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Joven poeta

Le están sirviendo los libros de Almarcha no sólo para aprender a pensar, sino para aprender a hacer. Sin haber tenido ocasión de estudiar preceptiva literaria, por su corto paso por el colegio, es ahora, sobre la marcha, cuando la está asimilando a marchas forzadas. No es suficiente sentir que las palabras le nacen con música en la cabeza: es necesario tener una idea exacta de la métrica, de la asonancia y la consonancia, qué es un soneto, qué una décima, cuáles son las libertades del romance, valor de las sílabas tónicas, técnica, en fin, del arte de hacer versos, que hay que dominar, aunque luego, una vez dominado todo, el poeta pueda permitirse licencias y travesuras.

hay más, y esto es decisivo: el adolescente Miguel Hernández, estudiante, cabrero, poeta, ha nacido en uno de los rincones de España donde con más abandono se pronuncia la lengua castellana, porque se habla con acento murciano. La Orihuela alicantina —ya se ha dicho en el capítulo primero— no tiene de Alicante más que lo que la administración y la geografía hayan decidido, y es, en cambio, murciana en esencia. Miguel ha de luchar con su propio acento, con el modo y estilo con que aprendió a hablar y hablan sus padres, sus hermanos, sus camaradas, sus vecinos. Le iremos viendo y no tendremos más remedio que asombrarnos, porque no sólo va a conseguir olvidar el panochismo de su pueblo, sino que se va a convertir en uno de los mejores dominadores del idioma de Castilla, sacándole al diccionario rincones de oro y hallando sonidos preciosos en el juego de las ideas y las palabras.

¿Qué es el panochismo? El lenguaje panocho es el de la huerta de Murcia, una forma especial de hablar que tiene mimo, gracia, broma y ciencia. Cencia. Hay cancionero panocho, refranes panochos y literatura panocha. El tomate es tomatico y hasta tomatiquio, y todavía se dice —castellano antiguo— zagales y zagalejos a los muchachos y niños. El panochismo es cierta tendencia muy natural que se registra en muchos lugares de la Vega Baja del Segura que hace que los habitantes acaben hablando una jerga que no es castellano ni deja de serlo, que tiene la construcción castellana suavizada, ambientada por giros, sufijos y acentos claramente panochos. Cada año, el «bando de la huerta» es un prodigio de gracia y de picardía; no podría ser pensado, escrito ni hablado en otro lenguaje que el panocho.

No se está diciendo aquí que en Orihuela se hable el panocho, pero sí que en Orihuela —como en Lorca, en Cartagena y en casi toda la provincia de Murcia y en buena parte de Alicante— se habla un castellano panochizado. El mérito extraordinario de Miguel Hernández es que se escapa de toda esta tendencia, de toda esta fuerza, y aparece y amanece dominador del idioma en la línea, cuando no por encima, de los mejores estilistas de Valladolid, León, Patencia, Salamanca, que es donde, al parecer, se habla y se escribe un castellano más puro.

Es innegable la influencia, en estos primeros intentos poéticos, de los troveros de La Unión. Los troveros de La Unión son, como los vertsolaris del Norte, habilísimos improvisadores en verso, y los torneos de unos y otros tienen fama y se suelen celebrar en medio de grandes fiestas todos los años. Muy particularmente los improvisadores de La Unión muestran una clarísima inspiración levantina. Salen dos de ellos al escenario, y allí, sin haberse preparado, muchas veces con pie forzado, se dedican durante un largo rato a dirigirse invectivas, todas ellas correctamente versificadas, casi siempre en terminaciones consonantes, diciendo lo que quieren decir pero en el metro y la medida de una cuarteta o una quintilla, cuando no asciende el intento a versos de más alcurnia. Miguel, que se aprende de memoria muchos de estos trovos, repetidos en las tertulias y en los grupos de conversadores de las aceras, nota que no es demasiado difícil expresar unos pensamientos en verso. Mientras las cabras ramonean aquí y allá, la cabeza adolescente va tejiendo engarces de palabras que terminan igual y que pueden servir para expresar ideas: Dios suena igual que dos; luna se parece a fortuna y a ninguna; cielo, suelo y consuelo son de la misma cuerda. Los comienzos de todos los poetas, incluso los más grandes, han sido siempre los mismos, por la misma razón que Beethoven tuvo que empezar aprendiendo solfeo —frío, mecánico, pesadísimo solfeo— para acabar escribiendo la Novena Sinfonía. No se va a ninguna parte con la técnica sola, pero no se hace música ni se hace poesía si no se domina la técnica.

Los primeros versos, nunca escritos, nunca terminados, brotan y mueren dentro del cuévano íntimo de su cabeza. No se sabe aún poeta pero sí se sabe no pastor. Está descubriendo el milagro impresionante de la memoria: allí, en la memoria, están el incipiente balido del cabritillo que nació el lunes, el olor que subía la otra noche de la tierra llovida, los colores de los almendros porque ya es febrero. En la memoria están, en el batiburrillo de la memoria están los versos de Segismundo: «¿Y yo, teniendo más vida, tengo menos libertad…?», y la triste princesa rubeniana, y los ardores-fervores de Bécquer: «Sin embargo, estas ansias me dicen que yo llevo algo divino aquí dentro». Le remuerden estos versos: ¿no los siente como suyos? «Sin embargo, estas ansias me dicen que yo llevo algo divino aquí dentro». La inquietud toma la forma de una rebeldía recóndita: «Y si los demás nacieron, ¿qué privilegio tuvieron que yo no tuve jamás?» Que el rittornello también podría ser: «Lo que hacen o han hecho los otros puedo hacerlo yo; y si otros fueron o son poetas, ¿por qué no he de poder serlo yo?».

Le duele con frecuencia la cabeza. No son dolores intensos y esporádicos, sino soportables, algo difusos, como si dentro del cráneo se le moviera una masa de humo muy molesta. Más que mucho dolor de cabeza son muchos dolores de cabeza, casi a diario, y nadie se atrevería ahora, al cabo de los años, a establecer que le fueron producidos, como escriben algunos biógrafos, por los golpes recibidos de su padre o, como muy bien pudiera ser, por los naturales desarreglos sexuales de la adolescencia, como ocurre en tantos casos, lo mismo que el acné y las poluciones nocturnas. Es evidente que casi a diario recibe golpes en la cabeza y bofetadas muy fuertes, que le propina su padre, pero parece ser que los dolores comenzaron algo antes que los golpes.

De una manera o de otra, es ahora, en 1925, cuando el niño cabrero empieza a desembocar en el joven poeta. Es de este tiempo la anécdota que nos cuenta cómo Miguel muestra tímidamente unos versos escritos a lápiz al canónigo Almarcha, y éste le alienta a continuar. A ratos, juega al fútbol en el campo de Los Andenes. Su puesto es extremo derecha, aunque no destaca, desde luego, por la rapidez ni por la acometividad. En su jornada hay tiempo para el pastoreo, el reparto de leche a domicilio, las clases de contabilidad, los versos, el fútbol, la charla y, sobre todo, la lectura. A hurtadillas se le escapa la mirada hacia los ojos de una chiquilla delgada y graciosa que suele pasear con las amigas. No tiene más remedio que empezar a soñar, no tiene más remedio que irse a acostar con el recuerdo de una cara femenina, si es que de veras quiere ser poeta. Y entonces descubre algo interesante: cuando dejas la cabeza en la almohada y cierras los ojos y empiezas a reproducir la memoria —¡otra vez el prodigio!— el rostro que tanto te agradó ver en el paseo, las palabras se unen entre sí y el recuerdo se llena de sonido: ¡qué fácil nace el verso cuando se tiene en el telón de los párpados el dibujo de unos ojos que nos impresionaron! Miguel va a aprender así, noche tras noche, lo cerca que andan los conceptos poeta y enamorado: enamorado, ¿de qué, de quién? ¡De todo! Olores, colores, ruidos y silencios, todo es vida, todo es mundo. Y sobre todo, esos ojos bonitos de… ¡no saber su nombre siquiera, para recordarlo!

Ha cambiado mucho Orihuela desde que hace dos años, el 13 de septiembre de 1923, se alzó el general Primo de Rivera y dio el golpe de Estado. El Ayuntamiento de la Unión Patriótica lleva tensas las riendas del poder en la ciudad. Las gentes de orden se han hecho del Somatén y tiene acoquinados a los sindicalistas. ¡Ah, cómo refulgen ahora los rancios apellidos oriolanos de sus grandes señores de todos los tiempos! Parecía, con los gobiernos liberales de Romanones y de García Prieto —ya que eran tan liberales y casi masones los conservadores como los mismos liberales—, que España iba a resbalar por la senda peligrosa de las corrientes europeas, pero no: desde el Directorio y la Dictadura, España y Orihuela se han encarrilado por eso que el obispo, el alcalde y el comandante del puesto de la Guardia Civil dicen que es el buen camino. Hay ahora más misas que nunca en la ciudad, y las procesiones se celebran con inusitado esplendor. Se acabaron las huelgas y las manifestaciones de los «sin Dios»; da gusto, en cambio, ver las filas de los seminaristas que salen a pasear, juveniles, alegres y peladitos, y en primavera las hileras de niños de primera comunión, con sus trajes blancos de almirantes, y las niñas, todas vestidas de novia, la mirada en el suelo, porque se va o se viene de «recibir al Señor». Esta es Orihuela y no la de los liberalotes del «¡Maura, no!».

Los periódicos reproducen los discursos del general. En uno de ellos, Primo de Rivera dice: «… cuando en los campos, en los caminos y en las aldeas he visto los ojos luminosos de las mujeres, he comprendido que la mujer fue el punto inicial de la gloriosa revolución española». El general es, como esta España y esta Orihuela diferente. Hay un nuevo periódico, La Nación, que llega a todos los puntos del país y que es la expresión más clara del pensamiento del general, es decir, de la doctrina de la Unión Patriótica. Ya terminando el año, el general propone al rey sustituir la dictadura militar por una dictadura civil, y Alfonso XIII dice otra vez sí a Primo de Rivera, de manera que se forma un gabinete civil, en el que de diez miembros hay tres generales y un almirante. Vicepresidencia y Gobernación, ¡Martínez Anido! (Sí, el de Barcelona, «tú me matas uno y yo te mato diez»).

Año del desembarco de Alhucemas, final de la guerra de Marruecos, éxito indiscutible de Primo de Rivera. Año de Las corsarias y de Banderita (banderita tú eres roja, banderita tú eres gualda). Año del folletín-folletón por entregas, con títulos emotivos como Abandonada en el arroyo, Deber de hijo, La muchacha que se declaró… Año de la radiotelefonía, ese invento diabólico con el que puedes oír a una orquesta que está tocando en otro sitio. Los Quintero estrenan El genio alegre; Muñoz Seca, El chanchullo; Pilar Millán Astray, La tonta del bote; Benavente, El bailarín y el trabajador. Por los ruedos, Marcial Lalanda, Belmonte, Valencia I, Algabeño, Facultades, Silveti, Félix Rodríguez, Valencia II. En el terreno de juego, la selección española se presenta con Zamora, Vallana, Pasarín, Samitier, Gamborena, Peña, Piera, Cubells, Oscar, Carmelo y Aguirrezabala y vence a Portugal y a Italia. Se dice que muy pronto los partidos de fútbol los dirán por la radio.

La selección nacional de Orihuela se llamará «La Repartidora», y su seleccionado el Visenterre va a tener que correr más o dejar el equipo. Sus compañeros dicen que con él pasa lo contrario que con todos los demás jugadores, que están en tierra y mandan el balón a las nubes: Miguel deja el balón en tierra y se va él a las nubes, y así no va a vencer nunca «La Repartidora».

El primer poema que publica lo fecha «en la huerta» el día 30 de diciembre de 1929, y su título, Pastoril, va al contenido como éste va al título; título y poema son un primer esbozo ingenuo, demasiado inspirado en muchas otras cosas conocidas. Por trabajos como éste Miguel Hernández no hubiera pasado, desde luego, a la posteridad. Ya el principio es para asustarse:

Junto al río transparente

que el astro rubio colora

y riza el aura naciente,

llora Leda la pastora.

No olvidemos que se trata del primer intento de un muchacho de diecinueve años. Sólo así podemos perdonarle algunas estrofas:

¡Su pastor la ha abandonado!

A la ciudad se marchó

y sólita la dejó

a la vera del ganado.

… … … … … … … …

¿Por qué, pastor descastado,

abandonas tu pastora,

que sin ti llora y más llora

a la vera del ganado?

Si hemos de fijarnos en la ingenuidad de los versos, también hemos de reparar en su perfección técnica. El joven poeta domina el lenguaje completamente y no hay en todo este poemita una mácula en cuanto a métrica, cadencia y consonancia. Y, por si es poco, se permite dar argumento al poema y lo termina con cierto estrambote dramático, bastante bien resuelto:

… Mas cobra su antiguo brío

y hermosamente serena,

sepulta su negra pena

entre las aguas del río.

Reina un silencio sagrado.

Ya no llora la pastora…

Después, parece que llora,

llamándola, su ganado.

Primera salida a la luz pública y primer acierto en la resolución del trabajo, tanto en el aspecto técnico como en el argumental. La crítica que se le puede hacer desde aquí y desde ahora no se parece en absoluto al criterio de la Orihuela de 1929, que recibe los versos con entusiasmo, en buena parte por ser el autor un oriolano modesto.

Un mes después —enero de 1930— lanza un soneto que está bien y estaría mejor si no le sobrara una sílaba al verso séptimo:

Con voz trémula le dije mi cariño…

son doce sílabas y, por tanto, rompe con los tradicionales endecasílabos del soneto clásico. ¡Cómo va a horrorizarse él mismo cuando, años después, sonetista formidable, relea este retazo de juventud!

Días más tarde, en febrero ya, remeda a Vicente Medina con una poesía de ambiente huertano y lenguaje casi panocho:

… La vide anoche muerta… ¡Qué hermosa!

En la mesica paecía dormía… Me entró una cosa…

una de lloros cuando la vide con la mortaja,

rodiá de cirios, blanquica y maja

como una rosa…

Se ha lanzado a producir versos casi con fiebre. Uno, otro, otro. Hay un poema en décimas, folletinesco en la línea argumental, perfecto en la métrica y en la forma. Lo titula Nocturna y en él pueden leerse cosas como éstas:

—¡No lo creo! ¡Es desacato!

Decirme que mi güertana

con uno está en la ventana…

Si esto es verdá… ¡la mato!

Es necesario insistir: esta primera parte de su trabajo poético, que a nuestros ojos aparece poco menos que nefanda, agrada en los ambientes provincianos de 1930. Y es importante dejar constancia de este trance de Miguel porque hemos de verle saltar sobre todo y sobre todos, sobre sí mismo incluso, para volar a alturas inconmensurables. Y será entonces cuando su Orihuela, y los miles de Orihuelas que andan desperdigados por España, no le comprendan ni le asimilen. Miguel está viviendo algo así como un parvulario lírico, pero va a doctorarse de un embite sin necesidad de pasar por el bachillerato ni por la universidad.

El último día de febrero escribe un poema titulado ¡Marzo viene! En él hay, al final, una cuarteta con reminiscencias a lo Alfonsina Estorni o Juana de Ibarbourou:

¡Marzo! ¡Viene marzo pródigo y amigo,

reanimando vidas y sembrando flores!

¡Marzo, te saludo! ¡Marzo, te bendigo!

¡Tú has hecho que en mi alma broten los amores!

Toda la historia de la literatura universal está plagada de casos en los que los valores jóvenes se inspiran demasiado directamente, casi copian sin pretenderlo a los valores consagrados. Miguel alterna los versos con los números, ayudando a llevar la contabilidad en una tienda de tejidos. Tanto como acierta con las letras se equivoca con las cifras, por lo que al tiempo que se va haciendo buen poeta se sabe desde siempre mal contable. Y como esto también lo saben en la tienda, muchas tardes le alejan de los libros de contabilidad y le envían a hacer recados, o le sitúan tras el mostrador para ver si como dependiente rinde más.

Empieza a ser célebre en Orihuela. Sus poesías, aparecidas ya con cierta frecuencia en los periódicos locales —El Pueblo— y en algunos otros de rango provincial, tanto de Alicante como de Murcia, le granjean una aureola de joven valor literario. Fama que crece mucho más cuando se sabe que ha ganado el primer premio en un concurso organizado por el Orfeón de Elche:

«El Orfeón ilicitano —escribe Muñoz Hidalgo— había convocado un concurso de poesía. Miguel se había presentado con el poema Canto a Valencia y obtuvo el primer premio. He aquí el testimonio de Carlos Fenoll: “Cuando recibe el telegrama salta materialmente de alegría, y agitando el azul y leve papelito en su mano ruda, con un fulgor de júbilo en sus ojos impresionantes, me dice: “¡Mira, Carlos, mira! ¡Me han dado el primer premio en Elche! ¡Viva la poesía, y yo, y tú!” Con los dineros que recauda de la leche aquella noche alquilamos un detonante Ford y llegamos a la ciudad de las palmas a las doce y pico. Todo silencio y desierto. Preguntamos a un sereno: “¡Che, oiga!, la dirección… del secretariado del Certamen”. Después de mucho andar, desandar, llamar, molestar —tal era nuestra impetuosa muestra impaciente y breve ingenuidad— nos dicen que el premio no se puede entregar aquella noche, a aquellas horas. Que lo mandarían. Decepción… Pero, ¿qué es el premio… en metálico?” “No; un objeto artístico…” Sí, es un pobre objeto, y aún más pobre como obra de arte: una escribanía. A los dos o tres días la vendimos para restituir a su padre los “cuartos” de la leche, y todavía nos faltaban cuatro pesetas…»[3].

Le miran las muchachas de Orihuela. No tiene Miguel ningún atractivo particular. Una cara de rasgos sencillos, tirando a vulgar, en la que destacan los ojos, siempre cargados de extraordinario brillo, siempre animados de vitalísima expresión. Le miran las muchachas de Orihuela porque, aunque es parte de una familia muy modesta —clases bajas, que dicen las clases altas—, es diferente a la mayoría de los muchachos de su edad: no fuma, no entra jamás en una taberna, sólo juega al fútbol, mal, y al dominó, bien. Además, un joven que escribe poesías, que ya le publican no sólo El Pueblo de Orihuela, sino el semanal Actualidad y los quincenales Voluntad y Destellos, es todo un acicate paseando por las aceras de Loaces y mirando a hurtadillas el paseo de las chicas.

Se compra a plazos una máquina de escribir. Entrega inicialmente cinco duros, veinticinco pesetas. Es el sueldo mensual de una sirvienta en Madrid y más del doble de lo que cobra al día un oficial del Ayuntamiento de Murcia. Luego pagará plazos mensuales de treinta pesetas. Es una Corona, portátil, bastante vieja pero en buen uso. El trato comenzó porque Miguel solía llevar cada tarde la leche al domicilio de Eladio Belda, vendedor de máquinas de escribir. La poesía, que ha ido naciendo escrita a lápiz, va a ser presentada en adelante en cuartillas limpias y escritas a máquina. Miguel va como chico con zapatos nuevos con esta máquina, que a pesar de su calificación de portátil pesa demasiados kilos. Cuando se va al monte con las cabras, se lleva la máquina y allí, sobre una piedra, practica sin descanso, hasta coger velocidad y soltura. No ha de tardar dos meses en ser un hábil y veloz mecanógrafo. Seguramente es en todo el ancho territorio de España el único pastor que se lleva una máquina de escribir entre cabra y cabra para escribir poesías. Muy sentencioso, cuando algunos amigos le dicen que para escribir versos no hace falta una máquina de escribir, les responde: «Estoy preparando un libro».

Orihuela entra en la década de los años treinta, lo mismo que fue entrando en todas las décadas anteriores, con un gran amor a su inmovilismo tradicional, sólo revulsionado por unos cuantos muchachos que, como Miguel, se atreven a pensar que quizá la vida pudiera ser otra cosa. Orihuela de los baladres mal regados y sin embargo rojos y llenos de polvo, de los mendigos a la puerta de las iglesias —gran plantilla de mendigos para la copiosa plantilla de iglesias—, de los lutos, del tracoma, de las bicicletas oxidadas, de las mujeres gordas vestidas de oscuro, de los frailes, monjes, curas, monjas de blanco, monjas de negro, del olor de rebaño de cabras en casi todas las calles, de los poderosos señores de las linajudas familias repantigados en los acogedores sillones del casino de la calle Loaces; Orihuela de las fiestas… Sobre la Semana Santa oriolana escribe Tari:

«Se inician en Orihuela dichos festejos tradicionales con espectaculares desfiles de las diversas centurias de “armados” y “romanos”; tiene singular relieve la entrada de Cristo en Jerusalén, con la gran procesión de las palmas alrededor de la antiquísima catedral; siguen los suntuosos oficios religiosos, destacándose los notables sermones, el miserere y la presentación, en todos los templos, de los ricos y suntuosos monumentos, ante los cuales rinden pleitesía de amor y devoción a Jesús, en el sepulcro, las gentiles orcelitanas ataviadas con la clásica mantilla española y adornadas con policromos claveles.

»Finalmente, y como colofón de tan meritísimos testimonios de devoción cristiana, son dignas del mayor encomio las procesiones General y del “Entierro”, que se celebran en la madrugada y noche del Viernes Santo, y en las que, sobre ricas andas y artísticos tronos, profusamente adornados e iluminados, se exhiben esculturas de justa y renombrada fama por su belleza y por la propiedad de las escenas y episodios que representan y por la magnificencia de las imágenes…» «Pero lo que destaca más durante la Semana Santa orcelitana, por su carácter genuinamente local, es el canto de la Pasión, maravillosa página musical que interpreta, en los zaguanes de las casas señoriales, un cuarteto de cantores y cuya costumbre se transmite, ininterrumpidamente, de padres a hijos»[4].

Todo es rico y suntuoso en torno a las imágenes, y mientras en los zaguanes de las casas señoriales actúa el cuarteto, el muchacho Miguel se compra una máquina a plazos para escribir versos, y para pagar los plazos habrá de llevar rebaños a la colina y leche a los clientes de su padre. Los chicos del colegio se cruzan con los curas y se detienen para besarles la mano. ¿Qué médico de Orihuela se atrevería a aconsejar que no se hiciera esto, por el peligro de contagio? ¿Cuántos niños, en Orihuela y fuera de Orihuela, no se han contagiado por esta estúpida y perniciosa costumbre de besarle la mano al cura, uno tras otro, hora tras hora, en el mismo dorso en que minutos antes besó la beata vieja o el señorón cuajado de dolencias? En la Orihuela que empieza a vivir sus años treinta, que son los veinte años de Miguel Hernández, todavía existen las plañideras y la amortajadora. Sobre este último personaje dice Miró: «… Era la viuda del especiero Miseria la que acudía a las casas donde hubiera difunto para lavarlo y vestirlo por una limosna. Le decían la Amortajadora». Del mismo autor es esta estampa casi increíble de fanatismo religioso en torno al patrón San Daniel:

«Cuando rodean el altar, la mirada de Daniel se va volviendo, y los sigue y los busca. Ningún lugareño osaría acercársele de noche. De algunos que con audacia sacrílega apostaron resistir, después de las oraciones, la mirada santa, se refiere que cegaron o murieron súbitamente; a otros de menos culpa, les quedó un perpetuo rehílo de toda su carne, como azogados de terrores. Son los ojos que leyeron la ira del Señor contra los príncipes abominables. Y si descubrieron la castidad de Susana, bien pueden escudriñar las flaquezas femeninas; y no falta gente baldía que matricule las casadas y doncellas, conocidas por algunas deliciosas fragilidades, que nunca se arrodillan en las gradas del santo. Se sabe de maridos que recibieron anónimos reveladores instándoles a someter a sus mujeres al juicio de la tremenda mirada, y no las sometieron. Es padecida y sedienta la boca de nuestro Padre el Ahogao. Dicen que, acercándosele mucho, se le siente el aliento»[5].

Miguel y sus amigos se divierten mucho con los ensayos de una obra teatral que van a ofrecer a Orihuela, Los semidioses. Pero entre risa y risa, hay algunos muchachos que destacan pronto por su facilidad interpretativa, y entre ellos está el cabrero-poeta. La tarde de la representación, el público, casi todo de amigos y parientes de los improvisados actores, aplaude sin cesar. Miguel es particularmente ovacionado y cuando termina la representación le toman por las piernas y le sacan a hombros. Pero no se le pasa por la imaginación tomarse el teatro en serio, y menos como actor. Sólo él sabe lo mucho que ha sudado y los nervios que ha sufrido. Quede para otros. Lo suyo sigue siendo por ahora la máquina de escribir, los versos. «Estas ansias me dicen…»

El 1 de mayo de 1930 es recitado en el Círculo Católico de Orihuela un poema de Miguel. Ha sido escrito a requerimiento de José Alcaraz y Luis Almarcha. No debe extrañarnos: todavía estamos, y hemos de estar aún algunos años, ante el Miguel de formación católica y, sobre todo, amigo íntimo de un católico ferviente como es Ramón Sijé. La evolución hacia el librepensamiento podremos conocerla en su momento, ya en su segunda estancia en Madrid. Este poema, que se titula Al trabajo, es solemne, demasiado para los cortos veinte años del autor, y deja boquiabiertos a los sesudos señores del Círculo: ¿esto escribe el hijo del Visenterre? «Ese muchacho tiene cosicas dentro».

Entonad conmigo el himno quienes buscan su progreso,

quienes todo en él lo cifran, quienes sienten el acceso

de sus obras culminantes, quienes vais del pan en pos.

Proclamad su recio influjo bienhechor. El engrandece,

él sublima y regenera, dignifica y enaltece…

¡El trabajo es una escala para ver más cerca a Dios!

Desde este primero de mayo, a Miguel Hernández le toman muy en serio en su ciudad, incluso aquellos que por razón de blasones deben considerarse sus adversarios. ¡Razón tenían los jesuitas de Santo Domingo cuando tanto insistieron por ganarle a su seno! Algunos de los señores de casa con zaguán y cuarteto en Semana Santa han de ir al diccionario para averiguar el significado de ciertas palabras del poema… Sublimar, sublimado, «para mí el sublimado era algo de farmacia»…

En este mismo mayo publica aún dos producciones más, Sueños dorados, el día 26, poema que es como una premonición referida a sus viajes a Madrid, en los que, como veremos, no son pocas las decepciones ni pocos los problemas, y Amores que se van, el día 30. Cualquiera de estas dos poesías significan un retroceso con respecto al ambicioso poema Al trabajo.

Mediado junio se publica en la revista Voluntad, de Orihuela, un artículo referido a Miguel. Lo firma José María Ballesteros (a quien Miguel, días antes, dedicara precisamente uno de sus trabajos). El artículo dice:

«En la provincia de Alicante, en Orihuela, y en una de sus calles más típicas, la calle de Arriba, vive un pastor que hace versos: Miguel Hernández. El pastor poeta oriolano es un pastor de cabras; nació pastor y continúa siendo pastor y morirá tal vez pasturando su rebaño. Su oficio, su vida, es conducir las cabras durante el día por esta huerta oriolana tan bella, que embelesa e inspira; y, al llegar la noche, repartir la leche de casa en casa, pensando siempre en los versos que compuso al correr las horas en que el sol estaba alto, sentado en plena huerta a la sombra de un naranjo que le protegía y aislaba del mundo material…»

Ofrenda, Motivos de leyenda, Interrogante, El alma de la huerta, La reconquista, A la señorita… Postrer sueño, Es tu boca, Plegaria, no se detiene la producción de la máquina de escribir de Miguel; la cinta, ya vieja, apenas marca. Pero sigue la ingenuidad en la temática y en el desarrollo, cuando no la notoria influencia de los poetas conocidos. Van apareciendo, eso sí, imágenes vitales, ricas, que son a la manera de anuncio de lo que va a ofrecernos el poeta en cuanto empiece a cuajar. De toda esta producción, que corresponde también a 1930, podríamos entresacar algunos aciertos esperanzadores:

Aquel libro copiaba la vida de su vida… (Ofrenda)

Recuerda que con sangre de mi seno

medrando está tu hijo… (La reconquista)

Un huerto de albos azahares

es todo el tesoro mío;

un alma experta en cantares,

una choza entre cañares

y a la orillica del río. (A la señorita…)

Cae la Dictadura del general Primo de Rivera. El general dice que ha consultado con la almohada si se queda o se va, y se va, sobre todo porque el rey casi le echa. Esta política española que siempre se mueve a bandazos, y no pocas veces saliendo de las manos de un general para caer en las manos de otro, pone en el primer asiento del país a don Dámaso Berenguer, amigo particular de Alfonso XIII, jefe de su cuarto militar y responsable, o así, de los desastres de África en 1921. En diciembre se sublevan en Jaca los capitanes Galán, García Hernández y Sediles. La justicia militar se muestra expeditiva y Galán y García Hernández caen fusilados a los pocos días. La corriente republicana arrecia, sobre todo en las capitales. Fracasa el equipo del general Berenguer y sube al poder el almirante Aznar, como un remiendo más a la ya rota y destartalada monarquía.

En el periódico El Día, de Alicante, Miguel publica algunos poemas más. Sigue moviéndose en un plano de absoluta ingenuidad, y sólo de cuando en cuando se perciben en su obra atisbos de genio. Por lo pronto, se limita a construir versos correctos, sentidos, pero sólo a escala del folletón sentimental. En el poema titulado La bendita tierra puede leerse:

De la palmera que una rara

diadema aurífera se ha puesto

sobre la azul bóveda clara,

bajo un airón gentil y enhiesto.

Esto dice bastante poco en su favor. En cambio, en Atardeceres, publicado apenas veinte días más tarde —casi al filo de cumplir los veinte años de edad—, hay imágenes ciertamente estimables:

Todo está muriendo de hermosas calmas…

Y esto:

Sobre el lóbrego fondo del firmamento

una estrella aparece muda e incierta:

otra más…, después otra; y en un momento

tanta flor luce el cielo como la huerta.

En enero de 1931 ha de viajar a Alicante para presentarse en la Caja de Reclutas. Por primera vez ve el mar y pasea largamente por las orillas, en los muelles del puerto, arrimándose hasta las arenas del Postiguet. Nota curiosa de este tiempo es el tope que marcan las leyes de 1912 para que un español pueda ser soldado: ha de tener al menos un metro y medio de altura y pesar no menos de 48 kilos. Es decir: poco más o menos, todo un ejército de cornetas. Se realiza el sorteo y Miguel queda excedente de cupo, y esto, que en tantos jóvenes es una alegría, en él es lo contrario, pues se había hecho a la idea de vestir un uniforme y correr la larga aventura del cuartel. Regresa a Orihuela con la cabeza llena de impresiones: la decepción del sorteo, la maravilla de la unión del mar y el cielo en la línea del horizonte, y todo, como siempre, se le convierte en versos que irá trenzando en la máquina de escribir, rodeado como siempre de sus cabras.

En febrero obtiene un éxito con la Carta completamente abierta a todos los oriolanos. Es un juego, una cabriola, llena de gracia y de soltura. El perfeccionamiento técnico del poeta es ya notorio. He aquí algunos de los párrafos más acertados:

Alma de mis oriolanos,

¡digo!… oriolanos de mi alma.

A vosotros me dirijo

desde esta carta «arrimada»,

que escribo, teniendo por

mesa el lomo de una cabra,

en la milagrosa huerta

mientras cuido la manada…

… … … … … … … … … … …

¡Ay!, perdonadme un momento.

Voy a echarle una pedrada

a la «Luná», que se ha ido

artera a un bancal de habas,

y el huertano dueño de ellas

me está gritando desgracias.

Me he creído que de mi alma

la nube lechosa y pura

—¡vaya fulgor de metáfora!—

puede dar continua lluvia

de versos de urdimbre mágica.

Me he creído… (Perdonadme,

que otra vez está en las habas

la «Luná» de mis pecados,

y ahora no grita, no: rabia

el huertano. ¡«Luná»! ¡Toma!

Para que otra vez no vayas).

Ha elegido las terminaciones más fáciles del romance, a-a, pero no se le puede negar el mérito del dominio y cómo —¿de dónde?— ha aprendido que metáfora, aunque no es a-a, sino o-a, vale lo mismo, puesto que la palabra es esdrújula y cuenta y no fo, y cómo ha sabido que este verso, que tiene nueve sílabas y no ocho, sirve al octosílabo precisamente por el esdrújulo. No se nace sabiendo. Nadie se lo ha dicho en Santo Domingo. Lo ha aprendido él, porque ha querido aprenderlo, y porque ha tenido capacidad para ello.

… se despide de vosotros,

anticipándoos las gracias,

este pastor a quien viene de

soltar cuatro guantadas

un huertano, porque están

en un sembrado sus cabras.

Con marzo viene la primavera y con abril viene la República. No hay demasiados republicanos, que digamos, en Orihuela. Las elecciones del 12 de abril las han resuelto las masas obreras de las capitales de provincia importantes, Madrid, Barcelona, Bilbao, Valencia, Sevilla, Zaragoza. El cinturón industrial de Barcelona brinda más votantes que doscientos pueblos de regular importancia, y esos votantes son de la izquierda. A Orihuela no le queda otro recurso que unirse al carro general de los vencedores y proclamar también la República, con enorme disgusto del señor obispo y de la dominante élite derechista de la ciudad. En Madrid, en Palacio, en lugar de estar Alfonso XIII está ahora don Niceto Alcalá-Zamora, que es el presidente del Gobierno provisional. Orihuela se tranquiliza: se asegura que don Niceto es ferviente católico y que oye misa todos los domingos y fiestas de guardar. ¡Vaya, menos mal! Y la vida oriolana sigue prácticamente igual, poniendo en el balcón del Ayuntamiento la nueva bandera, que en lugar de ser roja y gualda es roja, amarilla y morada. Para Miguel Hernández, la verdad es que nada ha cambiado con la llegada de la República, o si acaso ha cambiado muy poco.

¡Extraño país éste que despide a la Monarquía y recibe a la República…! En nuestra estadística nacional se cuentan cuatro mil camellos y veinticuatro millones de habitantes. Barcelona y Madrid tienen en sus capitales un millón de personas cada una de ellas. Hay matriculados en toda España 270.000 automóviles. La radio, que hemos visto nacer en 1924 y 1925 con cierta timidez y mucha desorientación, es ya toda una industria floreciente, hasta el extremo de que funcionan en todo el país más de cincuenta emisoras. El español es, con el ciudadano griego, el portugués y el turco, el europeo que come menos carne, porque tenemos sólo 3.650.000 vacas —menos que Holanda, que es mucho más pequeña—, y en cambio somos, también de la mano de Turquía, Grecia, Persia y Portugal, país de cabras. Esto sí que le afecta a Miguel Hernández.

En el mismo abril de la proclamación de la República, Miguel publica en El Día, de Alicante, un poema largo titulado Al poeta. De él son los siguientes versos extractados:

Al borde de las acequias y los riachuelos corrientes,

que quieren fingir turbantes, siendo doradas heridas,

los largos rosales truenan igual que tracas potentes

con rosas hoscas cual truenos de sangre fuerte vestidas.

Insistamos en que jamás por estos caminos el poeta Miguel Hernández hubiera llegado a ninguna parte. Dijérase que se complace en comprobar, para sí mismo, que domina el meccano de las palabras medidas y rimadas, como un gimnasta que realiza numerosos ejercicios de cara a la competición. No perdamos de vista que nos hallamos aún ante un hombre muy joven, pues en abril de 1931, cuando estos versos se publican, tiene sólo veinte años. Todo esto que estamos conociendo no es sino el prólogo del prólogo. El genio auténtico no va a surgir hasta 1935. Cuatro años —casi justos— de distancia, casi mil quinientos días, miles y miles de horas de ensoñación, de observación, de constante pulimiento, de avance incansable en el camino de la perfección. Podemos decir: el Miguel Hernández de 1931 no nos interesa; pero acto seguido no tenemos más remedio que pensar: sin el de 1931 no habríamos llegado jamás al de 1935, y éste sí que nos interesa. Así como ha tenido que ser niño para ser luego muchacho y adulto, así como ha tenido que ser pastor para ser poeta, ha tenido que escribir muchos versos vulgares para llegar a escribir poemas de extraordinaria grandeza.

Ya en septiembre, El Día le publica otro poema, Al acabar la tarde, de ambiente huertano, que no resuelve nada ni dice nada en favor del autor. No importa. El mozo oriolano está cubriendo sin saberlo las etapas necesarias para su madurez lírica. Como viene de las noches de insomnio y de los golpes del padre, cree que ya ha sufrido todo lo que tiene que sufrir. No puede sospechar todo lo amargo que la vida le tiene reservado. Y va a ser, poco a poco, merced a esa misma amargura, como el artista se irá quedando en su quintaesencia. Muy pronto va a empezar a descubrir que la poesía de veras no necesita rimar luz con arcabuz ni encajes con paisajes. Va a tener todo el sufrimiento que necesite, y más.