27: Misión cumplida

27

Misión cumplida

La casa ha quedado terminada. El señor López y López ha sido fiel a su compromiso. Por fin Carmen tendría un lugar en el que refugiarse y que le permitiría una recuperación más rápida. Clara, la psiquiatra, había dicho que ella misma la acercaría hasta Asturias en cuanto la vivienda estuviera dispuesta para ser habitada. Mañana será su llegada.

Vargas había concertado una entrevista con Pelayo Rodríguez en Oviedo para dentro de cuarenta y ocho horas, en las oficinas que su empresa tenía en la capital. Estás deseando que ocurra, has estado casi tres meses en dique seco y eso no te gusta nada. Pero todo resulta muy extraño, Vargas no comenta absolutamente nada sobre la Operación Midas.

Esta noche os reunís por última vez en el lagar de Lobedu para celebrar la finalización de la obra.

—¿Qué tal está Paloma? —preguntas a Pichi, que acaba de regresar de Madrid.

—Mu bien. Sigue investigando en la Biblioteca Nacional. Incluso ha encontráu a una amiga que ha llegáu de Estados Unidos y que va a rodar una peli sobre los desaparecidos en el Bierzu.

—¿Pertenece a esa asociación que llaman «en busca de los nuestros»?

—Nun tengo nin pajolera idea. Nos dijo que le había prometíu a su güela que ella investigaría la desaparición de su güelo y lo raru es que sus padres no la quieren axudar, incluso la desanimaban.

La segunda y tercera generación enfrentadas. ¿Cuánto tiempo tendría que transcurrir para que unieran sus fuerzas?

—No me extraña que la desanimen —interviene Lobedu—. Esa generación creció rodeada de sangre y muerte. Fue una época en la que los vencedores no quisieron prisioneros, sólo cadáveres.

—Joder, Lobedu —Pichi habla con todo el desparpajo del mundo, ni siquiera le intimida el gesto hosco del jefe de guerrilla—, pero ustedes le dieron fuerte a los fascistas y siguen vivos. Si toos hubieran hecho lo mismo…

—Ya veo que para el muchacho fuimos los últimos románticos —interviene Kiko—. No te equivoques, guaje, para muchos otros no éramos más que bandoleros.

—Pero cuéntanse hestorias sobre los guerrillerus…

—¿Como cuáles? —pregunta Lobedu—. ¿Cómo que repartíamos dinero entre la gente cada vez que ocupábamos un pueblo? Si supieran que no teníamos ni para comer. Algún día habrá que separar lo que fue la asquerosa realidad del romanticismo en el que se nos envolvió.

—¿También yé falsedá que de ñoche baxaban a axudar a las familias necesitadas?

—Eso era verdad —dice el Andaluz—. Ocurría en toda España. De noche, cuando comprobábamos que no había vigilansia, los guerrilleros bajábamos de las montañas. Y todavía quedan testigos que vieron cómo segábamos las tierras de muchas familias con la guadaña en una mano y la Sten en bandolera con un cartucho en la recámara. Hasta llevábamos las granadas Lafitte al cinto cuando recogíamos la hierba. Por la mañana, las familias tenían el trabajo hecho.

—¿Usté nun dixe ná, paisa?

—No tengo nada que añadir. Lo que están contando es la verdad.

—Rediós, ¿y por qué los derrotaron?

—Ay, guaje —interviene Lobedu—. La guerra sucia, las sacas, los mareos, las torturas, los paseos, la ley de fugas, los infiltrados, los confidentes, los vendidos, la ayuda de Hitler, de Mussolini… ¿quieres que siga?

—Hubo un momento que llegamos a estar desbordados —dice Kiko—. La guerrilla en Asturias tuvo que ejecutar a 148 chivatos, más que en ningún otro sitio. Los enlaces eran el punto débil del Maquis. En cuanto localizaban a uno, le presionaban para que hablara y les llevara hasta las partidas guerrilleras.

—Pero a ustedes xamás los traicionó su enlace.

—Porque nosotros tuvimos el mejor enlace de los valles —sentencia Kiko. Y quedas sorprendido pues hacía unos días había dejado la duda en el aire.

—Floro fue el mejor —dice Lobedu.

—Si todos hubieran sido como Floro, nunca hubiesen localizado a ninguna partida de los montes —remata el Andaluz.

¿Qué está ocurriendo allí? Hace unos días se había entablado una discusión entre los tres por Floro. Incluso se dejaron en el aire cuestiones que hacían dudar de su lealtad y, ahora, los tres han cerrado filas a su favor. Algo ha modificado su comportamiento que a ti se te escapa.

Doce del mediodía. Carmen llega acompañada de la psiquiatra, que quiere evaluar la casa en la que va a vivir, así como indicaros la medicación que tiene que tomar y las visitas médicas a las que está obligada a acudir.

Todo un comité de bienvenida. A los integrantes de la antigua partida se han unido la Flaca y Pichi. Todo está preparado. El interior de la vivienda brilla, la Flaca se ha encargado de dar los últimos toques. Pichi juega con el dial de la radio, buscando una cadena que emitiera música y poder escuchar a su bendito Miguel Ríos. Los muchachos de la partida miran embelesados la televisión en color, debe ser de las primeras del valle. Y tú tallas con una navaja, sobre el manzano más frondoso de la finca, una fecha: la del asesinato de Tuco.

Carmen baja del vehículo de Clara y se queda absorta mirando las montañas, inmóvil. Se nota que está medicada, sedada, y sus reflejos son lentos. Pero el aire de las cumbres le ha devuelto las ansias por vivir. Te acercas a ella, le das dos besos y la agarras de la mano guiándola hasta la puerta en la que el comité de bienvenida espera.

—A mis brasos, Carmen —es el Andaluz.

—¿Andaluz?

—Ya sé que estoy más viejo, pero sigo teniendo el mismo cuerpo serrano.

—Hola Carmen —dice Kiko, abriendo los brazos y quitándose el palillo de la boca.

—Kiko —exclama Carmen, mientras Kiko la abraza.

—Y a mí qué. ¿No me merezco un beso? —es Lobedu.

—Estáis todos —Carmen ha quedado en blanco con sus brazos inmóviles a lo largo del cuerpo, no sabe o no puede reaccionar.

—Yo soy la Flaca.

—¿La Flaca? —Carmen gira su mirada interrogativa hacia ti.

—Era otro enlace —explicas para que le abra su confianza.

—¿Y Floro? —Silencio.

—Vendrá luego —dices, no es el momento de explicar lo ocurrido.

—Hola, soy Pichi. Nieto de Sam y también soy enlace —Pichi ha comprendido el juego.

La Flaca asume de mil maravillas su papel de cicerone y guía a Clara y Carmen por los rincones de la casa explicando los arreglos que se habían efectuado. Carmen agarra con fuerza tu mano, no quiere desprenderse de ti.

—No sé cómo agradecérselo —dice Clara—. Esta mujer necesitaba amigos y una vivienda que no la hiciesen sentirse sola en el mundo. Estoy segura que irá recuperando la cordura poco a poco.

La Flaca se introduce con Carmen en la cocina, quiere enseñarle el horno y los electrodomésticos que ella misma había elegido. Pichi continúa enredando en el dial buscando la maldita música.

—Pichi, deja de marearnos con la radio y sal para el huerto con los paisanos a tomar una sidra —le espeta Lobedu.

—Joder, ¡qué temperamentu tienen toos ustedes! Pos, ala, que quede enchufá la emisora de los obispos, a ver si nos afogamos toos.

Carmen se queda en la vivienda con la Flaca y la psiquiatra. Los hombres os retiráis al huerto a escanciar unas botellas que ha traído Lobedu para la ocasión.

Todo se encuentra en un equilibrio perfecto: un hato de vacas rumia el trébol en las brañas, el sol se resiste en su pecio a ser devorado por el oleaje de la nubes oscuras, la sidra corre por vuestras gargantas y el silencio se une al orbayu en el espíritu de mujer de todos los valles.

Pichi arroja una piedra a los manzanos y un estruendo de pájaros en desbandada turba la paz del momento.

—Pichi, deja a los pájaros en paz —grita Lobedu.

Tu única preocupación es que Carmen se adapte y que todas las modificaciones no le recuerden los rincones y vacíos del pasado. De repente se oye un grito proveniente del interior.

—¡Socorro! Camilo. ¡Socorroooo!

Es Carmen. Entráis todos en tropel en la casa.

—¿Qué ha pasado? —preguntas a Clara y a la Flaca.

—No sé —dice la Flaca, mientras ves a Clara intentando tranquilizar a Carmen—. Estaba tan tranquila con nosotras y de repente ha comenzado a gritar.

—Acérqueme el bolso —te dice Clara. Se lo entregas—. Sujete a Carmen mientras preparo una inyección.

Lobedu y tú la sujetáis para que no se mueva del sillón en el que la ha sentado Clara y esta le introduce una aguja en el brazo.

—En dos minutos quedará dormida —asegura.

—¿Se puede saber qué ha ocurrido? —preguntas desconcertado a Clara.

—Algo le ha traído recuerdos.

—Pero si se ha reformado toda la casa, nada está igual que antes.

—Algo debió ser que hay que averiguar. Ahora, lo mejor es que todos ustedes se vayan. Déjenme a solas con la Flaca y con ella. De momento es mejor que cuando despierte nos vea sólo a nosotras, ya tendrá tiempo de ir haciéndose al resto.

Obedecéis a Clara, ella es la única que sabe cómo tratar la enfermedad de Carmen.

¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha visto? Allí no está Camilo. Allí no hay nadie, nada más que vosotros, o es que Camilo no era una persona, como tú habías creído, y es una situación, un ambiente determinado, o no es más que el producto de una mente enferma y, en realidad, llevas meses persiguiendo a un fantasma. Todo se amontona en tu cabeza sin solución.

—Tá como una mazorca —exclama Pichi, meneando la cabeza. Pero vio cómo tu mirada se clavaba en él—. Vale, paisa, nun hace falta que me fusile, ya cierru la boca.

En los dos días posteriores, Carmen recobra la cordura. Clara y la Flaca no se separan de ella, la acompañan al pueblo a hacer las compras y se quedan a dormir en la casa. Lo que ha ocurrido, de momento, no tiene explicación.

Y llega el día de ir a ver al empresario Pelayo Rodríguez a Oviedo. Vais sólo Vargas y tú. Al resto, lo que vais a investigar no les conviene saberlo, ni siquiera a Pichi. «Carboníferas del Norte», reza el letrero del inmueble.

—Usted me deja hablar a mí. Este interrogatorio hay que llevarlo con mucha sutileza —te recuerda Vargas, mientras pulsa el timbre de la puerta.

—Hola, soy Luis Yánez, abogado de la empresa. Supongo que usted será el inspector Vargas —un tipo trajeado, grueso, con una mancha de grasa en su camisa, os da la bienvenida.

—Efectivamente, soy Vargas. Y este es el agente Smith de la CIA.

—Pasen, el señor Pelayo les recibirá ahora —os guía hasta una sala de reuniones en la que se encuentra una gran mesa ovalada y un enorme retrato de Franco colgado de la pared—. Fue un detalle por su parte que la entrevista con el señor Pelayo fuera después de que se cerrasen las oficinas, así no hay nadie. Ya sabe cómo es esto, si los empleados supieran que la policía quiere hablar con él, levantarían todo tipo de rumores.

—Nos gusta colaborar con la gente de bien —ironiza Vargas.

—Voy a poner en conocimiento del señor Pelayo que están ustedes aquí —dice el abogado gordinflón.

—Recuerde que el interrogatorio lo llevo yo, aquí hay que emplear mucha sutileza —repite Vargas.

—El inspector Vargas y el agente Smith —dice el abogado al sujeto trajeado que le acompaña, escuálido y con un bigotito que simulaba una fila de hormigas en desfile militar por una pasarela falangista.

—Encantado —dice—. Así que usted es de la CIA. Un gran servicio han dado al mundo en Chile y Argentina. Gracias a su ayuda hemos conseguido terminar con los comunistas del gobierno de Allende.

—También nos ayudan a nosotros —añade Vargas.

—Así me gusta. A ver si terminamos de una vez con todos los rojos y masones que están ocupando los gobiernos del mundo.

—En Chile y Argentina ya se ha conseguido —Vargas sigue animándole.

—Pues sí. Por lo menos allí nuestros intereses en las minas de cobre y plata están a salvo. Y en cuanto alguien se menee, que las militaricen, como se hizo aquí después de la gran cruzada.

—Todo llegará, si Dios quiere —ese es el método de Vargas, darle cuerda para que hable.

—Y querrá, pues ya ha oído usted al Vaticano. La economía del mundo occidental no puede depender de los moros. Con la subida de precios del crudo por la OPEP, hay que explotar nuestros recursos energéticos. Se abre un gran futuro para el carbón y no podemos permitir que caiga en manos del comunismo.

—No caerá, para eso estamos nosotros, para impedírselo —apostillas.

—Si contamos con ustedes todo será más fácil. A ver si nos echan también una mano en España, pues necesitamos poner un poco de orden en la nación. Desde que murió el Caudillo esto va de mal en peor. Pero bueno, ustedes no han venido a que les explique la situación del país, querían saber algo de unos crímenes. Así que pregunten lo que quieran, si les puedo ser de utilidad en algo, aquí me tienen, a su entera disposición.

—Verá, hace unos meses asesinaron a un inspector…

—El terrorismo, otra lacra —interrumpe el señor Pelayo.

—Como le decía, asesinaron a un inspector de policía y estamos sin pistas.

—¿Y en qué les puedo ayudar?

—Ese policía estaba investigando el paradero de una persona. Su investigación le llevó a algún punto que preocupó a cierta gente, por eso lo mataron.

—Pues detengan a esa gente.

—No es tan fácil. A esto se une que otra persona, un delincuente, también buscaba lo mismo y lo asesinaron.

—Abrevie, inspector —interviene el abogado.

—Al asesino del delincuente lo tenemos localizado. Era un tal Jordán.

—Pues caso cerrado —sentencia el abogado.

—Pero… el tal Jordán aparece asesinado.

—Esta conversación no nos conduce a ningún lado. Diga en qué le puede ayudar mi cliente.

—El señor Jordán era miembro de los Caballeros de la Muerte —el rostro del empresario se torna blanco— y el señor Pelayo, aquí presente, fue el jefe de esa organización entre el año 1937 y finales de la posguerra, cuando estaban acantonados en los montes de Asturias y León.

—Mi cliente no tiene por qué afirmar ni corroborar nada de lo que usted dice.

—Queremos saber el nombre de todos los miembros de la organización en aquella época.

—Mi cliente no tiene por qué decir nada.

—Nos interesa quién respondía al nombre de Camilo.

—Mi cliente no tiene por …

—Queremos saber qué pinta en todo esto el general Lozano de la Guardia Civil y el coronel Valdés de la Policía Armada.

—Mi cliente no tiene…

—Queremos las razones por las que se está desviando dinero de ciertos empresarios a cuentas gestionadas por la extrema derecha.

—Mi cliente…

—Queremos los nombres, cantidades y destino.

—Mi…

—¿Quién es el actual jefe de los Caballeros de la Muerte?

—Hagan el favor de salir de aquí —grita el abogado, poniéndose en pie.

Vargas se levanta, extrae su Star 9 mm largo y vacía el cargador sobre el abogado: tres impactos en el abdomen, dos en el pecho, uno en la cabeza y otro en el hombro. El abogado se retuerce, se convulsiona cada vez que un proyectil llega a su cuerpo, cae sobre el sillón con la cabeza hacia atrás y su mirada fija en la araña del techo. Allí queda su cadáver con siete impactos de bala y una mancha de grasa. La sangre comienza a desplazarse por su mano, goteando sobre la madera de nogal del suelo.

—¡Me encanta tu sutileza, Vargas! —exclamas.