2: Un sospechoso

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Un sospechoso

Apenas has dormido, al igual que todas las noches desde hace cuarenta años. Demasiados muertos llegan a tu mente. Y tienes miedo de que el sueño se apodere de ti, repitiéndose la misma pesadilla: te encuentras solo, en mitad de la nada; hay montañas alrededor, llenas de cadáveres de amigos que se amontonan por doquier, y tú les preguntas por el sentido de la vida, pero no obtienes respuesta. No es un cementerio, ni un tanatorio, son los valles que se han transformado en una gran sala de interrogatorio.

El viaje se termina. Arrojas agua al rostro y por encima del cabello, no necesitas peine, tus dedos se encargan del toque preciso. Pantalón y camisa arrugados. Tokarev al cinto, chaleco y americana en perfecto estado de revista. Todo en su sitio, sólo falta el sombrero. Debes ir hasta la puerta del vagón antes de que se despierte el charlatán compañero de viaje, conversar con él es el último de tus deseos.

Madrid. Estación Norte. No esperas a que el tren se detenga, nada más que ha disminuido su velocidad, al entrar en el andén, has saltado. Bajar de los trenes en marcha, otra de tus especialidades. Llevas muchos años, demasiados, saltando sin que la locomotora detuviera su marcha. Pero ahora es distinto, tus rodillas crujen, duelen, ya no eres el mismo. ¿Por qué no me hiciste caso? Deberías haberte quedado en casa disfrutando de una merecida jubilación. No me respondas, ya sé la respuesta.

Es la primera vez que estás en Madrid, tal vez sea una buena oportunidad para conocerlo, pero luego rechazas esa opción. No estás aquí para hacer turismo. Has venido para recopilar información.

Coches negros con franjas rojas, los taxis de Madrid. Sólo los habías visto en fotografías. Subes al primero de la fila.

—Lléveme a la calle Jerónima Llorente, a la altura del 76.

El taxista extrae un callejero de su guantera y lo consulta. No tiene prisa en localizar lo que has pedido, él ya bajó la bandera. Arranca.

Introduces la mano en el bolsillo del pantalón, palpas la bolsita que te ha acompañado por medio mundo, la aprietas con fuerza. Sólo ella ha sido capaz de cargar de energías tus miembros cuando creías desfallecer. Es el último recuerdo que os pudisteis llevar, un puñado de tierra de España, de los montes de Asturias y León.

Y llegasteis a Francia en el 51. Una Francia sin De Gaulle. Qué lejos quedaba aquel homenaje a los guerrilleros españoles que le habían ayudado a liberar París: Guerrillero español, en ti saludo a tus bravos compatriotas, por vuestro valor, por la sangre vertida por la libertad y por Francia. Por tus sufrimientos eres un héroe francés y español, declaró a los cuatro vientos, pero después reconoció al régimen de Franco olvidándose de vosotros. No erais más que estorbos. Unos simples refugiados que ya no le servíais para nada.

Te conozco muy bien, no eres de los que se asienta donde no eres grato. Por eso cargaste de nuevo tus alforjas.

Inclinas la cabeza hacia atrás, cierras los ojos y regresa todo: te ves atravesando Europa solo, sin dinero, sin comida, sin armas. Cruzaste el Berlín ocupado y dividido, su muro no era nada cuando se ha sobrevivido en las montañas. Después, Polonia: trenes de carga de los que te expulsaban, caminos por los que no podías transitar sin arriesgarte a un arresto, confidentes jurando que eras un enemigo. Seguiste adelante y penetraste en la URSS.

Llevabas las señas de paisanos tuyos que desde el 39, hacía doce años ya, se habían integrado en un nuevo mundo o por lo menos habían huido del infierno del que tú llegabas. Te acogieron como a un superviviente de una catástrofe: ofreciéndote comida, alojamiento y buscándote un medio de sustento. Pero lo único que conocías era la guerra de guerrillas, conocimientos que ya no eran necesarios, y el interior de las minas. Mina Obukhovskaia, en Zurevo, fue tu destino.

Debes apartar los recuerdos, ahora sólo importa el presente.

El capitán y el sargento que dirigían la batida en la que asesinaron a Tuco se encuentran en Madrid. Los tienes localizados, has hecho los deberes.

Sargento Gonzalo Flores Martínez, ascendido a sargento primero en el 52, por méritos —decían—. Brigada en el 60 porque el ascenso le correspondía por antigüedad. Herido en una pierna por impacto de bala: Bilbao, año 1970. Jubilado con honores por heridas en acto de servicio. Desde entonces, lleva siete años dedicados al alcohol. Y tú, veintiséis esperando este momento. El taxi te deja a la puerta de su casa.

—Espéreme —le ordenas al taxista.

—¿Cuánto he de esperarle? —pregunta, con su mano en el taxímetro. Le entregas quinientas pesetas.

—Lo que digan estos números.

—De acuerdo —sonríe al recoger el billete—. Tómese su tiempo, amigo.

El portal está abierto, lo aprovechas. Unas breves escaleras, y te incorporas a un descansillo en cuya pared se encuentran los buzones. Los ojeas. Vive en el sexto derecha, solo. Si carece de familia, eso también facilita mucho la labor —piensas—. De repente, una voz femenina te aleja de tus reflexiones.

—¿Busca a alguien? —giras despacio la cabeza. No hay peligro, es la portera.

—Buscaba al señor Gonzalo Flores, para saludarle.

—Ah —exclama extrañada—, pues no le encontrará en casa —responde con una sonrisa que ilumina su cara redonda.

—¿Sabe si tardará mucho en regresar?

—Depende —sigue su sonrisa, a la que añade un rápido encogimiento de hombros.

—¿De qué depende?

—De la prisa que tenga hoy en pillar la borrachera —su sonrisa se eterniza.

—¿Y dónde lo puedo encontrar?

—No tiene pérdida: en el bar de enfrente. Siempre está ahí, bebiendo y echando dinero a las máquinas.

Le das las gracias y emprendes el camino hacia el bar, pero aún le queda a la portera una solicitud por formularte.

—Usted parece una persona importante —tal vez lo ha dicho por el traje, por el tono de voz, por el sombrero o por tus solemnes cabellos blancos, en realidad no sabes el porqué, pero le prestas atención—, un jefazo. Si fuera capaz de llevarse del bloque al señor Flores, todo el vecindario le quedaría agradecido.

Un vecino incómodo. Eso te beneficia. Si lo tienes que matar, nadie preguntará por él.

Bar Marcelo. Entras. Te habían hablado de la suciedad de ciertos bares de Madrid, pero de su olor a cerveza y gamba revenida, nadie reveló nada. Miras el suelo lleno de cáscaras de mejillones, cabezas de gambas enanas, palillos, servilletas y alguna patata pisada.

—Cañita, refresco, vino… —recita el señor de camisa blanca y pantalón negro, con una servilleta al hombro, que está detrás de la barra.

—Una caña, por favor —respondes.

—Tenemos gambas, patatas, oreja, calamares…

—Gracias, pero no me apetece. Me dijeron que aquí podría encontrar al señor Gonzalo.

El camarero señala con su índice la mesa del fondo, y grita:

—¡Gonzalo, tienes visita!

Es un hombrecillo delgado, más o menos de tu edad, sin afeitar, con un jersey raído, que calza unas deportivas baratas. Alza la mirada, dejando de contemplar las burbujas de su cerveza.

—¿Brigada Gonzalo Flores Martínez?

—¿Quién pregunta por él? —su voz suena pastosa.

—Soy el teniente coronel Dalmancio —otra identidad falsa en tu vida. Se pone en pie, disimulando el exceso de copas, le ofreces tu mano y él extiende la suya.

—A sus órdenes, mi teniente coronel —responde de forma marcial.

—Siéntese, por favor —solicitas, y él, como buen soldado, obedece. Colocas tu cerveza al lado de la suya y tomas asiento—. Tal vez se pregunte cuál es el motivo de mi visita —abres la carpeta en la que has guardado los recortes de prensa de entonces, quieres que los lea, que vea su nombre subrayado—. Verá, desde la Dirección General, se me ha encargado que investigue la vida de todos los héroes de la Guardia Civil que lucharon en las montañas contra los bandoleros. Más o menos desde el final de la guerra civil hasta que por fin se terminó con aquella lacra social.

—¿Y qué se pretende conseguir con eso? —pregunta extrañado, al mismo tiempo que de un sorbo largo termina su cerveza. Le hace un gesto al camarero indicándole que acerque otra.

—El objeto del estudio es valorar el esfuerzo de los hombres del Cuerpo que entregaron su vida cumpliendo con su deber. Y de todos aquellos que jugándose el pellejo, consiguieron terminar con el bandolerismo.

—Con mis respetos, mi teniente coronel, ¿usted cree que de verdad terminamos con ellos? —pregunta, mientras su mirada se pierde en el ascenso de las burbujas de la cerveza que le han colocado delante.

—Creo que sí, la historia lo atestigua —respondes intrigado.

—La historia, ¡valiente puta! —exclama, y da un trago a la cerveza. Su mirada regresa a las burbujas.

—No le entiendo.

—Verá, yo he estado en las Vascongadas, o el País Vasco como se llama ahora… Je —sonríe, y eleva su mirada hacia tus ojos—, «el síndrome del norte», lo llaman. Pero usted ya lo sabe, mi teniente coronel.

—No entiendo qué relación tiene eso con…

—«Síndrome del norte», ¡qué risa! Lo que era un verdadero horror era estar en las montañas persiguiendo maquis…

—Bandoleros —aseveras, no quieres que te descubra por el lenguaje.

—No, mi teniente coronel, nunca fueron bandoleros. Eso fue una mentira que nos inventamos para poder conseguir el apoyo de las gentes de los pueblos. Ellos eran guerrilleros, maquis. Así hay que llamarles, al enemigo siempre hay que tenerle un respeto —otro trago, y otro gesto al camarero. Debes impedir que beba tan deprisa, ebrio no te servirá de ayuda.

—Prosiga, por favor.

—Aquello sí que fue un infierno: pueblos enteros en los que no te hablaba nadie, que te insultaban a la espalda, que te mataban a navaja si ibas solo. Lugares en los que respirabas el desprecio. Donde las chicas no querían hablar contigo y, si las piropeabas, te escupían. Nos rodeaba el silencio que precedía a la muerte. Ser guardia civil era sinónimo de enemigo. Eran veinticuatro horas sintiéndote escoria… —un breve silencio y su mirada regresa a las burbujas. Necesita el alcohol para hablar y las burbujas para sentirse acompañado—. Y luego llegaba la noche, y no podías dormir. Pero lo peor era soñar, siempre la misma pesadilla: me veía rodeado de cadáveres y resucitaban, y venían hacia mí, preguntándome: ¿por qué? Y no tenía respuesta.

Es el mismo sueño que tienes tú, pero al revés: a él, son los muertos los que le preguntan, y no tiene respuesta; y tú les preguntas a ellos, pero sólo obtienes su silencio.

—Le entiendo —dices, para conseguir su acercamiento. Y extraes una de las copias de la carpeta—. Aquí le citan a usted, como jefe de un pelotón. Fue el primero que llegó hasta donde se había hecho fuerte este bandolero, el Tuco. Es un suceso que considero de gran valor, por eso quería hablar con usted. Según mis investigaciones, a partir de este acontecimiento, los forajidos fueron desapareciendo de los montes de Asturias.

—No es cierto —otro trago—. Eso es del 51, y los maquis comenzaron a tener su final hacia el 48, cuando el infiltrado que teníamos en sus filas remató su trabajo. El mérito fue suyo.

No le prestas atención, todo lo que ha comenzado a narrar ya lo conocías, porque lo sufriste. El infiltrado, el Francesito, como le llamabais, os sedujo con la compra de armas a la República Francesa, y se introdujo en vuestras filas. Pocos sospecharon de él, pero el que tenía muy claro que era un traidor era tu jefe de guerrilla, Lobedu. Por eso aún estás vivo. De aquella felonía cayeron casi todas las partidas: primero en La Franca, sus montes de eucalipto eran idóneos para las emboscadas; luego vinieron Infiesto, Monte Goya, hasta la matanza de Santo Emiliano. Quedasteis vivos muy pocos. Pero los de la partida de Santa Bárbara, aún seguisteis combatiendo, hasta lo de Tuco.

—¿Fue el Francesito el que les alertó del lugar en el que se encontraba Tuco?

—No, mi teniente coronel. El Francesito no se pudo utilizar desde que liquidamos a los maquis de Santo Emiliano, estaba ya quemado. Era otro confidente que tenía el capitán, pero le alertó de la huida de la partida de Lobedu con un error de casi una hora —¡una hora!, el espacio de tiempo que os salvó.

—Pero en toda esa búsqueda de bandoleros, la prensa sólo le nombra a usted por este episodio de la captura de Tuco —interrumpes su relato, no te interesa lo que pueda manifestar, tú conoces mejor que él lo que ocurrió—. ¿Qué me puede decir?

—Que lo que dice la prensa es mentira —asegura con rotundidad, terminando la cerveza—. Cuando llegamos, el Tuco ya estaba muerto. Fue una mentira que se inventó el capitán, para ganar méritos.

—Un capitán que ahora es coronel —utilizas los datos actuales que posees sobre él—, y dentro de poco será general —quieres explotar su ira, o su rencor, o las dos cosas, por eso se lo cuentas.

—Ya ve, ¡qué ironía! —hace un gesto al camarero para que le traigan otra caña—. Hoy es un fiel servidor de la democracia, ayer era un matarife de demócratas. Su mentira tenía un objetivo: justificar por qué no fuimos capaces de capturar a una de las últimas guerrillas que operaba en los montes. Y la única razón se encontraba en que la información que teníamos nos llegó tarde y resultó errónea.

—¿Si ustedes no fueron, quién mató a Tuco? —no deberías hacer esas preguntas tan directas, puede colocarse a la defensiva.

—Ni lo sabíamos, ni nos importaba —no le han servido la cerveza, por eso ya no mira las burbujas, se limita a contemplar la espuma pegada en el vaso vacío—. Yo creo que debió ser uno de ellos, porque vimos cómo un maquis salía de la casa y emprendía el ascenso por la montaña. El capitán le disparó, pero creo que no le llegó a alcanzar —ese no era el asesino, eras tú, huyendo como un rayo montaña arriba, pero no se lo vas a decir. Y sí te alcanzó la bala, en el tobillo derecho. Acaban de presentarte al causante de tu cojera.

—Aquí, en las fotos, se observa un disparo en la nuca. ¿No le resulta muy raro que un fugado disparara para alertarles a ustedes? ¿No vieron bajar a nadie desde aquella caseta?

—Sí. Los que salieron, y que encontramos en la falda de la montaña, eran de la contraguerrilla —sigue hablando, te repites, ya estamos más cerca del asesino—. Pero yo no les conocía, sólo se relacionaban con el capitán, ya sabe, nosotros éramos chusma, clase de tropa.

—Tengo la sensación de que usted no quiere que le mencione en mi informe para la Dirección General, como uno de los miembros de nuestro benemérito Cuerpo que posibilitó el fin de los bandoleros —da un trago a la nueva cerveza.

—Acertó, mi teniente coronel. Sólo quiero olvidar aquello y dormir tranquilo, sin muertos, sin preguntas. No le pido nada más a la vida.

—Respetaré su deseo. Una última pregunta: aquí han escrito que la mujer del Tuco, una tal… —simulas un despiste, como que no conoces su nombre y vas a comprobarlo—. Aquí está, Carmen Llaneza. Dicen que se volvió loca al ver el cadáver de su marido y que…

—Mentira, otra mentira —deja las burbujas y te mira—. ¿Se da cuenta? Estamos rodeados de mentiras.

—Entonces, ¿qué ocurrió? —preguntas intrigado, y estás seguro de que lo va a decir, lleva muchos pecados en su alma y se ha impuesto su particular penitencia, pero necesita que alguien le dé la absolución. No vas a ser tú, eso lo tienes claro.

—No soportó los interrogatorios.

—¿La torturaron? —mira desconcertado, preguntándose: «¿qué pregunta es esa, viniendo de un teniente coronel? ¿Tú nunca has interrogado a nadie durante el régimen?», te espeta con su mirada.

—¿A usted qué le parece? Pero mis respetos por la señora, no delató a nadie.

Le invitas a una copa de whisky, y le das tres billetes de mil pesetas al camarero para que se cobre la ronda.

—Son sólo trescientas. Le sobra mucho —manifiesta el barman, sin quitar los ojos de los billetes.

—No, no sobra nada. Quédese usted con el cambio, y le va poniendo copas de whisky a mi amigo hasta que se termine el dinero.

—Pero… —el camarero está desconcertado ante lo que le has dicho, mira de nuevo los tres billetes—. Aquí hay para más de quince copas.

—Póngaselas. Seguro que las necesita. No quisiera marcharme sin preguntarle —dices, dirigiéndote de nuevo al exsargento—, si usted, en alguna ocasión, llegó a pensar si su pesadilla era el producto de sentirse utilizado para construir una patria sobre cadáveres.

—Todos los días y todas las noches, mi teniente coronel —de un golpe termina el whisky. Sonríe, mira la copa vacía—. Je, ¡las patrias!, ¡las banderas!, los mayores asesinos de la humanidad —la canción que suena en la radio del bar capta tu atención.

La vallas de las fronteras

se pintan negras de mohosas…

Banderas al viento

engaño de pájaros bobos…

Le has ayudado en la penitencia, pero él necesita el perdón. Eso no está en tu mano, tú sólo perdonas aquello que eres capaz de olvidar. Y lo que ocurrió, no lo has olvidado. Él tampoco, por eso no tiene respuesta a las preguntas de los muertos y tras sus párpados siguen escondidos los fantasmas.

Le dejas con sus pesadillas y sus whiskys. De lo que ha dicho, has confirmado lo que ya sabías: existía un confidente, pero la información que les facilitó sobre vosotros fue errónea o a destiempo, eso os salvó; la contra pudo ser la causante del asesinato de tu hermano; y a Carmen la torturaron.

Alguien tiene que pagar por ello.

El siguiente paso: ir en busca de un capitán, jefe de aquella batida por los montes, y que hoy es coronel, a punto de ascender a general.

Destinatario: Agente N.º 987-A.

Asunto: Operación Midas.

Carácter del documento: Confidencial.

Camarada Andrés:

Tu dimisión quedará guardada en un cajón de mi despacho. No la cursaré hasta que no conozcamos el resultado de ese descenso voluntario hacia el infierno, en el que te embarcas. He cursado las órdenes oportunas para que nuestra red de contactos en España te facilite todo el apoyo logístico y de intendencia que pudieras necesitar.

Nuestros agentes en España nos han informado del comienzo de la Operación Midas: movimiento incontrolado de capitales hacia ciertas cuentas bancarias en poder de los sectores más reaccionarios del régimen y de medios de comunicación que les son afines. El destino de ese dinero puede ser la financiación de un posible golpe de Estado contra el gobierno. La CIA está al corriente y el grupo de Países No Alineados también lo estamos. Sospechamos que a la KGB no le es desconocido. Tu enlace será el agente 66-B, responde a la clave de Némesis. No le busques, él te encontrará.

Aunque sé que sólo te interesa localizar a tu mujer y a tu hijo, y dar caza al asesino de tu hermano, y que ya consideras que no estás a mis órdenes, te rogaría que aceptases esta última misión.

También fue un placer trabajar contigo.

Belgrado, a 12 de mayo de 1977 Fdo: Nicolai Chejav Director General.

P. D. Ah, si te creías duro, espera a conocer a Némesis.