29: Atando cabos

29

Atando cabos

«Espere unos días a que yo consiga información sobre los cuatro. En cuanto la tenga, ya le avisaré y nos ponemos en funcionamiento», había dicho Vargas, pero tú no eres de los que se mece en una hamaca mientras contemplas el vuelo de los pájaros. Además, el tiempo transcurre en tu contra. Tienes que hacer dos visitas: a la Flaca y a Manoli, la mujer de Floro.

—Hoy, hace dos años que soltaron a los del proceso 1001 —dice uno de la barra.

—Creo que los de Comisiones Obreras van a hacer una concentración delante del ayuntamiento para conmemorar ese día.

—Todavía me acuerdo cuando el tren en el que venía Juanín llegó a Mieres, estábamos casi mil personas esperando y la Guardia Civil nos ahostió, creo que se llevaron a diez detenidos por desórdenes.

—Ah, Juanín, qué pena, él era el verdadero sucesor de Camacho. Me han dicho que al aniversario de su muerte va a acudir el mismísimo Marcelino Camacho…

No prestas más atención a la conversación de los dos de la barra, pues acaba de hacer su aparición la Flaca.

—Flaca, ¿puedo hablar contigo?

—Coño, pero si es el cazurro del sombrero —dice, tomando asiento a tu lado.

—Sigo haciendo averiguaciones sobre Camilo…

—¿Un culete? —os interrumpe Pepín.

—Sí —le dice la Flaca. Pepín os deja a solas y la Flaca termina de apurar su vaso—. Continúe.

—Te decía que sigo haciendo indagaciones sobre Camilo y, curiosamente, ciertos hilos sueltos me han llevado de nuevo hasta Gumersindo.

—A ver, que eso me interesa —dice, arrimándose a ti.

—Bajo esa apariencia de miserable, Sindo posee varios negocios y bastante influencia.

—¿Influencia? No me haga reír. A Sindo no le hace caso ni la gata que ahora vive con él.

—¿Qué me puedes decir de sus negocios?

—Como no se refiera a un estanco devorado por el fuego. Espere… —su mirada queda fija en el mantel, para después clavarla en tus ojos y exclamar—: ¿Las acciones son negocios?

—Por supuesto.

—Ahora vuelvo.

Se remanga la bata y comienza a correr por la calle en dirección a su casa. Al cabo del tiempo que transcurre entre un culete de sidra y otro, regresa. Lleva en la mano un manojo de cartas de diferentes bancos.

—Cuando eché a ese cornudo de casa, encontré estas cartas en un pequeño arcón. En todas le indican una serie de números que yo no entiendo. Si lee usted el membrete de arriba pone activos financieros, pero no sé lo que es.

Revisas las cartas y las colocas por fecha de emisión. Sonríes, Sindo no era tan miserable como os hacía creer.

—Flaca, tu ex, si es que se le puede llamar así, tiene acciones por valor de varios millones en Telefónica, en CAMPSA y liquida a Hacienda por la propiedad de dos minas.

—Pero qué dice —exclama la Flaca con la boca abierta.

—Además, en los últimos meses había hecho dos transferencias bancarias a cuentas en Suiza por la cantidad de tres millones.

—¿Y eso lo sabe usted mirando los papelitos que le he traído? —la Flaca no da crédito a lo que le estabas diciendo.

—Aquí está todo.

—Qué hijoputa, y yo le daba de comer. ¿Cómo pudo engañarme todos estos años sin que yo me diera cuenta?

—También tú le engañabas —esgrimes una sonrisa maliciosa.

—Eso es diferente, no me compare.

—Vamos a ver, Flaca, en cierta ocasión me dijiste que tú andabas buscando a los Caballeros de la Muerte. Incluso, me sugeriste que te habías casado o amancebado con Sindo para vengarte. Quiero que me lo expliques desde el principio.

—Yo conocí a Sindo hace casi quince años, cuando iba de putas y mostraba grandes fajos de billetes para impresionarnos. Siempre llevaba grandes coches y se chuleaba de ser muy rico. Su mujer, María Rosa Lucrecia, paseaba por el pueblo como si fuera la marquesa del escobajo. A su paso se oía decir: esa tiene la máquina de coser de tu madre —hace tiempo que no escuchas la expresión, y no era una metáfora—. Los bienes de los republicanos fueron expropiados en nombre del bien común y de la justicia social, decían. Pero todos fueron a parar a manos de la gente del régimen —y las máquinas de coser se convirtieron en el símbolo por excelencia—. La señora Lucrecia fue de las que hizo su fortuna así, al igual que su maridito. Después de su muerte, me junté con Sindo porque le había oído decir en una de sus noches locas, que él era un jefe de los Caballeros. Luego pude comprobar que era un miserable. Me llegó a confesar que todo el capital lo había dilapidado después de que su mujer falleciera, pero, por lo que usted está diciendo, me mintió.

—¿Alguna vez viste a Sindo con algún anillo?

—¿A qué se refiere? ¿El anillo de boda?

—No, me refiero a algún anillo con una piedra de color rojo o negro, con una especie de ene rara dibujada.

—Cuando le conocí en el sesenta y algo, llevaba un anillo con una piedra de color negro, pero luego no se lo volví a ver más.

Por eso había sido citado por Pelayo, Sindo alcanzó la jefatura de los Caballeros en algún momento determinado del pasado. Está muy claro que te había engañado cuando le preguntaste por Camilo.

—¿Y de todas esas acciones, yo no puedo disponer? —pregunta la Flaca.

—No, porque están a su nombre. Si hubieses estado casada con él en régimen de gananciales pues…

—Pues sí que hice yo un buen negocio juntándome con ese cornudo.

—¿Un culete? —pregunta Pepín.

Pichi espera al lado del parque, has quedado con él para que te lleve hasta Pola Laviana, quieres tener una entrevista con Manoli, la mujer de Floro. Pero antes de que salgas de la sidrería, hace su entrada Vargas. Se dirige hacia vuestra mesa y te informa:

—Mañana, a las doce he conseguido una entrevista con el senador. Le recojo en la sidrería.

—Aquí estaré —respondes. La Flaca guiña un ojo a Vargas, pero este no le presta atención y, dándose media vuelta, sale del chigre.

—Qué tipo —exclama la Flaca—, parece de piedra. Nunca hace caso a mis insinuaciones.

—¿Todo el que no cae en tus brazos es de piedra? —le preguntas, añadiendo una sonrisa.

—También están los santurrones como usted —te espeta.

Es invierno y algunas cumbres se presentan nevadas. El aire mece los tejos de las laderas y el horizonte se cubre de rojo al atardecer. Miras las caudalosas aguas del Nalón y buscas en su superficie la xana que te hechizó y te obliga a estar encadenado a esta tierra. Treinta kilómetros separan ambas poblaciones en el valle, media hora de viaje en el Mini, un mundo cuando había que recorrerlos andando a través de los montes.

La casa de Floro. Pichi y tú os dirigís a la puerta a través de un curioso porche improvisado por dos sauces. Utilizas el picaporte dos veces.

—Buenas tardes, preguntaba por Manoli —le dices a una señora enlutada, con pañuelo negro en la cabeza, que mira desde la extrañeza y el desconcierto. No pronuncia ni una sílaba, se limita a mirarte. Sus ojos reflejan dolor en un rostro en el que cada arruga ha sido escrita con cincel.

—Usted es… —silencio. Sigue mirando tus ojos—. Floro me lo dijo: un día vendrá el Mayor. Es usted, ¿verdad?

—Sí —la señora rompe a llorar y se abraza a ti. La abrazas, sus lágrimas rompen silencios contenidos en años.

—Pasen, se lo ruego —os dice a Pichi, que te acompaña mudo, y a ti—. Tomen asiento, por favor —os sentáis en las sillas de mimbre que rodean una mesa de castaño—. ¿Es su hijo? —pregunta, dirigiendo su mirada a Pichi.

—No, pero como si lo fuera —sientes cómo Pichi se infla—. No pude venir el día del entierro de Floro y estos meses…

—No tiene por qué disculparse, nada le devolverá la vida. Además, ya sé que ha estado muy ocupado en la reparación de la casa de Carmen. El otro día me acerqué a verla y la encontré con muchas ganas de vivir.

—Según nos dijo la psiquiatra, si se rodea de un ambiente agradable es posible que su recuperación sea un hecho.

—La ayudaremos entre todos, son momentos difíciles y debemos estar más unidos que nunca.

—¿Por qué dijo antes que Floro había vaticinado mi llegada?

—Él quería hablar con usted, explicarle algunas cuestiones. Pero el día que se volvieron a ver no se atrevió a decirle nada —ahora comprendes la sensación que tuviste el día que te llevó hasta La Felguera, como si se estuviese guardando algo—. Siempre decía: el Mayor es el único que puede entender lo que pasó.

—¿De qué quería hablar conmigo?

—Ustedes eran su razón de vivir. Estuvo durante trece años dejándoles comida, munición que robaba, ropa y todo lo que podía para que ustedes resistieran en el monte. Incluso recorría a pie los treinta kilómetros que nos separan de La Felguera para dejar las cartas que usted le escribía a su esposa. Su trabajo fue sigiloso, en la sombra, nunca pudieron descubrirle, ni siquiera los de la contra, por mucho que se disfrazaran de maquis. El trabajo subterráneo que efectuaba la Guardia Civil y los del somatén había escrito su nombre entre los sospechosos de ayudar a los del monte. Le detuvieron y durante dos días le estuvieron golpeando con toallas mojadas hasta que perdía el conocimiento. Cuando se recuperaba, volvían a pegarle, no le dejaban dormir para doblegar su voluntad. Él quería resistir los interrogatorios hasta que ustedes estuvieran fuera del país. El día que ustedes tenían prevista la salida, cambiaron de táctica y dejaron de golpearle, pero me detuvieron a mí. Él era capaz de resistir cualquier interrogatorio, pero que me torturaran a mí no lo podía soportar. Amenazaron con cortarme los pechos y violarme. Ahí fue cuando habló —Pichi escucha con la boca abierta. Y, ante ti, se presenta la luz sobre lo que debió ocurrir—, pero les engañó, les informó de la ubicación dándole una hora de retraso en su marcha, confiaba en que ese tiempo fuera suficiente para que ustedes estuvieran lejos. También les engañó con la ruta, diciéndoles que sería por los Picos de Europa.

—¿Quién dirigió los interrogatorios contra ustedes dos?

—Narváez, que nunca se separaba de Floro. Incluso fue él quién ordenó ir a buscarme.

—¿Qué ocurrió después?

—Nos dejaron libres. Narváez, a cambio de nuestra libertad, quería que Floro se convirtiera en su confidente dentro de la mina. Incluso nos prometió que me restituirían en mi puesto de maestra.

—¿Fue usted maestra?

—Lo fui hasta el 39, después me apartaron. Y yo tuve suerte, ya sabe cómo fue aquello. Siempre he pensado que con los maestros se ensañaron de una forma desmesurada, como si fuéramos demonios a los que había que eliminar.

Me acuerdo de que me lo dijiste, Mayor: sólo en Asturias y León mataron a cuatrocientos y a otros tantos los depuraron apartándoles de sus puestos. Nunca se sabrá en realidad los que murieron en toda España. El régimen vio a los maestros como enemigos, la política ilustrada de la República, de que se podía mejorar al hombre y la sociedad por la educación, fue el enemigo a batir.

—Siga, por favor.

—Todas las semanas, Narváez subía hasta nuestra casa para que Floro le diera algún chivatazo sobre alguien. Mi marido siempre se negó, hasta que retornaron las amenazas. Quisimos marcharnos al extranjero, pero Narváez se encargaba de paralizarnos los pasaportes. Después, Floro entró en contacto con los clandestinos e idearon un plan: dar a Narváez, a través de Floro, la información que más convenía a la gente que estaba en la clandestinidad.

—Supongo que alguna vez tuvo que trasladar a Narváez algún dato comprometedor.

—Sí, de vez en cuando le facilitaban a Narváez datos quemados, como ellos los llamaban. Informaciones sustanciosas, pero que no iban a perjudicar a nadie —«informador», «datos quemados», le había dicho el coronel Valdés al general Lozano. Por eso Floro dijo que sólo tú le entenderías: una guerra se abastece de información y cuanta más posea al enemigo, mayor inferioridad será la tuya, excepto si esta es falsa, hueca o quemada.

—¿Qué hacía Narváez con la información?

—Se la trasladaba a los de la Social, al inspector Ramos —otra vez ese nombrecito.

—¿Quién de la partida de Lobedu llegó a saber lo que me está contando?

—Todos menos usted —responde con seguridad.

—Otra cosa, Manoli. Se dijo que Floro llegó a manejar mucho dinero.

—Una mentira de Narváez para que sus posibles confidentes creyeran que él repartía dinero.

—¿Por qué ascendieron a Floro a vigilante?

—Esa era la política de la empresa por aquel entonces: se ascendía a los revoltosos para que no dieran guerra, o a los chivatos, pero pocas veces a los que verdaderamente valían. A Floro lo ascendieron para mostrarnos que tenían el poder.

—¿Alguna vez oyeron hablar de alguien de la contra que se llamara Camilo?

—Fue hace un año cuando entre la gente de la extrema derecha se comenzó a nombrarlo, como si estuviera llamado a ser un nuevo caudillo. Pero nunca llegamos a saber de quién se trataba.

—¿A usted la restituyeron en su puesto de maestra?

—Nunca.

De nuevo los sauces del porche y ese sabor agrio del pasado que se mezcla con el orbayu y el silencio. Ya no está el sol, sólo las nubes y el viento forman el horizonte.

—Paisa, ¿yé verdad lo que dijo sobre mí? —pregunta Pichi camino del coche.

—¿Qué te consideraba como un hijo?

—Sí.

—Dije lo que siento, estos días que has estado conmigo es como si estuviera acompañado de un hijo al que nunca llegué a conocer.

—Paisa, ¿nadie ha escuadrado a Narváez?

—Creo que no.

—Pos yo creo que ya va siendo hora.

Lentamente comenzáis a descender por el valle, la noche está llegando fecundada por malos augurios y fantasmas que se apoderan de los vivos.

—Buenas noches, creí que hoy ya no venía a cenar —dice Pepín, que está preparando una mesa para cenar él—. Siéntese y cene conmigo.

—Hoy se me enredó el día.

—¿Qué tal la búsqueda de terrenos para su empresa?

—Va algo lento, pero creo que en unas semanas podré firmar algunos contratos.

—Quedan dos semanas para Navidad, después todo el mundo cogerá unas vacaciones y será más difícil encontrar a alguien para firmar algo.

—Por eso me estoy dando prisa, para que las fiestas no me caigan encima.

—¿Y eso de la construcción da dinero? —ya está Pepín preocupado con el vil metal.

—Bastante.

—¿Y en qué consiste su trabajo?

—Es muy sencillo: busco terrenos que nadie quiere, ni para cultivar ni para que pasten las ovejas, los compro baratos, luego voy al encuentro del alcalde del pueblo o de su concejal, les doy un sobre bajo mano con dinero, y ellos arreglan todo para que se recalifiquen y se pueda construir en ellos. A continuación, edifico, si sólo me dejan levantar seis plantas, vuelvo a pasar un sobre al concejal o al alcalde y ya me permiten elevar diez.

—Parece un trabajo muy fácil. ¿Y los costes de personal?

—También es muy sencillo. Utilizo mucha maquinaria, las máquinas no protestan y al personal humano se le tiene muchas horas trabajando por poco dinero.

—Pero ahora se están constituyendo sindicatos y a la gente habrá que pagarle según convenio.

—Eso también tiene solución: se contrata inmigrantes.

Después de ese cursillo acelerado de lo básico del capitalismo salvaje, dejas a Pepín en la sidrería y vas a dormir un rato, si es que los espectros del pasado, o el somier de la habitación de tu vecino el oso, te dejan.

—Cazurro —la Flaca golpea insistentemente la puerta. Miras el reloj: las cinco de la madrugada. ¿Qué habrá pasado?, te preguntas. Abres.

—¿Qué sucede?

—Acaba de llamar el pichafría de Vargas, dice que se ponga usted al teléfono —te diriges hacia la vivienda de la Flaca y en el pasillo encuentras a tu vecino el oso.

—Mire que da usted guerra, paisano. Desde que ha llegado no soy capaz de completar los tres polvos, por culpa suya siempre me quedo a la mitad —sonríes.

—Lo siento —dices, a modo de excusa. Y recoges el auricular del teléfono que se balancea en medio del pasillo—. ¿Vargas?

—Hay que cambiar los planes. Lo mejor será que se acerque usted por comisaría ahora.

—¿Qué ha pasado?

—Alguien ha prendido fuego a las dos carnicerías y al almacén de Narváez. Y este se dirige hacia aquí a presentar la denuncia, es un buen momento para interrogarle.

El estanco de Gumersindo, las carnicerías de Narváez, tienes plena seguridad de quién podía ser el pirómano.