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«Despedidme del sol y de los trigos»

Año 1942

«… Mándame la funda de la cabecera, que está de vergüenza de tan rota que está…» «Procura que el guisado venga hirviendo, para tomarlo algo caliente». «No he entendido nada de lo que me decías porque venía el sobre roto». «Si me has escrito y se ha perdido la carta no importa que no escribas. Debes venir si hace día de sol, hacia la una y media. Si hace un mal día, no vengas y lo dejas para el día siguiente». «Muchos besos para mi hijo».

Son párrafos sueltos de las últimas cartas, pero él no sabe que son las últimas. En Alicante, en ese gran Alicante de la ribera que empieza por donde el cabo de la Nao y se acaba rondando el Mar Menor cartagenero, el invierno suele ser suave, y éste de 1942 es uno más, benigno como casi todos. Raro es que en febrero no estén ya todos los almendros florecidos; en este enero, ya blanquean de rosa por todos los huertos de la costa. Hace más frío dentro de las casas que fuera de ellas.

La temperatura en el Reformatorio de Adultos de Alicante es peor que en cualquier casa húmeda de la ciudad, aunque el sol esté dando con fuerza en la parte exterior de los muros. Es amargo tener tan cerca el sol —la vida— y estar aquí en la enfermería, entre trapos mojados de pus y de sangre que huelen a muerte. El contraste de dentro a fuera, de fuera a dentro, es enorme. Toda la luz cegadora del enero alicantino no consigue traspasar las paredes del establecimiento carcelario. Dijérase que intramuros es la meseta y extramuros es el Mediterráneo.

Así como febrero y marzo tienden a estropearse por estas latitudes, enero es un mes casi siempre maravilloso. No hay en verano los cielos diáfanos, azulísimos, de ahora, ni el aire es tan delgado y transparente. Suele el mar quedarse quieto, como un espejo, con unas calmas impresionantes que los pescadores dicen «mimbas» —palabra muy particular— y llega de pronto, con el aire templado, algo así como un segundo o tercer verano de propina.

Pero dentro de los muros del Reformatorio de Adultos el aire sigue siendo gris. Es una cárcel y cumple su función muy siglo XIX: los presos deben sentirse presos y la vida es esa otra cosa que hay ahí fuera, a sólo unos metros de distancia, pero con un alto valladar de por medio. Está mandado que los que perdieron la guerra deben permanecer en la sombra y que el sol es sólo para aquellos que, muy ayudados por Dios, la ganaron. Franco acaba de decir en un discurso al Frente de Juventudes que España es la nación predilecta de Dios, pero ha debido referirse sólo a aquellos que están fuera de las cárceles.

A las seis de la mañana se levanta todo el mundo en el Reformatorio, menos aquellos, claro está, que se hallan en la enfermería. Son más de tres mil quinientos hombres derrotados, en su inmensa mayoría presos políticos. La alimentación es tan absolutamente insuficiente que aquellos que no reciben comida de sus familiares o sus amigos van debilitándose, enflaqueciendo y muriendo despacio.

En estas circunstancias, Miguel, ya bastante enfermo, recibe la visita del canónigo —pronto obispo— Almarcha, acompañado de algunos jefes políticos y militares destacados. «Le ofrecieron —dice la referencia— la libertad, una casa, ayuda para su mujer e hijo más cien pesetas diarias para sus gastos personales, y si él necesitaba más, que lo dijera. Sólo tenía que firmar los poemas que le presentaran. Miguel contestó: “Señores, si Miguel Hernández tuviera doscientas vidas no podrían ustedes lograr nunca una firma suya en un libro que él no haya escrito”. “Usted está en una situación degradante, y su esposa y su hijo casi en la miseria. Puede salvar a esos seres que tanto quiere”, le insistieron. “Pero tenemos una vida de más en el cuerpo. Ha llegado la hora de perderla. ¡Mala suerte si la perdemos!”, respondió muy nervioso»[48].

Hay la certeza del hecho de la visita, pero el diálogo, que ha sido transcrito respetando el modo del autor, no convence demasiado.

Se filtran las noticias y se sabe que continúan los fusilamientos. En Madrid, sólo en enero, diecinueve condenados son pasados por las armas, entre ellos Isidoro Diéguez, secretario provincial del Partido Comunista de Madrid, y los dirigentes comunistas vascos Asaría y Larrañaga. En Alicante las ejecuciones se llevan a cabo de madrugada y en el cementerio.

El día 22 es sometido a nuevo reconocimiento por rayos X. Va a peor, aunque a él le suavizan la noticia. Cuatro días más tarde escribe una carta a Spiteri y la letra es prácticamente irreconocible. Él mismo lo dice: «Te escribo con una letra de garabato, y es que al desaparecer las tifoideas en un proceso lentísimo se ha puesto de relieve un gran relajamiento pulmonar. Ha empezado a funcionar el calcio y el médico me dice que me sobrealimente. Esto va a ser lo que no va a poder ser. Espero todavía el dinero de Vergara

La esperanza general de los presos políticos de que el curso de la guerra mundial pueda favorecer su situación se desvanece por el momento. En Rusia siguen dominando los alemanes, en Asia continúa la mancha de aceite japonesa, en África avanza el Afrika-Korps alemán de Rommel, y los convoyes que atraviesan el Atlántico son constantemente atacados por los submarinos alemanes, a pesar de la fortísima protección anglo-americana. La perspectiva, por el momento, no es, pues, halagüeña. Habrá que ponerse a pensar en otra solución, si es que la hay.

El día 5, Miguel es conducido al Dispensario Antituberculoso para ser nuevamente reconocido. Como en la otra ocasión, va fuertemente escoltado, aunque tiene más aspecto de cadáver que de otra cosa. El examen radioscópico ya no deja lugar a dudas: deberá ser sometido sin pérdida de tiempo a intervención quirúrgica. El pus que tiene en torno a los pulmones va a terminar ahogándole si no es operado pronto. Sin embargo, al remitir temporalmente la fiebre, nadie va a abrirle para sacarle pus, por ahora.

Hay una carta del día 14 de febrero del doctor Miralles a Juan Guerrero, en la que, entre otras cosas, le dice: «Hace un par de meses su cuadro clínico fue el de un paratifus B, diagnosticado por seroaglutinación positiva, y cuando marchaba bien y en período de franca convalecencia, súbitamente varió la cosa, por hacer explosión un cuadro de tuberculosis pulmonar aguda, que invadía todo el pulmón izquierdo, consecutiva, seguramente, a reactivarse un foco quiescente de la misma, que por agotamiento de las defensas orgánicas exacerbaba la virulencia del bacilo de Koch. Empecé a tratarle médicamente, y lejos de reducirse los focos, apareció la resiembra en el pulmón derecho».

Si no se preocupan suficientemente de curar su grave dolencia física, sí es preocupación esencial de la Dirección del Reformatorio de Adultos su «crisis espiritual». A este poeta comunista hay que volverle a Dios sea como sea. Una carta del director del Reformatorio al director general de Prisiones —que ha pedido información sobre Miguel, acuciado por los intelectuales madrileños amigos— dice: «El caso de este muchacho es lamentable. Hoy se halla en crisis espiritual. Titubeante, ha rechazado hasta ahora los consuelos religiosos; pero hoy mismo me dicen que desea hablar con el padre Vendrell, S. J., de esta residencia».

Naturalmente que quiere hablar con el capellán de la cárcel. La razón es que ha sido precisamente el capellán de la cárcel el que durante todos estos días en que ha ido empeorando le ha estado insistiendo para que vuelva al seno de la religión católica, y, sobre todo —sobre todo—, para que «formalice» su estado civil con Josefina, realizando como sea un matrimonio católico. ¿Qué ha de hacer ahora ya este aspirante a moribundo al que no permiten que su esposa, por ser sólo esposa civil, y no canónica, pueda entrar a visitarle a la enfermería?

No es sólo el caso de Miguel: es el caso que se está dando a centenares, a miles quizá, en todas las cárceles españolas de esta posguerra interminable. Las esposas sólo civiles no pueden ver a sus maridos presos si éstos caen enfermos, porque no hay locutorios con rejas en las enfermerías y, claro, sería una inmoralidad que una mujer «extraña» se aproximase al lecho de un hombre, aunque éste sea realmente su marido y esté en trance de muerte. Este es uno de los crímenes más abominables e indignantes de los católicos españoles, y no está referido sólo a los lamentables años cuarenta, sino a un largo período que se prolonga hasta los sesenta.

(A modo de paréntesis, recojamos aquí el caso de Julián Besteiro, jefe socialista histórico, presidente de las Cortes, preso en la cárcel de Carmona. El día 21 de septiembre de 1940 cumplió setenta años. Se hallaba gravemente enfermo en la enfermería de la prisión. Su esposa no fue autorizada a visitarle, porque era también «sólo» esposa civil. Seis días después, Julián Besteiro muere absolutamente solo. Su esposa no ha podido verle por no haberse casado canónicamente. A la cuenta de los católicos dominantes de toda esta época va).

«El doctor Barbero —escribe Josefina—, que lo visitaba en la cárcel con frecuencia, nos dijo que necesitaba mirarlo de nuevo por rayos X, pero que ya no se le podía mover. Entonces tuvimos que buscar el único aparato portátil que había en Alicante y que lo tenía el director del hospital, don Alfonso de Miguel. Llevaron el aparato a la cárcel y entre los dos doctores le hicieron un buen reconocimiento. Luego, el doctor Barbero le hizo una operación, sacándole una gran cantidad de pus, según me contó luego Miguel en una de sus cartas. Don Alfonso de Miguel cobró 400 pesetas del reconocimiento, que fueron pagadas por Miguel Abad Miró, hijo de una prima de Gabriel Miró».

Al fin, el 4 de marzo, Miguel Hernández se casa «por la iglesia» con Josefina Manresa. No nos perdamos el relato de Vicente Mojica, que después de emplear diecisiete páginas de un libro para demostrar la religiosidad de Miguel, nos dice: «Si al principio resistió, la reflexión le hizo doblegarse y acceder a lo que también era un deseo de Josefina Manresa. Era, además, la única manera de dar validez absoluta y legal a su matrimonio».

Este autor ha empleado el término justo: doblegarse. Es así como la iglesia del siglo XX, lo mismo que su antecesora de los tiempos inquisitoriales, resuelve las cosas. Le tiene absolutamente sin cuidado que este hombre, que ya fue católico en su primera juventud, haya evolucionado mentalmente y se haya alejado de las cúpulas y los salmos. Le tiene sin cuidado lo que siente y lo que piensa. Lo único importante es que «se acerque a Dios», y como está muriéndose y no puede ya acercarse ni alejarse a nada ni de nada, lo acercan por las buenas. No hay paliativos, no caben excusas, no hay salidas, porque una carta del propio Miguel a su esposa desde la enfermería del Reformatorio es sobradamente explícita:

«Es posible que nos casemos pronto por la iglesia. De lo que me dices si es por voluntad mía o no, te digo que no. Lo que para mí es una gran pena para ti es una alegría. Pero, al fin, esto no tiene importancia por ahora».

En esta misma carta hay un párrafo que eriza la piel. Debe ser recogido aquí, para que se sepa cómo estaba siendo tratado el mejor poeta español en su trance de casi muerte:

«Josefina, manda inmediatamente tres o cuatro kilos de algodón y gasa, que no podré curarme hoy si no me mandas. Se ha acabado todo en esta enfermería. Ayer se me hizo una cura con trapos y mal. Josefina, te he escrito aunque no por mi mano, porque no podría todos los días. Es preciso que tanto tú como mi familia veáis la manera de sacarme a un sanatorio. Estoy bastante mejor pero aquí no me curaré nunca».

El capellán y el director del Reformatorio cambian impresiones constantemente sobre el enfermo, que debe ser algo importante cuando desde Madrid, desde la Dirección General, preguntan oficialmente por él. «Sí, pero estuvo con El Campesino, y nada menos que de comisario». El director y el cura saben lo que suele suceder con los presos ateos cuando se aproximan a la muerte: flojean en sus convicciones y no ponen inconvenientes para «ponerse a bien con Dios», aunque a lo largo de toda su vida Dios no se haya puesto a bien con ellos.

Es escalofriante presenciar el contubernio en torno al hombre que se muere. Ya le venció la guerra, ya le transformó de poeta volandero y libre en preso y moribundo. ¿Quieres ver a tu esposa y a tu hijo? ¿No deseas irte al otro mundo sin haber podido mirar los ojos de aquella mujer que un día escogiste por esposa? ¿Necesitas poner tu mirada ya medio muerta sobre la cabecita de tu hijo? ¡Pues no tienes más remedio que ceder y casarte por la iglesia! ¿O es que no sabías, desdichado, que cuando perdiste la guerra fue porque la iglesia la ganó? ¡Cede o muere solo! Además, ya sabes: un matrimonio civil no es un matrimonio legal en la España de Franco. Al morirte, ni siquiera dejas una viuda y un hijo conforme a la ley, sino… eso. Recuerda el frenético «¡confiesa, confiesa, confiesa!» de los inquisidores del siglo xvn. Hasta el lenguaje tiene el sonido del siglo XVII: «¡Ah, réprobo!».

«Ahora que la vida se le escapaba insoslayablemente —sigue escribiendo Mojica—, tenía que hacer que ella disfrutara plenamente de sus derechos de esposa. Y como una de las premisas ineludibles era la confesión, acabó pidiéndosela él mismo al sacerdote».

¡Y un cirio encendido habría tenido en la mano, y un manto de la Macarena habría besado, de rodillas, si, muriéndose, le hubieran puesto esas condiciones para ver a su mujer V poder convertirla en «su mujer»!

Sigamos leyendo el relato: «Desahuciado por los médicos, tan pronto accedió al matrimonio se dispuso la ceremonia. Se celebró el miércoles día 4 de marzo de 1942, en rito semejante al de “in artículo mortis”. El silencio en la enfermería era profundo. Apenas se oía solamente la voz del sacerdote. La de Josefina se ahogaba de emoción; a Miguel no le salía la voz sofocada del pecho. Ofició el capellán don Salvador Pérez Lledó, que había confesado previamente al contrayente».

Hay que recordar ahora, precisamente ahora, sus versos vitales, gigantes, juveniles, triunfales del tiempo en que se sintió liberado de las cúpulas:

Me libré de los templos; sonreídme,

donde me consumía con tristeza de lámpara

encerrado en el poco aire de los sagrarios…

… … … … … … … … … … …

Vengo muy satisfecho de librarme

de la serpiente de las múltiples cúpulas,

la serpiente escamada de casullas y cálices.

¡Pobre Miguel, que creyó un buen día que se había librado —o liberado— de la serpiente de cúpulas, cálices, casullas, templos y sagrarios! Y le estaban esperando: las casullas no tenían prisa para la cita, porque sabían que el final no podría ser de otra manera. ¡Pobre Miguel, que ha de pudrirse en el sucio lecho de una enfermería carcelaria, reconfortado —¡eso sí!— por los auxilios de la religión católica! ¡Y confesándose para poder casarse, él, que ya estaba casado con la muchacha oriolana que «se le moría de casta y de sencilla»!

Por si no sabía bien quién había vencido, ahora lo ve claro: la sotana está ahí, a un metro, salmodiando sus rutinas. Ahora sí que sabe contra quién ha luchado y por qué: para que nunca, jamás, a ningún preso, ni a ningún hombre libre, le obligara nadie a recitar credos ni padrenuestros para casarse con la mujer preferida. Para que nunca, jamás, nadie pudiera obligar a nadie a confesarse, en contra de su voluntad, de sus creencias, valiéndose de la fuerza aliada de la muerte, valiéndose del valladar inexpugnable de los muros del Reformatorio.

Para contrastar el relato de Vicente Mojica[49], conozcamos ahora el sencillo recuerdo de Josefina: «Se celebró la boda en la enfermería de la cárcel. La ceremonia duró muy poco tiempo. Sólo recuerdo que el sacerdote nos juntó las manos y dijo unas palabras. Estaban presentes su hermana Elvira y dos hombres jóvenes, supongo presos también. Miguel tenía puesta la cánula y la botella donde iba a parar el pus. Después de la ceremonia sólo me dejaron estar unos pocos minutos con él».

Se está cociendo en Madrid una importante ley, que es todo un sarcasmo en relación con la especial situación de este preso; se está cociendo también una orden de la Dirección de Instituciones Penitenciarias en favor de su traslado al sanatorio de Porta Celi, de Valencia. Ambas, la ley y la orden —que merecen, desde luego, un detenido estudio—, van a llegar demasiado tarde.

La nueva ley tiende a atenuar la vigente de Responsabilidades Políticas. Con el lenguaje típico de la época se habla de «asegurar a quienes por apasionamiento político hubieran intervenido en la contienda amplio margen para que se rehabiliten, eximiéndoles de toda responsabilidad». Se lee esto y parece que la paz ha llegado a España, pero hay que adentrarse en el articulado: quedan exentos de responsabilidades aquellos cuya pena sea o no exceda de doce años. Estamos en marzo de 1942; los presos, casi todos ellos, lo son desde la primavera de 1939, es decir, llevan ya tres años de privación de libertad. Dada la rigurosidad con que los consejos de guerra castigaban a los vencidos, resulta que esta ley lo único que viene a hacer es atemperar el castigo y aligerar algo las cárceles. Se habla de arrepentimientos públicos, de trato especial a aquellos que aun habiendo pertenecido a grupos políticos vencidos, o incluso a la masonería, hubiesen con posterioridad al 18 de julio prestado servicios al Movimiento. No se reducen las penas de treinta años —caso de Miguel—, pero se humanizan los regímenes carcelarios. No le va a llegar esta humanización a Miguel, ya que la disposición, del 13 de marzo, empezará a ponerse en práctica bastante después de que el poeta esté muerto y enterrado.

La orden de la Dirección General de Prisiones autoriza el traslado de Miguel a Valencia, al sanatorio antituberculoso de Porta Celi. Se firma en Madrid el día 21 de marzo. De negociado a negociado, de registro a registro, de matasellos a matasellos, cuando llega a Alicante es ya el 27. No sirve para nada. No sirve para nada porque Miguel está ya en la agonía. A nadie se le ha ocurrido resolver por telegrama o teletipo una situación tan grave y tan urgente. La responsabilidad moral está salvada; la conciencia católica, también. ¿Se trataba de trasladar a un preso tuberculoso grave a Valencia, para ver de salvarlo? Bien: la orden ha sido firmada y trasladada a su destinatario «para conocimiento y cumplimiento». Únicamente, ¡lástima!, se han perdido unos días.

Pero regresemos al orden normal de los días para conocer mejor cómo se producen todas estas cosas. El día 17 recibe una carta de su íntimo amigo Juan Guerrero Ruiz. «Sé que estás enfermo y si pudiera darte la salud con mi sangre, la tendrías. Pero hay que aceptar la voluntad de Dios, Miguel, con alegría de que nos haga sufrir. En este momento el mundo gira retorcido por el dolor que ha de purificarlo, y los grandes líricos españoles, como Antonio Machado, Federico, Juan Ramón y tú, vais quedando sin voz ante el abismo que el odio ha abierto en nuestra época, tan cruel para los poetas. Aquella fe que mueve las montañas nos salvará, Miguel, y un día volveremos a sentir la amistad ancha y sin límites. Ten fe y por ella nos sentiremos unidos para siempre más allá del dolor y del odio: en la paz eterna de Dios».

Aceptar la voluntad de Dios. Veinte siglos la misma escapatoria. ¿Es voluntad de Dios que este hombre dulce y limpio, inteligente y bueno se esté muriendo en la enfermería de una cárcel infame por el delito de haber sido vencido en una guerra? ¿Es voluntad de Dios que sin creer en él no haya tenido más remedio que confesarse para que su esposa pueda entrar a verle agonizar? ¿Voluntad de Dios que le hagan los drenajes con trapos porque no hay gasas? ¿Voluntad de Dios que la autorización para el traslado al sanatorio valenciano llegue precisamente —¡precisamente!— pocas horas antes de que muera? Extraña y bien extraña tiene a veces Dios la voluntad.

Marzo clarea sobre Alicante. Hasta dentro del Reformatorio el aire es más tibio. Sin embargo, el frío de Miguel ya es casi de permanente estertor. El comentario de Vicente Mojica a la carta de Juan Guerrero es increíble: «¡Cuántas y fructuosas meditaciones tuvo que suscitar en el alma sensible de Miguel esta bellísima carta! “¡Aceptar la voluntad de Dios con alegría de que nos haga sufrir!”». Marzo clarea sobre Alicante y huelen ya fuerte los árboles y aprieta el sol y se azulea más el mar, y Miguel, ¿ha de sentir y pensar fructuosas meditaciones porque le digan en una carta lo de «la voluntad de Dios» y «la alegría que nos hace sufrir», mientras siente y piensa y ve que se muere? El criterio es libre y esa carta que a Mojica le parece bellísima para el autor de este libro es una carta absolutamente imbécil. Muy católica, eso sí. Compatible.

«Después de la operación —escribe Josefina—, hasta que murió Miguel, sus ropas estaban empapadas de pus y sangre. Yo las lavaba en casa de unos tíos míos que vivían en la calle San Nicolás, ocho, segundo, adonde nos habíamos trasladado mi hijo y yo…» «Desde mi nueva residencia me resultaba más lejos la cárcel, o me lo parecía así, debido a mi agotamiento, ya que iba andando los dos kilómetros de distancia por no poder pagar los quince céntimos que costaba el tranvía…»

Se dice que es por este tiempo cuando nacen sus últimos versos, pero resulta muy dudoso que en tal estado Miguel haya escrito nada. Viene la idea por el texto breve e impresionante:

¡Adiós, hermanos, camaradas, amigos!

¡Despedidme del sol y de los trigos!

El día 26, Josefina, Elvira y el pequeño acuden a visitarle. Miguel quiere ir a toda costa al sanatorio de Valencia. Aún tiene la esperanza de salvarse, de vivir. Josefina escribe que «… como el doctor Barbero me dijo que ya no tenía remedio y además hubo dificultad para conseguir una ambulancia, le dije que estaba muy débil y que hacía mucho frío y que era mejor que esperara a ponerse mejor para el viaje. Enérgicamente, me dijo: “Para el viaje, inyecciones conmigo, mantas conmigo. Si no me sacáis de aquí, me muero”».

El 27, el director del Reformatorio de Adultos ya tiene en su mano el oficio de Madrid. En realidad, ha tenido conocimiento de esta resolución algo antes, pero sólo el oficio —el escudo, la fecha, la firma, el sello, «Por Dios, por España…», etc.— tiene fuerza legal. Josefina acude a verle dudando mucho si aún estará vivo: «Esta vez no me llevé al niño y me preguntó por él. Con lágrimas que le caían por las mejillas me dijo varias veces: “Te lo tenías que haber traído. Te lo tenías que haber traído”. Tenía la ronquera de la muerte. Yo le toqué los pies y los tenía fríos y con rodales negros».

Está en cierto modo revuelto el Reformatorio, al menos en el círculo próximo al poeta, y por la tarde todos saben en la cárcel ya que Miguel se está muriendo. La visita de Josefina ha sido por la mañana. En la enfermería se le va dejando morir lentamente. No tiene apenas ya sangre en el cuerpo. Se va quedando frío, pero los ojos, abiertos, tienen la mirada demasiado fija. Cuando se vienen a dar cuenta —las cinco y media de la mañana—, está muerto.

No ha habido nadie que tenga la iniciativa de avisar a Josefina para que recoja su último aliento. El reglamento del Reformatorio es muy severo. Nadie va a ocuparse de comunicárselo a su esposa. Ya se enterará cuando venga por la mañana a traerle el alimento. «Al que se muere, lo entierran». Un preso, ya entrada la mañana, le saca un apunte —un dibujo que se ha hecho célebre—. Sigue el muerto con los ojos abiertos, el rostro demacradísimo y la mandíbula sujeta con un pañuelo.

«Volví a visitarle al día siguiente —dice Josefina— y al poner la bolsa de comida en la taquilla me la rechazaron mirándome a los ojos. Yo me fui sin preguntar nada. No tenía valor de que me aseguraran su muerte. Me fui a casa de su hermana y le dije: “Miguel ha muerto”. Nos fuimos al directorio de la cárcel y allí nos dijeron que había fallecido a las cinco y media de la mañana. Era el día 28 de marzo, sábado. Víspera del Domingo de Ramos». La historia se cierra, el telón ha caído. «No pude verle. Cuando entré en la cárcel ya estaba en el ataúd».

Dentro del recinto del Reformatorio se organiza un breve entierro. Unos presos llevan el ataúd a hombros. Una improvisada banda de música acompaña el cortejo de presos, que da algunas vueltas por el patio de la prisión. Josefina pide al director que le deje sacar el cadáver para velarlo: «No es posible, no lo autoriza Sanidad». Tampoco puede ser velado en el cementerio. Ha de ir directamente de la cárcel al nicho. No hay vela. En el cementerio no puede quedar sin enterrar durante la noche. «No pudimos velar el cadáver en el cementerio porque por la noche llevaban gente a fusilar».

El entierro se hace al fin a las seis de la tarde. Más cortejo ha tenido dentro de la cárcel que fuera de ella. Tras el coche de caballos que lleva el féretro, sin una sola corona, una tartana con cinco personas. Josefina ha recibido un papel que se arruga en el bolsillo: es el inventario de los «efectos propios del fallecido».

No hay más remedio que pensar algunas veces qué hubiera sido de este Miguel «cara de patata» de haber sido otra su suerte. Sólo con que no hubiera muerto en la cárcel, cabe imaginarle unos cuantos años después, ya indultado, incorporado a uno cualquiera de los grupos intelectuales de la izquierda, y no hay por qué citar nombres, viviendo de cualquier empleo sucedáneo, componiendo poesías, ya cuarentón, cincuentón, sesentón. Si en los cortos treinta y dos años de su vida pudo dejar a la posteridad un caudal de poesía tan inmenso como el que dejó, ¿a qué cimas no hubiera llegado su obra poética de no haber muerto en la cárcel de Alicante?

La tarea de imaginar es relativamente fácil; no hay sino pensar en un Vicente Aleixandre muerto a los treinta y dos años: ¿y toda su inmensa, valiosísima obra de después? Pensemos en un Neruda truncado a los treinta y dos años: ¿cuánta poesía magnífica hubiera quedado por hacer? Tronchados Federico García Lorca y Miguel Hernández, exiliado Alberti, alejado Neruda, a España le quedó la suerte de los Pemán y los Panero, con la relativa excepción de Gerardo Diego. ¡Triste España poética la de los cuarenta años célebres, esos que siempre ya, para la historia, para el recuerdo, no necesitarán otro apelativo, porque bastará decir «los cuarenta años»!

Ha muerto sin saber que va a haber hombres que circunden la tierra en extraños aparatos lanzados por cohetes poderosos, sin conocer el prodigio de la televisión, sin saber que va a surgir la penicilina, sin imaginar la fisión nuclear. Por morirse demasiado pronto, la historia le roba una serie de cosas que estaban en su vida de hombre joven. Esta muerte es todo un asesinato, porque no sólo se asesina tomando un cuchillo y abriendo la carne o disparando una pistola o haciendo estallar una granada. Hay miles de muertes y miles de formas de matar, y a Miguel Hernández le mata la posguerra española, la época más vergonzosa y denigrante de todas las muchas épocas vergonzosas y denigrantes que llevamos ya a cuestas, a pesar de las banderas victoriosas. Hablan a los chicos en los colegios de batallas ganadas y de epopeyas alucinantes realizadas por españoles, y hay que empezar a contar a los chicos también que unos españoles con otros son capaces de hacer lo que los hombres de la posguerra española hicieron con uno de los españoles más buenos, más inteligentes, más sensitivos.

El ataúd es introducido en el nicho número 1009, «grupa 68, andana 1». Ya tiene Miguel casa, definitivamente. Abad Miró ha pagado el féretro. Eladio Belda ha pagado el alquiler por diez años del nicho. Ya no tendrá que andar Josefina esos dos kilómetros de distancia hasta la cárcel, aunque el cementerio de Nuestra Señora del Remedio no queda precisamente en el centro de la ciudad.

Durante una semana, Josefina, que permanece en Alicante, va diariamente al cementerio. Luego regresa a Cox. «Aquí —dijeron los amigos cuando Miguel fue detenido en Orihuela— no le habrían detenido. Aquí nadie le hubiera denunciado. Aquí no le hubiera pasado nada». Quizá por eso Josefina decide que Cox es su «aquí», y se queda. Cualquier día puede llegar ese viento que Miguel anunció, sobre los tejados del pueblo: ese viento soy yo.

Belda, el amigo que ha abonado el precio del nicho, acude al día siguiente a visitar al padre de Miguel, que en todo este tiempo no se ha ocupado en absoluto de su hijo. Apenas entrar, el visitante pregunta:

—¿Qué sabes de Miguel?

El padre responde a su vez con otra pregunta:

—¿Ha muerto?

—Sí.

—Él se lo ha buscao.

Da mucho que pensar que de un padre tan hirsuto haya nacido un hijo tan sensible. Pasan estas cosas, y al revés. Por lo que los méritos de la herencia son harto revisables. Miguel, entre otras cosas, desde luego, era republicano.