Las cárceles. II
Año 1940
Si 1939 ha sido el año de las represalias apasionadas, 1940 es el de las represalias en frío. Todo es menos precipitado, más mesurado, más formal, aunque a fin de cuentas este equipo que ha vencido en la guerra civil sigue matando a sus enemigos con una saña cruel. Ya que estamos en la biografía de un poeta, recojamos una frase de otro poeta de la línea opuesta, Agustín de Foxá: «Es lógico que los odiemos; es instintivo, es telúrico, está dentro del drama del planeta nuestra ansia de represalia». Si así habla el noble —de cuna—, el culto, el lírico Foxá, ¿qué puede esperarse de aquellos que en el año 1936 eran sólo falangistas de porra, palo y pistola por la madrileña calle de Alcalá y que ahora son capitanes auditores en los consejos de guerra?
Lo curioso, lo que aparte de curioso tiene importancia como para que todos pensemos en ello con detenimiento, es cómo toda esta caterva de católicos acérrimos, de golpes en el pecho y misa semanal, cuando no diaria, todos estos clericales de director espiritual y adoración nocturna y escapulario y mucho rosario por las tardes, todos éstos, se han olvidado de su mismo Dios a la hora de ponerse a matar, y se han olvidado de sus catecismos y sus diez mandamientos. Olvidados de todo lo que dicen que son, no se acuerdan más que de matar.
Fusilan al coronel Escobar, de la Guardia Civil, porque en julio de 1936, en Barcelona, fiel a la República a la que había jurado defender, fiel a la República de la que dependía, no sólo no se sublevó contra ella, sino que estorbó la sublevación de los conjurados. Fusilan al coronel Cascón, de Aviación, por parecida causa, cuando éste, al saberse vencido, forma a las tropas y se adelanta a hacer entrega del mando al oficial que dirige a los soldados que han ocupado el aeródromo. Fusilan a Companys —entregado por los alemanes— por el delito de haber sido presidente de la Generalidad de Cataluña, elegido por el pueblo en votación legal y normal. Fusilan a Zugazagoitia, entregado igualmente por los amigos francoalemanes de los fascistas españoles, por haber sido director de El Socialista y ministro —casi póstumo— de la República. Sin contar los fusilamientos adocenados de dirigentes de las Casas del Pueblo socialistas, de diputados, gobernadores civiles, alcaldes, porque un día fueron del Frente Popular; simples oficiales del Ejército, por el delito de no haberse unido a los rebeldes, es decir, por haber cumplido con su deber.
En este ambiente, poco le queda esperar a Miguel Hernández, comisario de El Campesino, poeta máximo de los republicanos, cronista de guerra en los periódicos comunistas. Hay un documento excepcional escrito por un testigo, también excepcional: se trata del relato de Eduardo de Guzmán, que fue redactor-jefe del periódico La Tierra y que, casualmente, fue sometido a juicio ante tribunal militar en la misma ocasión que Miguel. De este relato vamos a extractar algunos párrafos inapreciables:
«Es inútil que algunos quieran matizar o explicar sus respuestas. Apenas pronunciadas dos palabras, les cortan imperativos:
—¡Limítese a contestar sí o no!
—Pero es que yo…
—¡Siéntese!
… … … … … … … … … … … … … … … …
Uno de los presos que está a mi lado se dirige en voz baja y en forma respetuosa a uno de los guardias para preguntar:
—¿Cuándo comparecen los testigos?
—Aquí no tienen por qué venir. Ya habrán declarado ante el juez.
… … … … … … … … … … … … … … … …
El fiscal empieza a hablar y lo hace durante veinte minutos en tono duro, agresivo, hiriente. Las palabras chusma, horda, criminales, salvajes y asesinos se repiten una y otra vez con machacona insistencia. En su informe abundan más los adjetivos que los sustantivos. Nos llama canallas, chacales, ignorantes, analfabetos, cobardes, resentidos e infrahombres. Pero acaso peor que los vocablos sea el aire de abrumadora superioridad propia y de absoluto desprecio hacia nosotros con que las pronuncia.
Su apasionada disertación tiene dos partes perfectamente diferenciadas. En la primera, que dura entre seis y siete minutos, acusa a veintitantos de los procesados que se sientan en el banquillo de todas las barbaridades habidas y por haber, atribuyéndolas a los malos instintos y a la crasa incultura de sus autores, cuya incapacidad para distinguir el bien del mal les convierte en una peligrosa amenaza para la sociedad. En la segunda, que dura justamente el doble, echa sobre los hombros de los dos restantes —Miguel Hernández y yo— todas las culpas de los demás sumadas a las nuestras propias.
Según el fiscal, nuestra máxima responsabilidad estriba precisamente en no ser analfabetos ni ignorantes; en la capacidad de comprender dónde está el bien e inclinarnos resueltamente por el mal; en haber permanecido en zona roja durante toda la guerra, escribiendo y hablando en defensa de una causa maldita, excitando con nuestros argumentos y propaganda la resistencia criminal contra las armas nacionales… Cuando se cansa al fin de acumular culpas sobre nuestras cabezas, cambia de tono y con frialdad escalofriante empieza a calificar los hechos y solicitar condenas. Todos los procesados estamos incursos en delitos de auxilio y adhesión a la rebelión. Para los primeros —tres o cuatro— pide penas de doce años y un día a veinte de reclusión. Para los segundos, veinte años y un día, reclusión perpetua o muerte. Creo, en cualquier caso, que las peticiones de última pena se elevan a diecisiete; entre ellas están naturalmente las solicitadas para Miguel Hernández y para mí».
Eduardo de Guzmán tiene palabras ponderadas para la actuación del defensor —por supuesto que defensor militar y de oficio—, que recibió los expedientes la tarde anterior y apenas ha podido leerlos por encima. «Considera que Miguel Hernández es un buen poeta; de temperamento ardoroso y exaltado, pero excelente persona. En el sumario hay avales y testimonios de algunos intelectuales, encabezados por José María de Cossío, de cuya identificación con el Movimiento no es posible dudar, atestiguando su perfecta honorabilidad. Contra él no hay más que sus versos políticos, su labor en el comisariado cultural y su adscripción al comunismo marxista; pero nadie le imputa ninguna acción deshonesta ni sanguinaria. Las sentencias dictadas por el Consejo de Guerra Permanente número 5 de la plaza de Madrid son aprobadas por el ilustrísimo señor Auditor de Guerra con fecha 25 de enero de 1940.
Una mayoría de los condenados son fusilados en el primer semestre del año. Una minoría somos indultados: Miguel, al final de la primavera de 1940; yo, el 21 de mayo de 1941»[43].
El trabajo de Eduardo de Guzmán es extenso, prolijo y realizado con la brillantez peculiar de este autor. Aquí se ha recogido lo más directamente relacionado con Miguel Hernández, pero no dudamos en recomendar al lector estudioso de todo lo sucedido en la posguerra española la lectura completa del relato, cuya referencia figura a final de página.
La condena de Miguel Hernández, a pesar de los silencios de la censura y del sigilo con que todas estas cuestiones se llevan en el Madrid de 1940, pronto es conocida en los medios intelectuales de la capital. Muchos poetas del régimen —Foxá es sólo una triste excepción— se sienten conmovidos. Saben lo mucho que vale Miguel. Por otra parte, tras el revuelo ocasionado por el asesinato de García Lorca, de ninguna manera conviene a las esferas intelectuales adscritas al nuevo Estado añadir este fusilamiento, que a fin de cuentas, con consejo de guerra y todo, no sería sino un asesinato más.
Pocos días después del consejo de guerra, parece ser que incluso antes de la confirmación por el Auditor, un grupo de escritores visita a Miguel en la cárcel. Son Rafael Sánchez Mazas, José María de Cossío y José María Alfaro. Van a proponerle que escriba y firme un arrepentimiento completo de su actuación durante la guerra. No importa que tal arrepentimiento no sea sincero: el caso es que exista el documento. Los tres están seguros de que con ese papel en la mano lograrán, primero, la conmutación de la pena de muerte y, después —a lo mejor—, hasta la libertad. «Miguel Hernández debe ser un poeta rescatado para la nueva España».
(Miguel sabe cosas de sus tres visitantes. Por ejemplo, de Rafael Sánchez Mazas sabe que es un teórico de la Falange, y tiene en la memoria una frase de él que le espeluzna: «Defenderemos las parroquias de aldea con más tesón que las Universidades». De Cossío, que fue su jefe durante el período de las biografías de toreros para Espasa Calpe, conoce su buena fe y su tendencia siempre hacia el orden derechista. De José María Alfaro sabe que es uno de los que se reunieron en cierta ocasión en un café de Madrid, cercano a la plaza del Callao, para redactar la letra del himno Cara al sol. Y sabe de los tres aún muchas más cosas).
La respuesta es que no. No se ha jugado la vida durante tres años para acabar ahora pasándose al enemigo. Le proponen también que trabaje de alguna manera con ellos. «¿Qué clase de trabajo?» Las ambigüedades son de tal tamaño que dejan de ser ambiguas: se trata de un «cambio de chaqueta» espectacular: los falangistas podrán decir que el poeta Miguel Hernández estaba equivocado y que ha reconocido estarlo. Ahora aportará su inspiración a cantar las glorias de esta España que empieza a amanecer. La respuesta es que no, naturalmente.
Hay unas cartas a Cox, en los primeros días de febrero, en las que no dice una palabra de la pena de muerte que le ha caído. Josefina la ignora. Miguel, que espera que se la conmuten —así se lo han prometido algunos intelectuales amigos—, no dirá nada a Cox hasta que la conmutación sea un hecho. Si no, escribirá una sola larga carta de despedida, ¡qué le vamos a hacer! En la carta del 4 de febrero describe su vida en la prisión de Conde de Toreno, en la que por ahora continúa:
«Hace varias noches que han dado las ratas en pasear por mi cuerpo mientras duermo. La otra noche desperté y tenía una al lado de la boca. Esta mañana me he sacado otra de la manga del jersey, y todos los días me quito boñigas suyas de la cabeza. Viéndome la cabeza cagada por las ratas, me digo: ¡Qué poco vale uno ya! Hasta las ratas se suben a ensuciar la azotea de los pensamientos. ¡Esto es lo que hay de nuevo en mi vida, ratas! Ya tengo ratas, piojos, pulgas, chinches, sarna. Este rincón que tengo para vivir será muy pronto un parque zoológico o, mejor dicho, una casa de fieras».
A Josefina le ha dicho que le han caído sólo doce años y un día, pero que con los indultos saldrá pronto a la calle. Y mientras espera que la pena de muerte se ejecute o no, sigue escribiendo versos, la mayoría de los cuales los rompe luego con rabia:
¿Qué hice para que pusieran
a mi vida tanta cárcel?
Fuera se mueven de su lado Neruda y Aleixandre. El padre de Vicente Aleixandre es coronel de Ingenieros retirado. Neruda, diplomático, embajador en París, es íntimo del encargado de Negocios en Madrid. Por su mediación se envía todos los meses una pensión a Josefina, acerca de cuya cuantía hay demasiadas versiones contradictorias. De los no suyos se mueven también Cossío, que pide personalmente al general Varela, ministro del Ejército, la conmutación de la pena. Y es ahora cuando sí se produce la gestión, oportuna, del viejo cardenal francés Baudrillart cerca del propio Franco. Neruda escribe: «El cardenal Baudrillart tenía ya más de ochenta años y estaba completamente ciego, pero le hicimos leer fragmentos de la época católica del poeta que iba a ser fusilado». Luego la gestión Neruda-Baudrillart-Franco es de este tiempo, y no del otro, como ya ha quedado aclarado en cuanto a su primera prisión en Torrijos, ya que entonces «no iba a ser fusilado».
A mayor abundamiento está la declaración del propio encargado de Negocios chileno, Germán Vergara Donoso, en que al referirse a la primera prisión de Miguel aclara que «no le habían identificado» sus aprehensores, con estas palabras: «… ni se había iniciado proceso ni se juntaba la persona del detenido con el poeta Miguel Hernández. Esto obligaba a actuar discretamente y así se hizo»[44].
Muy probablemente de estos meses es uno de sus poemas más tristes y precisamente aquel en el que va incluido lo de «¿Qué hice para que pusieran / a mi vida tanta cárcel?». Lo titula El último rincón y es, en toda su extensión, el siguiente:
El último y el primero:
rincón para el sol más grande,
sepultura de esta vida
donde tus ojos no caben.
Allí quisiera tenderme
para desenamorarme.
Por el olivo lo quiero,
lo percibo por la calle,
se sume por los rincones
donde se sumen los árboles.
Se ahonda y hace más honda
la intensidad de mi sangre.
Carne de mi movimiento,
huesos de ritmos mortales,
me muero por respirar
sobre vuestros ademanes.
Corazón que entre dos piedras
ansiosas de machacarle,
de tanto querer te ahogas
como un mar entre dos mares.
De tanto querer me ahogo
y no me es posible ahogarme.
¿Qué hice para que pusieran
a mi vida tanta cárcel?
Tu pelo donde lo negro
ha sufrido las edades
de la negrura más firme,
y la más emocionante:
tu secular pelo negro
recorro hasta remontarme
a la negrura primera
de tus ojos y tus padres;
al rincón del pelo denso
donde relampagueaste.
Ay, el rincón de tu vientre;
el callejón de tu carne:
el callejón sin salida
donde agonicé una tarde.
La pólvora y el amor
marchan sobre las ciudades
deslumbrando, removiendo
la población de la sangre.
El naranjo sabe a vida
y el olivo a tiempo sabe
y entre el clamor de los dos
mi corazón se debate.
El último y el primero:
náufrago rincón, estanque
de saliva detenida
sobre su amoroso cauce.
Siesta que ha entenebrecido
el sol de las humedades.
Allí quisiera tenderme
para desenamorarme.
Después del amor, la tierra.
Después de la tierra, nadie.
Parcialmente se sabe dentro de las cárceles lo que está ocurriendo en Madrid, sobre todo lo que está ocurriendo en las cárceles de Madrid. Y la noticia que recorre las galerías como un escalofrío galopante es la de la ejecución de aquellos dirigentes comunistas que, detenidos por el coronel-general Casado y entregados a Franco, han sido condenados en su mayoría a muerte: Ascanio, Girón, Mesón, Bares, Suárez, Sánchez, Toro, Cazorla… Es decir: no se trata ya de prisioneros de guerra hechos por los vencedores a los vencidos, sino de aquellos luchadores republicanos que, en el tiempo de crisis de febrero-marzo de 1939, decidieron no rendirse, sino seguir la lucha contra Franco, y que fueron apresados por Casado, el de la Junta Militar, el que iba a conseguir —prometía— un trato de favor para todos los derrotados, el que tenía pactado con Franco y sus hombres tanto y cuanto. Regalo de Casado a Franco. A la cuenta de aquél van.
No, no hay cárcel para el hombre.
No podrán atarme, no.
Este mundo de cadenas
me es pequeño y exterior.
Ya en mayo le es conmutada la pena de muerte por la de treinta años. Mayo de 1940 es un mes de gracia. La España falangista se desborda de alegría al conocer la avalancha de los alemanes sobre Francia. Hitler visita el Arco del Triunfo de París. España va a tener también muy pronto un grandioso monumento que recuerde perennemente la guerra y la victoria: la gran basílica del Valle de los Caídos, que acaba de iniciarse cerca de El Escorial.
Antonio Buero Vallejo escribe algunos recuerdos de estos meses de convivencia en la cárcel de Conde de Toreno de Madrid. «Elogiábamos su obra unos pocos amigos y le augurábamos una maravillosa continuidad. Con palabras recatadas que parecían velar un pensamiento aún no maduro, díjonos que tal vez no escribiría más y que, de alguna manera, todavía no bien determinada, volvería al campo y a él y a sus afanes dedicaría su vida. Esta reacción “tolstoyana” nos desconcertó, y, por supuesto, se la combatimos. Pero la calma con que siguió aventurando su oscura idea nos convenció de que era sincero. Sincero, aunque contradictorio, pues si bien de tarde en tarde, siguió creando. Una interpretación correcta de aquella perplejidad suya no es fácil; para mí sólo es claro que no puede atribuirse a un simple desánimo, a un hipotético repliegue causado por las duras consecuencias personales de una parte de su anterior labor poética. Aquél era tiempo de reflexión para todos, mas raramente de desánimo; y que él no era un desanimado estaba fuera de duda»[45].
En agosto es invitado a colaborar en la revista oficial de los presos de toda España, Redención. Miguel se niega, sin estridencias, pero se niega. Poco después, el 22 de septiembre, es trasladado en cuerda de presos a la cárcel de Palencia. Van vigilados y conducidos por la Guardia Civil. Es encerrado en una celda, la número 23, con otros nueve prisioneros. Más lejos de Alicante. Más frío aún que en Madrid. Pero en septiembre todavía se puede soportar. Cuando octubre comienza, el frío por las noches, durmiendo en el suelo, sin mantas apenas, dándose calor unos cuerpos con otros, es aterrador; «Hace frío de verdad aquí. Al que le da por reír le queda cuajada la risa en la boca, y al que le da por llorar le queda el llanto hecho hielo en los ojos». Sin embargo, cuando meses más tarde vuelve a encontrarse con Buero Vallejo en Yeserías, transeúnte hacia Ocaña, dice a éste: «Yo estaba muy bien en Palencia, porque era una prisión donde no había mucha gente. La dirección era deferente y me había instalado en una celda para mí solo. Incluso me pasaban botellas de leche si las encargaba. Incluso podía trabajar. Ahora han gestionado los amigos el traslado pensando que estaría mejor, pero cualquiera sabe». De manera que en la estancia de Palencia hay que entender dos tiempos: uno, el primero, breve, fatal, y otro, el más largo, en el que al fin los que mandan en la prisión han decidido ser considerados con él.
De todas formas, es en Palencia donde lo que en Conde de Toreno era un simple constipado pasa a mayores, y la tos se le hace más persistente y más mortificante. Es en Palencia donde sin prisa Miguel empieza a morir, y está muriéndose ya de dos muertes paralelas: una, aquella puramente física, que le va corroyendo los bronquios y haciendo blanquecina la sangre; otra, la espiritual, la muerte que se le está metiendo en la cabeza porque presiente que van a ir cambiándole los muros —Huelva, Torrijos, el Seminario, Conde de Toreno, Palencia—, pero todo lo que le queda de vida va a ser ya entre muros con sólo el cielo del patio como cielo a mirar, él, que viene de tanto y tanto cielo, «alto de mirar a las palmeras». Ahora cobran actualidad unos versos que escribió bastante antes:
Si no fuera, ¿por qué?… no sé por qué,
mi corazón escribiría una postrera carta,
una carta que llevo allí metida,
haría un tintero de mi corazón,
una fuente de sílabas, de adioses y relatos,
y «ahí te quedas» al mundo le diría.
Yo nací en mala luna.
Tengo la pena de una sola pena
que vale más que toda la alegría.
… … … … … … … … … … … … … … … …
Hoy descorazonarme,
yo, el más corazonado de los hombres,
y por el más, también el más amargo.
No sé por qué, no sé por qué ni cómo
me perdono la vida cada día.
Los funcionarios de la cárcel saludan a sus superiores brazo en alto. Antes sólo ocurría cuando la guardia estaba encomendada a escuadras falangistas. Se dice que ahora han obligado por decreto a que empleen el saludo fascista no sólo los funcionarios de prisiones, sino también los guardias y los militares. Por supuesto que los presos han de cantar los himnos todos los días, brazo en alto, y que muchas veces se repite el castigo de tener a uno de los presos en el centro del patio, al frío de noviembre, con el brazo en el saludo romano. Himler, uno de los segundos más primeros de Hitler, acaba de estar en Madrid y ha presidido el primer desfile de la nueva Policía Armada, todos —en la tribuna y en el paseo— brazo en alto, como en Berlín, como en Roma. Como en Salamanca. El 25 de noviembre, el Gobierno prohíbe por decreto trasnochar. Dos días más tarde, Miguel sale de la prisión de Palencia hacia Madrid, pero con destino a Ocaña.
Durante tres días permanece en la galería de «transeúntes» de la cárcel de Yeserías. Nuevo encuentro con Buero Vallejo, que le halla desmejorado. «¿Cómo es Ocaña?» Todos los rumores coinciden en que se trata de una de las cárceles más duras de España. Antes, los establecimientos carcelarios estaban clasificados como presidios, penales, prisiones, cárceles modelo, etc. Ahora, como se están utilizando conventos y edificios grandes de cualquier origen, todas las cárceles vienen a ser lo mismo, y el régimen varía por las condiciones del local, las del clima y, sobre todo, la forma de ser del director y de los guardianes. Ocaña, ¿en qué puede ser peor? Al menos está más cerca de Alicante que Palencia.
Escribe a Josefina: «Sigo haciendo turismo. Hoy aquí, mañana allí». Y a los camaradas eventuales de Yeserías les asegura que las ratas de Conde de Toreno son la aristocracia de las ratas y que no las hay más gordas en España.
En Ocaña el régimen alimenticio es peor que el de Palencia, con lo que los bronquios, que habían registrado un ligero alivio merced a la sobrealimentación láctea, vuelven a resentirse. La idea de que va a morir sin regresar a su casa va haciéndose con él. Además, de llegada, y por puro trámite —así hacen con todos los recién incorporados—, en Ocaña le someten a veinticinco días de incomunicación. Cuando termina la incomunicación recibe la visita de un poeta del régimen, Dionisio Ridruejo. Ya ha comenzado a operarse en Ridruejo el espectacular cambio ideológico que luego será de conocimiento público, hasta hacerle abandonar por completo el falangismo, y sobre todo el franquismo. Ridruejo pretende —como antes lo hicieran Alfaro, Cossío y Sánchez Maza— que Miguel haga una retractación, siquiera simulada, para suavizar su régimen carcelario. Podría, de momento, obtener un buen empleo dentro de la prisión, y quién sabe si en poco tiempo algún tipo de libertad condicional o condicionada. Y como en la ocasión anterior, Miguel, sin acritud, se niega. «¿Tú lo harías?», dice a Ridruejo, sin sospechar que sí que ha empezado ya a hacerlo.
Mal diciembre en Ocaña. Frío, tosiendo, sin cartas, sin alma para escribir ni para hacer nada. Sus dos muertes avanzan dentro de él cogidas de la mano. No tienen prisa. Saben de sobra que la presa es cierta. «Dile al médico que tú eres de Alicante y que te hace falta un clima cálido». Sin pensar en la libertad, en este mal diciembre Miguel empieza a soñar con la posibilidad de un traslado a Valencia o a Alicante. Allí, Josefina podrá ir a verle desde Cox, y llevarle al niño para que lo vea. Esta ilusión va a ser la única —lo único— que pondrá dentro de él un poco de aliento. Para dormirse necesita pensar en eso, y casi siente un ligero calor, mientras tirita, pensando en el Mediterráneo. ¿Valencia? ¿Alicante? ¡Es igual! «El aire tiene allí otro olor». ¡Qué amargo se cierra el año 1940 sobre la vida de Miguel Hernández!