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El retorno
Al igual que las víctimas del azar y el destino, regresas cubierto de heridas: las del amor, las de la muerte y las de la vida, como las enumeró el poeta en una trinchera olvidada.
Gare d’Austerlitz, París. Otra estación en tu vida. Otro cruce de caminos, posiblemente el último.
Los médicos te han pronosticado un año de vida. Debemos comenzar con una terapia agresiva contra su cáncer, sentenciaron. Pero ni siquiera les escuchaste. Lo único que consiguieron fue señalarte el plazo del que disponías para saldar una deuda con la historia. Y, cuando todo termine, no sabes si irás al cielo o al infierno, pero tienes muy claro que lo harás desde las montañas.
Votre attention, s’il vous plaît! Le train express à destination de Madrid, va partir dans dix minutes, voie quatre, quai trois numéro trois.
No llevas más que tu sempiterna maleta con ropa limpia, tus útiles de aseo personal, un libro, la radio, el birrete y la sotana. ¡La sotana! Prometo no contarle a nadie las múltiples utilidades proporcionadas por esos hábitos.
Es poco equipaje, pero lo que has aprendido de la vida y de la muerte es que, para caminar, basta con lo imprescindible. Y así, si alguien quiere darte caza, poder arrojarlo todo al precipicio, sin un llanto y sin que nada detenga la huida.
La Tokarev TT-33 va siempre al cinto, nunca en la maleta, porque no es equipaje, sino una prolongación de ti.
Voiture 4, Place 2, Wagon Lit 1. Revisas el billete por última vez.
Le train express à destination de Madrid, Príncipe Pío, va partir dans quelques instants.
Tus continuos viajes a Francia han permitido que el idioma no sea un obstáculo como ocurrió en el 51 cuando atravesaste la frontera. Compruebas el pasaporte, demasiados visados en los últimos años. Llegas al departamento segundo y dejas la maleta encima de la litera.
Comienza a anochecer. Pasado mañana surgirá la luna nueva, la prófuga, la de los invidentes. Hoy sólo es una escuálida ce en el cielo que danza alrededor de la cúspide de la Tour Eiffel cuando el tren emprende su marcha. Dos estrellas ingenuas se escabullen en la piel azul y negra de las noches de la Galia. Sigues rastreando el firmamento, esperando una señal que nunca ha llegado. Dios sigue ajeno al mundo.
—Bonne soir —hace su aparición tu compañero de viaje, un señor grueso y calvo, que jadea como resultado de la carrera que ha emprendido para subir al expreso. Lleva un traje de saldo y zapatos negros cubiertos de polvo.
—Bonne soir —respondes, mientras contemplas su intento de colocar las dos pesadas maletas en la rejilla del reposabultos, sin mucho éxito—. Est-ce-que je peux vous aider? —dices, agarrando una de ellas y elevándola hasta su ubicación.
—Vous êtes de nationalité espagnole ou française? —pregunta en un francés chapurreado. Luego, no existe duda, él es español.
—Español.
—Ah, qué alegría me da usted. Me llamo José, Pepe para los amigos —extiende la mano, y tú correspondes, pero no das tu nombre—. Por fin puedo hablar en mi idioma. Llevo quince días de la Ceca a la Meca por París, y sin poder hablar con un compatriota. Es que yo soy viajante de embutidos, ¿sabe usted? Y mi empresa quiere introducir los chorizos y el jamón en Francia, a cambio, nosotros vamos a vender sus vinos en España. Aunque yo pienso que nuestros vinos de la Rioja y de la Ribera del Duero son muy superiores a los suyos…
No frena su discurso, parece una Thompson disparando sin piedad, pero no le prestas atención. La gente que habla sin control nunca ha sido de tu agrado. La lengua, siempre un paso por detrás del cerebro: una enseñanza más de tus montañas.
—Usted, ¿qué está, de turismo? —pregunta de repente tu vecino, pero sabes que le da igual la respuesta. Es un ser inofensivo, incluso le puedes decir la verdad.
—No. Es que me han jubilado.
—Ah, pues no parece usted tan mayor. Yo le había calculado unos cincuenta y pico.
—Cumplí sesenta y cinco el mes pasado —¿por qué no has mentido? Estás incumpliendo tu código: los años sólo interesan a la policía.
—Pues no los aparenta. Se conserva usted muy bien. Debe ser el pelo. En cuanto se pierde, uno parece mayor. Fíjese en mí, no tengo cincuenta y da la impresión de que soy su padre. Ah, y la gordura también incrementa los años. Usted se conserva delgado, en forma, como se dice ahora. Pero míreme a mí. ¿Dónde voy yo con esta barriga? El mes pasado quise apuntarme a un gimnasio que abrieron al lado de mi casa, pero no tengo tiempo, ¿sabe usted? Es el trabajo, que…
Extraes el aparato de radio de la maleta y lo depositas encima de la litera. Pausadamente, sin prestar atención a las peroratas de Pepe para los amigos, vas quitándote la americana y, en un descuido de tu acompañante, envuelves la Tokarev en ella y la depositas rápidamente debajo de la almohada. Aflojas la corbata y la cuelgas, doblada por la mitad, en una percha que más bien parece un clavo hundido en el marco de la puerta. Te quitas los zapatos y los guardas debajo de la litera. Dejas los calcetines puestos junto al pantalón y la camisa. Suficiente.
—Yo, cuando duermo en la litera de un tren, siempre me quito todo. Duermo sólo con los calzoncillos y en camiseta, me quito hasta los calcetines. Se duerme más cómodo, ya que… —tu parlanchín amigo aprovecha cualquier excusa, y a veces ni la necesita, para continuar hablando.
Te tumbas en la litera y colocas la cabeza sobre la almohada, y pasas ligeramente la mano por debajo de ella asegurándote de que la pistola tiene el seguro puesto. Notas cómo tu mano tiembla, ya no eres el mismo, la edad, la enfermedad, o las dos juntas, han ido haciendo mella.
—Perdone, ¿cómo me dijo que se llamaba?
—No se lo dije.
—Ah, claro, es que yo no se lo pregunté. Me suele ocurrir muy a menudo, comienzo a hablar y al cabo de un rato me doy cuenta que no he preguntado a los que me escuchan… —a los que te oyen, amigo, porque escucharte no te escucha nadie, piensas.
—Si hace el favor, cuando termine de desvestirse y vaya a tumbarse, apague la luz —dices, esperando que entienda que no tienes ningún deseo de que siga hablando.
—No se preocupe. La luz se puede apagar ya, porque al apagarla se enciende esta otra luz azulada que permite ver sin problemas, pero que no molesta para conciliar el sueño. Lo sé porque viajo mucho en este tipo de trenes y…
—Espero que no le moleste, pero suelo dormirme con el sonido de la radio pegado a mi oreja —dices, para que vaya cerrando la boca y te deje en paz, pero ni así detiene el remolino parlanchín.
—No se preocupe. Yo tengo un sueño muy pesado, tiene que caer una bomba para que me despierte. Fíjese que el día que mataron a Carrero Blanco, yo me alojaba en un hotel a sólo cincuenta metros de allí, y no oí ni la explosión. Ya le digo, tengo un sueño muy pesado, ya que…
—Dijo antes que había llegado hace unos quince días. ¿Cómo está la situación por España? —preguntas, para que por lo menos hable de algo interesante, algo que te importe de verdad.
—Huy, muy revuelta. Desde que murió el Caudillo —ha pronunciado el término Caudillo, mal asunto; el lenguaje traiciona la forma de pensar de las personas, y lo hace sin que lo deseen, por eso hay que aprender a escuchar, para saber cómo piensan, otra enseñanza de tus montañas—, todo está patas arriba. Los de ETA se están poniendo las botas matando a la gente, los partidos políticos van sólo a sus intereses, no hay trabajo para nadie y los que trabajan están de huelga a cualquier hora. Ya ve que hasta el almirante Pita da Veiga dimitió del ministerio en señal de protesta por la legalización de los comunistas. Se sabe que el Ejército está muy intranquilo, en cualquier momento deciden que la verbena y el libertinaje se terminaron. Y es lo que deberían de hacer, porque así no hay quien produzca…
Dejas de prestarle atención. Miras el reloj: es la hora. Pegas el oído a la radio y la enciendes. Intentas encontrar el dial. Es fácil, tus dedos están acostumbrados y las interferencias han desaparecido desde hace varios meses.
Aquí Radio España Independiente; estación pirenaica, la única emisora española sin censura… transmitiendo por la onda… Hoy, catorce de julio de mil novecientos setenta y siete —es la voz del director, la reconoces—, es la última emisión desde Radio España Independiente. Si nuestra labor ha servido para la conquista de la democracia, damos por bien empleado el esfuerzo. En este mismo mes, hace treinta y seis años, iniciábamos…
Si, nuestra labor ha servido para la conquista de la democracia —ha dicho—. El conflicto ha terminado para toda España, pero, para ti, aún no. Tienes una deuda que saldar. Y tu mente comienza a sumergirse en los recuerdos, y forman la pesadilla que te impide dormir desde hace cuarenta y un años.
Cierras los ojos, las imágenes de las montañas regresan a ti. Vuelves a verte en ellas, evitando caminos y senderos, enterrando los restos de la comida para no ser descubierto, bajando al anochecer al pueblo a por alimentos, buscando leña muy seca, para que al encenderla no provocara humo, y lavándote una vez al mes, en arroyos ocultos por la maleza, sin jabón porque la espuma del baño podía ser otra pista para localizarte.
—Si quiere ponerlo más alto, a mí no me molesta. A veces, me suelo dormir escuchando música, ya le he dicho que tengo un sueño muy pesado y… —no le prestas atención, tu mente sigue en la escafandra del pasado.
Y retorna la imagen del último día por las cañadas. Todo se desmoronaba alrededor, la lucha ya no tenía mucho sentido. Nueve mil guerrilleros, veinte mil enlaces habían caído en toda España. Llegó el día de abandonar aquello. Dos coches vendrían a recogeros hasta la falda de la colina. Puntualidad militante: si a la hora convenida los vehículos no se encontraban en su sitio, es que ya no vendrían, y de nuevo a las montañas. Quedaba aún una hora. Fue ahí cuando Tuco, tu hermano, dijo que se iba a despedir de su esposa.
—¿Le molesto si fumo?
—No.
—Yo siempre suelo pedir permiso para fumar, hay gente que se molesta. Y a mi me gusta echar un cigarro antes de dormir…
Tuco bajó la montaña, pero no regresaba, y la hora convenida se cernía sobre vosotros cerrando las pocas puertas que os quedaban para escapar del infierno. Sonó un disparo que alertó al valle. Algo estaba ocurriendo: ¿habrían matado a Tuco? No lo dudaste: tenías que ir en su búsqueda, a costa de perder el transporte, de perder la vida. Llegaste a la vivienda, no respondían a tus golpes en la puerta. No había nadie, excepto tu hermano en el suelo. Asesinado. Te abalanzaste sobre su cadáver, lo recogiste entre tus brazos. Llorabas, y no querías alejarte de su cuerpo. Estabas inmóvil, sin saber qué hacer, sólo tus gritos de dolor se mezclaban con tu llanto. Pero la Guardia Civil te sacó del sopor. Les veías subir por la colina, desplegados en línea, sin más distancia entre cada uno de ellos que cuatro metros. Era otra batida, esta vez con perros. El cerco estaba preparado y la presa erais vosotros.
—Ya terminé. Ahora, a dormir. Buenas noches —dice tu voluminoso acompañante, mientras aplasta la colilla contra el suelo.
—Buenas noches —respondes, sin prestarle atención.
Y comenzaste a correr, como si fueras una liebre, ladera arriba, atravesaste las mayadas hasta la falda de las mismas peñas. El resto consistió en rodar por las brañas de la otra cara de la colina. Disparaban. Una bala te alcanzó en el talón. No sabes cómo conseguiste llegar hasta los vehículos con un pie arrastrando, pero lo lograste, por un segundo, porque aquel día las estrellas estaban de tu parte.
Entrasteis en Castilla, era la ruta más segura. Después Navarra, hasta la frontera. Luego vino París. Y buscaste la prensa española desesperado, querías saber quién había asesinado a Tuco. Pero la prensa mentía: «La Guardia Civil mata a un bandolero». Que os llamaran bandoleros, huidos, forajidos o malhechores, no te importaba. El régimen quería presentaros como tales. Lo que te dolió fue la otra mentira. La Guardia Civil no mató a Tuco, tú lo viste. Él ya estaba muerto cuando ellos todavía no habían emprendido el ascenso a la colina.
Tu acompañante ha comenzado a roncar. Te dan ganas de introducirle los calcetines en la boca, pero prefieres seguir en tu burbuja.
Expusieron el cuerpo de Tuco delante del ayuntamiento, como si de una vulgar pieza de caza se tratase. Así terminan sus días los guerrilleros muertos, exhibidos en mitad de una plaza. Le ocurrió al Che en Bolivia hace diez años; a Girón hace veinticinco, en Ponferrada; a Juanín en el 57, en Santander; al comandante Zapico en Sama de Langreo…
Vivíamos en un país semianalfabeto que aún creía en bosques habitados por bruxas, xanas, trasgus y diañus; o en tormentas provocadas por el Nuberu que cabalgaba sobre negros nubarrones; o en que sólo se fallecía cuando nos visitaba la güestia —me asegurabas—. Y en un país así, hay que mostrarle al pueblo el trofeo. En caso contrario, el supersticioso habitante de los valles incluiría en sus fantasías al guerrillero, como un ser inmortal, y rodearía su nombre de un halo mítico que lo equipararía a una especie de dios justiciero, introduciéndolo por la puerta grande en esa extraña mitología.
No importa —repites, en tu vigilia—, no importa el tiempo transcurrido porque, sea quien fuere, vas a encontrar al asesino. Lo prometiste de rodillas ante el cuerpo inmóvil de tu hermano.
Muchas deudas tienes que cobrar. Entre ellas, localizar a tu mujer y a tu hijo, si es que aún viven. Han transcurrido cuarenta años sin saber de ellos, una vida entera —piensas—. Nunca llegaste a conocer a tu retoño, un retoño que tendrá cuarenta años. Alguien lo impidió, no sabes quién. Si les encontraras, ¿qué les vas a decir? Ni siquiera tú lo sabes. ¿Tendrás ya nietos?
Ya sólo me resta recordarte que tienes un plazo muy corto, antes de que el cáncer te coma, para remover las piedras de la historia.
¿Cuáles serán los síntomas? —preguntaste al médico soviético—. Cansancio, mucho cansancio. Después vendrá el dolor. Y, al final, suplicará morfina para morir en paz.
Destinatario: Nicolai Chejav.
Director General de Inteligencia, de la RSY.
Asunto: Dimisión.
Carácter del documento: Confidencial.
Camarada Nicolai:
El momento que tanto temía ha llegado. Supongo que conoces el resultado del reconocimiento médico que me practicaron los médicos soviéticos. Como comprenderás, no puede ser más desalentador. Han asegurado que el plazo de vida que me queda es de apenas un año. Recomendaron que debía comenzar una terapia agresiva. Les pregunté si la misma retrasaría mi muerte, su respuesta fue negativa. Por eso me he negado. Quiero prolongar la vida, no la agonía.
Con mis días contados, consciente de la propia miseria que define la condición humana, harto de que la vida sea sobrevivir y degradarse en esa supervivencia, emprendo el camino de regreso a España. Mi objetivo a partir de este instante será ver por última vez a mi esposa y conocer a mi hijo. Y, por supuesto, localizar al asesino de mi hermano.
Al igual que Marlow, el personaje de Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas, me aventuro con mi barco viejo, es decir, mi cuerpo quebrado, a remontar un río peligroso en el que no acechan nativos, sino los restos del último fascismo europeo.
Han sido veinticinco años a tus órdenes, creo que nadie mejor que tú me conoce. Mis acciones, a partir de este momento, no responderán a ninguna consigna de la dirección, son sólo una decisión personal. Con el ánimo de que el resultado no enturbie las posibles relaciones diplomáticas entre Yugoslavia y el nuevo estado democrático naciente en España, presento mi renuncia irrevocable. A partir de ahora, soy el único responsable de mis actos.
Fue un placer conocerte y trabajar contigo.
Belgrado, a 11 de mayo de 1977.
Fdo: Andrés Rivera.
Agente Especial N.º 987-A.
P. D. Te rogaría que me permitieras utilizar nuestra red de contactos en España.