28: Más cerca del destino

28

Más cerca del destino

—Está usted loco —grita el empresario, colocándose en pie con la espalda contra la pared, sin quitar los ojos del cuerpo del abogado.

—Comencemos de nuevo —dice pausadamente Vargas, mientras va introduciendo cartuchos en el cargador de la Star—. Siéntese —le ordena.

—¿Y usted no hace nada? —grita Pelayo.

—Yo vine a contemplar el espectáculo —dices, inclinando el sombrero hacia tus ojos y colocando las botas encima de la mesa.

—Primera pregunta, señor Pelayo: ¿quién es el actual jefe de los Caballeros?

—Alguien habrá oído los disparos y llamará a la policía —el empresario quiere ganar tiempo y apelar a vuestra sensatez, algo que os habían robado gentes como él hacía mucho tiempo.

—¿Por qué cree que le cité cuando se cerraran todas las oficinas? ¿Por un detalle hacia usted? Vamos, amigo, no hay nadie en el edificio y desde la calle sólo han oído un ruido que parecerá el petardeo de cualquier tubo de escape.

—Conteste a la pregunta —dices, haciéndole ver que no tiene más salida.

—No lo sé. No lo sé —menea su cabeza, sus manos están temblando, suda—. Yo dejé la jefatura de los Caballeros para atender mis negocios. Desde entonces sólo soy un miembro de base que ayuda con modestas aportaciones económicas cuando se las piden.

—¿Qué pretenden Lozano y Valdés?

—Son patriotas muy preocupados por el futuro de España.

—Repito: ¿qué pretenden Lozano y Valdés? —Vargas incrusta el cargador en la Star y retrasa la corredera, para soltarla a continuación, el golpe seco del cartucho en la recámara se palpa en la gota de sudor que recorre la frente del empresario.

—Salvar España.

—No me obligue a preguntárselo por tercera vez.

—Es mejor que hable si no quiere terminar como su abogado —intervienes. Pelayo mira el cadáver. Suda.

—Están agrupando fuerzas para otro alzamiento nacional —dice, agachando la cabeza, como si sintiera vergüenza por la confesión.

—¿Con qué fuerzas cuentan?

—Lozano asegura que tiene a la Guardia Civil de su parte, con su ascenso a general se ha asegurado la VII Región, la del noroeste. Valdés dice que parte de la Policía Armada también está con ellos. Les falta encontrar los apoyos en el Ejército, aunque ciertas unidades de tierra ya se han comprometido.

—¿Qué fecha se baraja?

—Antes de que aprueben esa constitución liberal y desmembradora de España —el año de plazo del que les oíste hablar que ya se ha reducido a un semestre.

—Bien, hablemos de Jordán.

—Jordán era un desgraciado analfabeto, un borracho y un putero. Cuando se unió a los Caballeros venía de los guetos gallegos, de vivir hacinado en barracas con ocho hermanos más, no tenía dónde caerse muerto. Nos sirvió bien, pero no tenía madera de jefe.

—¿Y cómo llegó a portar el anillo rojo? —intervienes. Pelayo vuelve a su palidez.

—Es una incógnita para mí. El día que le vi llevando el anillo de dirigente de segundo orden, me dieron ganas de abandonar la organización —a Valdés y a Lozano tampoco les agradaba Jordán, pero aseguraron que su puesto en el escalafón se debía al apoyo de Camilo. Comienzas a tener la impresión de que el señor Pelayo conoce menos de lo que vosotros intuíais.

—¿Quién lleva el anillo negro?

—Les repito que no lo sé. Eso es una información reservada a los dirigentes de segundo orden, los que eligen al jefe, el resto de la organización desconoce quién la gobierna.

—En la época en la que usted dirigía los Caballeros, ¿quién respondía al nombre de Camilo?

—No lo sé. Los Caballeros tuvimos el primer asentamiento en el valle de Laciana y éramos ciento setenta. Después se fueron sumando más. ¿Ustedes creen que recuerdo todos sus nombres?

—No queremos que se acuerde de todos, sólo de Camilo.

—No recuerdo a ningún Camilo, les repito. No les digo que no lo hubiera, pero yo no lo recuerdo.

—Haga memoria, ¿quién era el mejor amigo de Jordán?

—Jordán era de los jóvenes —agacha la cabeza—, de los que se unió a mediados del cuarenta. Sus amigos se encontraban entre los muchachos que se incorporaron en ese momento y no tenían mucho contacto con los veteranos. Para ellos todo eran juergas y borracheras. Cuando se incorporaron, los valles ya los teníamos pacificados.

—De aquellos jóvenes, ¿quiénes son los que ocupan importantes puestos sociales hoy en día?

—No me acuerdo.

De nuevo Vargas hace un gesto para extraer su pistola de la sobaquera. Pelayo coloca sus codos encima de la mesa y las dos manos en la cabeza. Pasea las palmas sobre el pelo y continúa hablando con la mirada pegada a la mesa.

—La mayoría volvió al gueto del que provenían, no nos servían para nada después de la pacificación. Se les concedió alguna licencia para instalar un estanco, una administración de loterías, o un surtidor de gasolina en su pueblo —su botín de guerra, piensas— y ahí terminó su gesta. Los únicos que han seguido contribuyendo con su esfuerzo y talento a la causa fueron muy pocos.

—Sus nombres —exige Vargas. Silencio—. Quiero sus nombres —la Star regresó a la sien de Pelayo. Y comienza el canto.

—El Somatén Armado lo dirigía Juan Narváez, de Sama —un viejo conocido.

—Ánimo, que usted puede —dice Vargas.

—El actual coronel Valdés también pertenecía —otro conocido.

—Más —exige Vargas.

—El senador Millán —el falangistín, como le llamabais entonces.

—Otro.

—Gumersindo, de La Felguera —¡qué sorpresa! El maridito de La Flaca.

—Una cuestión —interrumpes, ante la mirada asesina que te lanza Vargas—, le hemos preguntado sobre gente influyente hoy en día. A mí, el señor Gumersindo es un pobre desgraciado.

—No se equivoque. Sindo puede sepultarnos a todos con el dinero que tiene. Bajo su apariencia de miserable, es uno de los grandes accionistas de varias empresas. Lo que ocurre es que a él nunca le gustó que se supiera.

—Vayamos a la Operación Midas —dice Vargas, tomando asiento enfrente de él.

No escuchas los titubeos del individuo. Tu mente comienza a realizar un repaso sobre los nombres que ha pronunciado: Millán estuvo por el valle sobre el 48, después le enviasteis el anónimo para que pagara y desapareció, lo encontraste en Oviedo seis meses más tarde, era difícil que por el 51 estuviese todavía en las cuencas; Valdés hablaba de Camilo en tercera persona y mostraba su desprecio por el apoyo que Jordán recibía de él; Narváez es un sujeto violento, despreciable y sin escrúpulos, pero ¿tiene la capacidad intelectual para dirigir una organización como los Caballeros?; luego está Sindo, el que más desapercibido pasó ante tus ojos, tiene dinero, pero ¿tiene capacidad de liderazgo? Ninguno encaja para responder al perfil de Camilo y a la supuesta autoridad que se le atribuía. En esa lista falta algún nombre, estabas seguro.

A esto se añade que los dos últimos están implicados en la paliza a la Flaca que en realidad quedó en un intento de homicidio hacia tu persona, si no llegan a intervenir los obreros de la pensión. La Flaca, esa mujer sabe más de lo que te ha dicho y conoce de tus movimientos más que ninguno de los cuatro. ¿Qué oculta la Flaca? Tu mente se estremece ante las posibles conclusiones.

—… se necesita dinero para un alzamiento nacional. En el 36 se contaba con la ayuda de Hitler y de Mussolini. Ahora nadie nos apoyaría. Ni siquiera Norteamérica, nosotros no tenemos materias primas estratégicas como Chile, ni el uranio de Argentina, y mientras los liberales del gobierno les permitan tener las bases militares en nuestro territorio, ellos nunca moverán un ápice.

—¿Adónde se ha destinado el dinero?

—A subvencionar un periódico, crear otro y potenciar una cadena de radio. La televisión no podemos porque es estatal. A partir de ahí, nuestro pensamiento es invertir en infraestructuras que posibiliten la operación.

—Explíquese —Vargas sigue interrogándole sobre los pormenores de la Operación Midas.

—Lo primero será asegurar las zonas o regiones militares de costa porque…

Paseas por el salón como una gata en celo. Todo te recuerda el 36, primero aniquilar el frente norte, toda la cornisa cantábrica, ya que los apoyos podían llegar por mar. Preocupaba menos el levante, la Italia fascista vigilaba el Mediterráneo. Al oeste se encontraba Portugal, del que no se esperaba ayuda. El cerco estaba preparado.

—… los más dubitativos son la Armada y el Aire, pero, según vaya evolucionado la contienda, se sumarán. Luego necesitaremos apoyo de la población civil…

Siempre necesitáis apoyo de la población civil —sus palabras hacen que hables contigo mismo— porque una cosa es ganar y otra asentar el territorio. Por eso cuando destruisteis el frente norte lo ocupasteis con las fuerzas paramilitares, para pacificar y exterminar a todo el que se moviera. No podíais consentir una revuelta en la retaguardia. Os ensañasteis contra un pueblo doblegado, sólo quedamos para resistir en las zonas en las que había montañas o minas, o minas y montañas.

—Lo último, señor Pelayo: ¿qué sabe del asesinato del inspector Buenaventura?

—Lo único que llegó a mis oídos es que había un policía de la Judicial husmeando por Madrid, pero no llegué a saber más.

—¿Y del asesinato del guerrillero Tuco en Santa Bárbara? Por aquel entonces, usted si era el jefe de los Caballeros —eso es lo único que en estos momentos te preocupa.

—El éxito de aquella operación nos correspondía por entero a nosotros, pero el capitán Lozano se llevó toda la gloria. Decretó el silencio sobre los verdaderos patriotas que habían matado a Tuco. Solo sé que fueron dos de los míos, pero jamás llegué a conocer sus nombres.

—¿Cuándo supieron en la contra de la ubicación de la partida de Lobedu?

—Cuando localizamos a su enlace. La línea a aplicar en aquel entonces era localizar a los enlaces, seguirlos, incluso confundirlos.

—Aclare eso.

—Teníamos en los montes partidas del somatén, que se hacían pasar por maquis. Algunos enlaces no distinguían la diferencia y caían en nuestras manos. Aquel enlace, Floro, creo que se llamaba, nunca cayó en la trampa. Daba la impresión de que nos olía. Nunca conseguimos impregnarnos del olor a humo y monte que aseguraban poseer los guerrilleros.

—¿Qué pasó con Floro?

—Le capturamos e interrogamos…

—Le torturaron.

—Siempre se torturaba a los detenidos. Después no queríamos prisioneros y se les mataba. Floro nos indicó el emplazamiento de la partida de Lobedu. Incluso nos indicó que escapaban hacia Francia, pero todo nos lo facilitó al revés: la hora indicada nos la retrasó y la ruta nos la dio por los Picos de Europa. Por eso consiguieron huir.

—Tengo entendido que después de eso, en el pozo lo ascendieron a vigilante.

—Cuando la partida de Lobedu abandonó los montes, la Guardia Civil y alguno de los nuestros pensaron que Floro les podría ser de utilidad para otros menesteres, por eso no se le mató. Y se le facilitó la integración en la mina, pero siempre controlado.

—¿Quién torturó a la mujer de Tuco?

—No sabía que se la hubiese torturado.

Vargas repite el gesto de llevarse la mano a la empuñadura de la pistola, pero en esta ocasión tú eres más veloz. Extraes la Tokarev e introduces el cañón en su boca.

—Sin ocultar nada, o ya sabe lo que le ocurrió a su abogado.

—Se lo juro, cuando todo eso ocurrió yo no estaba en el valle, me encontraba negociando la inclusión de los Caballeros en el Somatén Armado.

Sueltas la presa, parece sincero o es que te estás ablandando.

—Pero hay algo de lo que usted sí es responsable en primera persona —dice Vargas.

—¿De qué?

—Del asesinato de mi abuelo, Antonio Vargas.

—Les puedo dar dinero —el sudor vuelve a recorrer su frente— si eso es lo que quieren. Miren —y se acerca al cuadro de Franco, lo ladea, mostrando una caja fuerte.

—Ábrala —ordena Vargas.

Gira varias veces la ruedecilla y la caja fuerte se abre, mostrando un montón de documentos y varios fajos de billetes de mil dólares.

—Es para ustedes, tengan —y deposita encima de tu mano un mazo de billetes—. En total debe de haber medio millón de dólares, sin numerar ni declarar.

Vargas no le hace caso y ojea los documentos que se encontraban en la caja.

—Vaya, vaya, pero si aquí está toda la Operación Midas con sumo detalle. Esto me lo quedo.

—No importa, puede llevárselo, yo no diré nada.

—Ya sé que usted no dirá nada —y le dispara a las piernas. Pelayo cae al suelo suplicando y gritando—. ¿Qué hacemos con el dinero? —pregunta Vargas.

—Creo que le va a venir muy bien a cierta amiga mía abogada como donativo para su joven asociación —dices, mientras recoges la bolsa.

Vargas arranca el cable de la lámpara de la esquina del salón y lo enrolla alrededor del cuello del sujeto. Aprieta con fuerza el lazo y a los dos minutos Pelayo Rodríguez deja de oponer resistencia.

—Creo que deberíamos prender fuego al edificio o esconder los cadáveres —recomiendas a Vargas.

—No, quiero que los vean.

Del enchufe de la lámpara, un cortocircuito ha provocado la emisión de humo que se eleva formando dibujos caprichosos. Las siluetas de un cortejo fúnebre, tal vez sea la primera aparición de la güestia. Bobadas —exclamas para tus adentros—, tú eres un ser racional y no estás abierto a nada de otro mundo. Miras para Vargas, él también ha visto las figuras. Quedáis en silencio.

Vargas, alias Némesis, es como un búfalo herido, y tú, un buey que renquea de viejo y enfermo. Pero hay una cosa en común: la muerte ha escrito vuestros nombres en el primer renglón de su lista, sólo necesitáis que se presenten los verdugos.