El niño cabrero
El año del nacimiento de Miguel Hernández es el 1910. Tienen las biografías la servidumbre inexcusable de aportar los datos precisos: fechas, cifras, fuentes, referencias, que han de ser exactas y que, precisamente por el tono frío y rígido de tal exactitud, que tiene mucho de estadística y poco de literatura, son constantes interrupciones en la narración general de la vida que nos interesa. Va a procurarse que tal cosa no suceda aquí, o suceda lo menos posible, por lo que el lector que desee corroborar un dato o aquilatar un detalle deberá acudir a los apéndices. Quedará mejor informado y, al tiempo, el relato de la vida de Miguel Hernández podrá ser enfocado con cierta fluidez, que de la otra manera no sería posible.
En muchos de los pueblos de España el apodo es una institución. En el sureste español, más aún. Hay familias enteras cuyos apellidos aparecen prácticamente escondidos, incluso a lo largo de dos siglos, porque es el apodo el que cuenta. Hasta tal extremo es esto así que ha llegado a darse el caso de encontrar inconvenientes al ir a formalizar una escritura de propiedad: ¿cómo va a ser que Toni Bentaire, hijo de Antonio Bentaire, nieto de Fidel Bentaire, de la larga extirpe de los Bentaires, no se llame así a la hora de escriturar, sino Antonio Sánchez Piferrer? Al Sánchez Piferrer no lo conoce nadie, aunque sean esos los apellidos que cuentan en la partida de nacimiento, mientras que los Bentaires son conocidísimos en el pueblo, y les viene de casta el apelativo —¿apellido ya o aún apodo?—, porque allá por los tiempos de Don Fernando VII, un Sánchez abrió negocio de posada en lo alto de la colina, allí donde el viento suele hacer de las suyas: Venta del Aire, Venta-Aire, Ventaire, Bentaire, que a la hora de elegir B o V no se andan por aquí con demasiada exquisitez.
Paquita Portal no se llama así de apellido, sino que toda su familia vivió docenas de años en el Portal, una de las entradas de su pueblo, y así se llamaron los Portales todos los miembros de la familia, aunque en el registro civil consten como Batista. Pueblos hay por el interior de la provincia de Alicante en los que no se conoce más apellido que el del alcalde, y esto porque firma los bandos y porque hubo que votarle, o algo parecido, un día.
Más o menos es éste el caso de los Visenterres de Orihuela. Nadie o casi nadie les conoce por Hernández, ni por el apellido de la madre, Gilabert. El padre, Miguel Hernández Sánchez, hubiera podido ser de una cualquiera de las provincias españolas con tales apellidos; a la madre, en cambio, Concepción Gilabert Giner, con dos apellidos catalanes o, al menos, muy levantinos, no se la comprende oriunda, por ejemplo, de Cuenca, de Palencia o de Orense.
Ha venido a nacer este niño en el número 82 de la calle de San Juan, si bien su calle no va a ser ésta, sino la de Arriba, a cuyo número 73 se trasladará la familia algunos años después. La calle de Arriba es la que en la actualidad lleva precisamente el nombre de Miguel Hernández. La de San Juan, larga y estrecha, con el arco de la Virgen del Remedio, queda muy cerca del convento de las Clarisas y muy cerca, también, de la de Arriba.
Le viene el apodo a la familia del abuelo paterno, Vicente, Visente, Visenterre. Miguel es el tercer hijo del matrimonio, del que han nacido en total seis hijos, de los que viven cuatro: Vicente, Elvira, Miguel y Encarnación. No es demasiado morir: en las décadas primera y segunda de este siglo, el que a una familia española, y más si es del Levante-Sur, se le mueran dos de un total de seis hijos, esto es, un 33 por 100, es casi un golpe de fortuna. Estamos aún en los tiempos —1900, 1910, 1920— en que la mortalidad infantil es estremecedora.
Por nacer en el año diez, Miguel Hernández pasa automáticamente a la llamada «generación de la guerra», es decir, aquel grupo de intelectuales que en el curso de los casi tres años de guerra civil, o un poco antes, o un poco después, andan entre los veinticinco y los treinta y cinco años de edad. Miguel Hernández tiene veinticinco años cuando rompe la sublevación de julio de 1936; tiene veintiocho años cuando la guerra termina; tiene treinta y uno cuando muere tristemente en la cárcel de Alicante. Queda de lleno en la generación de la guerra.
Las fechas clave de su biografía se mueven entre 1910 y 1942. Dentro de estos límites hay que señalar el 1925, en que por voluntad de su padre se ve forzado a abandonar los estudios para ejercer como pastor de cabras; el 1927, en que inicia sus escarceos líricos; el 1931 de su primer viaje angustioso a Madrid; el 1934 de su segundo viaje a Madrid y de su conocimiento de Aleixandre y Neruda; el 1935, en que se produce para su bien su profunda crisis religiosa y en que, con la muerte de su entrañable amigo Sijé, escribe el más lúgubre y hermoso de sus poemas, Compañero del alma, compañero; el 1936, en que la guerra comienza y se alista en el célebre Quinto Regimiento de la defensa de Madrid; los largos y duros meses desde noviembre de 1936 a marzo de 1939, de batalla en batalla, con el grato paréntesis de la boda con Josefina Manresa en 1937, y luego cárceles, cárceles, condena a muerte, tuberculosis y acabamiento total en el Reformatorio de Adultos de Alicante.
El que les haya nacido un chico a los Visenterres apenas tiene la importancia de un breve comentario entre vecinos. ¿Y qué más da? Nacer, nacen todos los días; luego se mueren, se mueren muchos, «se los lleva el Señor», que dicen en Orihuela. Apenas si emplean el verbo morir, y así como en muchos pueblos de la provincia de Alicante tampoco se dice «ha muerto», sino «ha faltado», la pía Orihuela repite que es el Señor quien se los lleva. El Señor los trae y los quita, «hágase la voluntad del Señor». No importa que la madre haya llevado el embrión de persona en su vientre durante nueve meses; no importa que en las largas tardes del invierno, al arrullo del brasero, la madre haya ido cosiendo la ropa que una vez nacido su hijo va a vestirse; importa menos aún la ilusión del padre que espera durante nueve meses el nacimiento de ese muñeco vivo que ha de parecerse a él; lo único importante es que se cumpla la voluntad del Señor, y si nace, será para bien, y si nace muerto, el Señor lo habrá querido, y si nace alegre y vive dos años y empieza a morir cuando más abiertos tiene los ojos y más queridos son ya su olor y su sonrisa, el Señor lo habrá querido también, que hay que ver qué cantidad de cosas quiere el Señor cuando el Señor quiere.
No, el hecho de que a Miguel Hernández Sánchez y a Concha Gilabert les haya nacido un niño, otro más, no trasciende. Orihuela sigue haciendo su vida normal, España lo mismo, el mundo también. Pero a efectos de la biografía de Miguel Hernández, el Visenterre recién nacido, sí importa ir conociendo a cada paso, en cada etapa, cómo se mueve el mundo, España y, por supuesto, Orihuela.
Los personajes más destacados de la España de 1910, aquellos cuyos nombres repiten casi a diario los periódicos del país, son desde los toreros —Vicente Pastor, Machaquito, el Papa Negro (primero de la dinastía de los Mejías Bienvenida), Bombita, el Guerra— a los políticos —Canalejas, Moret, Pablo Iglesias, que precisamente este año obtiene su acta de diputado—, pasando por los generales —Weyler, duque de Rubí, Príncipe de la Milicia, «la hiena» de Cuba según los cubanos, y Polavieja, que este año asciende a capitán general—. El rey Alfonso XIII, casado hace cuatro años con la princesa inglesa Victoria Eugenia —Ena— de Battemberg, tiene sólo veinticuatro años.
El mundo se siente sacudido por la fiebre de la aviación. Un francés, sin duda algo loco, ha atravesado la ciudad de París por el aire, a bordo de un ruidoso artefacto. «Cuando el diablo no tiene nada que hacer —dicen en Orihuela—, con el rabo mata moscas». Dice la prensa que en Inglaterra puede comprarse un aparato volador, que algunos llaman aeroplano, por doscientas mil pesetas. Pero subir a viajar por los aires —piensa la muy católica España—, ¿no es tentar a Dios? La tierra es de los hombres, el mar es de los peces y el aire es de los pájaros. No debe nadie enmendarle la plana a la Creación. ¡Que dejen las cosas como están!
Sin embargo, esta España entusiasmada tradicionalmente con su puesto europeo de «farolillo rojo» cuenta ya con nada menos que tres mil automóviles, ¡otro invento de Lucifer!, de los cuales hay matriculados en Madrid 735. El periódico, que cuesta cinco céntimos, «una perra chica», dice que el mismo rey se ha comprado un automóvil «Hispano-Suiza» de 45 caballos. ¡Sí, sí, como que va a poder un hombre solo gobernar a 45 caballos! Eso es tan fantasioso como la noticia de que en Inglaterra otro loco del aire ha ido de Londres a Manchester, que están separadas 400 kilómetros, en sólo doce horas. El mundo entero miente, y los periódicos más.
Nadie se atrevería a vaticinar a dónde va a llegar este país cuando en la capital, Madrid, suceden vergüenzas tan horrísonas como el estreno de una obra de género chico titulada La Corte de Faraón, en la que el personaje sublime del Casto José es interpretado en tono burlón por el tenor cómico, y donde todos los diálogos son de tono subido y muy verdosamente intencionados. La Corte debería aprender de Orihuela, donde en este mismo año de 1910 las principales preocupaciones locales son el itinerario de la procesión, las pláticas del prelado y el trazado del nuevo puente entre la Glorieta y la calle de Loaces, que no es otra que la del cardenal Loaces.
Se comenta que hay por todo el país un cierto desasosiego con los muertos que proporciona copiosamente la guerra de Marruecos. Hasta en esa Barcelona anarquista y tan próxima a París se han atrevido a organizar manifestaciones en contra de los envíos de soldados a África, porque dicen que cada día son más los españoles que mueren en los montes marroquíes. Si mueren, que mueran, que para eso son soldados, y, si no, ¡que se hubieran hecho de cuota!
Con mano dura gobierna Miguel Hernández padre su revuelta grey familiar. Muy español, más murciano que alicantino —moro por tres de los cuatro costados—, entiende que dentro de casa no debe haber más voluntad que la suya. «Las mujeres, a la cocina». El criterio de los pequeños no cuenta. Es él, como manda el Código, «jefe de la familia y del hogar», y se hará lo que él mande, es decir, lo que él quiera. Lo ideal sería que una de las «muchachas» se metiera monja —es así como por allí se dice, «meterse monja», no eso tan resabiado de «ingresar en religión»— y que al menos uno de los mocicos fuera «pa cura», que el Seminario, allá arriba en la sierra de San Miguel, tiene siempre las puertas abiertas para los que quieren entrar, y no tan abiertas, desde luego, para los que quieren salir. Pero no parece haber demasiada afición a los hábitos en la prole de los Hernández-Gilabert.
Se comen migas en la casa de los Hernández-Gilabert, y en los días buenos arrós de bancal, o mondongo, o la rustidera de mújol, o el caldero, o el potaje, o las ranas fritas con cebolla, platos todos ellos muy oriolanos y de mucha sustancia, que es lo que necesita el marido para trabajar, la mujer para llevar la casa y los nenes para crecer. No menos de seis maneras de guisar las ranas se conocen en casi todas las casas de Orihuela, y se dice que en la cocina del obispo saben aún más. Cuando hay más suerte y se cuenta con mújol fresquísimo del Mar Menor, se mete el pez en el homo sin limpiar, sin descamar, en el centro de una gran pella de sal; luego se quitan la piel y las vísceras, y las mollas humeantes tienen auténtico sabor de mar. Pero no es este plato frecuente en la casa de Hernández el Visenterre. El que sí es frecuente es el potaje oriolano, que lleva habichuelas, patatas, judías verdes, peras, harina, aceite, azafrán, sal y —eso sí— pimentón, mucho pimentón, que para eso estamos a poco más de veinte kilómetros de Murcia.
No se pasa hambre en esta casa. De eso se cuida, y se cuida bien, el padre. Sin embargo, no puede inspirarnos simpatía este hombre. Mientras la inmensa mayoría de los hombres, por no decir todos, cuando les llega su función de padres se esmeran en procurar que sus hijos sean siempre más de lo que ellos son, a él le sucede lo contrario: le molesta, diríase, que uno cualquiera de sus hijos despunte y se despegue de la manada. Por eso y porque desde los primeros momentos el pequeño Miguel denota cualidades y aficiones poco comunes en el ambiente del hogar, es éste el que se lleva los más fuertes golpes, los más abundantes coscorrones, las reprimendas más violentas y las sanciones más duras y prolongadas. Sus hijos tienen que oler a sudor y a tabaco, como él, y las letras son «pa los ahogaos y gente de esa».
Casi por turno, los hijos van atravesando las enfermedades clásicas de la infancia. Dijérase que se pasan el uno al otro, o a los otros, los sarampiones, las gripes, los catarros, la tosferina. Y en 1918 llega a la Vega Baja del Segura la más terrible y mortífera epidemia de gripe maligna que se ha conocido desde el Medievo. Las puertas permanecen cerradas a cal y canto. Los médicos no pueden con la tarea; los enterradores, menos. Durante un período demasiado prolongado, en Orihuela mueren treinta personas al día. Se suceden las rogativas en los templos, se agota la cera para los cirios, huelen las calles a sahumerio, suenan las campanas, que no cesan por unirse los toques de misa con los lúgubres tañidos funerales, y, al fin, cuando la pesadilla termina, Orihuela amanece más de luto que nunca, que ya es decir. En cada familia, casi, hay un muerto al menos. Una calle cualquiera de la ciudad es un desfile de sotanas, hábitos, lutos. Se han atrancado los balcones, las ventanas; la gripe maligna ha atravesado el Segura como un huracán, arrasándolo todo. Se han quedado los campos sin trabajar, el agua sin correr, las ranas sin ser capturadas. Nadie ya olvidará en la historia de la ciudad este fatídico año de 1918, en que la pidemia lo barrió todo, malos vientos que vienen de los campos de muerte de Europa, donde se están matando los jóvenes del mundo en plena guerra mundial. «Es el aire podrido de los muertos podridos en las trincheras».
También este 1918 es el primer año de colegio para Miguel Hernández. El Colegio de Santo Domingo, el inmenso, impresionante Colegio de Santo Domingo, que está allá lejos al final de la calle de Arriba, tiene una sección gratuita que llaman del Ave María. En el recinto están separados los colegiales de pago de los otros. Miguel va a la sección gratuita, por supuesto. Su primer maestro es un seglar, don Eugenio, que no tarda en darse cuenta de que este muchacho de la ropa raída y las alpargatas blancas no es, a pesar de su «baja extracción», como suele decirse de los pobres, un alumno más, sino un muchacho avispado, con los ojos siempre atentos y siempre muy brillantes, como si quisiera salírsele una cierta luz interior. Un niño de ocho años dispuesto a aprender no puede, en Orihuela, empezar sino aprendiendo el catecismo. El niño Miguel Hernández comienza su vida colegial aprendiéndose el catecismo todo de memoria, sin una vacilación.
Apenas lleva unos meses en el colegio cuando en el seno de la casa se produce una desgracia: la muerte de su hermana Josefina, de sólo cinco años de edad. Miguel tiene nueve años y ve a su hermanita muerta, ve los llantos y el velatorio y sufre una gran impresión. Quiere llorar, pero el padre ha dicho que los hombres no lloran y Miguel se traga sus lágrimas y llora hacia dentro. No sospecha que la vida le va a ofrecer demasiadas ocasiones en que también habrá de masticar las lágrimas y llorar hacia dentro. No puede siquiera hacer que la pena resbale en forma de versos sobre una cuartilla porque aún es pronto y apenas sabe siquiera qué son los versos.
Curiosa vida la de este Colegio de Santo Domingo. Por la puerta principal, grande, ancha, orlada de relieves, entran los escolares de pago. Por otra puerta poco menos que excusada, que da justo al arco en que termina la calle de Arriba, entran los colegiales pobres. El colegio de pobres es el patio de Lourdes, con unos barracones para cuando llueve o hace demasiado frío, pues las clases de los pobres suelen ser al aire libre. En su fachada principal, el edificio ostenta una placa antigua que dice: «Universidad Literaria». Hay un hermoso claustro monacal en el interior. El torreón, en la parte más hacia el centro de la ciudad, queda cerca de la calle de Arriba, cerca de la casa de Miguel, cerca del arco, en el que puede leerse en relieve: «Se principió el año 1854. Se concluyó el año 1855».
¿Quién adivinaría, viendo a este colegial taciturno o alegre en ocasiones, con su acento murciano como los demás, con su atuendo pobre, pobre, que dentro de él van ya el espíritu y el aliento del poeta más grande en lengua castellana en muchos años? Si se trata de jugar a la pelota, lo hace como uno más, aunque por lo lento que juega le llaman sus camaradas «el caracol»; si se trata de tirar pedradas o de recibirlas, es un muchacho más; pero tiene unas soledades dramáticas, en las que la incipiente cabecita se lanza a fantasías y ensueños, que no sabe si son normales o son locura, pero que le despegan del suelo y le hacen perder peso. Sí; él, con sus nueve años, se sabe uno más entre los otros, pero se observa diferente. ¿Sienten todos los demás tan fuerte como él? El aire mismo le dice que no.
Es en su casa y se nota unido pero lejos. Aquél es su padre, y le quiere, pero le ve distante. Hay muchas ocasiones en que el niño de nueve años ve o cree ver que las ideas del padre son inferiores a las suyas propias. Va a procurar enterarse si a los otros chicos les sucede lo mismo…, pero no hay nada que ver, porque esto mismo que le ocurre con su padre le pasa con esos mismos chicos, que está con ellos y se siente cerca y lejos a la vez. Sin desearlo, el cerebro nuevo y virgen vuela por encima de muchas de las cabezas humanas que hay en su contorno. Empieza a captar el hermoso sonido de la belleza, el gratísimo olor de las cosas limpias. El poeta ya le golpea dentro; en su fuero interno clasifica los párrafos del catecismo en aquellos que suenan bien y aquellos que suenan mal. Hay —percibe— una cierta música en todo, y es buena o es mala, y ahí está la diferencia.
Le cambian de maestro en el colegio, es decir, le ascienden. Ahora empezará a dar clase con don Vicente. Va a perfeccionarse en gramática, va a prepararse para el ingreso de bachillerato. Los jesuitas que mandan en Santo Domingo, listos como el noventa por ciento de los jesuitas, ya han captado las condiciones poco comunes del muchacho Miguel, del colegio de pobres. Primero le convierten en monaguillo, luego le animan a declamar versos de Jesús, la Virgen y los santos. Terminarán proponiéndole —a él y a sus padres— que se haga cura. Ellos, naturalmente, los jesuitas, costearían sus estudios. En honor de los jesuitas hay que proclamar que cuando el pequeño Miguel se niega terminantemente a convertirse en sacerdote, le dan a elegir: puede hacerse médico, ingeniero, abogado, lo que prefiera, ya que ellos también así están dispuestos a costearle la carrera. Es ahora el padre el que dice no: si el mayor de los hijos, Vicente, ya anda por las colinas con las cabras, ¿tendrán los Hernández un hijo pastor y otro con carrera?
Los padres Navarro e Isla le animan a estudiar textos del Antiguo Testamento. El colegial se aprende páginas y páginas de memoria y los jesuitas quedan perplejos al escucharle. Con tal retentiva puede llegar a donde quiera. Hábilmente procuran hacerle desistir del no rotundo que diera a su proposición. Asombra la voluntad de un niño de diez años. Se ha aprendido la tarea de monaguillo a la perfección y en la tercera parte de tiempo que los demás. ¿Qué no podrá aprender? Los jesuitas tratan del asunto en sus reuniones y deciden que al cumplir la edad y tener la primaria ultimada podrá pasar a estudiar bachillerato en la parte de pago del colegio. No deja de tener emoción la escena del primer día en que el pobrecito Miguel atraviesa la puerta del patio, entra en el claustro y se halla en el recinto del colegio de pago de Santo Domingo, alternando con los hijos de las mejores familias de la ciudad. En el curso que comienza en 1923, el hijo del Visenterre empieza a hacerse bachiller por sus propios méritos.
Cuando sale del colegio, se encierra en su casa, en aquellos ratos en los que su padre no le envía a repartir leche por las casas de la vecindad. Su rincón es el patio. Cuando el invierno se va y comienza a primaverar en Orihuela, las tardes son más largas, dura más la luz. En el patio, junto a la higuera, el pozo, los geranios y el limonero, Miguel se siente en su sitio, en su centro. Allí estudia las lecciones para el día siguiente, pero le empieza a suceder una cosa, y es que aun teniendo los ojos clavados en las páginas del libro de texto, la imaginación anda inquieta por otros lugares o atareada en otras faenas. Ahora ya sabe que no está loco, pero sueña demasiado, piensa demasiado, y así no hay manera de estudiar.
En sus diez años tiene ya capacidad para discernir más que otros muchachos mayores. No se le escapa la mirada entre asombrada y despectiva de algunos de sus nuevos compañeros de colegio, bien trajeados, al verle en dril viejo, casi mísero; no se le escapa el contraste brusco, casi risible, de sus alpargates con las botas, los zapatos y las sandalias de sus compañeros de clase. Y cuando el colegio termina, los niños de la buena sociedad oriolana acuden a sus casas en las mejores calles del pueblo, casas de esas que tienen escaleras y balcones y miradores, mientras que él ha de ir a la casita de la esquina, que huele bastante a rebaño y donde el único lujo son ese pozo, esa higuera, ese limonero y los geranios de dos colores del patio. A veces, cuando llega a casa, el padre le manda con las cabras unas horas a pasturar, sobre todo en los meses de la primavera, en que las tardes se hacen más prolongadas de luz. Es terrible entonces para él darse de cara con sus camaradas de colegio: ellos llevan un balón en las manos y van a jugar al descampado próximo; él, rodeado de cabras, va algo más allá. Cuando estos encuentros se producen, no tiene nada de extraño que luego le cueste mucho conciliar el sueño.
Como la vida tiene estas cosas, ninguno, absolutamente ninguno de los niños compañeros suyos, pertenecientes a la sociedad acomodada de Orihuela, ha destacado poco ni mucho en ninguna actividad. Sólo él, el pobrecito cabrero, está clavado en la atención del mundo, porque llevaba dentro un caudal de versos y un enorme cargamento de alma, y conforme fue siendo mayor los fue dando al aire, para que los conociera la gente. Sólo él, el más gris oriolano, el más tímido, ha roto barreras y ha puesto el nombre de su pueblo en el primer plano de la atención, hasta el extremo de que si antes cuando se hablaba de Orihuela venía a la memoria Gabriel Miró, cuya trascendencia llegó a ser nacional, ahora citar a Orihuela es traer al recuerdo el nombre de Miguel Hernández, de trascendencia universal. Esto no lo pueden sospechar los niños que se cruzan con él a la caída de la tarde, ellos con el balón, él con sus cabras. Tampoco él puede imaginarlo, aunque en realidad hay algo que lleva dentro que le dice que «esto no es así» y que «algo va a pasar».
Mal año este 1920. La durísima tensión en Barcelona ha llegado a límites terribles. Los asesinatos políticos se suceden sin interrupción. Apenas hacerse cargo del mando de la provincia el general Martínez Anido, dispuesto a acabar con el terrorismo rojo de los sindicatos únicos, ha nacido el terrorismo blanco de los sindicatos libres, hasta contabilizar veintiún muertos en día y medio. La «ley de fugas», que consiste en disparar sobre los prisioneros conducidos y alegar después que habían intentado escapar, se convierte en todo un hábito en el país entero. Casi todas las noticias que llegan procedentes de Barcelona son tenebrosas.
En los frentes españoles de África se va de victoria en derrota y de derrota en victoria, pero el sentir general es que la guerra no va bien, y eso que falta un año para que se produzca el oscuro y tremendo drama de Annual, que casi se presiente ya. El mismo periódico que nos da la noticia de la ocupación de Xauen por tropas del general Berenguer, nos da cuenta de la condena a dieciséis años de prisión impuesta al profesor Unamuno por la publicación de unos artículos contra la Monarquía. Ni Xauen va a ser una victoria definitiva ni Unamuno va a cumplir esos dieciséis años de cárcel.
Belle Époque en todo su fragor, en todo su esplendor. Tiempo de las bellísimas señoritas y del apogeo un tanto tardío ya del cuplé. Tiempo de las visitas largas y los paseos lentos. El relevo de los coches de caballos por el automóvil empieza a ser un hecho. El ídolo de los públicos taurinos, que son casi todos los públicos de España en estos años, Joselito, muere de una cornada en Talavera de la Reina, con lo que Belmonte se queda solo en los ruedos. La reina y la Chata, la infanta gordinflona y popular, descienden en Madrid a una de las estaciones del metro y realizan un recorrido subterráneo, mezclándose —dice la prensa— con el pueblo y los jornaleros.
Vive el mundo su posguerra más importante, tras cuatro años de sangre. Con el fin de la guerra mundial llegaron las revoluciones de Rusia y de Alemania y la inquietud política de toda Europa. Se dice que en España no manda el señor Dato, presidente del Gobierno, sino el Ford, el coche más duro y más barato, y la canción El relicario, de Padilla. Se dice y es casi verdad.
Orihuela celebra con corridas de toros, procesiones, pasacalles, festivales, cabalgatas, limosnas y comidas a los pobres las fiestas de la coronación de su patrona, la Virgen de Monserrate. Por la noche, concierto en la Glorieta, verbena pero sin baile, que no quiere el obispo, que es quien manda a pesar de las nuevas corrientes liberales que recorren todo el país. «Eso será fuera de aquí, pero en Orihuela, ni liberalismo ni nada».
Por las mañanas, muy temprano, el pequeño Miguel se remoja a gusto echándose cubos —pozales— de agua fría del pozo sobre la cabeza, ante la madre escandalizada y las risas o las bromas de sus hermanos. No va a oler su piel en el colegio como las de otros niños, a jabón del caro y a gotas de colonia, pero sí a limpia, rabiosamente limpia. Tras los chapuzones, la oración. En estas fechas, el colegial-cabrero es muy creyente y se sabe las oraciones de la mañana, del mediodía y de la noche.
Sigue sirviendo, a pesar del curso de los años, la descripción de Gabriel Miró para esta Orihuela de los años veinte, «… con su olor de naranjos, de nardos, de jazmineros, de magnolios, de acacias, de árbol del Paraíso. Olores de vestimentas de ropas finísimas de altares, labradas por las novias de la Juventud Católica; olor a panal de los cirios encendidos; olor de cera resudada de los viejos exvotos. Olor tibio de tahona y de pastelería. Dulces santificados, delicia del paladar y del beso; el dulce como rito prolongado de las fiestas de piedad. Especialidades de cada orden religiosa; pasteles de gloria y pellas, o manjar blanco, de las clarisas de San Gregorio; quesillos y pasteles de yema, de la Visitación; crema, de las agustinas; hojaldres, de las verónicas; canelones, nueces y almendras rellenas, de Santiago el Mayor; almíbares, meladas y limoncillos, de las madres de San Jerónimo».
Antesala del cielo, Orihuela vive de esta manera inmersa en santos, monjes, cristos, vírgenes y enclaustradas. Todo está inciensado y bendecido porque es preciso adelantarse a Lucifer, que anda siempre avizor a la caza de nuevas presas. «Con Dios me acuesto, con Dios me levanto», que en Orihuela casi nadie se acuesta con nadie, incluso —en casos extremos— mediando las bendiciones de rigor. Yo me santifico, tú te santificas, él se santifica. Pláticas, rezos, genuflexiones, golpes de pecho, velos que cubren la cara hasta el vestido negro, vestidos negros que cubren el cuerpo hasta los vuelos del velo… «Con Dios me acuesto, con Dios me levanto», única manera de acostarse sin que entren con fuerza las invectivas, las premoniciones y los anatemas del señor obispo.
Sigue Miró: «Dulcerías, jardines, incienso, campanas, órgano, silencio, trueno de molinos y de río; mercado de frutas; persianas cerradas; azotes de cal y de sol; vuelos de palomos; tránsito de seminaristas con sotanilla y beca de tafetán; de colegiales con uniforme de levita y fajín azul; de niñas con bandas de grana y cabellos nazarenos; procesiones; hijas de María; camareras del Santísimo; Horas Santas; tierra húmeda y caliente; follajes pomposos; riegos y ruiseñores; nubes de gloria; montes desnudos… Siempre lo mismo…»
Siempre lo mismo. Parada en el tiempo, Orihuela se acoda en el río y se apoya en la sierra y es más árabe que todo su contorno. Una camisa blanca almidonada que se paseara por una calle sería como un grito o un incendio. El chasquido de un beso furtivo sonaría a blasfemia. Y, sin embargo, en la Orihuela íntima, en la Orihuela honda, están los besos furtivos y de los otros y están las camisas y la alegría de vivir y nacen hijos como en todas partes. Es esa copiosa presencia clerical la que lo entenebrece todo. No se trata de una ciudad que albergue muchos conventos e iglesias, sino muchos conventos e iglesias que tienen en el entorno, a su servicio, a una ciudad.
Miguel, el niño Miguel, tiene dos amigos íntimos, algo más jóvenes que él: Carlos Fenoll, que tiene dos años menos, y José Marín, tres años menos. Este último será, con el tiempo, el más querido. Es el futuro Ramón Sijé de la muerte prematura, del poema tenso. Cuando, en 1923, Miguel pasa al Colegio de Santo Domingo para iniciar el bachillerato, tiene doce años; Carlos, diez; Pepe (Ramón), sólo nueve. A este triunvirato de amor y de hierro sólo va a poderle la muerte, las muertes jóvenes de Pepe y de Miguel.
Alguien señala por la calle al hijo de los Visenterres, ya que mucha gente de Orihuela sabe que los jesuitas le distinguen y que es un mozo listo. Es, por lo pronto, el único colegial no perteneciente a las clases pudientes que puede estudiar el bachillerato. El primer curso lo termina con las mejores notas, sobresaliente en todas las asignaturas. En su expediente, los religiosos que dirigen el colegio anotan «excelente aplicación, fervor piadoso y alta conciencia de la responsabilidad». Es uno de los mejores alumnos de Santo Domingo, si no el mejor.
Hubiera sido todo esto motivo de orgullo y de íntima satisfacción para cualquier padre, no para el de Miguel: «Para llevar el rebaño no hace falta saber el Quijote». Hubiera podido constituir motivo más que sobrado para que se le dedicara a estudiar, aun con sacrificios, si preciso fuera, de toda la familia, para aprovechar las condiciones intelectuales y hacer de él un hombre cultivado: todo lo contrario… El estudiante brillante, que triunfa en el colegio a diario, ha de agachar la cabeza al llegar a su casa, porque el padre, para que sus estudios «no se le suban a la cabeza», le hace tomar las cabras y marcharse a pasturar, aunque no sea hora de salir, sino de regresar. El caso es que «Miguelico», «el nene», no se crea que es más de lo que es, «que aquí el olor de cabras es el que manda y ha de mandar».
Recuerda en cierto modo esta actitud triunfal de Miguel Hernández niño la de Jacinto Verdaguer, el poeta rústico, al presentarse en los Juegos Florales de Barcelona, con la barretina en la mano, vestido con el atuendo pagés, adelantándose hasta la mesa del jurado, tímidamente, torpemente, para recoger la flor natural después de haber sido seleccionado un poema suyo entre otros centenares de participantes. Tenía mosén Cinto la enorme ventaja sobre Miguel Hernández de carecer de un padre cerril.
Tan cerril que en 1925, cuando mejor van encauzados los estudios del muchacho, decide retirarle del colegio. Se acabaron los estudios, que están las cabras esperando para salir. Muchos años después declarará su amigo Carlos Fenoll al periodista José María Moreiro: «A Miguel lo mandaron al monte por ahorrarse dinero quitándole del colegio» (suplemento de ABC del 26.3.78). «Por causas inciertas —escribe Vicente Mojica en Litoral, pág. 107—, probablemente contrariedades económicas de la familia, Miguel abandona las aulas del Colegio de Santo Domingo en el mes de marzo de 1925. A partir del mes de abril, por designio paterno, se dedicaría al pastoreo y al reparto domiciliario de leche».
El mejor estudiante de los jesuitas deja los libros y toma la vara para llevar las cabras a los prados, precisamente cuando, en los quince años de edad, está en mejores condiciones para darse cuenta de lo que sucede en su derredor, precisamente cuando su sensibilidad está más a flor de piel. Ese designio paterno —que desde luego no es por razones económicas— pone al estudiante de bachillerato Miguel Hernández Gilabert en un escenario de cabras y de perros, alejándole en lo que puede de los libros. Y cuando, al regresar por la noche, cansado, en lugar de dormir, pretende leer, el padre entra en la habitación, furioso, le apaga la luz y le manda dormir, acompañando la orden con algún que otro golpe en la cabeza. Cuando en las cuevas de la colina próxima se refugia a la sombra para leer, mientras las cabras triscan por las proximidades, el padre aparece de pronto e interrumpe la lectura a correazos. «Por las noches —declara Vicente Hernández, hermano de Miguel, al periodista Eliseo Bayo, Destino, Barcelona, 13.5.67—, Miguel escribía en silencio a la luz del candil. Pero, en seguida, entraba mi padre y daba una patada a la mesa de los libros».
No de pasada se subraya esta brutal actitud del padre del poeta en la época de la niñez de éste. Convendrá seguir atentamente las esporádicas reacciones de este primitivo, cuyo colofón, como veremos en su momento, será exclamar, tranquilamente, cuando le comuniquen que su hijo acaba de morir en la cárcel de Alicante: «¡Él se lo ha buscao!».
Hay dos épocas en la niñez de Miguel muy diferentes, y en ambas está su dedicación al pastoreo; una es aquella en la que, estando todavía en el colegio, ha de llenar sus ratos libres tomando el rebaño y marchando a la colina a pasturar; otra es la que, una vez terminado el período colegial, las cabras son toda su ocupación. A la primera de estas dos épocas debe pertenecer el recuerdo que el hombre ya adulto, ya poeta, dedica en verso, ya que no se comprende que después de los quince años —edad a la que abandona el colegio, o, para ser más exactos, los catorce años y medio— un muchacho deje sus calzados para que los Reyes le pongan un regalo…
… Por el cinco de enero,
cada enero ponía
mi calzado cabrero
a la ventana fría…
Y encontraba los días
que derriban las puertas
mis abarcas vacías,
mis abarcas desiertas.
Nunca tuve zapatos,
ni trajes, ni palabras;
siempre tuve regatos,
siempre penas y cabras.
Esos ojos abiertos y brillantes que lo leyeron todo en los libros del colegio, ahora leen en la naturaleza. «Capta el juego amoroso de los animales domésticos y el ganado que cuida, llenándole de asombro y emoción el nacimiento de un cabritillo. Va sabiendo que en el otoño callan las chicharras y las higueras dejan de dar su fruto; que mueren las avispas y las culebras cambian su piel; que los grillos y las ranas callan “cuando la luna reblandece el monte…”». «Aprende que los chivitos nacen a los cinco meses de cubrir el macho a la cabra hembra, espectáculo que presencia admirado. Va conociendo la altura de la luna, el lugar de los luceros, el nombre de las flores silvestres. Se detiene ante las humildes yerbas sin categoría —las gramas y las ortigas de su canción—, cubiertas del rocío de la noche. Casi niño aún, dirá:
… Yo me enjoyo las mañanas,
caminando por la hierba…
al recibir en sus pies las gotitas del agua. También sabe el pastor cuándo va a llover, según suenen de claras las*esquilas. Le enamoran los pájaros, que sigue con su mirada, escuchando sus trinos…»[1].
Muchos años más tarde, cuando entre en la rueda de relación con los intelectuales de Madrid, recordará este tiempo de pobreza y pastoreo, y lo hará, naturalmente, con el lenguaje diáfano y admirable con que lo piensa, lo dice y lo escribe todo. De su carta a Giménez Caballero es el párrafo siguiente: «La vida que he hecho desde mi niñez, yendo con cabras u ovejas y no tratando más que con ellas, no podía hacer de mí, de natural rudo y tímido, un muchacho audaz, desenvuelto, frío y educado».
Una tarde encuentra al canónigo Almarcha por la calle y le aborda:
—Padre, ¿quiere usted ver unos versos?
El religioso se detiene, toma en sus manos el papel escrito a lápiz y se sorprende: son versos correctamente escritos.
—Están muy bien, «Miguelico». Me gustan.
Miguel dice al canónigo que mientras estaba escribiendo eso no ha visto que las cabras, ramoneando, se habían metido en un sembrado, y que por eso le han puesto una multa.
La anécdota, debida a José Martínez Arenas, termina repitiendo las palabras de Almarcha:
—Sigue haciendo versos, pero en la noche; para el día, llévate de casa los libros que quieras.
«La multa —dice— no se la pusieron, pero ni las cabras han encontrado otro pastor más distraído ni mis libros otro lector más atento».
El primer libro de Miguel, Perito en lunas, será precisamente costeado por Almarcha y Martínez Arenas, pero eso es materia que corresponde a otro capítulo de esta biografía.
… Me vistió la pobreza,
me lamió el cuerpo el río
y del pie a la cabeza
fui pasto del rocío.
Son también de esta época de pastor unos preciosos párrafos de poesía en prosa, o prosa poética, que estremecen:
«¡Todos los días!, elevo hasta mi dignidad las boñigas de las cuadras del ganado, a las cuales paso la brocha de palma y caña de la limpieza.
»¡Todos los días!, se elevan hasta mi dignidad las ubres a que desciendo para producir espumas, pompas transeúntes de la leche: el agua baja y baja del pozo; la situación crítica de la función de mi vida más fea, por malponiente y oliente; los obstáculos de estiércol con que tropiezo y erizan el camino que va de mi casa a mi huerto; las cosas que toco; los seres a quienes concede mi palabra de imágenes…
»¡Todos los días!, me estoy santificando, martirizado y mudo»[2]
Cuando Neruda, muchos años más tarde, escriba sus recuerdos de Miguel Hernández, al relatar la época del niño pastor, dirá: «… Me contaba que en las largas siestas de su pastoreo ponía el oído sobre el vientre de las cabras paridas y me decía cómo podía escucharse el rumor de la leche que llegaba a las tetas…» «El canto de los ruiseñores levantinos, sus torres de sonido levantadas entre la oscuridad y los azahares, eran recuerdo obsesivo, apretado a sus orejas, y eran parte del material de su sangre, de su alma de barro y de sonido, de su poesía terrenal y silvestre, en la que se juntan todos los excesos del color, del perfume y del sonido del levante español, con la abundancia y la fragancia de una poderosa y masculina juventud».
Si en Santo Domingo ha sido el mejor estudiante, ahora, distraído y todo, es el mejor pastor. ¿Se trata de que hay que ir a diario con las cabras? Pues ¡a saber de cabras! Observando, preguntando, leyendo llega a conocer de cabras más que nadie en Orihuela, más que nadie en muchos sitios. Observando, Miguel ya sabe que así como en las cabras el rabo se enrosca hacia arriba, en las ovejas se enrosca hacia abajo. Leyendo ha aprendido que las principales razas de las cabras españolas son las de Murcia, Granada y Málaga, por «de Albacete pa abajo». Preguntando ha sabido que la cabra es lo contrario de la vaca, que si a ésta le gusta pastar quietamente un mismo prado, a aquélla le agrada romper aquí, ramonear allá y moverse constantemente. La vaca prefiere bajar, la cabra prefiere subir. La leche de cabra es más fuerte que la de vaca, tiene más alimento. Leyendo llega a saber también que la dilatadísima costumbre de llevar el rebaño a la puerta de cada casa para ordeñar a la vista del comprador, y que éste ofrezca a sus niños un vaso de leche recién ordeñada, aún caliente, es un disparate, porque la leche hay que hervirla para evitar contagios. ¿Cuándo se sabe que una cabra está enferma? Suelen cambiar la fuerza de los ojos y andan «espatarrás» y «despacico», como «privás». Sólo los machos tienen cuernos, y éstos son huecos. La carne de las cabras de leche no es muy apreciada en el mercado, en cambio tiene mejor sabor el cabritillo que el cordero… Pero todo esto, toda esta sabiduría pastoril, ¿le llena? ¡No! El niño cabrero Miguel Hernández, que ya, por mandato del tiempo —tiene quince años, dieciséis años, diecisiete—, es el muchacho cabrero, nota a menudo que su pensamiento está sobrevolando los pastizales. Puesto a volar, se eleva sobre los tejados del Seminario, allá en lo alto. Todo lo que lee, aprende y comprende, ¿ha de quedársele en este entrañable pero enteco escenario de barbechos, rebaños, perros y atardeceres frescos? ¿No hay un más allá para los que llevan en el alma tanta sed de ver y entender, de entender y de decir? «Alto soy de mirar a las palmeras…» El niño pastor, el muchacho cabrero está a punto de recibir el relevo. Va a llegar, está llegando a la vida de Miguel Hernández «el joven poeta».