Las cárceles. I
Año 1939
El panorama en Orihuela es como para no quedarse. En Cox es diferente, pero hay tan poca distancia entre un lugar y otro que la muerte que ronda para Miguel en Orihuela pudiera venir súbitamente a visitar Cox. Aunque leyendo el bando del gobernador civil, «Don Antonio Romaguera de Monza, Teniente Auditor de Guerra», da la sensación de que Alicante y su provincia vuelven a ser un remanso de paz, la realidad es muy otra. Las represalias son durísimas, en Orihuela y en todas partes. Palizas, corte de pelo al cero a las mujeres, aceite de ricino en aquellos casos en que la responsabilidad —simplemente haber pertenecido a un partido o una sindical del Frente Popular— se considera leve, y la cárcel y el fusilamiento, o el garrote vil, cuando esta misma responsabilidad se considera grave. Los delitos más corrientes por los que los vencedores acusan a los vencidos son rebelión y auxilio a la rebelión, de los que resultan reos, como ya se ha dicho en otro capítulo, precisamente aquellos que no se han rebelado. Es decir: haber sido fiel al Gobierno republicano, que era el que en virtud de unas elecciones ocupaba el poder, ya es auxilio a la rebelión; haber tomado las armas para defender a ese Gobierno contra los que se sublevaron contra él, eso es rebelión. En la historia española no se consigue encontrar, ni remontándose por los siglos de los siglos, un caso igual de cinismo.
Si hemos asistido hace unos años al cambio de nombres de las calles —¡izquierda, ar!—, ahora vamos a asistir al mismo espectáculo en sentido inverso y con igual o mayor ración de estupidez que entonces. Así, de la noche a la mañana —¡derecha, ar!—, se cambian los nombres a unas cuantas docenas de calles y plazas de toda la provincia de Alicante. Particularmente en la capital, estos cambios son en algunos casos grotescos: la avenida de Zorrilla queda convertida en avenida de José Antonio; la plaza de la Reina Victoria y la calle de la Infanta (todavía el falangismo es antiborbón) se convierten en de Calvo Sotelo y del general Primo de Rivera. Se da el nombre de plaza de los Caídos a la de Galán y García Hernández (que casualmente también eran caídos, pero de signo contrario). Las calles dedicadas al capitán Barberán y el teniente Collar, que nada tenían que ver con la política, sino que fueron dos célebres aviadores (los tripulantes del «Cuatro Vientos»), se transforman en del Pilar y de San Juan Bautista. Si hay que buscar alguna diferencia entre el cambio de nombres efectuado por el Frente Popular en 1936 y por los nacionales en 1939, es que éste es si acaso todavía más imbécil que aquél.
Miguel ve pronto que le va a ser muy difícil vivir en Cox sin que cualquier día aparezca una patrulla a detenerle. Decide huir a esconderse lejos. ¿Dónde? En Sevilla. Allí —piensa— pasará inadvertido, al menos durante estos primeros días de fragor y de persecución. Acude a un amigo en el que confía plenamente, pero éste le dice que no es posible, ya que la policía está haciendo constantes redadas y que su presencia allí puede poner en peligro a toda la familia. De Sevilla a Huelva la distancia no es mucha, de Huelva a Portugal la distancia es aún menor. Miguel se decide: huirá a Portugal. «Pero Portugal fue siempre amiga de Franco». No importa: confía en que nadie le conoce, y, sobre todo, lo que intenta es que pasen los primeros tiempos del rencor y de las persecuciones. Luego, ya volverán las aguas a su cauce. Y cuando piensa en esto, lo que está pensando en realidad es en volver cuanto antes a su Orihuela.
Apenas atravesar la frontera portuguesa es detenido por la policía de aquel país y entregado a la española. La policía española no sabe que ha detenido a Miguel Hernández, comisario de la Brigada de El Campesino —su exigua presencia física le protege en este caso—, sino a un combatiente rojo español, indocumentado. Le ingresan en el campo de prisioneros y presentados de Rosal de la Frontera, Huelva, junto a Aracena. La comida es agua caliente con unos pedazos de pan deshecho y unas fibras de carne maloliente. Los sargentos, siempre con la fusta en la mano, castigan al menor descuido, y hay que cantar varias veces al día los himnos, que son cuatro: la marcha real, el Cara al sol, el Oriamendi y el himno de la Legión. A los nueve o diez días es trasladado a Madrid, donde va a estar encerrado cuatro meses. Sigue siendo sólo un excombatiente rojo, sin clasificar.
Cerca de Cox, muy cerca de Cox, en Albatera, los vencedores han montado un gigantesco campo de prisioneros. «El más horrible campo de concentración que montó Franco al ganar la guerra estuvo en Alicante, cerca de Albatera. En un terreno yermo y salinoso, 20.000 hombres enfermaron o murieron de hambre y sed, de terribles epidemias o de las torturas que les aplicaron. Más de 600 fueron asesinados por los falangistas y requetés a tiros y a palos. Muchos otros fueron fusilados en público, tras haber sido forzados a cavar su propia fosa…»[38].
Alicante rojo, Alicante irredento, Alicante dejado de la mano de Dios, se convierte en una de las zonas castigadas por los vencedores. ¿Cómo no se sumaron los alicantinos como un solo hombre en julio de 1936 al movimiento salvador de la patria? Y no es sólo eso; fue aquí, en esta tierra de perdición, donde fue muerto el fundador, José Antonio Primo de Rivera, a quien sus íntimos definen sencillamente José Antonio. El 16 de abril, por los micrófonos de Radio Alicante, habla nada menos que Ernesto Giménez Caballero. Es un domingo de sol y en el Postiguet hay gente que, púdicamente, toma la brisa en la cara, que otras zonas son prohibidas por la pudibudencia oficial. «¿Qué maldición pesó sobre tu destino? —clama el ideólogo falangista—. ¿Qué has hecho, Alicante, qué has hecho? El día liberador que yo entré en tus calles, llovía. Y tus calles y tus caminos estaban llenos de una materia húmeda, que no tierra, sino sangre me pareció. Me pareció que sobre ti llovía sangre. Que tu suelo estaba encharcado de sangre. Y hasta de sangre me pareció tu mar. Si de todas las ciudades de España fuiste tú la de mayor pecado, tú has de ser, de todas las ciudades de España, la que mayor servicio, abnegación y fervor has de ofrecer al Caudillo y a nuestro porvenir. Y sólo así, Alicante, podrás levantarte de tu caída». Así que ya lo sabes, Alicante.
Miguel, en su cárcel primera de Madrid, piensa en su suerte. Le ha fallado todo. Cuando llegó a Sevilla se fue confiado a ver a Joaquín Romero Murube. Poeta también, ¿no iba a comprenderle? Él, Miguel, que tanto había hecho en Madrid en favor de otros poetas de ideología opuesta, ¿no iba a encontrar en los intelectuales vencedores la comprensión suficiente? Ha sido precisamente este literato señorito, de la órbita franquista, quien no ha podido —o querido— hacer nada por él. Los portugueses han estado en lo suyo; llevan tres años de entrenamiento en la tarea de devolver a los franquistas a aquellos rojos que se aventuran por el Algarve. No han necesitado inventar nada nuevo para poner a Miguel en manos de la policía de Huelva. La suerte, la inmensa suerte, es que sigue siendo un indocumentado, y que llamarse Miguel Hernández en la España de 1939 no es todavía nada importante.
El 5 de mayo ya van fusilados en toda la provincia de Alicante 690 rojos; de ellos, 20 son de Orihuela. ¡De buena se ha librado por ahora Miguel! Sólo en Alicante capital van 557, 49 en Denia, 24 en Alcoy, 27 en Monóvar, uno en Jijona, 12 en Villena… Es la paz de Franco en marcha[39]. El estallido del campo de Albatera del 28 de abril da una existencia de 6.800 detenidos.
Va anotando en una cuartilla a lápiz su triste recorrido de prisionero: el 8 de mayo pasa del campo de concentración de Rosal de la Frontera a la cárcel de Huelva; el 10 es trasladado a la cárcel de Sevilla; el 18 pasa a la de Torrijos, en Madrid, 4.a galería, 1.a sala. Desde aquí escribe a los padres de Ramón Sijé, tratándoles casi —o más— como si fueran los suyos propios:
«Queridos padres: Aquí me encuentro con la esperanza de salir pronto y veros buenos de salud y de ánimo. Me acuerdo mucho de vosotros, ahora más que nunca, porque ahora es cuando puedo pensar más largamente en las personas que quiero. Mamá: cuídate mucho, es el mismo consejo que doy a la de la calle de Arriba, porque nos haces falta a todos[40]. Hoy ha venido a verme mi cuñado Paco y me ha dado buenas noticias de Josefina y de nuestro hijo. Escribidme vosotros a la dirección adjunta poniendo mi segundo apellido. Justino, ¿qué tal? Papá: me imagino que andarás con alguna dolencia, pero a ninguno nos falta eso. Marilola: a cuidar de la mamá y a rezar con ella por mí, porque no dure esta situación, que aunque no me entristece mucho, tampoco me alegra demasiado. Muchos besos y abrazos de vuestro hijo en nombre de quien lo fue más. Miguel».
En carta dirigida a la familia Fenoll (Josefina Fenoll había sido la novia de Ramón Sijé, aquella del poema de «la panadera del pan más trabajado y fino»), les dice, después de encabezar «Queridos hermanos y primos»: «Josefina, escríbeme y dime de Poveda. Él va a todas partes y al fin nos encontraremos en una cualquiera: tu casa, la mía, el mundo entero. Escribidme, Carlos, Ascensión, y decidme muchas cosas para sentirme más acompañado aquí. Habladme de vuestro hijo, del horno, Efrén: de Orihuela, de Justino, del río ése que nos sigue arrullando desde lejos. Ya en Portugal, cerca de Lisboa, he tenido que regresar a España cuando empezaba a hablar portugués…»
En el periódico ABC del 13 de junio, Agustín de Foxá hace una severa crítica de la obra poética de Alberti, Cernuda y Miguel Hernández: «Sus poemas —dice— son como obras de laboratorio, sin fuerza ni hermosura, equívocos, cobardes y llorones». Agustín de Foxá es, con Pemán, «el poeta de la Falange», y en junio de 1939, éstos tienen la razón, toda la razón, y nadie habrá que se la discuta.
No es placentero vivir en la cárcel madrileña de Torrijos, de la que diariamente salen montones de presos hacia los pelotones de ejecución. Se calcula que por estas fechas —junio de 1939—, en las que ya ha amainado el primer furor de represalia de la posguerra, sólo se está ejecutando en Madrid unas cuarenta personas y otras tantas en Barcelona, al día, aparte de las muchas que mueren en cada una de las capitales y poblaciones de toda España. Estas son cifras moderadas porque ya en junio, aparte de haberse aplacado los furores primeros, son tantos los ejecutados que, naturalmente, queda menos gente por matar. En Barcelona, en febrero, son 150 personas al día, y este ritmo se mantiene en marzo y en abril. En Madrid, en abril, el ritmo no baja de las 200 personas por día, para ir descendiendo paulatinamente hasta estas cuarenta de junio. Las noches son espeluznantes, encendiéndose las luces de pronto y pasando lista de los que deben salir «con todo», porque ya no van a volver. Funciona con fruición el garrote vil, como en el siglo XVII, como cuando la Inquisición[41].
Un biógrafo de Franco, George Hills, bastante parcial en favor de su personaje elegido, escribe, refiriéndose a las ejecuciones de estos primeros tiempos de posguerra (y debe dársele bastante crédito, puesto que la obra está editada en España antes de morir Franco) lo siguiente: «Los tribunales civiles no podían dar abasto, por lo que se crearon otros ad hoc cuyos miembros eran militares o falangistas. Durante el mes de julio, Ciano hablaría con fruición de 200.000 rojos encarcelados, de 200 a 250 ejecuciones diarias en Madrid, 180 en Barcelona, 80 en Sevilla y de 10.000 reos esperando ser ejecutados. Estas cifras deben ser tratadas con toda la reserva que merece el pobre y fantasioso conde Ciano…» «No se puede establecer con precisión cuántas personas fueron ejecutadas durante los meses que siguieron al final de la Guerra Civil…, pero el número de ejecuciones pudo muy bien haber sido de 10.000» (G. Hills, Franco, el hombre y su nación, Librería Editorial San Martín, Madrid, 1975).
Una mañana de agosto, el carcelero llama a Miguel. «Me dicen que a ti se te da bien la pluma». Entre risotadas le dice, al tiempo que le da una escoba: «Pues anda, escribe». Y le ordena barrer la celda y parte de la 4.a galería. Miguel obedece, pero en su cabeza nace un soneto: Ascensión de la escoba. Luego le hacen fregar las escaleras de la prisión. No importa: el soneto ya ha nacido:
Coronada la escoba de laurel, mirto, rosa,
es el héroe entre aquellos que afrontan la basura.
Para librar del polvo sin vuelo cada cosa
bajó, porque era palma y azul, desde la altura.
Su ardor de espada joven y alegre no reposa.
Delgada de ansiedad, pureza, sol, bravura,
azucena que barre sobre la misma fosa,
es cada vez más alta, más cálida, más pura.
¡Nunca! La escoba nunca será crucificada,
porque la juventud propaga su esqueleto
que es una sola flauta, muda, pero sonora.
Es una sola lengua sublime y acordada.
ante su aliento raudo se ausenta el polvo inquieto,
y asciende una palmera, columna hacia la aurora.
Casi a diario se habla en Torrijos de las medidas que va a tener que tomar el Gobierno para quitarse de encima tantos miles de prisioneros y «presentados». De una parte, a diario le vienen de Francia de doscientos a trescientos procedentes de los campos de concentración franceses, que hay que fichar, clasificar y, desde luego, encerrar. El problema alimenticio de todo el país se refleja dramáticamente en las cárceles y campos del Gobierno, que emplea hasta plazas de toros, campos de fútbol y playas acotadas para mantener tan ingente población prisionera. Todo esto lleva a Miguel y a sus camaradas la esperanza de que pronto van a ser puestos en libertad muchos de ellos. De Torrijos se sale con dos destinos: a casa o al paredón. «Yo no he hecho nada más que escribir versos». «¿Contra Franco?» «Bueno, eso sí».
El 12 de septiembre escribe una carta a Josefina. Septiembre de 1939 es un mes tremendo para Miguel Hernández. En la carta dice: «Querida Josefina: Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación, cada día más difícil. El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consueles te mando esas coplillas que le he hecho, ya que para mí no hay otro quehacer que escribiros a vosotros o desesperarme. Prefiero lo primero y así no hago más que eso, además de lavar y coser con muchísima seriedad y soltura, como si en toda mi vida no hubiera hecho otra cosa. También paso mis buenos ratos espulgándome, que familia menuda no me falta nunca, y a veces crío robusta y grande como el garbanzo. Todo se acabará a fuerza de riña y paciencia, o ellos, los piojos, acabarán conmigo. Pero son demasiada poca cosa para mí, tan valiente como siempre, y aunque fueran como elefantes estos bichos que quieren llevarse mi sangre, los haría desaparecer del mapa de mi cuerpo. ¡Pobre cuerpo! Entre sarna, piojos, chinches y toda clase de animales, sin libertad, sin ti, Josefina, y sin ti, Manolillo de mi alma, no sabe a ratos qué postura tomar, y al fin toma la de la esperanza, que no se pierde nunca».
Esas coplillas a que alude están destinadas a hacerse mundialmente famosas con un título que él desde luego no ha pensado. Concha Zardoya considera a estas coplillas —Nanas de la cebolla— «la más trágica de todas las canciones de cuna». El origen ha sido una carta de Josefina en la que decía a Miguel que vivía con muchas dificultades y que prácticamente sólo se alimentaba de pan y cebolla.
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
Una mujer morena
resuelta en luna
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en tus ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma al oírte
bata el espacio.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
… … … … … … … … … … …
Vuela, niño, en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.
El texto completo de las Nanas es aproximadamente el doble del aquí transcrito. A las pocas horas de llegar la carta a Cox, llega él mismo, en disfrute de una inesperada libertad provisional. Pero esto exige una explicación y, sobre todo, una aclaración.
Se produce frecuentemente una confusión relacionada con las gestiones de Pablo Neruda en favor de Miguel. Se sitúan a menudo estas gestiones ahora, en agosto-septiembre de 1939, hasta el extremo de relacionar la libertad provisional que Miguel obtiene mediado septiembre con las influencias y los intentos de Neruda. No es así. Neruda va a moverse, y mucho, y bien, en otra época posterior, como tendremos ocasión de conocer en el curso de este libro. Prueba de ello es el contenido de una nota de Neruda publicada en las Obras Completas de Miguel por la Editorial Losada, de Buenos Aires. En esta nota, Neruda escribe: «Miguel Hernández fue detenido y condenado a muerte. Yo estaba otra vez en mi puesto de París…» Luego relata que consiguió que el viejo cardenal Baudrillart tuviera conocimiento de las poesías de la primera época lírica de Miguel, en la que todavía era católico; el cardenal escribió a Franco y así se obtuvo la libertad. Neruda se confunde. Primero: en su primera detención, Miguel no es condenado a nada, ni siquiera juzgado, y si sale en libertad es porque nadie ha formulado una acusación grave contra él y es uno de tantos centenares de miles de prisioneros apenas clasificados, y queda en libertad provisional, con la obligación de presentarse periódicamente a las autoridades militares. Segundo: cuando Miguel es condenado a muerte es mucho después —como veremos con todo detalle en otro capítulo—, y desde luego nadie puede pensar que las autoridades franquistas pusieran en libertad, ni provisional ni de la otra, a un condenado a muerte. Lo que sí consigue Neruda —y también se verá después— con la referida gestión Neruda-Baudrillart-Franco es que no lo maten y que tengan con él alguna condescendencia, tal como su traslado a Alicante, cerca de Cox, esto es, cerca de su mujer y de su hijo.
Miguel Hernández sale, pues, en libertad el 17 de septiembre de 1939 lo mismo que salen otros muchos miles de detenidos, en virtud de una orden general de liberar a todos aquellos prisioneros que no estaban sometidos a proceso. Y Miguel no lo estaba. Difícilmente, pues, podía haber sido condenado a muerte. Eso llegará después. Corresponde a un período ligeramente posterior.
Poco va a disfrutar de estos aires libres de su tierra. Después de vivir una semana escasa en Cox, con Josefina y el niño, decide ir a Orihuela, desoyendo todas las voces que le dicen que no lo haga. «En Orihuela te matarán». «En Orihuela te pegarán». «En Orihuela te pondrán preso». No hay fuerza humana que impida a Miguel ir a su pueblo, tan seguro está —tan ingenuo— de que por ser inocente nadie tiene por qué tener nada contra él.
Y allá va, hacia su destino. Debió volverse a Cox, aunque hubiera sido corriendo por la carretera, cuando se cruzó con ciertas miradas de antiguos compañeros de Santo Domingo, ahora con camisa y boina roja. Debió volverse a Cox, aunque hubiera sido volando, cuando ciertas personas de las de orden, al corresponder de mala gana a su saludo, hicieron todo lo posible por recordarle que se había distinguido como rojo. Pero seguía pensando que por algún rincón debía quedarle algún amigo. Al salir de visitar a los familiares del que había sido su amigo más íntimo, Sijé, se le acercan dos hombres, le piden la documentación, le amarran las manos y se lo llevan. Ha de pasar la vergüenza de verse así conducido por su Orihuela como un ladrón de gallinas, como un asesino. Sorel apunta que el denunciante ha sido un oficial del Juzgado apellidado Morell.
Es encerrado en el Seminario, allá arriba, convertido en cárcel hace ya mucho tiempo, alojado en una de las celdas peores, más frías, más lóbregas, más húmedas. Sólo dos días después obtendría permiso para pasear unos minutos por el patio, al aire libre, al sol. El trato en el Seminario de Orihuela es mucho peor que en la cárcel madrileña de Torrijos. «Me siento aquí mucho peor que en Madrid. Allí, nadie, ni los que no recibían nada, pasaban esta hambre que se pasa aquí, y no se veían por tanto las caras y las cosas y las enfermedades que en este edificio».
A los presos les obligan a fabricar cruces, porque hay que llenar las escuelas otra vez de emblemas religiosos. A Josefina no le permiten que le vea a menudo, porque, casada por lo civil, no es su mujer a los ojos de los dirigentes de la prisión. Va a pasar en el Seminario dos meses casi justos, y a primeros de diciembre es trasladado a la cárcel de Conde Toreno, en Madrid. Pero todo es distinto ahora: el preso ya no es Miguel Hernández, sino el comisario de El Campesino. No ha podido pasarle nada peor.
En los primeros interrogatorios le preguntan si es él el autor de cierta poesía dedicada a El Campesino. Miguel dice desde el primer momento que sí. «¿Por qué escribió eso?» «Porque así lo sentía». La poesía dice nada menos que esto:
Aquí, castigando el campo
con el pie, por las besanas,
entrañable como un surco,
crespo como un Guadarrama,
un hombre abundante de hombre
de un empujón se levanta.
Valentín tiene por nombre,
por boca un golpe de hacha,
por apellido González
y por horizonte España.
«Pero, ¿sentía o pensaba todo eso?» «Lo pensaba porque lo sentía».
Aquí, entre muertos y heridos
y alrededor de las balas,
fieramente se pasea,
castellanamente habla.
Con el aire de sus hombros
la atmósfera se huracana.
Sus labores son de guerra
y de muerte sus campañas.
Ha matado muchas bestias
y quiere acabar la casta.
En actitud de león,
negro el pelo, roja el alma,
recorre al sol de la pólvora
las anchuras castellanas,
y el corazón, de tan ancho,
se le sale por las mangas.
Lleva, como la madera
del roble y de la carrasca
revuelta la sien oscura
y masculina la savia,
que por los tempestuosos
ojos le bulle y le salta.
Lleva el pecho como un monte,
lleva la boca con rabia,
y una ráfaga de sombra
dando vueltas a su barba.
Miradlo cómo reluce
cuando dice una palabra.
Ante este varón del pueblo,
hasta las piedras más bravas
débiles y sin defensa
se sienten y se desgranan.
La cobardía lo esquiva
y el valor duerme en su casa.
Hombres que seguís a este hombre
por laberintos que marchan
a páramos de derrota,
a viñas de triunfo y palma:
que sus cejas de coraje,
y su frente de arrogancia
y su piel de valentía
hallen eco en vuestra cara.
Con él ganaréis Castilla,
con él ganaréis España
a los de la morería
y a los de la canallada:
con él podremos ganar
toda la tierra del mapa.
Yo he de cantar sus proezas,
yo he de romper mi garganta e
n alabanzas al pueblo
y al hombre de sus entrañas,
hasta que queden de mí
los restos de una guitarra.
Este romance facilón, que con el Ceniciento Mussolini es de toda su obra poética de guerra seguramente lo que más pesa como pieza de acusación, tiene bastante poco mérito. Salvo algunos aciertos, como el de «con el aire de sus hombros / la atmósfera se huracana», o «un hombre abundante de hombre», o «el corazón, de tan ancho, / se le sale por las mangas», lo demás es vulgar, indigno incluso de Miguel Hernández. Es mucho más lírico un párrafo de su carta del 27 de febrero de 1927, cuando Miguel es destinado a otra unidad y al despedirse por carta de El Campesino le dice: «Yo seré el poeta dispuesto a empuñar el fusil y a empuñar el romance cuando lo creas conveniente, dispuesto a morir a tu lado…»
Pero el Tribunal Militar no tiene por tarea compulsar los méritos poéticos, sino la responsabilidad enorme de haber sido antifranquista activo. A primeros de diciembre es trasladado a Madrid otra vez, ahora a la prisión de Conde de Toreno. Aquí va a coincidir con otro prisionero ilustre, Antonio Buero Vallejo. Exactamente su ficha dice que ingresa en la cárcel de Conde de Toreno el 3 de diciembre de 1939. Ahora no van a andar desorientados ni perdiendo el tiempo como en la detención anterior. Ahora sí que saben quién es la presa y van a tratarla con todo rigor. El sumario va aprisa; las declaraciones se suceden sin pérdida de tiempo. Apenas habrá empezado el año próximo, 1940, cuando Miguel haya de comparecer ante el Consejo de Guerra.
Un compañero de prisión escribe: «Le conocí en la cárcel de Toreno. Cuando llegó, Buero Vallejo y yo estábamos dentro. Insisto en que su mirada, siempre profunda, parecía perderse en horizontes lejanos. Era un campesino extraño, tremendamente impresionante. Pantalones claros, jersey blanco y pelado al rape. Un hombre como Miguel se encontraba terriblemente encerrado y superaba ese encierro. Era una vivencia más que nos era común. Pero estoy seguro de que es muy difícil suponer lo que Miguel se reprimía. No era optimista»[42].
De estos meses dramáticos es su poesía Un albañil quería, que nos presenta a un autor ya completamente maduro. Miguel demuestra aquí cómo se ha perfeccionado a sí mismo, a qué gran altura ha sabido llegar. El poemita se titula Sepultura de la imaginación, y no podía haber sido escrito en otro sitio que en la cárcel:
Un albañil quería… No le faltaba aliento.
Un albañil quería piedra tras piedra, muro
tras muro, levantar una imagen al viento
desencadenador en el futuro.
Quería un edificio capaz de lo más leve.
No le faltaba aliento. ¡Cuánto aquel ser quería!
Piedras de plumas, muros de pájaros… los mueve
una imaginación al mediodía.
Reía, trabajaba, cantaba. De sus brazos,
con un poder más alto que el ala de los truenos,
iban brotando muros lo mismo que aletazos.
Pero los aletazos duran menos.
Al fin, era la piedra su agente… Y la montaña
tiene valor de vuelo si es totalmente activa.
Piedra por piedra es peso y hunde cuanto acompaña
aunque esto sea un mundo de ansia viva.
Un albañil quería… Pero la piedra cobra
su torva densidad brutal en un momento.
Aquel hombre labraba su cárcel. Y en su obra
fueron precipitados él y el viento.
Estas auténticas obras de arte han llegado a ser conocidas porque algunos de sus compañeros de celda le piden autorización para copiarlas. Más de una sólo trascenderá extramuros de Toreno escrita a lápiz y en papel de estraza. ¡Cómo se acuerda ahora Miguel de aquel tiempo en el que, sin sospechar que un día él pudiera estar en una cárcel, escribió lo de: «Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo, / van por la tenebrosa vía de los juzgados; / buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen, / lo absorben, se lo tragan…»!
Termina este 1939 con las peores perspectivas para Miguel. Están condenando a muerte y ejecutando sin pérdida de tiempo a casi todos los comisarios que intervinieron en el Ejército vencido, y Miguel no es sólo uno más, sino aquel precisamente enrolado en una de las unidades más significadas y más odiadas por los vencedores, la de El Campesino. Aunque sus compañeros de celda se desviven por alentarle, él presiente que esta Nochevieja de 1939 va a ser la última que pasará en el mundo. ¿Va a estar siquiera vivo dentro de quince o veinte días? Su condición de alicantino le hace aún más odioso a los juzgadores. Alicante —ya lo hemos visto en el discurso de Giménez Caballero— está lleno de sangre, porque allí murió el fundador, y eso va a pagarlo Alicante, y los alicantinos.
Una estadística de ABC del día de Navidad dice que en España quedan sólo 213.640 presos políticos, muchos de ellos ya condenados a muerte y esperando sólo la determinación de la fecha de su ejecución. Entre estos últimos se encuentra un muchacho joven, de aficiones literarias, compañero de celda precisamente de Miguel. Se llama Antonio Buero Vallejo.
—A veces condenan y no matan.
La guerra del mundo, que comenzó el 1 de septiembre con la invasión de los alemanes en tierra de Polonia, se halla en un momento de paréntesis, mientras se prepara el asalto tempestuoso sobre Francia y el resto de la Europa occidental.
—Desde que empezó la guerra en Europa parece que matan algo menos.
«Llegó la Navidad, traída en las alas de la victoria de Franco —dicen los periódicos—, y España entera ha vuelto a su santa tradición familiar, y en el recato hogareño ha vuelto a esta fiesta tan profundamente enraizada en el corazón de los buenos españoles».
Los malos españoles están en la cárcel y son invitados por los «paters» a cantar villancicos en el patio y en la capilla. Algunos de los malos españoles se consuelan y se engañan como pueden:
—La furia ya ha pasado. Ya casi no matan