La derrota
Casi a los dos meses y medio justos de haber perdido a su primer hijo, Miguel, que se halla en Cox, con Josefina, tiene la suerte de ver nacer al segundo, que llevará el nombre de Manuel Miguel. Ya se ha dicho en ocasión anterior algo sobre la costumbre alicantina y murciana de bautizar a cada hijo con dos nombres: Vicenta María, José Emilio, Andrés Antonio, etc. En medio de la alegría de este segundo nacimiento están las graves, gravísimas preocupaciones del momento: una guerra que está siendo ya casi irreversiblemente toda una derrota, y, por si es poco, una penuria de alimentos que ahora, con este otro niño que alimentar, adquiere algunos días tintes trágicos. Si a todo ello añadimos que las neuralgias de Miguel no sólo no se han ido, sino que, tras una ligera mejoría, han vuelto a mortificarle casi a diario, tendremos un cuadro bastante certero de lo que es esta familia del poeta-soldado en Cox, todavía Levante feliz, porque todavía no ha sido torturado por la aviación.
Ya en este enero se están dando demasiados casos de soldados que marchan con permiso a sus pueblos y no se reincorporan a sus unidades. Miguel no es de éstos. No sólo no va a rehuir el puesto de peligro, sino que va a aproximarse a él allí donde la efervescencia es mayor, es decir, al escenario de los combates más duros y los temores y los terrores más fundamentados: el centro, Madrid.
Los viajes son dramáticos. Ronda constantemente en el cielo el absoluto dominio de la aviación franquista, que acribilla los trenes, despanzurra los apeaderos y ametralla las caravanas en huida. Ni siquiera los trenes de la Cruz Roja son respetados, ya que los aviadores piensan —y algunas veces con razón— que son trenes de municiones camuflados como trenes de heridos. Pero hay otros trenes de heridos que sí que lo son, y el coincidir con ellos en una estación es un espectáculo deprimente. De uno de estos encuentros saca Miguel material para un poema hermoso y triste:
El tren lluvioso de la sangre suelta,
el frágil tren de los que se desangran,
el silencioso, el doloroso, el pálido,
el tren callado de los sufrimientos.
Silencio.
Van derramando piernas, brazos, ojos,
van arrojando por el tren pedazos.
Pasan dejando rastros de amargura,
otra vía láctea de estelares miembros.
Silencio.
Detened ese tren agonizante
que nunca acaba de cruzar la noche.
Y se queda descalzo hasta el caballo,
y enarena los cascos y el aliento.
Para los heridos que se le cruzan en las vías de la Mancha tiene estas palabras. Para el hijo recién nacido que ha quedado allá con Josefina, estas otras:
Hijo del alba eres, hijo del mediodía
y ha de quedar de ti luces en todo impuestas,
mientras tu madre y yo vamos a la agonía,
dormidos y despiertos con el amor a cuestas.
Ahora sí que es poeta completo. Poeta soldado, poeta esposo, poeta padre, poeta huérfano del primer hijo, poeta que ha visto parir a su esposa el segundo hijo, poeta triste, poeta alegre; ahora sí que es poeta, amargo, por lo mal que va la guerra, y dulce, por el silencio y la paz de Cox y de sus campos:
El hijo está en la sombra que acumula luceros,
amor, tuétano, luna, claras oscuridades.
Brota de sus perezas y de sus agujeros,
y de sus solitarias y apagadas ciudades
Tú eres el alba, esposa: la principal penumbra,
recibes entornadas las horas de tu frente.
Decidido al fulgor, pero entornado, alumbra
tu cuerpo. Tus entrañas forjan el sol naciente.
La gran hora del parto, la más rotunda hora:
estallan los relojes sintiendo tu alarido,
se abren todas las puertas del mundo, de la aurora,
y el sol nace en tu vientre donde encontró su nido.
Hablo y el corazón me sale en el aliento.
Si no hablara lo mucho que quiero me ahogaría.
Con espliego y resinas perfumo tu aposento.
Tú eres el alba, esposa. Yo soy el mediodía.
Los títulos de los poemas dicen bastante: Hijo de la sombra, Hijo de la luz, A mi hijo, Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío, Orillas de tu vientre…
Yo no quiero más luz que tu sombra dorada
donde brotan anillos de una hierba sombría.
En mi sangre, fielmente por tu cuerpo abrasada,
para siempre es de noche, para siempre es de día.
Así, lleno de hijo, rebosado de esposa, Miguel vuelve a un Madrid tétrico, gris y apagado y que es, sin embargo, así, en su lobreguez, el centro del centro de la guerra.
La capital de la resistencia se ha convertido en la capital del trueque. El soldado que recibe su ración de tabaco y no fuma cambia la cajetilla a un campesino del contorno por un par de palomas escuálidas. El alpiste, que antes de la guerra se vendía a ochenta céntimos el kilo, está ahora a sesenta pesetas, pero lo dan por dos cajetillas de cigarrillos ingleses. Una botella de vino de tres cuartos de litro, que en 1936 costaba de cuarenta a sesenta céntimos, ahora cuatro duros o un paquete de picadura buena. El aceite se vende a treinta y cinco pesetas el litro —su precio es 1,60—, pero puede obtenerse por un pequeño mazo de ocho «farias». Se sabe que el doctor X, que está de teniente médico en el Gobierno Militar, certifica inutilidades a granel si previamente se le obsequia con un cordero, que ha de llevársele escondido en una maleta de madera. La heroica capital de la defensa republicana es, por causa del hambre, el centro del bandolerismo taimado, de ese bandolerismo comercial que no necesita del trabuco ni del amparo de la sierra.
«Un día de este mes de enero, una pequeña fuerza de caballería atraviesa la ciudad, procedente de su cuartel y con destino a cierto lugar del frente. La gente ve pasar esta tropa no con la admiración habitual que provocan los desfiles, sino con el estómago retorcido y el pensamiento puesto en la cantidad de filetes que podrían sacarse del escuadrón. Sólo el cincuenta por ciento de la tropa se incorpora a su destino. Han desaparecido soldados y caballos en buena parte: los soldados han desertado para cubrir la ausencia de sus caballos, que van a parar al matadero clandestino de Vallecas. Unos cuantos centenares de madrileños, a costa de buenos montones de billetes de banco, van a comer durante dos o tres días abundante carne de caballo. Todo se ha resuelto falsificando una orden militar, y donde venía escrita una cifra de soldados y jacos se ha escrito otra mucho más reducida. Todo resuelto».
Este es el Madrid de enero de 1939 que Miguel Hernández puede ver y vivir, vestigios de un régimen mortecino que se escapa de las manos. El siente, no obstante, que aún hay esperanzas. No se da por vencido. Son muchos los madrileños idealistas que no se dan por vencidos aunque alguien se coma los caballos de la tropa y aunque se estén haciendo los negocios más sucios de todos los tiempos. Hay un puñado de idealistas que sueñan aún con defender estos jirones de República, y sanearlos, pero el Gobierno es ahora blando; el Gobierno, vigilado muy de cerca por las potencias extranjeras, rehúye dar el espectáculo de colgar una cincuentena de especuladores de las farolas de la Puerta del Sol, lo que sería quizá buena solución. El Gobierno sabe que al tiempo que los franceses y los ingleses hacen la corte a Franco, la Unión Soviética se muestra remisa en el envío de más material, ya que, por mar, no hay mercante que alcance los puertos republicanos, pues ahí están, Mediterráneo arriba y abajo, las flotas de Mussolini y de Hitler reforzando a los barcos de Franco, y por tierra, aunque las grandes cajas de los grandes aviones lleguen a la frontera francesa, ahí están, como otros Pirineos más, los generales franceses de los Croix de Feu que no dejan pasar material a los republicanos españoles. El Gobierno de los célebres trece puntos de Negrín no se atreve a ordenar el relevo fulminante de los generales que están cociendo la traición en los mismos Estados Mayores de Madrid. El Gobierno sabe que para una resistencia a ultranza no podrá contar con los anarquistas, ni con los socialistas; sólo los comunistas parecen dispuestos a la lucha hasta el fin. Miguel pertenece al Partido Comunista y sí está dispuesto a la lucha hasta el fin, porque no comprende la vida ya regresando a la plácida Orihuela del señor obispo y de los ricachones de leontina de oro en los grandes sillones de Loaces. No: hace mucho tiempo que él decidió que aquello se había acabado para siempre, sobre todo a raíz de la muerte de Sijé, que era su vínculo más firme al mundo antiguo, muy consuetudinario y muy trillado, de las costumbres oriolanas. Se luchará hasta el fin, piensa Miguel, y piensan unos cuantos más, tan limpios, tan jóvenes y tan generosos como él. Entre tanto, en los despachos se cuece la traición.
En Madrid, el 3 de febrero, el coronel Casado, que manda en las tropas de la defensa de Madrid, visita a Besteiro, líder socialista moderado, expresidente de las Cortes, uno de los pocos jefes políticos que se negaron a salir de Madrid en los tiempos difíciles de noviembre de 1936. Extraña visita. Se trata de dar un golpe militar-político, desoyendo al Gobierno legal de Negrín y aproximándose todo lo posible a Franco. Casado, que ya se ha entrevistado con el jefe de la quinta columna madrileña, coronel Centaño, dice hallarse en condiciones de asegurar que Franco va a aceptar ciertas peticiones de los perdedores de la guerra, y que la rendición de Madrid podrá hacerse en condiciones honrosas y convenientes.
El 4, a la vez que el presidente de la República, Azaña, en territorio francés, resigna sus poderes en el presidente de las Cortes, el gabinete francés envía un plenipotenciario a Burgos, Berard, para entrevistarse con Franco y ver de encauzar las relaciones entre la República francesa y el equipo ganador de la guerra española.
Los acontecimientos se precipitan. El 5, Rusia corta definitivamente los suministros de armas y material de guerra a la España republicana. Entre este día y el 10, más de medio millón de refugiados, civiles y militares, cruzan la frontera francesa huyendo del avance fascista y, sobre todo, huyendo de los constantes ametrallamientos de la aviación hispano-germano-italiana. La escuadra británica empieza a colaborar con Franco: acude al puerto de Menorca el destructor Devonshire y, mediante un curiosísimo acuerdo, desembarca allí soldados franquistas a cambio de evacuar a los republicanos más o menos comprometidos. Es decir, esta guerra de las paradojas va a seguirlo siendo hasta en sus últimos instantes.
Ocupada Barcelona el 26 de enero, el 10 de febrero ha terminado totalmente la resistencia en Cataluña. Pero no ha terminado la guerra. El día 14 llega Líster a Madrid en avión, dispuesto a organizar la resistencia, y se encuentra con la postura del coronel Casado, que está deseando rendir Madrid y rendirse. Está deseando terminar. España, la España republicana está en estos momentos dividida en dos grandes bloques: uno, el del entreguismo, personalizado por el coronel Casado, y otro, el de la resistencia a ultranza, defendido por los comunistas, con Negrín y Líster en cabeza.
Por supuesto que la Orihuela de Miguel Hernández es la plaza alicantina más decididamente situada del lado de los entreguistas. Por algo ha sido feudo anarquista y no socialista. Empiezan a asomarse a las calles gentes que habían estado escondidas durante toda la contienda. Se abren las conversaciones y ya no disimulan sus sentimientos los clericales y fascistas de toda la vida. Hasta las miradas son distintas. No se le ocurrirá a Josefina ir a Orihuela ahora, que ella es la mujer —sólo esposa civil, que no por la iglesia— del poeta comunista. Hasta parece que alguien, durante la noche, da brillo y pule las puertas de las iglesias, que lucen más durante el día. ¿Qué está pasando? Huyen los responsables de los comités de la CNT, que tanto abusaron durante los largos meses, años, de la guerra, y Orihuela es durante unas semanas algo así como tierra de nadie. Hay un envalentonamiento general de la derecha, que torna a las calles con sus atuendos de siempre. Algunos de aquellos que se olvidaron de la corbata en julio de 1936 vuelven a ponérsela. No se apaga el sonido de las radios facciosas en las horas de la noche, sino que se pone a toda potencia, como si se quisiera provocar: ¡a ver si hay quien…!
El día 16, el presidente Negrín reúne en Los Llanos, de Albacete, en el pabellón del aeródromo, a los generales Miaja, Matallana, Menéndez, Escobar, Bernal, el almirante Buiza y los coroneles Moriones, Camacho y Casado. El resultado de la reunión es deprimente: con la sola excepción del general Miaja, los demás votan por cesar la lucha. Nada puede hacerse. La guerra está definitivamente perdida.
El coronel Casado lleva su traición con verdadera astucia. En una proclama a los madrileños les dice: «Quiero hacer pública mi satisfacción por la buena marcha de la movilización general en este territorio. Hace treinta años convivo con el pueblo madrileño y cada día que pasa le admiro más. Por algo Madrid es el corazón de España». Y ya tiene a sus emisarios en Burgos tratando con Franco de la manera de entregar la capital.
Miaja y Rojo han sido ascendidos a tenientes generales con efectividad del 11 de febrero. Casado ha sido ascendido a general, pero, curiosamente, cuando se pone al teléfono para hablar con el presidente, Casado dice «aquí el coronel Casado», como si no aceptara o no quisiera darse por enterado de tal ascenso.
Todavía, en este pandemónium de intrigas, cobardías, traiciones, evasiones y equívocos, Miguel consigue llevar la cabeza al lápiz y el lápiz al papel:
Llego con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.
Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.
Con tres heridas yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.
Ha entrado en el modo y en el estilo de los retazos fugaces y enormemente expresivos. Está encontrando —¡ahora que la guerra y la victoria se le van!— la manera de la quintaesencia. Decirlo todo en un destello, casi como si fuera la mirada la que hablara:
La libertad es algo
que sólo en las entrañas
bate como un relámpago.
«Aquí el presidente Negrín». «Aquí el coronel Casado». «General, que fue usted ascendido el día veinticuatro». «¡Qué cosas tiene el señor presidente!» Así, entre ambigüedades, se aproxima la hora de la entrega total. El 27 de febrero, Francia e Inglaterra reconocen a Franco. No podía recibir el Gobierno de la República una bofetada más dolorosa. El periódico madrileño comunista Mundo Obrero publica un editorial en el que convoca a los madrileños a una resistencia hasta el final, y por esta causa —¡por esta causa!— es mandado recoger por el coronel —o general— Casado. Los comunistas se indignan: «Mundo Obrero —anuncian— saldrá con autorización o sin ella». Ya está declarada la guerra entre la autoridad militar máxima de Madrid —Casado— y los comunistas. Aquél quiere hacer la paz, éstos prefieren continuar la guerra hasta sus últimas consecuencias.
Miguel, aunque ansia la paz como el que más, se inserta en el grupo de los resistentes. Demasiado sabe que de vencer los fascistas a él no le van a tratar con delicadeza. Demasiado conoce el odio fascista a los intelectuales comunistas. El 18 escribe a Josefina: «Qué ganas tengo de estar ahí para vivir en paz y siempre con vosotros». Pero ha de permanecer fiel a su grupo, fiel a su gente. Y su gente ahora es el equipo comunista de Madrid, decidido a resistir incluso contra las órdenes del mando militar republicano, que cada día parece menos republicano.
El 28 de febrero es la fecha histórica del consejo de ministros extraordinario en la llamada posición Yuste, de Elda, en la provincia de Alicante. Lo único que se saca en limpio de este consejo es que los políticos y los militares ya no están en condiciones de ponerse de acuerdo, y todo queda relegado a una segunda reunión el 2 de marzo. Negrín intenta encargar a Matallana y a Casado de nuevos mandos de más altura pero de menos efectividad directa sobre las fuerzas. Es un golpe de Estado desde el Estado mismo. Matallana y Casado saben así que Negrín conoce sus planes de rendición. El 3 se publican los ascensos a general de Modesto y Líster, ambos comunistas probados y dispuestos a la resistencia, al tiempo que se disuelve el Grupo de Ejércitos de la Región Centro-Sur, por lo que de manera indirecta se deja a Matallana —uno de los conspiradores— sin mando de tropas. Los diversos ejércitos del centro, Levante, Extremadura y Andalucía quedan en las manos de Modesto, Líster, El Campesino y Tagüeña, todos ellos comunistas, sí, pero que son los únicos decididos a seguir luchando. De manera que la postura de Negrín es no sólo la correcta, sino la única históricamente impecable.
Una llamada telefónica interrumpe la cena de Negrín. Casado llama para comunicar que se ha sublevado. «¿Sublevado contra quién?», pregunta Negrín. «Contra usted, señor presidente». «Bien, queda usted destituido». Y ya está esta otra nueva guerra en la calle: en Madrid se enfrentan casadistas y comunistas, y durante varios días —como en el mayo barcelonés de 1937— las calles de la ciudad son un hervidero de patrullas, tiroteos, fusilamientos sumarios y barbaridades sin cuento. Vencen los casadistas, es decir, vence Franco, dentro ya de Madrid sin haber entrado todavía.
Miguel es de los vencidos, de los que ha de esconderse. Demasiado saben el coronel-general Casado y los suyos que con Miguel no van a valer componendas. ¿Esperará plácidamente en la capital la entrada, el paseo militar de los soldados de Franco? No. Le llama demasiado su familia. Lleva poco tiempo sin ver al niño y le parece una eternidad. Se siente ahora, en medio del estruendo de las últimas explosiones, padre por encima de todas las cosas, y esposo; más padre y esposo que nunca. Si todo esto pasa en Madrid, ¿qué estará pasando en Cox, en Orihuela? Él es de los significados; si también en Cox se rinden sin un tiro a los fascistas, ¿cómo va a pasarlo su mujer, esposa de un escritor comunista? Sabe que en Alicante ha habido cambios en el Gobierno civil, hasta el extremo de existir tres gobernadores diferentes en una semana. La esposa de Rafael Alberti, consciente del peligro que correrá Miguel cuando entren los soldados de Franco en Madrid, le ofrece gestiones para que pueda albergarse en la Embajada de Chile. El relato de todo esto es así:
«Le habíamos llamado para explicarle nuestra conversación con Carlos Moría, encargado de Negocios de Chile. Miguel se ensombreció al oírlo, acentuó su cara cerrada y respondió: “Yo no me refugiaré en una embajada. Me vuelvo al frente”. Nosotros insistimos: “Ya sabes que tu nombre está entre los quince o dieciséis intelectuales que Pablo Neruda ha conseguido de su gobierno que tengan derecho de asilo”. Miguel se ensombreció aún más. “¿Y vosotros?”, nos preguntó. “Nosotros tampoco nos asilaremos. Nos vamos a Elda con Hidalgo de Cisneros”. Miguel dio un portazo y desapareció»[37].
Entre el 2 y el 5 de marzo, la flota se subleva en Cartagena. Negrín y su idea de la resistencia a ultranza están cada día más aislados. El 4, el avión de Negrín llega a Barajas, pero sin Negrín. A su bordo va un emisario para que Casado se presente en Elda inmediatamente, a lo que Casado, que ya es más hombre de Franco que de la República, se niega. El 6, desde el improvisado aeródromo de Monóvar, Negrín, algunos miembros de su Gobierno y del Estado Mayor, Alberti y su mujer, Dolores Ibárruri y el general Cordón vuelan hacia el destierro. El 7, Alicante se pasa ya oficialmente al casadismo. Es designado gobernador civil Manuel Rodríguez y comandante militar el teniente coronel Antonio Rubert. Una proclama empieza diciendo que se ha creado en Madrid un Consejo
Nacional de Defensa, presidido por el excelentísimo señor general Casado (pero, ¿no quedamos en que Casado no ha aceptado el ascenso a general que le ha ofrecido Negrín?), y termina pidiendo disciplina, «… mucha disciplina, respeto máximo a las instituciones que nos rigen, y de esta manera, alicantinos, colaboraremos a la obra nacional republicana de nuestro supremo Consejo. Por España, por la República, por la libertad». Ni a los más distraídos se les puede pasar que el manifiesto no habla ni una palabra de la guerra ni, por supuesto, de una posible victoria.
Dos días más tarde, en Orihuela, un consejero comunista, Hernández Ortiz, declara oficialmente haberse dado de baja en su partido y pasar a representar a la UGT. Orihuela queda unida también al movimiento de Casado. Nadie, salvo los comunistas auténticos, quiere ahora pasar por extremista. Nadie quiere hablar de la continuación de la guerra, «sólo idea de unos locos aislados», entre los que, desde luego, se encuentra Miguel Hernández. Los diputados provinciales comunistas son destituidos en todas las diputaciones, por orden del ministro de la Gobernación, Wenceslao Carrillo —padre de Santiago Carrillo—. Entre padre e hijo hay una ruptura total, en la que casi puede decirse que no falta que el hijo acuse al padre de traidor. Carrillo padre quiere acabar la guerra como sea, de acuerdo con Casado; Carrillo hijo quiere continuar la guerra como sea, hasta la victoria total de las armas republicanas. Es una diferencia notable.
El 18, Julián Besteiro se dirige por radio a los españoles. El líder socialista se muestra de acuerdo con los intentos de paz de Casado. Las condiciones de Casado para la entrega de Madrid y de toda la región Centro-Levante-Sur son las siguientes:
El Gobierno nacionalista respetará la integridad del territorio nacional.
Todos los españoles, tanto civiles como militares, que hayan tomado parte en la lucha serán tratados con el máximo de consideraciones.
No habrá represalias y los delincuentes serán juzgados por tribunales regulares.
Serán respetadas la libertad, las vidas y los bienes de los militares.
Serán respetadas la libertad, las vidas y los bienes de los milicianos.
Serán respetadas la libertad, las vidas y los bienes de los funcionarios.
Se concederá un plazo mínimo de veinticinco días para que puedan ir al extranjero todos aquellos que deseen hacerlo.
Serán retiradas de España las tropas italianas y marroquíes.
Si el coronel-general Casado cree que Franco va a tomar en consideración esta propuesta no caben más que dos cosas: o es un ingenuo o es tonto de remate. He aquí la respuesta de Franco a la infantil proposición de Casado:
Todas las personas que no hayan cometido crímenes pueden entregarse a la generosidad de las tropas nacionales.
Los oficiales y soldados que depongan voluntariamente las armas serán utilizados para la defensa de España.
Los que deponiendo las armas para evitar sufrimientos inútiles deseen partir, obtendrán salvoconductos garantizándoles su seguridad personal.
Los españoles residentes en el extranjero que hagan acto de sumisión podrán volver a España sin temor a ser inquietados.
Los culpables de delitos serán entregados a los tribunales.
Ningún ciudadano sufrirá una pena mayor de la que exija su castigo o enmienda.
Toda resistencia al avance nacional creará responsabilidades capaces de suscitar condenas proporcionadas a la sangre vertida inútilmente.
Los consejos de guerra franquistas (ya hay más de veinte nombrados para actuar en Madrid a marchas forzadas) considerarán delito el no haberse sublevado, de manera que todo este texto, toda esta contrapropuesta lleva implícita una trampa sangrienta: los que no se hayan sublevado en julio de 1936 o después en favor de los militares fascistas serán acusados precisamente de rebelión militar, de manera que caerán automáticamente dentro del apartado 5, «culpables de delitos». El coronel-general Casado va a entregar así, indemne, a su pueblo a los consejos de guerra de Franco, deseosos de empezar a funcionar en sus próximas sedes madrileñas.
El día 28, Orihuela —¡y cómo no!— es la primera población importante de toda la provincia de Alicante que levanta banderas por Franco. Suenan las campanas de todas las iglesias y ya al anochecer Francisco Tafalla se declara primer alcalde franquista de la ciudad. Horas más tarde se hace cargo del mando el comandante Elorriaga, secundado por falangistas y requetés.
Ya suenan en Orihuela otros versos que no son los de Miguel. La entrada de las tropas está prevista desde semanas antes, y un poeta local, Giménez Puerto, ha compuesto una oda que titula Aurora triunfal, salutación al ejército liberador de Orihuela. «¡¡Viva Cristo Rey!! ¡¡Arriba España!! ¡¡Viva Franco!!» Los versos —muy diferentes, por cierto, a los de Miguel— dicen, entre otras cosas, lo siguiente:
¡Gloria a los caballeros de marcial apostura
—rayos irresistibles del Sol de su Caudillo—,
que hoy traen hasta la orilla tranquila del Segura
teñido de sangre roja su estandarte amarillo!
El Apóstol Santiago en su caballo blanco,
hoy cruza por tu vega, del Malo, vencedor.
¡Gloria al predestinado, nuestro Caudillo Franco,
a quien guía el Arcángel por gracia del Señor!
Ya no necesita Orihuela de Miguel Hernández, que le ha aparecido otro poeta más acorde con los aires nuevos. De ninguna manera hubiera conseguido Miguel escribir unos versos como éstos, ni falta que le hacía, desde luego, a la literatura española.
La oda, con el escudo encabezado por la corona monárquica y con el retrato de Francisco Tafalla Pastor, «primer alcalde nacionalista de Orihuela y de la provincia de Alicante», está hecha en la imprenta Zerón, «al servicio de España y a las órdenes del Caudillo». ¡Pocas ganas que tenía la Orihuela sotánica y satánica de volver a emplear sus ditirambos y sus estandartes, sus florilegios de palabras y palabros en loor de los «caballeros de marcial apostura»! Pobre Miguel, miembro del ejército vencido, recorriendo caminos embarrados de un marzo más plomizo que jamás lo fuera. Un ángel de caridad, de esos ángeles que tanto abundan por los cielos oriolanos, debió salirle al paso en las carreteras para decirle que no tuviera prisa en llegar, que ya había otro poeta en su puesto. «¡Cálmate, muchacho, no aceleres el paso, que allí está Giménez Puerto, rebosando arreboles, arcos triunfales, “custodios caballeros de la española gloria” y arcángeles decididos a vencer al Malo, para que repiquen las campanas en honor del predestinado Caudillo! Miguel, tú ya no haces falta en Orihuela. ¿Que si haces falta en el mundo? Eso lo va a decidir la nueva España».
En el Reformatorio de Adultos de Alicante —el mismo en el que dentro de poco va a venir a morir Miguel— se organiza la Falange alicantina bajo las órdenes de Diego Rodenas Fontcuberta. En documento redactado en la cárcel se designan los mandos y cargos, incluso los de la sección femenina, y es paradójico que el documento diga: «En el Reformatorio de Adultos de Alicante, a 28 de marzo de 1939. El Jefe-Delegado».
En estos días, el puerto de Alicante es un hervidero. Todos quieren embarcarse, huir, y no hay barcos suficientes. Por el afán de embarcar llegan a producirse feroces encuentros, tiroteos, avalanchas, con numerosas víctimas. La llegada de las tropas italianas a los muelles produce —¡qué cosas!— tal ola de suicidios que éstos llegan a casi setenta.
Mientras tanto, Miguel deambula escondido por los caminos, buscando la manera de acercarse a su Orihuela. Tiene miedo de llegar a Cox, tiene miedo de encontrar el nuevo ambiente que habrá por sus lugares de siempre, pero al mismo tiempo va confiado de que nada ha de pasarle: él no ha hecho otra cosa que escribir versos y artículos, y los vencedores hablan siempre de castigar sólo a los que tengan las manos manchadas de sangre. El tiene las manos limpias. No debe temer nada. Un camión, un tren, una caminata, siempre hacia Levante, siempre hacia el Sureste; el caso es llegar.
Unos paisanos le dicen que ya hay en el Ayuntamiento otro Roca de Togores. Pero, entonces, ¿todo va a volver a ser como antes? Sentado en la cuneta, Miguel duda algunas horas si debe seguir hacia el Sureste o tomar otro rumbo cualquiera. Tiran mucho la mujer y el hijo… Le esperan Josefina, un hijo enterrado y otro vivo. No ha matado a nadie, no ha hecho más que escribir versos. Le huelen ya de lejos las palmeras. ¿O es el mar lo que huele?