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Primer viaje a Madrid

Es inevitable. Para la periferia española, Madrid ejerce un influjo decisivo, sobre todo en los ambientes literarios y artísticos. En realidad, por la forma en que están las cosas, por la mano de hierro que desde Madrid se ejerce sobre el resto del país, parece que sólo se triunfa en España cuando se triunfa en Madrid. Desde que Felipe II y Felipe III tuvieron la ocurrencia de traerse a Madrid la capital del Estado, poetas, pintores, escritores, escultores y aventureros resolvieron que era preciso destacar en Madrid, con lo que el resto de España no tenía otro camino que decir amén. No va a librarse de esta rutina Miguel Hernández. Si a esto añadimos las enormes ganas que tiene el muchacho poeta de escapar de la férula de su padre y del escenario de las cabras, las razones del primer viaje a Madrid están más que justificadas.

El 30 de noviembre de 1931 deja Orihuela rumbo a Madrid. Hay diversas versiones sobre las motivaciones y detalles de este viaje. «Si vive la República —dice Sorel— es lógico que crezca la poesía.

Y Madrid no es sólo la capital de las Españas, sino el centro político, económico y cultural que succiona las mejores voluntades y hombres de la península a costa de desertizar el resto»[6]. Por cierto que Miguel ya está inmerso en las corrientes políticas de la plena actualidad, ya que ha sido elegido, casi por aclamación, presidente de las Juventudes Socialistas —todavía no «unificadas»— de Orihuela.

«A finales de 1931 —dice su hermano Vicente— hizo su maletín de ropa, se procuró unas cartas de presentación y marchó a Madrid»[7].

Se aloja provisionalmente, o al menos eso es lo que él cree, en una pensión bastante modesta de la Costanilla de los Ángeles, número 6, cerca de la plaza de Oriente, al lado de la plaza de Isabel II y del teatro de la Opera. Trae el dinero justo para pagarse unos cuantos días de habitación y de comida. No importa. Trae una fe ciega en su voluntad y en su suerte. Ignora que va a topar con el Madrid del «vuelva usted mañana», que en los tiempos de Larra ya era viejo. Varias de las personas a quienes van dirigidas las cartas no están en su casa, o no están en Madrid, o no pueden recibirle, o no quieren.

Alguna referencia hay a cierto diputado que en buena ley debiera representar a los oriolanos en la Corte, y que avisado de la presencia de Miguel en Madrid se desentiende y tampoco le recibe.

El Madrid de diciembre se le muestra en toda su acritud. Habiendo vivido sus primeros veinte años en Orihuela, no sabe Miguel de estos fríos serranos que cortan la piel. Le dijeron «llévate un abrigo», y él ha llegado a Madrid con su viejo abrigo oscuro fuera ya de toda moda. Pero en la cara y en el cráneo, hechos ambos a los tibios aires de la Vega Baja, el viento de Navacerrada hace estragos. Miguel deambula de una calle a otra, preguntando direcciones, subiéndose a tranvías, en los que casi siempre se equivoca, y sin conseguir que las manos, embutidas en los bolsillos del abrigo, le entren en calor. «Vuelva usted mañana».

Una de las cartas de recomendación, o de presentación, que trae es la que le dio en Orihuela don José Martínez Arenas para Concha Albornoz. Esta señora es hija de Álvaro de Albornoz, ministro de Gracia y Justicia del Gobierno republicano. Le recibe con toda amabilidad, pero se escuda: siendo hija de un ministro de la República no debe andar con recomendaciones ni con favoritismos de ninguna clase. «Es que necesito trabajar». La única solución es reexpedirle al director de La Gaceta Literaria, por si él puede darle algún trabajo, o encasillarle en la Gaceta de cualquier forma. Este director se llama nada menos que Ernesto Giménez Caballero.

(El paréntesis es obligado. En diciembre de 1931, con una República casi recién proclamada, el falangismo español no existe, ni hay sombra de que vaya a existir algún día. Giménez Caballero, que acabará siendo el teórico máximo del fascismo español —y así incluso lo ha reconocido con énfasis él mismo casi cincuenta años más tarde—, es sólo un intelectual bastante audaz que navega muy hábilmente entre las corrientes de la derecha y de la izquierda y que mueve, eso es indudable, un buen mundillo literario en Madrid).

Miguel visita a Giménez Caballero. O, mejor dicho, visita su despacho, porque él no está, o no se deja ver. Al segundo intento, le encuentra. Hay una conversación afable, en la que el hombre situado no deja de mirar todos y cada uno de los detalles del atuendo del visitante —como hacen frecuentemente las señoras entre sí—. Hay una promesa de hacer todo lo posible por resolver su situación, «está todo tan difícil». Y no hay más. En vista de ello, el día 19 Miguel le escribe una carta: «Comprendiendo que no pueda usted desperdiciar un átomo de tiempo, no he querido visitarle otra vez. Lo que había de decirle se lo escribo para que lo lea cuando quiera. Además, que dada mi maldita timidez, no le hubiera dicho nada más en su presencia. La vida que he hecho hasta hace unos días desde mi niñez, yendo con cabras y ovejas, y no tratando más que con ellas, no podía hacer de mí, ya de natural rudo y tímido, un muchacho audaz, desenvuelto, fino y educado. Le escribo, pues, lo que había de decirle, que es esto: Las pocas pesetas que traje conmigo a Madrid se agotaron. Mis padres son pobres y, haciendo un gran esfuerzo, me han enviado unas pocas más para que pueda pasar todo lo que queda de mes. He pedido también a mis amigos de Oleza, que tienen bien poco, algo. Me lo han prometido. Lo que yo quisiera es trabajar en lo que fuera con tal de obtener el sustento. La señorita Albornoz no puede hacer por mí nada, aunque lo desea vehementemente. La visité ayer y la saludé en su nombre. Dijo que verá si sale algo. Yo no puedo aguantar mucho tiempo. Si usted no me hace el gran favor de hallar una plaza en lo que sea, donde pueda ganar el pan, aunque sea un pan escaso, con tristeza tendré que volverme a Oleza, que amo con toda mi alma, pero que me asusta ver de la forma que, si no se interesa usted porque me quede, tendré que ver. Haga lo imposible porque no sea y cuente con mi agradecimiento».

Presiente que van a venirle días angustiosos, y no deja pasar fecha sin escribir o visitar a alguien solicitando amparo. A su Ramón Sijé le escribe también pidiendo dinero: «Yo, como siempre, nunca satisfecho de lo que hago». «Siempre siento en mí un ansia de superación. ¿Cuándo daré con mi forma? Algún día será que quede libre de extrañas influencias». Gran mérito en un mundo en el que otros muchos que valen bastante menos que él se creen seguros de lo que hacen y se consideran el centro de la tierra y del acierto. En la duda y en el escepticismo están los principios de la sabiduría. Miguel ya sabe que él no es propiamente quien está escribiendo versos, sino que, valiéndose de él, de su inspiración, de su facilidad versificadora y, sobre todo, de su juventud, los clásicos se están reeditando en él. Peor: algunos de los clásicos más dados al retruécano y al gongorismo.

De este diciembre es su mayor angustia, observando cómo la ciudad entera se dispone a pasar sus fiestas de la Nochebuena y la Navidad, y fin de año, y Reyes, con las calles animadas de escaparates llenos de luz y de viandas, a los que su pobreza no le permite acceso. No tiene un amigo íntimo, no tiene un familiar, sólo relaciones frías ocasionales por las cartas de recomendación. No va a presentarse en la casa de uno cualquiera de los literatos del momento: «Vengo a pasar la Nochebuena con ustedes». Los días que se aproximan y que para todos son de alegría, para él son de tristeza.

De este diciembre, también, es su carta a Carlos Fenoll, uno de los amigos más íntimos de su juventud oriolana: «¿Te acuerdas de la niña aquella que vi la última tarde de mi estancia en Orihuela…? Pienso en ella a todas horas. No, no te rías. Aunque te parezca absurdo, estoy como tú. Haz el favor de darle (lo más discretamente que puedas y a solas, si es posible) ese sobrecito. Decidme si hay procesiones. Aquí no se notará que es Semana de Pasión. Ved a mi madre y preguntadle por qué no recibo carta suya. Saluda a todos los amigos. Abrazos».

No hay una sola referencia a su padre. Habla de la carta de su madre, de los amigos, de una muchacha a la que ha conocido poco antes de tomar el tren, pero de su padre no hace mención por la sencilla razón de que no quiere ni acordarse de él. Y esto tiene importancia porque este divorcio entre padre e hijo ha de durar dramáticamente hasta el final, o, por ser más ciertos, hasta horas después del final. Si es verdad lo que dicen algunos de sus compañeros, incluso él mismo en ocasiones, «del padre no le queda más recuerdo que los dolores de cabeza que le provocaron los golpes».

Entre visita y visita escribe una curiosa carta a Juan Ramón Jiménez: «Soy pastor de cabras desde mi niñez. Y estoy contento con serlo, porque habiendo nacido en casa pobre, pudo mi padre darme otro oficio y me dio éste que fue de dioses paganos y héroes bíblicos».

Vive Madrid unos momentos nuevos con la puesta en marcha de la joven República. En todas las iglesias, por orden del metropolitano, hay rezos y letanías para que no se apruebe la Constitución. El Ejército registra profundas transformaciones, hasta el extremo de que las dieciséis divisiones quedan en ocho y toda la artillería en ocho brigadas. El periódico ABC convoca a los monárquicos para grandes tareas, entre las que destaca, naturalmente, la de derribar la República. Todavía no se ha apagado el fragor producido por la pastoral del cardenal Segura, aconsejando a los católicos votar contra las candidaturas republicanas, ni se ha apagado casi el humo de los incendios de iglesias y conventos. La cuestión religiosa lo ensucia y lo llena todo, desde las Cortes a la calle, desde los periódicos a los despachos. La República debe aligerar el enorme escalafón religioso, que se compone de 35.000 sacerdotes, 8.400 monjas y casi 37.000 frailes, que ocupan más de 25.000 edificios entre conventos, iglesias, seminarios, monasterios y residencias colegiales. Apenas puesta a andar, la República ha inaugurado cerca de 5.000 escuelas y se afana en sus tres tareas primordiales prometidas: Estatuto de Cataluña, problema militar y problema religioso.

Miguel recorre con no poco desaliento las tertulias literarias de un Madrid bastante desorientado con la nueva situación política. Todo está politizado. Hay tertulias republicanas y otras que no lo son, y él, por el momento, no deja de ser un «paleto» de la provincia de Alicante, casi de la de Murcia, que procede de un ambiente bastante religioso y, por afinidad con Sijé, católico acérrimo. Más de una vez ha de hacer esfuerzos para no acabar peleando con los «situados», que miran despectivamente su atuendo atrasado. Algunas veces consigue dar un recital o ser recibido por algún personaje encumbrado. Es igual: en Madrid hay una serie de palabras para todas estas ocasiones y Miguel casi se las sabe ya de memoria, de tan oídas. Sorel refleja muy bien estos momentos, estos meses: «… los escritores de amplias casas y trajes bien cortados, palabras fluidas, invitadores del café y hasta de la copa, lágrimas en la noche, vacío en la derrota, y versos para no morir sacrificado por el clasismo cultural. Enfermo. Buscando, con desesperación, nuevamente, un puesto de soledad)[8].

El 11 de enero escribe nuevamente a Sijé: «Hermano: Por lo que me dices de tus tristezas infiero que no has recibido la adjunta carta que te envié hace once o doce días; en ella te pedía que me enviases cuanto antes tres “Gacetas”». … «Mi madrecita buena (hasta ahora no he comprendido la inmensidad de su amor) me ha sacado de este apuro mandándome cincuenta pesetas que entregué al señor Morante en seguida. Con ellas he tenido pagado el mantenimiento hasta el día diez, pero si vosotros no hacéis un esfuerzo —¡otro!— no veo la forma de arreglármelas esta vez». … «… tan pronto creo que lo que hago vale un poquito la pena como que estoy haciendo el ridículo y me muerdo los puños de rabia e impotencia. ¿Por qué me pusieron un alma de poeta? ¿Por qué no fui como todos los pastores, mazorral, ignorante? ¡Y este odio al trabajo de los brazos! ¡Y esta ansia de cumbres y soledad de ladera». … «En estos últimos días he leído “Sonata de primavera”, de Valle Inclán; “Lirio del valle”, de Balzac; “Pequeños poemas en prosa”, de Baudelaire; “El estanque de los lotos”, de Amado Nervo; un libro de crítica sobre Darío y el fabuloso “Gitánjáli” de Rabindranath Tagoré. Todo por casi nada de dinero».

Apenas una semana después vuelve a escribir a Sijé. Necesita dinero urgentemente, apremiantemente. En la academia donde se ha colocado de portero le dan casa pero ha de pagar la comida: «Debo ya aquí siete días de sustento. Me hacen cara fea. ¿Qué me aconsejas, hermano? Los seis duros que me ha traído Pescador se los tragó ya el bolsillo del señor Morante (¡insaciable!) ¿Qué hago? ¿No podrías ir tú al Ayuntamiento a ver al señor alcalde y hacer que me envíen quince o veinte duros? Cree que me avergüenza pedirte tanto…»

Cuando puede salir por las tardes, observa las aceras invernales, con las parejas de novios paseando lentamente. ¿Es éste un mundo aparte o es también el suyo? No se le pasa por la imaginación acompañar a una chica: primero, no está presentable, cada día menos presentable, con la ropa raída, vieja y pasada de moda; segundo, ¿a dónde va él, si ni siquiera tiene muchas veces para pagar el tranvía?

En febrero, la revista gráfica Estampa publica un reportaje a toda página: DOS JÓVENES ESCRITORES LEVANTINOS. EL CABRERO POETA Y EL MUCHACHO DRAMATURGO. El cabrero poeta es Miguel Hernández, que aparece retratado con un abrigo largo, corbata y —caso raro— zapatos. La presencia es la que corresponde a un hombre de su edad y su circunstancia. «Nosotros —dice el periodista— le miramos con simpatía». En sus respuestas dice Miguel: «El escritor que más me gusta y que ha influido en mí es Gabriel Miró». Y añade: «Mi padre es pastor de cabras en Orihuela y lo mismo fui yo desde los catorce años. Antes fui a la escuela, donde aprendí a leer y escribir». «He leído a Góngora, Rubén Darío, Gabriel y Galán, Machado y Juan Ramón Jiménez. El que más me gusta de éstos es Juan Ramón».

Pocos días más tarde de la aparición de este reportaje, que causa en Orihuela el alboroto imaginable, el periódico El Día, de Alicante, le publica su poema titulado La palmera levantina, al que corresponden los siguientes versos:

… La que encuna

al arcángel de la luna.

La que escalan los palmeros,

que le arrancan sus macizos lagrimones

entre risas y canciones

y jilgueros;

aunque a veces se hacen llantos,

risa y cantos,

cuando de un violento viento

sacudidos estos árboles tornátiles

echan todo el firmamento:

aves, palmas, hombres, dátiles.

La palmera levantina,

lo primero que ve el ojo marinero

de los mares de Levante.

¡La palmera de Alicante!

No está mal. El poeta en edad de recluta tiene aciertos indiscutibles. Sin embargo, sólo pensando en esa corta edad se le pueden disculpar licencias como tornátiles, para que rime como sea con dátiles. Como ya se escribió muchos siglos antes de que Miguel naciera, «¡Fuerza del consonante, a lo que obligas / a decir que son blancas las hormigas!». Al final del poema vuelve a tomar altura:

Como manos compañeras,

al dejar mis anchos valles virgilianos

y marchar de una mentira bella en pos,

como manos,

desde fondos de horizontes y colinas

me dijeron las palmeras levantinas:

«¡Adiós!»

Mediado marzo, El Día publica otra poesía suya, Luz en la noche, un soneto que tiene también la rima muy forzada: nada menos que escarba con parva, con larva y con barba. Los seis últimos versos, a pesar de un mayestático introducido un tanto a tornillo, tienen un gran sonido:

Cuando todas las cañas son antorchas gigantes

que iluminan los montes, que iluminan los cielos,

los naranjos fruteros, el palmar mayestático

y el huertano sombrío, que no mucho distante

ve morir en las llamas a los seis rapazuelos

y la esposa y los bueyes con un gesto dramático.

De estos días es un soneto absolutamente correcto y sentido, que ha dado mucho que hablar a algunos biógrafos de Miguel Hernández, porque denota la presencia, poco divulgada, de una primera novia, o pretendida, o enamorada, o simple intento, en la vida del poeta, anterior a Josefina Manresa: Carmen la Calabacica. Ni siquiera novia, sólo sueño. Podría decirse que en este soneto está por primera vez el auténtico Miguel, el formidable, el indiscutible Miguel. Se le pueden perdonar los tornátiles y los mayestáticos inmediatamente anteriores en que todavía suena a otros: ahora que es él, es mejor, infinitamente mejor. Podremos observar que —cosa lógica— los versos le nacen redondos cuando tiene tema fuerte, que puede ser el amor a una mujer, la muerte del amigo, la rabia de la guerra. Nadie en muchos años va a saber decir en lengua castellana tanto, tan hermoso, tan bien dicho. Muy particularmente desde el verso quinto, este soneto es una maravilla de sentido, de cadencia, de finura. ¡Y quería su padre que siguiera siendo pastor!

Carmen, fruto a los pájaros prohibido,

A tus facciones de manzana y cera,

congelado en el alba y escogido

por una mano de oro en primavera.

Hueles a corazón de trigo y era,

suenas a nido, suenas a sonido,

sabes… no sé a qué sabes; he sabido

que nunca he de saber lo que quisiera.

Miras como los ojos del relente;

fríamente febril y distraída,

entre flores y frutos la mirada.

Hablas como el silencio de una fuente,

calladamente, y andas por la vida

temerosa de flechas y de nada.

Anticipadamente, con una anticipación de dos a tres años, ya está en la tesitura del «menosprecio de corte y alabanza de aldea», porque Madrid le pesa y el recuerdo de Orihuela se le hace día por día más tenso. Aunque aún no lo ha escrito, en su conciencia ya va aquello de

… alto soy de mirar a las palmeras,

rudo de convivir con las montañas…

… Yo me vi blando y bajo en las aceras

de una ciudad espléndida de arañas.

El 17 de marzo escribe a Ramón Sijé una carta en la que muchas de las cosas se las dice en verso:

Amigo, cuando pienso en tu lejana

figura, te recuerdo en tu balcón,

con un lado de faz en la mañana

y otro en la habitación.

Tu mirada magnífica y caliente

(de tan caliente parece que quema)

desciende sobre un libro. Espesamente

suena tu voz recitando un poema.

Tu tez atardecida, lo está más

bajo el sol que se vuelca en ti con brío,

y, como de ella misma, por detrás

de la frente, te brota, tierno, el río.

Todo llega. La Gaceta Literaria publica un reportaje sobre él. Siempre lo mismo: «el poeta cabrero», como si no hallaran otros adjetivos. Y no le dicen «el pastor poeta» porque con este nombre ya hay en Madrid un conocido autor de comedias muy musicales y muy andaluzas. Pocos días después, el recorte de la Gaceta da la vuelta por centenares de manos en Orihuela. Se le va creando un ambiente al Visenterre. ¡Ahí es nada, llegar a Madrid y que te hagan un reportaje en la Estampa y otro en la Gaceta!

Mientras tanto, en este trimestre de 1932 la vida nacional, y muy particularmente la vida madrileña, ha seguido su curso. Entre las medidas republicanas que tienden a ir cercenando el inmenso poder clerical está la disolución de la Compañía de Jesús. ¡Qué dirán en Orihuela, donde los jesuitas lo pueden todo! Los entierros y los matrimonios civiles han quedado legalizados. Ya pueden casarse hombres y mujeres aunque no sea «por la Iglesia», y al que se muere es posible enterrarle aunque no sea en «lugar sagrado». El cementerio civil de Madrid funciona con toda normalidad. Se le han quitado al nuncio las cuarenta mil pesetas que figuraban en el presupuesto del Estado a su favor desde tiempo inmemorial. El diputado y general señor Fanjul ha dicho en un discurso que «… todos los parlamentarios del mundo no valen lo que un soldado español», que es mucho decir. Han sido prohibidas las ceremonias religiosas en los cuarteles y en las escuelas ha sido suprimida la asignatura de religión. Ya está en la encuadernación el último libro de Jardiel Poncela, cuyo solo título pone escalofríos en las damas de Acción Católica: La tournée de Dios. Se dice que este año no va a haber procesiones en España, o va a haber muy pocas. ¿No son demasiados golpes en tan poco tiempo para que puedan ser absorbidos por la pía y pacata Orihuela? ¡Habrá que ver la cara del señor obispo!

Miguel, cuya angustia económica continúa creciendo, al tiempo que su moral se va derrumbando, escribe una nueva carta a Ramón Sijé: «Madrid, 22 de marzo de 1932. Querido Sijé (es la primera vez que no le dice «hermano»): He quedado tristemente impresionado desde cuando recibí y leí tu carta. Dices que ahí no tienes más recursos. Pero tú debes intentarlo y hacer porque tenga remedio. Acabo de llegar a casa perdido, con los pies destrozados. Desde las dos de la tarde andando con estos zapatos, los únicos y rotos y llenos de agujeros. Si hubiese tenido al menos quince céntimos, hubiese evitado la distancia desde la estación a casa; la hubiese salvado en un tranvía, pero no tenía ni esa miseria. Luego he ido a la de Pescador para pedirle dinero. Ya me ha dejado bastante. Como no estaba, he tenido que volver andando a casa, que dista de la suya más de diez kilómetros. Le pedí a mi padre y me ha escrito que no me puede mandar nada. Mi madre estoy seguro de que tampoco. Me dio para venirme dos duros. Habla con Escudero Bernícola. Dime cómo se llama el presidente de la Diputación. Moléstate, amigo, y escríbeme en seguida. Abrazos hondos. Miguel».

La gigantesca manifestación del primero de mayo le impresiona. Nadie podía imaginar que en el mundo hubiera tanta gente. Hay en una sola avenida más obreros juntos, con banderas republicanas y rojas, que en toda Orihuela hay habitantes. ¿Quién podría parar esta fuerza? Sus veintiún años se contagian pronto del entusiasmo de las multitudes, y es muy probable que sea en esta ocasión cuando empieza a producirse en su mente una marcada evolución hacia las ideas más radicales. Él es socialista, y cuando ve las banderas de la Casa del Pueblo madrileña, los nutridos grupos de manifestantes, la alegría en comunidad de los que regresan de la excursión mitad campestre y mitad política, cree ser más socialista que nunca. Todo esto es su mundo y esta gente es la suya, no toda esa caterva de adinerados a quienes ha ido a ver y le han mirado despectivamente. Las horas pasan, las muchedumbres se van, él está con las manos en los bolsillos, sin cenar y, como siempre, sin las tres «perras chicas» que hacen falta para el tranvía. Despaciosamente, bien amargo, emprende el regreso a su camastro. Fácil le llega el consuelo: cansado de andar, dormirá mejor y se olvidará de su estómago vacío y de tantas cosas que conviene olvidar para dormir.

Y el 10 de mayo, nueva carta a Orihuela, a Sijé: «Querido hermano: si no has podido recoger hasta hoy el dinero que necesito para marchar hacia esos cielos, ve en seguida a Martínez Arenas y pídeselo. Me dijo un día antes de mi “primera salida” que el que me hallara en la situación de éste acudiera a él. No dejes de verlo hoy mismo si tus estudios te lo permiten. Es de extrema importancia que reciba lo necesario esta noche misma. Figúrate que esta semana no me han lavado la ropa interior y no tengo ni calcetines que ponerme. Además, los zapatos amenazan evadirse de mis pies; lo tienen pensado hace mucho tiempo. Te puedo escribir porque los sellos que me enviara mi hermana aún no los he agotado. Ayer he visto por fin a la señora de Albornoz y me dice que no ha recibido contestación de Alicante. Me he despedido de ella definitivamente. ¿Qué esperanzas me quedan? Abrazos. Miguel».

No le va a llegar el dinero «esta noche misma», pero sí al día siguiente: un giro telegráfico de cuarenta y dos pesetas, que si no es una fortuna sí da para mucho en 1932. Ha de pagar atrasos de todo, la pensión, el café, y ha de sacar billete para ir en tren a Murcia y luego en autobús de Murcia a Orihuela. Comentándolo con algunos amigos circunstanciales de Madrid, jóvenes como él, surge la solución, es decir, la diablura: Miguel podrá hacer el viaje Madrid-Murcia con el billete de caridad expedido a nombre de otro.

Todo va bien en los primeros kilómetros, aunque, lógicamente, el corazón no le cabe en el pecho cada vez que piensa en que de un momento a otro va a entrar el revisor. Entre Aranjuez y Alcázar de San Juan es descubierto y entregado a la pareja de la Guardia Civil. Ahora ya no le bastará pagar el importe del billete, sino que deberá abonar el doble. Además, considerarse detenido por haber empleado un documento nominal que no es suyo.

De un vagón a otro, entre los guardias, Miguel sufre la peor vergüenza de su vida. ¿Quién explica a los viajeros, a todos y cada uno de ellos, que no va detenido por ladrón, sino por la travesura del billete de caridad? No va a olvidar la lección ya en toda su vida. El calvario del viaje a Madrid no podía tener un final peor.

A la llegada a Alcázar, Miguel es paseado por la ciudad, entre dos serenos, con las manos atadas, camino de la cárcel. Desde allí manda un telefonema a Ramón Sijé, pero como el diecisiete a media tarde no ha tenido contestación, le escribe una carta. Ha sido puesto en libertad y dice:

«Querido hermano Sijé: ¿No te han dicho que me han detenido el sábado en el tren? ¿No has recibido el telefonema que te he mandado desde la cárcel? ¿Que por qué me ha sucedido esto habiéndome mandado tú cuarenta y dos pesetas para el billete? Perdóname, perdóname, ¡soy un necio! ¡Un grandísimo necio! Verás: el viernes por la tarde recibo lo que me mandaste; viene Vera a la Academia, y yo, alegre porque iba a partir, le digo: “¡Mañana me marcho a Orihuela!”, y entonces él —¡maldición mil veces!— me dice que tiene un billete de caridad; me lo da y yo lo tomo pensando volverte las pesetas sobrantes. (Ah, se me olvidaba decirte que el tal billete iba a nombre de Alfredo Serna). Voy a casa de Pescador el sábado; le pido su cédula, y llega la noche y salgo de Madrid.

Y en seguida me detienen. Me dicen que soy un estafador, que suplanto la personalidad de otro, me escarban todos los bolsillos, me insultan y avergüenzan cien veces, y cuando llega el tren a Alcázar de San Juan, me hacen descender del tren y entrar en la cárcel escoltado, no por dos imponentes guardias civiles, sino por dos ridículos serenos viejos y socarrones. No te cuento ahora lo que he pasado, desde las dos de la mañana del domingo hasta las cuatro de la tarde del lunes, en la cárcel. Por fin he salido. Esta pasada noche he dormido en la casa de este papel[9]. Necesito en seguida las cuarenta y dos pesetas que te pedía en mi telefonema, que supongo no has recibido. No me quedan más que unas pesetas para poder comer y dormir hoy martes. Pídeselas al señor alcalde o a quien tú creas que te las dará. Envíamelas telegráficamente para poder salir mañana noche, miércoles, para Orihuela. Si no están aquí antes de las nueve, que es la hora a que se cierra Telégrafos, me moriré de hambre y de sueño por las calles de Alcázar. Si mi familia no sabe nada, no le digas nada. Si sabe, dile que has recibido carta mía y me hallo perfectamente. Manda a esta dirección: Santo Domingo, es la de la cárcel, pero no puede ser otra. Abrázame. Perdóname, hermano. Miguel».

Claro que lo sabe la familia, pero no por eso el padre va a preocuparse, y menos a enviarle dinero. Hemos podido observar cómo en los momentos de máxima angustia Miguel pide dinero a amigos, protectores, literatos, piensa en el alcalde y en el presidente de la Diputación, pero no se le pasa por la cabeza pedir nada a su padre, que sigue en contra de la aventura lírica de su hijo. Si no tiene qué comer, que se aguante. Todo esto tiene que pasarle a Miguel por haber escogido un camino lejos de lo natural. Muchos versos, muchos libros, mucho viajar, mucho Madrid, y ahora, ¿qué? ¡La cárcel, la vergüenza! Con las cabras no se acaba nunca en la cárcel. ¿Qué dirán las buenas gentes de Orihuela cuando vean pasar al padre de un vulgar delincuente? ¡Ah, no, no! Él, el Visenterre padre, ha de dejar bien sentado que una cosa es su hijo y otra muy distinta es él… ¡Que vaya aprendiendo!

Llega el giro, y de nuevo al tren. Tiene horas para pensar, para rumiar. El ruido acompasado de los rieles es ya una sola nota prolongada, inacabable. Por la proa, Alicante y Murcia, Cartagena, las palmeras; por la popa se va quedando atrás Madrid. Ahora ya no sólo se siente lejos de la corte en el espíritu, sino también en la distancia. Con lo amargo que le fue siempre el tiempo de pastor, tan duro ha sido Madrid con él, tan cuesta arriba se le ha hecho la capital que casi añora sus tardes de cabrero. La Roda, Albacete… El tren, de los ambiciosos ferrocarriles de Madrid-Zaragoza-Alicante, no hace más de treinta y cinco kilómetros a la hora. La noche se eterniza. ¿Cómo le recibirán en su pueblo? ¿No les habrá molestado el constante pedir dinero? ¿No le mirarán por encima del hombro por haber pasado una noche en la cárcel? La noche se eterniza. En la cabeza le bullen el recuerdo lejano y querido de Orihuela y el recuerdo próximo y angustioso de un Madrid del que se aleja. ¡Diantre de Madrid!

Chinchilla, en la madrugada. A pesar de mayo, el frío es intensísimo. ¿Cómo puede vivir la gente en sitios tan fríos? Aquí hay un penal al que traen —dicen— a los penados que deben morirse pronto sin que los mate nadie. Se los lleva el hielo de las noches, el viento cortante que llega desde los altos de Bonete o la plana de Albacete. Aquí, en Chinchilla, trasbordan los que van a Alicante. Hay mucho ruido de engranajes de los vagones, silbatos de los factores, campanazos, y ese olor de las estaciones pequeñas y ajetreadas. Al fin cesa el campaneo y la locomotora reemprende el resoplido, vuelve el ronroneo de Madrid. Pero, ¿dónde quedó ya Madrid? «¡Si ya huele a Orihuela!»

En Murcia se deja el tren y hay que esperar un largo rato hasta que sale el coche de línea que va a Orihuela. Sí que está ya por aquí el olor de la huerta y el denso olor del agua del río. Es el aroma del Levante sureño, de la Vega Baja. Con este aire nació y creció, este aire respiraron sus padres, sus hermanos, sus amigos, y Carmen la Calabacica, y sus cabras. Madrid huele a otra cosa. Nadie ya le va a sacar de esta tierra suya. El acento murciano de la gente al pasar le suena a caricia recobrada. En Madrid, eso sí, hablan mucho mejor el castellano, pero mucho más duro también. Esa manía de terminar las eses: personas, cosas, ferrocarriles… Unos versos aún no escritos, pero sentidos, pensados, casi modelados, le brincan en la cabeza:

Aquí de nuevo empieza el

orden, se reanuda el reposo, por

yerros alterado, mi vida

humilde, y por humilde, muda.

Y Dios dirá, que está siempre callado.

Nadie va a convencerle ahora de que tarde o temprano acabará volviendo a Madrid. Cuando se reúne al fin con sus amigos, Miguel, con la exuberancia de su lenguaje, habla a todos del Madrid frío, falso, mezclado, maloliente. Carga, naturalmente, las tintas y dibuja una capital que es centro de todas las maldades y de todos los vicios. «Sí —le dicen—, pero se triunfa en Madrid o no se triunfa en ninguna parte». No, no: él no va a necesitar ya de Madrid para triunfar. ¡Jamás ha estado más seguro de sí mismo! Cualquier cosa con tal de no volver a aquel conglomerado de cemento y cosméticos.

Cuando mayo termina, tiene en su cabeza un enjambre de dudas. ¿Ha acertado regresando? Nada se ha escrito de los pusilánimes. ¿No tenía Madrid, con todos sus graves inconvenientes, un cierto encanto de ciudad perversa, subyugante, resbaladiza? ¿No resultará que ha vuelto a Orihuela para recuperar los desabridos gestos del padre y el tufo de las cabras y estas calles, siempre las mismas, tan sabidas, tan repetidas? ¿No le está llamando de nuevo Madrid, aun en contra de sus intereses —¡cualquiera sabe!— y de sus deseos? ¿Está completamente seguro de que le gustan más estas muchachas oriolanas de la mirada en el suelo y los vestidos antiguos que las espigadas y modernas madrileñas, tan desenvueltas, tan decidoras, con los ojos siempre por delante como un reto…? El verso no escrito se le mueve dentro y le repiquetea: «Dios dirá, que está siempre callado». Por ahora, éste es un muchacho que todavía cree en Dios.