17

Las cárceles. III

Año 1941

En una carta a Josefina escrita desde la cárcel de Ocaña, Miguel escribe: «La muerte está más barata, y si no fuera porque deja uno de querer en cuanto se muere, me moriría por lo barato que se está en la tierra». Con esta moral inicia el preso los días fríos de enero de 1941.

Ocaña es lugar menos crudo que Palencia, pero en las noches de invierno, situado el inmenso caserón de la prisión en lo más alto, como si de un lado quisiera mirar hacia la Mancha y del otro a la meseta o a la capital, por allí resbalan los vientos gélidos que van de ventana a ventana como un castigo que añadir al de la falta de libertad. Sin ser Chinchilla, también en Ocaña se cuela de rondón el viento de las noches, cuajando presos, acortando vidas. Miguel, que ya viene de Palencia con el pecho resquebrajado, va a seguir sintiéndose mal por lo menos hasta bien entrada la primavera.

Una de las diversiones inocentes de los presos consiste en inventar, contar y recontar chistes sobre Franco. Uno de los que circulan por las galerías es el del cura que va a pedir a Franco una recomendación para un hijo suyo. «Pero, ¡cómo, padre! Usted, siendo sacerdote, tiene un hijo…» «Sí, Excelencia. Una debilidad». «Y la madre, ¿es mujer notable?» «Es una prostituta, Excelencia». «¡Ah, entonces es un hijo de puta! Envíemelo, que ya tengo empleo para él. La semana que viene pienso cambiar algunos ministros…»

La prensa de este primer mes de 1941 brinda noticias sorprendentes, como la que asegura que existe el propósito de convertir en santuario el dormitorio de Calvo Sotelo, o la de haber sido entregados a las señoritas de la Sección Femenina de Valencia varios lotes de gallos reproductores.

Miguel atraviesa estos meses una auténtica crisis de desmoralización. Toda su esperanza está en que lo lleven hacia Levante. Poeta desde los huesos, desde la sangre, se deleita soñando que cuando vaya en el tren, y el tren se acerque a tierras de la costa, le empezará a llegar el aire del Mediterráneo, y lo aspirará con deleite. ¡Ah, sí, es seguro, sus pulmones empezarán a encontrarse mejor en cuanto ese aroma tan suyo le llegue! Algunos camaradas de prisión le dicen que no, que es al contrario, que los aires salinos son peores para las afecciones bronquiales. No importa: él está seguro de que ha de ser en Levante donde le venga la mejoría.

El hambre se enseñorea en toda España. Particularmente en las capitales, que dependen de las zonas agrícolas circundantes, escasea el pan, no hay patatas y el aceite se vende a precios ruinosos. Las cárceles registran particularmente esta situación. Si la población civil sufre escaseces, puede calcularse lo que ocurre en las cárceles, donde, además de llegar los suministros con cuentagotas, los administradores no suelen ser excesivamente pulcros en su tarea.

El rumor general es que España va a entrar de un momento a otro en la guerra del lado del eje Hitler-Mussolini. Del 6 de febrero es la carta de Hitler a Franco en la que, entre otras cosas, le dice: «He estado tratando de convenceros, Caudillo, de la necesidad, en interés vuestro, de vuestro país y del futuro del pueblo español, de que os unáis a aquellos países que en el pasado enviaron soldados para ayudaros…» «Alemania está lista para enviar abastecimientos al Gobierno español en el momento en que se acuerde su entrada en la guerra». Franco no se decide porque sabe que no tiene a su pueblo detrás y porque muy probablemente la entrada en la guerra supondría la vuelta a la revolución, esto es, a una segunda guerra civil, demasiado próxima a la primera y de la que, por supuesto, no iba a salir tan bien librado como de aquélla.

El 16 de marzo escribe una carta a Carlos Rodríguez Spiteri, en la que le dice: «Desde luego, acepto tu ayuda, me es necesaria. No me ha llegado el paquete de Toledo». «El tiempo en la cárcel es para mí una buena lección de vida y de todo lo contrario, y un provechoso curso de humanidades. Claro, hombre: mi hijo y mi mujer son mi gran aliento, y también algunos amigos. Si logro conservar la salud, saldré de aquí como un ser de piel nueva, y falta nos hace renovar esta vieja piel del sol».

Dos semanas después se promulga la Ley de Seguridad del Estado. ¡Ay del que intente cambiar de alguna manera el régimen establecido! «El que ejecutare actos encaminados directamente a sustituir por otro el Gobierno de la nación, a cambiar ilegalmente la organización del Estado o a despojar en todo o en parte al Jefe del Estado de sus prerrogativas o facultades será castigado con la pena de quince a treinta años de reclusión…» Es decir, la «democracia orgánica» que entiende el equipo en el poder.

La carretera de Madrid a Andalucía y Alicante pasa prácticamente por la puerta de la prisión de Ocaña. Para los presos es ya un ruido habitual el esfuerzo de los camiones subiendo las penosas cuestas, en la madrugada, llevando de Levante a Madrid las verduras, las frutas y el pescado. No les hace falta calendario. Hay unas madrugadas, las de los sábados, en las que esos ruidos faltan, ya que los domingos no hay en Madrid mercado central. Cuando en la madrugada del domingo al lunes los estruendos de los camiones se reanudan, los presos saben que tienen una semana menos, o una semana más, según se mire por lo que les falta o por lo que ya llevan de cautiverio.

Los presos no pueden leer la prensa diaria normal; sólo la publicación carcelaria Redención, cuyo título es de por sí bastante decidor. Redención lo confía todo a Dios, que es por lo visto el que decide quiénes son los buenos y quiénes son los malos, y hace lo posible por separar a unos de otros, de manera que los malos estén en Ocaña, en San Miguel de los Reyes, en Yeserías, y los buenos en El Pardo y en el Instituto Nacional de Previsión, por ejemplo. La literatura de Redención no tiene más que un calificativo: es infame, a pesar de que esporádicamente cuenta con colaboraciones de algunos de los intelectuales presos. Aunque no pueden leer la prensa diaria, de cuando en cuando les «cuelan» un periódico, que es devorado de galería a galería. De tan manoseado, acaba en papel oscuro y grasiento. Pero así los presos pueden enterarse de quién va a torear en Madrid, de la marcha de las competiciones de fútbol y de las constantes victorias de los alemanes por Europa, donde nada ni nadie es capaz de frenarles.

Hay un sondeo, tanto en Ocaña como en otras prisiones: de formarse una legión para ayudar a los alemanes, ¿qué presos estarían dispuestos a enrolarse en ella? No es un sondeo oficial, sino un globo-sonda de los infiltrados. El resultado es desalentador para las autoridades penitenciarias: los presos políticos españoles de izquierdas prefieren seguir siendo presos políticos españoles de izquierdas a vestir el uniforme de los soldados de Hitler.

Muchos de los presos, cuando en el patio se obliga a dar los gritos de rigor, «¡Franco, Franco, Franco!», los sustituyen por «¡blanco, blanco, blanco!», refiriéndose al color del pan que prefieren, tan distinto del que les dan, que es amarillo, del maíz que desembarcan en Alicante y en Santander los barcos de Argentina.

Neruda, Aleixandre y el encargado de Negocios de Chile siguen moviéndose para conseguir el traslado de Miguel a tierras levantinas. Visitas, llamadas telefónicas, cartas, todo con mucho tacto, pues las suspicacias de las autoridades franquistas son tremendas, hasta el extremo que la excesiva atención hacia un preso determinado puede llegar a perjudicarle, en lugar de beneficiarle. ¿Tanta importancia tenía en su «vida anterior»? ¿Por qué se interesan tanto por él? Si el preso es importante para sus amigos, ¿no es importante también para sus enemigos?

Hay otra carta del 24 de abril al mismo destinatario anterior en la que Miguel dice: «Aguardo impaciente noticias vuestras referentes a esa gestión del traslado a Alicante de que os hablé y que cada día se me hace más preciso». Cinco días después insiste: «Me alegraría saber que este mes de mayo lo vivo en Alicante». Mayo, no obstante, se lo pasa todo en Ocaña, esperando el traslado cada día con mayor ilusión.

Mediado este mayo que Miguel soñaba estar ya en Alicante, Franco se saca de la manga una de esas crisis que huelen más a conciliábulo de cuarto de banderas que a nada de aire político. Continúa en el Ministerio de Justicia Esteban Bilbao, sobre quien ya afluyen las gestiones para el traslado a Alicante, y la prensa hace constar, al referirse a la «solución de la crisis», que se ha dado entrada en la cartera de Trabajo al «joven y brillante líder falangista José Antonio Girón de Velasco».

Hay el 18 de junio una carta de la Embajada de Chile, firmada por Germán Vergara, a Spiteri, en la que, en relación con los intentos que se están haciendo para el traslado de Miguel, le da traslado de una comunicación del ministro Bilbao en la que le dice: «Señor embajador: en respuesta a su carta de 2 de los corrientes, tengo el gusto de participarle que he ordenado el traslado del recluso Miguel Hernández Gilabert, desde Ocaña a San Miguel de los Reyes, en Valencia. En Alicante no se van a cumplir de mañera definitiva penas de treinta años, que es la que sufre el recluso citado, pero como verá le he aproximado lo más posible a dicho punto, teniendo en cuenta su interés y en mi deseo de complacerle». Vergara añade de su cuenta: «El pedido era para Alicante y no ha sido posible. Ignoro si Valencia será mejor penal que el actual de Ocaña…»

No va a ir, sin embargo, a Valencia, sino a Alicante. Es un favor especial, dada la gravedad de su pena y, sobre todo, la gravedad de su estado de salud. Miguel no lo sabe, pero los médicos sí: está ya tocado de muerte. ¿Qué más da que, puesto que no va a cumplir esos treinta años de cárcel en ninguna parte, vaya a morirse a Valencia o a Alicante? De esta manera, las gestiones tienen éxito. Y es curioso que sólo una semana después de haber escrito el ministro que Alicante no, que Valencia sí, resulta que es Alicante sí, Valencia no. Efectivamente, el 23 de junio por la tarde Miguel es sacado de Ocaña, montado al tren, en medio de la pareja de la Guardia Civil, y conducido a Alicante. Va a ser un largo viaje, con trasbordos y estancias de transeúnte. Al ingresar en el Reformatorio de Adultos de Alicante —ya su último domicilio— ha de cumplir el reglamentario mes de incomunicación. No le importa demasiado. Ese olor a mar que viene deseando y presintiendo está ahí ya, y cada día que pasa le acerca al final de la incomunicación, es decir, a la posibilidad de ver de nuevo a Josefina y al niño.

En Europa, y durante este mismo mes de junio, se ha producido un brusco y dramático cambio de situación. Alemania y Rusia, amigas y aliadas a la hora de repartirse los despojos de una Polonia atacada por ambos flancos, de pronto se tornan enemigas y Hitler ordena la invasión de Rusia. Entonces, el ministro español Serrano Súñer, cuñado de Franco, decreta que Rusia es culpable. «Camaradas —clama desde el balcón de su Ministerio—, no es hora de discursos, pero sí de que la Falange dicte en estos momentos su sentencia condenatoria: ¡Rusia es culpable!» Con lo que automáticamente empieza a organizarse una unidad de voluntarios —unos más, otros menos, otros nada— para ir a combatir codo a codo con los alemanes y contra los rusos. Esta 250 División del ejército alemán será conocida como «División Azul», que es el color que priva oficialmente. De alguna manera, los presos españoles se enteran de que España está en guerra con Rusia. Toda la esperanza empieza a ponerse, desde ahora, en que sean los aliados —con Rusia— los que venzan a los alemanes —con España, es decir, con Franco.

Transcurrido el mes de incomunicación, Miguel es destinado a la 4.a galería del Reformatorio de Adultos, celda número 100. Mediado julio, Josefina se traslada con su hijo desde Cox a Alicante, a fin de poder estar más cerca de Miguel y de atenderle en la medida de lo posible. Desde el primer momento le hacen saber las dificultades inherentes a su estado civil: es decir, al haberse casado sólo civilmente, el régimen no considera válida tal boda, de manera que no es su esposa. Podrá verle pero sólo en ciertas condiciones, y nunca considerada como tal mujer legítima. El niño es… un niño que ha nacido fuera de la ley.

Josefina y el pequeño se hospedan provisionalmente en el domicilio de Elvira, hermana de Miguel. Los viernes, día de comunicación, puede verle unos minutos, en medio del barullo de las otras visitas. Le recoge la ropa sucia, le entrega la ropa limpia y le da algunos alimentos. En el frasco de la leche, vacío, que Miguel devuelve a Josefina suele ir una carta disimulada.

«Sólo pude hablar con Miguel —escribe Josefina— tres veces en comunicación extraordinaria, aunque a dos rejas. Y esto por mediación del cura de Cox, ya que entonces estaban autorizados los curas para dar los avales. De las tres comunicaciones extraordinarias sólo pudimos hablar bien en una de ellas, ya que en las otras dos incluyeron a otras personas, que también habían pedido para los suyos, y con el ruido de las voces no pudimos entendernos bien.

En la única comunicación extraordinaria que tuve a solas con Miguel tampoco estuvimos del todo solos, ya que, entre reja y reja, había un pasillo por el que se paseaba un guardia sin distanciarse de nosotros más de un metro. A mí me violentaba hablar con Miguel así. Y él me dijo: “¿Te pasarías toda la comunicación mirándome?” Yo llevaba al niño en brazos y tuvo la ilusión de estar arriba cogido a la reja. El guardia me mandó quitarlo, haciéndole llorar»[46].

La batalla de Rusia parece que va a convertirse en una avalancha alemana similar a la de mayo del año anterior —1940— en Francia. Redención canta las victorias alemanas y lo hace con tanta ilusión que no parece sino que de la noche a la mañana Rusia, toda Rusia, con sus ciento setenta millones de habitantes, ha dejado de existir, y los alemanes van a entrar en Moscú de un momento a otro.

La estancia de Josefina en casa de Elvira es breve. Algunos de los habituales benefactores de Miguel, de los que enviaban socorros en dinero a Josefina para que pudiera subsistir y llevar alimentos al preso, o se olvidan de hacerlo o piensan que, ya en Alicante, tales socorros no son tan imprescindibles. El caso es que Josefina ha de dejar Alicante y volver a Cox, donde al menos puede seguir ganando algún dinero con su trabajo.

De Cox a Alicante hay aproximadamente una cincuentena de kilómetros. Puede irse por ferrocarril bajando a tomar el tren de Murcia a Alicante a su paso por Callosa de Segura, o con el coche de línea a través de la ruta de Albatera y Crevillente, por Elche. De todas formas, con los medios de la época, el viaje dura de hora y media a dos horas, más lo segundo que lo primero. Mientras está en Cox, Josefina va a Alicante una vez por semana, en octubre y noviembre. Ha debido sufrir la humillación de que las autoridades de la cárcel autoricen que Miguel pueda abrazar a su hijo, pero no a ella, «que no es su esposa por sacramento». Esto se escribe con pocas palabras: al lector queda dar a los hechos su verdadera dimensión, su dramática e indignante dimensión. Este es el trato que los católicos del siglo XX, de la España franquista, dan a los no católicos que, además, son sus vencidos.

En un periódico de octubre, filtrado disimuladamente al interior de la prisión, los reclusos pueden leer que ha sido ejecutado un obrero ferroviario en Monforte, convicto de un sabotaje; que el Caudillo ha presidido un concurso de traineras en San Sebastián; que unos soldados alemanes han visitado al Papa, el cual les ha dado a besar su anillo; que hace unos días se repitió en San Jenaro de Nápoles el milagro de la licuación de la sangre del santo; que se ha inaugurado un pantano en Segovia, y que las juventudes hitlerianas visitan Madrid, con gran júbilo de los madrileños, que terminan todos los actos públicos cantando el Cara al sol y dando los gritos de ritual. Demasiado saben los reclusos del Reformatorio de Adultos de Alicante cómo son, cuáles son esos «gritos de ritual», que han de repetir varias veces a diario en el patio.

El 10 de octubre, Miguel escribe a Carlos Spiteri. Al final de la carta le dice: «Ni Josefina ni yo sabemos nada de Vergara (el encargado de Negocios de Chile que les había ido enviando giros de 150 a 300 pesetas mensuales) desde hace más de tres meses (es decir, desde el traslado de Ocaña a Alicante, poco más o menos). Y el hambre es apremiante siempre. Le escribí y no me ha contestado todavía. A ti te recomiendo que cuanto hayas de enviar lo hagas a mi dirección de la calle, a Josefina Manresa, Santa Teresa, 15, Cox, Alicante».

Es en este octubre también cuando «alguien» le visita con la intención de convencerle para que «vuelva a Dios». María de Gracia Ifach, cuyo libro sobre Miguel Hernández es decididamente recomendable, dice que «por octubre fue de parte de Josefina cierta persona, instándole a un cambio de actitud religiosa, pero Miguel, amablemente, se negó a toda sugerencia». Sí, se sabe que tal visita se produjo, pero nada hace creer, a pesar de la buena información de la autora citada, que el visitante fuera enviado de Josefina, ni nada parecido.

No es noviembre en Alicante tan duro como en la meseta, pero los fríos húmedos, si no tan intensos ni mucho menos como los de Ocaña, y menos aún los de Palencia, son terriblemente traidores para muchas de las afecciones bronquiales. No por esta causa, sino atacado por una infección tífica, el 28 de noviembre Miguel es ingresado con mucha fiebre en la enfermería del Reformatorio. «Al principio —escribe Josefina— fue tifus y de ahí pasó a pleura. Miguel me ocultaba la gravedad de la enfermedad para que yo no sufriera, pero un preso, que era de Orihuela, escribió a su familia diciendo que Miguel “el Visenterre” tenía una tuberculosis aguda. Y así nos enteramos. Inmediatamente, su hermana y yo hablamos con el médico de cabecera, doctor Miralles, y éste nos lo confirmó. Le preguntamos si podíamos buscar un especialista en esa enfermedad y nos dijo que sí. Buscamos al doctor Barbero Carnicero, el cual, mediante autorización del doctor Miralles, fue a visitar a Miguel sin pérdida de tiempo, como es su condición atender a los enfermos.

Al día siguiente fue llevado al dispensario que existía en el mismo barrio de la cárcel. Iba en un coche acompañado por dos guardias. Su hermano iba en el estribo del coche y su hermana, los niños y yo íbamos corriendo detrás. Llegamos antes que bajaran a Miguel, el cual, sin poder mover la cabeza, pegada al respaldo del asiento, me cogió las manos con mucho afán, besándomelas sin cesar.

Iba muy contento, y más todavía después del reconocimiento, pues me dijo que el médico le había dado muchas esperanzas de ponerse bien dada su buena naturaleza»[47].

El 15 de diciembre, Miguel envía a Josefina una carta relativamente optimista. En los altibajos de la enfermedad, es un período en el que parece que entre las medicinas y la sobrealimentación el cuerpo empieza a reaccionar positivamente. «Mi querida esposa: Acabo de recibir la caja de inyecciones. Me encuentro bastante mejor. El médico dice que para fin de semana habrá cesado la fiebre por completo, y yo me lo creo. Siento que esto se prolongue tanto por ti. Sé que estás preocupada. Pero esto pasará y me pondré fuerte pronto. No te preocupes, aunque te será difícil con los gastos que te hago con mi enfermedad. Escríbeme. Esta semana no he sabido nada de ti ni de Manolillo. Quiero saber cómo estáis. Dime si de Madrid has tenido noticias. Has debido escribir a Vicente diciéndole lo que me pasa. Bueno, nena, me canso de escribir. Y dejo el lápiz. Da muchos besos a mi hijo y tú recibe mi cariño. Miguel».

Ya vive con carácter fijo en la enfermería, merced a la recomendación del médico, el doctor José María Pérez Miralles, aquel al que Miguel se refiere en su carta. Cuando dice a Josefina si ha tenido noticias de Madrid se refiere a si le han llegado nuevos giros de la Embajada de Chile o de Spiteri. Cuando habla de que ha debido escribir a Vicente, trata de Vicente Aleixandre, que también les ayuda como puede y cuando puede.

El diagnóstico oficial en estos momentos es bronquitis, paratifus y tuberculosis, demasiado para un hombre en las circunstancias de Miguel. Los medios de 1941 no son los que van a llegar a raíz de 1944, 1945. De todas formas, el trato en la enfermería del Reformatorio de Adultos de Alicante, como veremos en el próximo capítulo con mayor detalle, deja mucho que desear. Tampoco preocupa a demasiada gente que en una época en la que se sigue fusilando con encono a muchos de los vencidos de la guerra civil muera un preso más o menos, y si el preso ha sido nada menos que el comisario de la Brigada de Choque de El Campesino, menos aún.

En el interior de las cárceles se vive muchas veces de rumores. El bulo es el gran señor de las prisiones. En diciembre se repite con la natural ansiedad que el Caudillo va a dictar una medida de gracia con ocasión de la Navidad, o del Año Nuevo, y que aquellos que estén condenados a penas reducidas —seis a doce años— saldrán a la calle, y aquellos de penas mayores verán reducido considerablemente su tiempo de cautiverio. Pero Redención no dice nada, los funcionarios no saben nada, el médico tampoco. Esta esperanza, no obstante, alienta el optimismo de los presos durante dos semanas largas, para sufrir a última hora un desengaño rotundo.

Lo que no es rumor, que es noticia, es la entrada en la guerra de los Estados Unidos, sorprendidos en Pearl Harbor por un poderoso ataque aeronaval de los japoneses. Y esto sí que da esperanza a la mayoría de los presos. Con los Estados Unidos, la guerra va a cambiar rápidamente de signo: la Alemania arrolladora de 1940 y 1941 no va a ser la misma en 1942. La guerra acabarán ganándola los aliados, lo que significará el derrumbamiento del Eje, y con éste, el acabamiento del régimen de Franco. Los presos van a salir a la calle en cuanto los aliados ganen la guerra, y ahora ya es seguro que la ganan, a pesar de que Redención no habla más que de victorias de los alemanes. Por si es poco, las informaciones que llegan al interior de las cárceles, las únicas que la censura carcelaria deja filtrar, son de constantes victorias de los japoneses sobre chinos, malayos, americanos, filipinos, indochinos, etc.

Las estadísticas oficiales dicen que en este diciembre de 1941 sólo hay en España 139.990 presos políticos, lo que no deja de ser un consuelo al compararlo con las estadísticas de doce meses antes. La diferencia de un año a otro, ¿es que han sido fusilados? No, no; la verdad es que también algunos han sido puestos en libertad.

«Josefina, sigo mejor. La fiebre no cede del todo. Espero acabar con ella antes de que ella me deje en los puros huesos. Recibí las inyecciones y ya me han colocado una. Hasta mañana. Manda la muda. Besos para mi hijo. Miguel».

Las inyecciones no se las suministra, pues, la enfermería de la prisión, sino que ha de comprarlas la esposa y hacérselas llegar. Si es así, se las ponen, y si no es así, no hay inyecciones. En otra carta: «He recibido las inyecciones». En otra: «Me han hecho una extracción de sangre y en cuanto venga el resultado del análisis del laboratorio te diré concretamente la especie de fiebre que padezco». «Hasta ahora no puedo estar más que en la cama: de pie, me mareo y me caigo». «Manda hoy mismo otro frasco de Ceregumil porque he comprobado que es lo que más me corta la fiebre, y tomo mucho».

Se entretiene, a veces haciendo un gran esfuerzo, en traducir del inglés dos cuentos para «cuando Manolillo sepa leer». No tendrá ocasión de dárselos a Josefina, que los recibirá en su día de manos de un oficial de prisiones.

Franco dice en un discurso que la guerra la tienen perdida los aliados. Se apoya para ello en los datos que le facilita una arenga de Hitler a sus soldados en la que les dice que han hecho más de 2.400.000 prisioneros, han aniquilado más de 17.500 carros de combate, han derribado 14.000 aviones y han conquistado un territorio superior cuatro veces a Inglaterra. Solamente a Rusia —asegura Hitler— se han deshecho 67 divisiones. «¡Alemania es invencible!» Por lo que Franco, su aliado, asegura que la guerra la tienen perdida los aliados. Y Redención lo repite y lo apoya.

Los presos políticos intuyen que esto no es totalmente así, aunque reconozcan que por el momento el dominio de Alemania es innegable. Y así como en todas las tertulias de café surgen los estrategas —germanófilos, aliadófilos, como en la gran guerra de 1914-1918—, también en las cárceles se pintan planos y líneas de frente en las paredes, y se hacen divisiones, que son cucarachas muertas, y tanques, que son migas de pan duro. El caso es agarrarse a una esperanza, y la única esperanza para los 139.990 presos políticos españoles de diciembre de 1941 es que la guerra cambie de signo y empiecen a vencer los aliados.

Ni siquiera este consuelo tiene ya Miguel, aislado en la enfermería, visitado muy espaciadamente por algunos de sus compañeros de galería. Sí, es posible que a última hora sean los aliados quienes se alcen con la victoria, pero, ¿va a conseguir llegar él vivo a ese momento? Le duele el pecho, escupe sangre, no tiene fuerzas, sufre tremendos escalofríos. «La fiebre, Josefina, no quiere ceder del todo, y esto hará que el lunes no podamos comunicar».