, coronel en el 71, posible general en el 77. Casado, con tres hijos y un perro. Tiene 58 años. Aficiones: los naipes y las armas antiguas. Debilidades: la vanidad y una barragana de 32 años, que responde al nombre de Noelia, a la que le ha puesto un piso en la Castellana.

En la guerra, lo importante no son las fuerzas del enemigo, sino sus debilidades: la búsqueda y localización de su talón de Aquiles. Es la única fórmula válida para derrotar a alguien más fuerte, por eso has investigado al coronel.

A la hora convenida, llamas al brigada-secretario y confirma la cita para las doce y treinta A. M. La vanidad ha podido con él y se ha dejado arrastrar, de momento, a la trampa. Pruebas unas gafas de montura negra con cristales gruesos. Suficiente. Recoges un documento de identidad que te acredita como Guillermo García, de profesión profesor.

El taxista te deja en la puerta de la comandancia. Miras el reloj, la hora es la acordada. El guardia de la puerta confirma en un listado la cita con el coronel Lorenzo. Solicita tu documento de identidad. Se lo entregas. A cambio, él te proporciona una tarjeta con una pinza que debes llevar en la solapa, en la que se lee: «Visitante».

Nunca has estado en el interior de un cuartel de la Guardia Civil. ¡Qué ironía! Durante doce años estuvieron buscándote para llevarte al interior de uno, y ahora tú eres el que te presentas voluntario en sus dependencias. Un guardia te acompaña, sirviéndote de guía por su interior hasta las dependencias del coronel. Atravesáis un patio de armas, en el que ondea la bandera nacional con el águila negra en el centro. A lo lejos, observas una enorme antena de radio, ¿para qué servirá? —te preguntas.

A las doce y treinta minutos A. M. el brigada-secretario abre la puerta del despacho del coronel y anuncia tu presencia.

—Mi coronel, el profesor Guillermo García.

Un hombre alto y delgado te extiende la mano. Lleva bigotito que simula una fila de hormigas, con tres estrellas de ocho puntas en el hombro y, sobre la parte izquierda de su pecho, todas las medallas que le concedieron, porque las medallas nunca se ganan, se conceden.

—Coronel Lozano para servirle.

—Profesor Guillermo García —le respondes sin añadir la coletilla de para servirle, pues lo que en realidad deseas es interrogarle sin que él se dé cuenta, sin que lo sospeche.

—Tome asiento, por favor —dice, señalándote una mesa redonda que se encuentra en un extremo del despacho. Quiere que exista cierta cercanía entre ambos. Chasquea los dedos dos veces. El brigada-secretario regresa.

—A sus órdenes, mi coronel —dice el brigada, mientras acompaña sus palabras con un taconazo.

—Taiga unos cafés —ordena el coronel. Ahí está su victoria: convirtieron los cuarteles en cortijos, piensas.

—¿Ordena algo más, mi coronel? —de nuevo el brigada.

—No —y el brigada se ausenta. Ahora se dirige hacia ti—. Usted me dirá cuál es el objeto de su visita —está impaciente, eso te agrada, lo tienes en tu terruño.

—Como le habrá dicho su secretario, en la Facultad de Historia queremos realizar un libro recopilatorio, que editaría la Universidad, sobre la vida, experiencias y alguna anécdota de todos los generales españoles del siglo. Como vivimos tiempos de reconciliación nacional, se incluirán generales de ambos bandos. Luego habrá un apartado sobre los nuevos generales de la democracia. El libro saldrá al mercado hacia navidades y, de aquí a entonces, algunos coroneles serán ascendidos, entre ellos usted. Por eso queremos que también figure en ese libro.

—Honor que me hacen. ¿Y en qué les puedo ayudar? —se le nota entusiasmado, aunque lo intente disimular. Sigue apelando a su vanidad, ese es el camino.

—Verá, de usted tenemos su currículo, la Dirección General nos lo facilitó, incluso se nos ha hecho llegar una fotografía suya para incluir en el dossier. Sólo necesitaríamos una anécdota, algún hecho significativo en su carrera. Y la política que sigue el Departamento de Historia Contemporánea es que sea el propio protagonista quien nos la cuente, es decir, recoger su testimonio, para evitar que nosotros valoremos o juzguemos sin conocer los entresijos de lo que verdaderamente ocurrió.

—Ya le entiendo —se muestra satisfecho, estás ganando su confianza—. ¿Y por dónde cree adecuado que comience?

—Supongo que usted tendrá innumerables actos de servicio que es necesario recoger. Si le parece, podemos comenzar desde el primer momento en el que su nombre figura reflejado en la prensa —abres la carpeta, y extraes un recorte de uno de los periódicos de la época. Se muestra sorprendido, pero al mismo tiempo halagado, al ver que el Departamento de Historia está bien documentado—. Aquí, en el 51, es la primera vez que su, actuación como miembro de la Guardia Civil salta a los medios de comunicación. Era usted capitán en aquel momento.

—Curioso —dice, mientras toma en sus manos la copia del artículo—, ni siquiera sabía que había salido mi nombre en la prensa por aquellos hechos. Bueno, la verdad es que en las montañas no se leían muchos periódicos.

—Sobre esa noticia, ¿recuerda algún dato significativo? Según nuestro dossier, estamos ante el primer hecho que le supuso la concesión de la medalla al mérito.

—Es verdad, por aquel entonces los bandoleros estaban reducidos a la nada. Les llamo bandoleros aunque ahora hay una moda de llamarles maquis, pero fueron ladrones, asesinos, asaltantes de caminos. Nada bueno había entre ellos. El coronel Aguado Sánchez, en los libros que escribió sobre el Maquis, explica perfectamente cómo eran —no manifiestas nada, pero has leído los dos panfletos de ese coronel, uno en el 75 y otro en el 76, y no son más que un monumento a la ignominia, a la falsedad, una burla tendenciosa de la historia—. Pero ya sabe, los tiempos cambian y hay que adaptarse a ellos. Como le decía, por el año 51 ya casi no quedaban en las montañas. Después del golpe que recibieron en el 48…

—Con las informaciones del infiltrado, el Francesito, supongo —dices seguro para que compruebe que estás documentado.

—Veo que en el Departamento de Historia hacen sus deberes. Sí, su labor desmanteló la guerrilla casi en su totalidad —un guardia civil con camisa blanca y pantalón verde se introduce en el despacho portando una bandeja con los cafés solicitados, ante la atenta vigilancia del brigada y el desdén del coronel, que continuaba hablando sin dirigir la mirada hacia ninguno de los dos—. Introducir en sus filas a alguien que manifestaba provenir del Maquis francés fue una jugada maestra. Sólo quedaron en Asturias, a partir de aquel momento, grupos aislados en los valles del Caudal y del Nalón. En el 51, capturamos al grupo de Quintana, en Mieres, y al del Peque y Tranquilo, en Turón. Y en el 52, cayeron los del Rubio, también en Mieres, y los de Gitano, en Santa Bárbara; creo que estos fueron los últimos.

—¿El grupo de Lobedu se les escapó? —sabes la respuesta, tú pertenecías a esa guerrilla.

—Sí —dice, con cierto desazón—, excepto el Tuco, el resto se nos escapó. Pero sabíamos sus nombres, nuestro confidente nos los habían facilitado: Lobedu era el jefe, luego estaban Kiko, el Andaluz, Tuco y el Mayor —un escalofrío recorre tu piel cuando eres nombrado—. Consiguieron huir, menos Tuco, pero luego regresaron. Se ve que no los trataron muy bien por Francia —sonríe—. Lobedu fue detenido en el 62, el resto en el 63. El único que consiguió escapar fue el Mayor.

—Es como una espina que tiene usted clavada.

—Aún hoy, si lo tuviera delante de mí, lo estrangularía con mis propias manos. Hubo un momento en mi vida que su búsqueda se convirtió en algo personal, como si fuera la última pieza que me faltase para completar el puzzle. Pero nunca regresó a España. Supongo que eso ya no tiene ninguna importancia —silencio. Te mira, necesita ofrecerte una breve explicación—. El Mayor, qué risa. Pero que no le confunda el nombre, él nunca fue un oficial del Ejército. Los nombres se los ponían entre ellos, había tenientes, capitanes y comandantes por las montañas que nunca fueron ni soldados rasos en el Ejército —le concedes una sonrisa, pero no por lo que ha narrado, lo que ocurre es que te has acordado por qué comenzaron a llamarte Mayor. Al principio fuiste «el mayor de los Riveras»; después, «el mayor de los dos»; al final, simplemente «el mayor». Cuando el nombre bajó hasta los habitantes del valle se transformó en Mayor. Dicen que reducir palabras empequeñece el pensamiento, pero en este caso expandió la imaginación.

—Hábleme de los confidentes. ¿Cómo fue usted capaz de conseguir una red que permitiera la detención de los últimos bandoleros? Es un asunto que me llama poderosamente la atención, pues siempre se ha hablado del Francesito, pero nunca de la red que usted tendió del 48 al 51, que para mí tiene mucho más mérito, pues fue una época en la que nadie se fiaba de nadie —se le caía la baba, su vanidad estaba a rebosar.

—No necesité infiltrados, el dinero lo hizo todo. El dinero se infiltró por mí, todas las voluntades tienen precio. La guerrilla tocaba a su fin, sólo quedaban cuatro locos en los montes, era imposible introducir a nadie. El secreto estuvo en untar con dinero la miseria que rodeaba todo. No fue difícil, cierta resistencia al principio, pero luego ya venían a venderte la información. Hasta se vendían por un puesto mejor en la mina.

—¿Y por qué sus nombres no han saltado a la opinión pública, como el del Francesito?

—Porque él era un profesional, los demás eran aficionados que nos vendían la información. No había mucho valor en eso. Además, algunos de ellos son gente muy importante ahora, que consiguieron con su colaboración escalar peldaños en la sociedad.

Desvías la conversación por otros caminos, no deseas que sospeche que sólo te interesa ese episodio. Has conseguido lo que venías a buscar: existieron confidentes y sus nombres no saltaron a la opinión pública porque no eran profesionales, incluso alguno puede ser un importante cargo en la España de hoy. Es suficiente, el resto lo averiguarás tú poco a poco, sin prisas.

Te acompaña hasta la salida, quiere ser un buen cicerone o camelarte para aparecer en el libro en un lugar privilegiado. Al llegar a la gran antena de radio, que antes había llamado tu atención, detienes el paso para contemplarla. Desearías preguntarle para qué sirve, pero contienes el impulso, ese dato no te aportará nada en la investigación. Pero es Lozano, al ver tu interés, quien te lo cuenta.

—Esa antena es otro ejemplo de cómo cambian los tiempos. Hasta hace unos días, era la encargada de distorsionar la frecuencia de la emisora de los rojos, ya sabe, la que llamaban la Pirenaica. Ahora es un trasto inútil que, tarde o temprano, habrá que desmantelar.

Al llegar a la puerta del cuartel, os despedís con la promesa de que en cuanto el libro esté editado le remitirás un ejemplar. Y sonríes. ¿Cuál sería su expresión, si llegase a saber que la persona que ha estado conversando con él es la pieza que le faltó a su puzzle?

El próximo paso, ir hasta el psiquiátrico en el que internaron a Carmen hace un cuarto de siglo. Deseas que no se encuentre todavía allí, pero eres pesimista.

Destinatario: Klaus Frank.

Presidente de la Fundación Cirus Blend.

Asunto: Dimisión.

Carácter del documento: Confidencial

Amigo Klaus:

Han sido veinticinco años trabajando voluntariamente para la Fundación. El resultado, después de que consiguiéramos llevar ante la justicia a una veintena de carniceros nazis, no puede ser más positivo. Pero ha llegado el momento de presentar mi dimisión. Asuntos personales, que tú conoces, me llevan a España. Te envío el expediente de los dos últimos nazis a los que no podré seguir su pista, por si consideras que debes trasladarlos a otro agente. Al dorso van las anotaciones de las investigaciones que he realizado hasta el momento sobre ellos, y que le pueden servir a quien encarguéis los casos.

No me queda más que despedirme de vosotros, fue un placer colaborar en la búsqueda de los genocidas de vuestro pueblo, y recordaros mi constante proclama: influid todo lo que podáis para que el gobierno de Israel no traslade el holocausto, que habéis sufrido vosotros, hacia ningún pueblo vecino o del mundo.

Belgrado, a 11 de mayo de 1977.

Fdo: Andrés Rivera, Hat.