26: Un otoño sin sobresaltos

26

Un otoño sin sobresaltos

El señor López y López ha cumplido. Una brigada de albañiles y pinches, una hormigonera y dos camiones con arena, cemento y ladrillos han desembarcado en el solar delantero de la casa derruida de Carmen. Lo primero es reforzar los muros exteriores, después vendría el tejado, ese es el esquema de trabajo.

Pichi y tú, a colocar nuevos postes de vallado alrededor de la finca. Al atardecer, cuando ya no puedes con tu alma, siempre os ayudan los muchachos de la antigua partida, y tú sigues esperando a que Vargas llegase con la noticia de que el antiguo jefe de los Caballeros de la Muerte había regresado.

—Me cagüen… —exclama Kiko.

—¿Qué ha pasado? —preguntas.

—Que libré por los pelos. Fijaos, esta punta oxidada me atravesó la zapatilla y casi se me clava en el pie.

—Es que ese no es calsado para venir a trabajar. Nesesitarías unas botas en condisiones —responde el Andaluz.

—Pichi, toma nota del número de calzado de todos nosotros y mañana compras botas adecuadas —dices.

Pichi comienza a preguntar el número que usan Kiko, Lobedu y el Andaluz.

—Paisa, ¿qué ñúmeru calza?

—El 43.

—Bien, un 44 pal paisa —y lo anota en un trozo de papel que guardó en el bolsillo del pantalón.

—Pichi, dije el 43, no el 44.

—Ahora el que paece fatu yé usté. En botas se añade un ñúmeru más porque siempre se llevan con calcetu gordu.

«En botas se añade un número más», las palabras de Pichi golpean tu cabeza.

—Déjame ver las anotaciones que has hecho sobre el calzado —casi se lo exiges.

—Tenga. Qué carácter, paisa, hasta tiene que supervisar los ñúmerus —allí está el calzado de cada uno ellos. Y, posiblemente, la primera pista hacia el asesino de Floro—. Ah, paisa, dentro d’unos días me tomo unes vacaciones.

—¿Te vas a Hawai? —ironiza Kiko con su eterno palillo en la boca.

—Nun. Voy a Madrid, a ver a una moza.

—Supongo que a Paloma —dices.

—Supone bien, paisa.

Al anochecer todos os desplazáis hasta el lagar de Lobedu y las discusiones se inician sin que nadie diera el toque de salida.

—Creo que si todos uniéramos fuersas y en las próximas elessiones votáramos al PSOE, conseguiríamos expulsar del aparato del estado a todos los elementos fassistas —asegura el Andaluz.

—Claro. Y si todos uniésemos fuerzas y votáramos al PCE, a lo mejor caminábamos hacia el socialismo —remata Kiko—. Pero tú que te crees, que la gente va a renunciar a votar según nuestra ideología para que gane el PSOE.

—No es eso —se justifica el Andaluz—, lo que quiero desir es que dispersar el voto de la izquierda no es bueno.

—¡Cagüen mi madre! Como si el PSOE fuera de izquierdas —otra vez Kiko a la carga.

—Por cambiar de tema, que siempre andamos con lo mismo —intervienes—. Me dijeron los policías que investigan el asesinato de Floro, que al repasar su vida, comprobaron que lo habían ascendido a vigilante en el pozo sobre el 51. ¿Vosotros sabíais algo?

Los tres se miran, Kiko se encoge de hombros y dice:

—Me parece que la vida le comenzó a ir muy bien cuando desaparecimos de las montañas.

—¿Qué quieres decir con eso? —interviene Lobedu.

—Nada. Saca tú mismo las conclusiones: nosotros desaparecemos, a él lo ascienden en la mina; el Maquis se termina en Asturias, él se levanta una casa con un solar enorme al lado; nosotros vagamos por Europa muertos de hambre, él se queda aquí rodeado de todas las comodidades…

—Si le estás acusando de algo, lo mejor es que lo digas —sentencia Lobedu—, o cierra esa bocaza y no llenes de mierda su memoria.

—Vale, vale —Kiko de nuevo—. No vuelvo a hablar de ello, pero que quede claro que hay algo en su vida que no me gusta.

—Siento haber sacado la conversación sobre lo que me dijo la policía de Floro… —Lobedu interrumpe tu excusa.

—Eso es lo que quiere la policía, que nos dividamos, que desconfiemos de los compañeros. Todo es una sarta de mentiras.

—Dejémoslo —intentas poner paz—. Quería preguntaros si conocéis a algún abogado bueno, que esté de nuestra parte, para que me ayude a conseguir la autorización y poder localizar los restos de mi hermano.

—Había uno muy bueno que estuvo con Marselino Camacho y Juanín encarselado en Carabanchel con lo del proseso 1001. ¿Cómo se llamaba? —es el Andaluz.

—Ya sé quién dices, pero ese no le sirve. Si fuera para cuestiones laborales, sí, pero para lo que quiere el Mayor hay que buscar uno del valle —asegura Kiko.

—Y el hijo de… —Lobedu no deja terminar la frase al Andaluz.

—Ya sé, Laura. La nieta de Berna.

—¿Berna, el de Peña Mayor? —preguntaba el Andaluz.

—El mismo —Lobedu dirige su mirada hacia ti y comienza a explicarte—, al que asesinaron en Peña Mayor con otros 22 y arrojaron sus cuerpos al Pozo Funeres. Ella es abogada y se ha introducido en una especie de guerra contra las autoridades: recuperación de la memoria, lo llama. Quiere desenterrar el cuerpo de su abuelo junto con el resto de gente que yace en fosas comunes.

—Por una ves tengo que dar la razón a Lobedu —asegura el Andaluz—. Es la persona idónea para ayudarte.

—¿Dónde la puedo encontrar?

—No tienes pérdida. Vete hasta Sama y en la calle Dorado verás su placa.

No pierdes el tiempo, es lo único de lo que andas escaso. Al día siguiente a primera hora te presentas en su despacho de la calle Dorado, es fácil de localizar: es la única mujer con placa en toda la calle. Tocas el timbre de un primer piso. Una muchacha que no alza más de veinticinco años, con pantalón vaquero, camisa verde, cabello corto y ojos enormes, abre la puerta.

—Buenos días, preguntaba por Laura, la abogada.

—Soy yo. Pase.

Te conduce hasta un pequeño cuarto que hacía las veces de despacho. No hay nadie más, es posible que aún sea demasiado pronto.

—Usted dirá qué se le ofrece.

—Me han informado de que usted está en cierta organización para localizar fosas comunes en las que fueron enterrados anónimamente represaliados del franquismo.

—Efectivamente, «en busca de los nuestros», la pensamos llamar, cuando nos autoricen.

—Si yo quisiera que me localizara dónde enterraron a un familiar, ¿qué debería de hacer?

—En principio, aportarme toda la documentación que tenga. Después, algún familiar me tendría que firmar los poderes y yo me pondría a trabajar. ¿De quién estamos hablando?

—De Tuco —y le colocas encima de la mesa todas las copias de los periódicos de la época en las que se daba cuenta de su muerte, así como la documentación que posees sobre su inscripción en el registro civil.

—Un guerrillero… —se queda mirando todos los documentos que le llevas—. Será difícil dar con él, ya sabe que a los maquis, como a los suicidas, se les enterraba sin inscripciones, pero algo habrá en algún armario guardado bajo llave.

—¿Cuánto cree que tardará?

—Huy, no sea tan optimista. Si las autoridades colaborasen, a lo mejor sólo era cuestión de unos días. Pero en este momento hay que bregar contra ellas. Igual transcurren veinte años y seguimos sin saber nada.

—No tengo tanto tiempo.

—Pues es lo que hay. De momento somos muy pocos en la asociación, pero cada día van entrando más. La unión y la presión harán que las autoridades tomen conciencia.

—De acuerdo, ¿cuánto son sus honorarios?

—Nada. Haga usted un donativo a la asociación, con eso bastará —recoges la tarjeta que te entrega, en la que indica los datos que necesitas para hacer la transferencia.

—Por curiosidad, ¿hay mucha gente interesada en recuperar a sus familiares?

—Buf, cómo se lo diría. Hay una cierta rebeldía frente al silencio y la sepultura de la memoria, pero sólo en la tercera generación —enciende un cigarro, como para darse tiempo, y prosigue—. En la segunda se ha dado la autorrepresión… y hasta el olvido. Es extraño que los hijos de los desaparecidos no quieran saber nada de sus padres, cuando ellos fueron niños perdidos.

—¿A qué se refiere con niños perdidos?

—¿Que por qué les llamo perdidos? ¿Cómo quiere que les llame? —Da otra calada al cigarro. Expulsa el humo hacia el techo, esperando que respondas a sus preguntas, tu silencio la anima a seguir hablando—. La mayoría murió de frío, hambre o enfermedades. Los que sobrevivieron nunca tuvieron la educación que desearon sus padres. Y los que no desaparecieron, llenaron trenes de mercancías que los trasladaron a prisiones. Pero hoy, siendo ya adultos, es como si no quisieran saber nada de la ideología de sus padres porque consideran que esas ideas los convirtieron en perdedores.

—¿Usted ha leído a Kafka? —te mira extrañada.

—¿A qué se refiere?

—Nadie mejor que él definió esa situación: Kafka sugiere que cuando un individuo se ve amenazado por fuerzas desconocidas que no alcanza a comprender y se hallan fuera de su control, generan en él angustia, frustración y un sentimiento de culpabilidad.

—¿Cree que eso fue lo que le ocurrió a la segunda generación?

—Eso, o algo parecido.

—¿Dónde le puedo localizar si tengo algún dato?

—En La Felguera, pensión de La Flaca.

El otoño se acerca y devuelve a las montañas la milenaria soledad sin que pierdan el verde de sus laderas, ni las vacas en las brañas altas, aunque los rebaños ya no suban tan a menudo como lo hacía la bruma a las cumbres. Tú sigues caminando, no sabes hasta cuándo. El anhelo de ver la casa terminada y poder entregársela a Carmen, la espera de noticias por parte de Vargas, el deseo de encontrar a Camilo, es decir, la ceguera del deber instalada en tu alma, generan adrenalina suficiente para que sigas en pie hasta sin fuerzas.

«Un otoño caliente», pronostican los medios de comunicación. «Una muestra más de la debilidad del gobierno», sentencian los sectores conservadores. «Estamos ante una crisis revolucionaria», sospechan los jóvenes en las barricadas. «No hay condiciones, no hay condiciones», les gritan desde la izquierda moderada. Pero, fuera como fuese, en el llano no se percibe la quietud de los montes. Y huele a pólvora y sudor rancio, a gases lacrimógenos y aceite quemado, a humo denso de caucho calcinado y chispas en el aire, a multitud y grilletes quebrados, a palabra y esperanzas terrenas.

Las imágenes en blanco y negro que escupe la televisión del chigre hacen sospechar que el resto de las calles de todas las ciudades del Estado viven situaciones parecidas.

Y la vida en la sidrería Adela sigue casi igual.

—Ha comenzado una huelga —dice el muchacho que siempre lleva el periódico Combate.

—¿Por qué? —pregunta uno de la barra. El muchacho se encoge de hombros.

—Es una huelga de silencio —asegura el del Mundo Obrero.

—Estas huelgas de silencio son una estupidez, los de Comisiones Obreras están locos —sentencia el muchacho que llevaba El Socialista—. Cuando preguntas por qué es, todo el mundo se encoge de hombros, nadie sabe el porqué. Las huelgas hay que hacerlas por algún motivo.

—No estoy de acuerdo —replica el muchacho del Combate—. Una huelga de silencio significa el poder obrero por antonomasia. Se hace huelga y ya está, aunque no existan motivos aparentes, si los hay subyacentes. Así el fascismo comprenderá que estamos preparados para cualquier reacción por su parte. Además, sirven para preparar a la gente para la huelga general política.

—Lo que hacen es desgastar a la gente e inquietar a los militares —dice el del Socialista.

—Pepín, pon otra sidra —dice el del Mundo Obrero—. A Pepín esto no le preocupa. Él sólo a acumular dinero.

—Hasta que nos pongamos en huelga y dejemos de venir a la sidrería: huelga de sidra, se podría llamar —expone el del Combate—. Entonces, Pepín se aliaría con los fascistas y militares y nos darían un golpe de estado para obligarnos a beber sidra. Con lo facha que es él y su familia, estoy seguro de que haría eso.

—¿Qué mi familia es fascista? —Pepín se encara con los tres.

—¿Lo vas a negar ahora? Si tu abuelo inventó el yugo y las flechas.

Pepín asciende deprisa las escaleras hasta la vivienda y baja con el cuadro que te había mostrado unos días antes.

—Babayus, mirad —y les muestra el cuadro—. Aunque mi abuelo fue falangista, mi tío Andrés Rivera fue un oficial de la República.

Silencio. Sospechas que los tres muchachos sin rostro no se esperaban que Pepín hubiese tenido algún familiar que luchara en el bando perdedor y, menos, que lo mostrara con tanto orgullo.

—Déjame ver la foto —dice la Flaca, que se ha levantado de su asiento—. Esta es tu tía Adela, la que no se hablaba con tus abuelos, y este, ¿quién es?

—Su marido, Andrés Rivera, teniente de la Guardia de Asalto de la República —nunca has contemplado a Pepín diciendo algo con tanto orgullo.

—Ya —exclama la Flaca pasándose el pulgar por el labio y devolviéndole el cuadro a Pepín.

—También hubo rojos en mi familia, para que os enteréis —y Pepín se pierde por las escaleras de acceso a la vivienda henchido como un pavo.

La Flaca se acerca a ti, sus labios casi rozan el lóbulo de tu oreja y dice:

—Cazurro, le quedaba muy bien el uniforme.

Una tarde de octubre, cuando el sol cae detrás de los hayedos y el valle se satina del humo de las chimeneas, colocáis el último poste de la cerca del enorme huerto que rodea la casa de Carmen y llega Vargas.

—Ultime lo que esté haciendo porque nuestra pieza llega de Chile dentro de quince días.