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Orihuela del Señor

Mediado el siglo XIII, Orihuela era propiedad musulmana. Avanzaron hacia la ciudad los soldados del rey Don Jaime, precedidos de estandartes y seguidos de frailes, y esto preocupó considerablemente al alcaide moro del castillo, pues si la comunidad cristiana que vivía en el abigarrado rabal o Arrabal Roig se sublevaba, la defensa iba a ser punto menos que imposible. El alcaide se reunió con sus capitanes y todos estuvieron muy de acuerdo en que lo más sabio y prudente era mandar tropa muslime al rabal y pasar a cuchillo a todos los cristianos.

La nodriza de los hijos del alcaide, la cristiana Armengola, mujer de gran influencia en el mundo musulmán a pesar de la diferencia de religión, decidió adelantarse a los acontecimientos. Empezó por pedir clemencia para sus tres hijas, habitantes del rabal; le fue concedida y Armengola salvó la aspillera y acudió al arrabal en busca de las tres muchachas. En realidad, lo que hizo fue avisar a los cristianos: «De madrugada van a venir a degollaros». Decidieron disfrazar a tres valientes guerreros con ropa de mujer. Subieron éstos al castillo, en compañía de Armengola, como si fueran sus hijas, y cortaron el cuello a los centinelas. Acto seguido, los cristianos se lanzaron al asalto de la fortaleza. Lo que estaba preparado como degollación de cristianos a cargo de musulmanes se convirtió así en degollación de musulmanes a cargo de cristianos, y cuando al día siguiente el rey Don Jaime se aproximó a Orihuela, todo estaba preparado para recibirle en triunfo. La ciudad fue servida en bandeja.

La historia de la Orihuela del Medievo viene a ser una serie de batallas en las que unas veces la suerte sonríe a unos y otras veces a los contrarios. Pero la verdad es que no se ve ninguna diferencia entre los métodos expeditivos de unos y otros contendientes. Puestos a acuchillar, musulmanes y cristianos parecen comprendidos en un pugilato que no va a resolverse nunca, dado lo difícil de determinar quiénes acuchillan mejor. Debieron ser más perfectos los súbditos del Papa y no los de Mahoma, ya que desde la época medieval Orihuela es ciudad católica como la que más. Todos sus moradores quedaron ennoblecidos en 1437 y en todas las casas oriolanas se puede decir misa cualquier día en virtud de un extraordinario y extrañísimo privilegio papal.

Gracias a su condición de urbe predilecta del mundo católico, las plagas no pudieron acabar con sus habitantes. A cada plaga surgía un milagro y Orihuela se salvaba, como ocurrió en 1407, en que no hubo más remedio que ir a pedir consejo al comendador de Aledo. El remedio fue bendecir los campos con el agua con la que previamente se hubiera lavado la cruz de Caravaca —Caravaca de la Cruz—; cosa extraña, a pesar de la bendición de los campos con tales aguas maravillosas, la plaga tardó mucho en irse, o, por decirlo mejor, sólo se fue cuando ya había hecho todo el daño que le cumplía hacer.

Se le juntaron en 1648 dos grandes desgracias a la ciudad: una terrible inundación del río Segura, que pasa por el centro de la población, y una epidemia de peste. Se llenaron los templos de fieles que imploraban la salvación, y ciertamente se salvaron todos los que no murieron, que fueron los más. El marqués de Rafal, al servicio del archiduque Carlos en la guerra de sucesión, ocupó la urbe. Pero no había contado el marqués con la tremenda-fuerza del pueblo y el clero unidos: el 8 de octubre de 1706, el obispo de Murcia, que montaba a caballo a pesar de su gordura, la tomó por asalto al frente de un ejército abigarrado, la saqueó y anuló todos los privilegios de que los oriolanos venían gozando.

La importancia de la Orihuela medieval se deduce de la estadística: en el año 1404, cuando la villa de Alicante registra 342 «fuegos», esto es, hogares, núcleos familiares, Orihuela da 1.000. Es la quinta población en importancia de todo el conjunto valenciano, y eso que todavía no ha obtenido el rango de sede episcopal, ya que se mantiene como arciprestazgo de la diócesis de Cartagena. En 1494 hay en Orihuela más de 5.000 casas. Dependen de la «gobernación» de Orihuela en los siglos XIV y XV nada menos que Elche, Novelda, Abanilla, Monóvar, Elda, Petrel, Guardamar, Albatera,

Crevillente, Monforte, Aspe, Callosa de Segura, Cox, Rafal, Redován, Catral, Almoradí y el mismo Alicante. Es decir, la costa mediterránea dependiente de Orihuela se extiende desde aproximadamente el saliente de Calpe hasta las proximidades del Mar Menor por San Pedro del Pinatar. Las plazas fuertes importantes son la misma Orihuela y Alicante; las plazas secundarias son Novelda, Callosa, Guardamar y Elche; los castillos importantes son los de Petrel, Abanilla, Cabo Cervera (en el mar), Crevillente y Albatera.

En la actualidad, siendo Orihuela ciudad perteneciente a la provincia de Alicante, incluida, por tanto, dentro de los límites de los llamados «países valencianos», sus habitantes hablan castellano, con acento de Murcia o de Cartagena. Orihuela se halla a más de 50 kilómetros de Alicante-capital y, en cambio, sólo a 22 kilómetros de Murcia-capital. «Cuando quiero ver una corrida de toros —dice un oriolano de 1978—, no me voy a Alicante, sino a Murcia; cuando quiero comprarme un traje, no me voy a Alicante, sino a Murcia; cuando mis hijos hicieron la comunión, me fui a comprarles la ropa a Murcia y no a Alicante». Orihuela es, pues, una población valenciana que depende en el 90 por 100 de sus cosas de Murcia y que no habla ni entiende el valenciano.

No siempre ha sido así. En realidad, los oriolanos estuvieron hablando varios siglos castellano, hasta las postrimerías del siglo XIII. Anexionada la ciudad en 1926 por la Corona de Aragón, la influencia catalana-valenciana fue arrolladora. Las victorias de la guerra condicionan largo tiempo los modos de la paz. Poco a poco, la proximidad de Murcia fue haciendo que el lenguaje castellano volviera a imperar en la población. Algunos apellidos de los consellers —no «consejeros»— del siglo XIV son explícitos: Carbonell, Ferrer, Descamps, Berenguer, Ballester, Guerau, Ricart, Rocafull, Montagut, Rosell, Gilabert, Ruidoms; todo un mensaje de catalanidad. (Todavía en la guía telefónica de la Orihuela actual abundan los apellidos Ballester, Gilabert, Ferrer, Lloret, Estruch, Bofill, Balaguer, Fenoll, Andreu, de incontestable sonido catalán). En la relación de los «bayles» generales correspondiente a los siglos XIV y XV hallamos apellidos de rancio abolengo catalán-valenciano: Castell, Doménech, Borrás, Pertusa, Roca, Ram, Arboredes. El particular refranero oriolano acoge sentencias catalanas: «Ploga o no ploga, blat ha en Oriola» (llueva o no llueva, hay trigo en Orihuela). El vino tinto y el glauco son «vi vermell», «vi grech».

Desde hace muchos años, cuando en Murcia, o en cualquier población de la Vega Baja del Segura, se habla de Orihuela, suele decirse, con acento entre irónico y cordial: «Orihuelica del Señor». La fama clerical de la ciudad es justa. «Es una ciudad eminentemente católica y hasta beata», escribe María de Gracia Ifach. «Sotánica y satánica», la definió Neruda. La escritora citada añade: «La Orihuela pobre se limita a trabajar y a rezar en sus iglesias». Son treinta y tantas iglesias, presididas por la Catedral, en la calle Mayor, frente al palacio del Obispo. Cuando tocan las campanas de San Daniel, es fama que sus tañidos se escuchan en nueve pueblos del contorno.

Por las mañanas, entre las nueve y las diez, más o menos, no en el siglo XIV, no en el siglo XV, no en la Orihuela de 1910, en que nació Miguel Hernández, sino ahora, en 1978, las puertas de la Catedral abiertas dejan proyectarse hacia todo lo largo de la calle Mayor los cánticos de los coros catedralicios. Este fondo melódico y la vista de los rótulos empotrados en los muros, de cara a la calle: «Adoración nocturna», «Limosnas para Nuestra Señora de la Soledad», las voces de los campaniles, todo nos recuerda —aunque en Orihuela no hace falta tal recuerdo— que atravesamos una ciudad monacal.

En las placas que dan nombre a las calles y plazas, escasas placas, por cierto, la clerecía se hace notoriamente presente: plaza de la Merced, plaza de la Trinidad, calle junto a la Cruz, calles de los Carmelitas, de los Capuchinos, de la Gloria, de la Concepción, calles de treinta santos y santas, de cuatro vírgenes, del Lavatorio, de Pío V, de Pío XII, de Juan XXIII, de la Samaritana, plaza del Salvador, del doctor Almarcha (obispo él), del cardenal Desprades, del cardenal Loaces, donde se halla el viejo Casino de los grandes ventanales, los grandes sillones y los grandes señores. Por las aceras menudean los hábitos y las sotanas, todo ello muy preconciliar: hermanas de la Caridad, religiosas agustinas, terciarias carmelitas, franciscanos, capuchinos, religiosas clarisas, religiosas dominicas, jesuitas, monjas de San Juan, monjas de Santa Lucía, salesas. Y arriba, arriba de todo, allá en lo alto, no lejos de las ruinas del castillo, presidiendo todo este pequeño Vaticano español, el enorme edificio del Seminario.

Por toda la provincia de Murcia y en buena parte de las de Alicante, Albacete, Almería y Valencia hay familias que tienen un sobrino cura en Orihuela, una prima monja en Orihuela, un hijo estudiando para sacerdote en el Seminario de Orihuela, un hermano jesuita en Orihuela. En Orihuela puede decirse que el religioso nace y se hace. «En mi pueblo —escribe Manuel Molina—, por tradición, se nace ya creyendo en Dios, y todo oriolano —no todo buen oriolano— se da por descontado que cree en Dios. No se da el ateísmo en Orihuela». Orihuela no tiene la mirada lanzada hacia adelante, sino puesta atrás. Habiendo sido capital de provincia romana y gobernación de la Corona de Aragón para toda una floreciente comarca, todo ello muy enraizado a las creencias religiosas, la ciudad vive en cierto modo de las reliquias de su pasada grandeza, y esta grandeza fue sólo con Dios al lado y el Papa de la mano.

«Orihuelica del Señor». La ciudad, y sobre todo sus clérigos más caracterizados, andaban con muchas quejas del obispo de Cartagena, del que dependía el archiprestazgo oriolano. Orihuela tenía personalidad para ser Obispado en sí misma. En apoyo de sus quejas acusaban a un obispo de haber salido hasta las puertas de Orihuela, en territorio de Murcia, con todo su clero y la cruz cubierta con un paño negro, para maldecir a la ciudad y a sus habitantes. Cosas del siglo XIV y del siglo XV. «El obispo de Cartagena —llegaron a acusar— ha ordenado a los confesores que quebranten el secreto de confesión con tal de que se pueda perseguir a los oriolanos». El Seminario produce sacerdotes a marchas forzadas, pero ¿qué hace una urbe tan canónica como Orihuela sin obispo? No ha de cejar «Orihuela del Señor» hasta que el Papa le conceda Obispado.

El primer paso para el Obispado de Orihuela es el logro de la conversión de la iglesia arciprestal de San Salvador en colegiata. El obispo nombrado en 1437 no llegó a tomar posesión. Hay que decir que en estos tiempos muchos de los altos clérigos de Orihuela —como los de cualquier otro lugar del orbe católico— son concubinarios, es decir, que tienen amiga, o querida, o amante, cuyos gastos se abonan por cuenta de la Iglesia, a pesar de que el Vaticano —donde también los cardenales tienen, generalmente, relaciones con una mujer— ha prohibido las misas dichas por los concubinarios.

La pugna de Orihuela por tener un obispo llega al extremo de enfrentarse la ciudad con el rey y con el Papa. Del monarca y de Roma llegan a Orihuela represalias y excomuniones abundantes. En 1461 se llega a un acuerdo mediante el cual se crea en Orihuela un vicariato, dependiente del obispo de Cartagena, pero con autoridad sobre los vicariatos de Elche, Alicante y Ayora. Es decir, ni tanto como pedían los oriolanos ni tan poco como estaban dispuestos a ceder el rey, el Vaticano y, por supuesto, el obispo de Cartagena. Sólo en 1564, el papa Pío IV crea el Obispado de Orihuela. Con ello termina una lucha de siglos. Ahora sí que es «Orihuelica del Señor».

Como es tan frecuente, la clerical y apostólica Orihuela no ve demasiado mal la existencia de una casa central de prostitución. La mancebía no es algo que haya nacido por generación espontánea, sino toda una concesión con arriendo por parte de las autoridades de la Gobernación oriolana. En la Historia de los oriolanos, de Rufino Gea, puede leerse —página 44— que «… el burdel estaba situado en la antigua calle que se llamó de la Mancebía o Mancebería y hoy de Muñoz, esquina al callejón del Rodeo, llamado así porque los que se recataban para entrar en la edificante casa, daban la vuelta, rodeaban por dicho callejón y calle de San Agustín». Este callejón del Rodeo se halla purificado por la cercanía de calles cuyos nombres lo santifican todo: la citada de San Agustín, la de San Isidro, la de San Pascual y la de Sor Patrocinio Vives. Un prostíbulo con tanto santo en su contorno parece que no es tan pecaminoso.

Juan Bautista Vilar, en su monumental Historia de la ciudad de Orihuela, tomo III, siglos XIV y XV, explica (página 85): «El establecimiento funcionaba como posada. Las allí acogidas debían utilizar en su indumentaria alguna prenda especial que permitiera distinguirlas a primera vista de las demás mujeres. Estaban sujetas a reglamento, cuya infracción era castigada con penas diversas: desde la simple multa a destierro perpetuo. El producto del arriendo de la mancebía solía destinarse a gastos de defensa. En Elche, por el contrario, el producto de la prostitución iba a parar por los años de 1370 al bolsillo de la virtuosa condesa de Exérica, señora de la villa».

Como en tantos lugares de España, el caballero, denominado así porque tenía un caballo en propiedad, podía acceder a puestos, cargos y honores que quedaban vedados al ciudadano de a pie. El hombre con caballo pertenece a una clase social muy por encima de la del simple peatón. No hay manera de obtener un empleo público si no se tiene caballo «al menos desde un año antes». Más aún: las mujeres no pueden vestir atuendos de cierta gala si el marido no posee caballo. Los caballeros —con caballo— son la clase dirigente y han de mantenerse lejos y, desde luego, muy por encima del pueblo llano de artesanos y menestrales. Los caballeros no deben trabajar, ya que apenas si la jornada les brinda el tiempo suficiente para ejercer las siete tareas señoriales o «probitates»: cabalgar, tirar al arco, nadar, guerrear, jugar al ajedrez, componer versos, cazar. Bien, nada de esto produce dinero; ni hace falta, ya que para eso está el pueblo de a pie, que debe trabajar lo suficiente para mantenerse a sí mismo y mantener a su señor, el caballero.

Si el caballero, además, precisamente por tener caballo, obtiene una prebenda de la Gobernación —recaudador, alcaide, veedor, etcétera—, que le proporciona unos ingresos suplementarios, tanto mejor.

Negocio lucrativo, reservado, naturalmente, a los nobles, clérigos y caballeros, es la compraventa de esclavos. La cuestión está en obtener primero tales esclavos, lo que se consigue mediante constantes razzias de las fuerzas de un territorio sobre otro. Así, los cristianos de Orihuela capturan moros del reino de Granada y los musulmanes de Granada se aproximan de noche a los campos oriolanos y se llevan cristianos para su mercado. Luego puede producirse el canje. No sólo sucede esto entre cristianos y moros, sino entre comunidades cristianas vecinas. Vilar, ya citado, refiere el siguiente caso: «En 1430 vemos comparecer a Bartolomeu Munuera ante el consell alegando que, puesto que él tenía un sobrino cautivo en Murcia en poder de cierto individuo que, a su vez, tenía a su hija cautiva en Orihuela, pretendiendo su amo venderla al gobernador, solicitaba su intervención para impedirlo con vistas a un canje de prisioneros. Meses más tarde el consell compró la muchacha en ciento cincuenta florines y la entregó a Munuera para que realizase la proyectada operación».

No debemos dar al olvido esta extraña rivalidad entre Orihuela y Murcia, separadas apenas algo más de veintidós kilómetros. En los breves tiempos de la Primera República —1873—, una fuerza militar procedente del Cantón de Cartagena se adentra en Orihuela para someterla a su fuero. La Guardia Civil de Orihuela recibe a los cantonales cartageneros a tiro limpio. Vencen los cantonales porque son más, pero no sin haber tenido que trabar duro combate con saldo de muertos y heridos.

La ciudad entera respira y transpira beaterío y clero por todos sus poros. «Hay —escribe Miró en su novela Nuestro padre San Daniel— una Pastelería de las Salesas, un Horno de la Visitación, una Fábrica de Jabones de las Madres, un Obrador de Sedas de Nuestra Señora, dos Alfarerías del Convento, Chocolates del Santo, Mesón de San Daniel, Parador de Nuestro Padre San Daniel, Granos, Moyuelos y Harinas de San Daniel, Hilados y Alpargatas El Profeta, Carros y Aperos del Santo Olivo, y escuelas, aceites, vinos, abacerías, carnicerías, cordelerías, confiterías y tahonas con rótulos, leyendas, marcas y especialidades bajo la advocación de San Daniel. Hay una calle de la Visitación, otra de la Aparecida y un pasadizo de Nuestra Señora del Molinar. Tiene San Daniel tres calles tituladas variadamente, y una plaza, una rampa, un acequión y un vado».

El repaso a la célebre trilogía de Gabriel Miró no tiene desperdicio. Las novelas Las cerezas del cementerio, El obispo leproso y Nuestro padre San Daniel, inspiradas y localizadas en Oleza (Orihuela), son un completísimo reflejo de la vida oriolana, aunque las acciones y los escenarios estén referidos a unos cuantos años antes. Se mueve tan despacio, avanza Orihuela tan sin prisa que lo que Miró escribió referido al siglo XIX sirve en su mayoría para el XX. Menudeaban los milagros en un tiempo y en el otro, como menudean aún ahora. El santo más milagroso es, muy por encima de los demás, San Daniel. Sigamos con Miró: «De 1580 a 1600 —según pesquisas del mismo señor Espuch— un escultor desconocido labra en una olivera de los Egeas la imagen de San Daniel, que por antonomasia se le dice el Profeta del Olivo. El tocón del árbol cortado retoña prodigiosamente en laurel». Una estela refiere con texto latino el milagro. Fue el primero. El segundo lo hizo la imagen en su escultor, dejándole manco «para que no esculpiese otra maravilla».

Así vemos que los milagros no tienden siempre a hacer y prodigar el bien, sino que, cuando procede, según la estimación del santo milagroso, no hay inconveniente en dejar manco a un escultor para que no siga labrando imágenes que puedan hacer la competencia a la primera.

Ya tenemos dos milagros. Pocos para Orihuela y, sobre todo, pocos para la actividad imparable del bueno de San Daniel. ¿Seguimos? «Una casada muy hermosa no concebía aunque lo implorase con lágrimas y bebiese y se lustrase en escudillas y vasos de la cerámica ermitaña. Desesperadamente ofreció a la Virgen todas sus joyas nupciales. Pero después, contemplando el arconcillo de sus galas, las luces de sus pulseras, de sus sortijas, de sus aderezos, duélese de su voto y le sobresalta no cumplirlo. Compadécese de su mocedad sin adornos. Mira a la imagen con infantil rencor. Van acometiéndola tentaciones y no puede resistirlas. Ha encontrado un arbitrio que la redime del poder de sus inquietudes. Entre las alhajas relumbran viejamente las que le regaló su suegra. Son de muy pobre ranciedad y se acomodan mejor en el arcaísmo de la Virgen que en la lozanía de los pechos y brazos de la novia. Y se las presenta conmovida, como si sufriese mucho. A los nueve meses, la madre del esposo parió un niño».

Lo que demuestra que San Daniel tiene derecho a ser el que hace los milagros gratis y no se toma la venganza de, por una simple confusión de arracadas, hacer que le nazca un hijo a la suegra en lugar de a la madre. Esta es Nuestra Señora de la Visitación, imagen como se ve poco recomendable a la hora de suplicarle algo.

En El obispo leproso, Miró afirma: «En este pueblo las damas que parecen más decentes se complacen en ataviar de pecadoras las imágenes de las arrepentidas, como si amaran en esas santas las deshonestidades que ellas no pueden cometer. ¡En cambio, la cofradía de la Dolorosa tiene cada perdida…!».

En esta misma novela hallamos, páginas adelante, una escena que tiene mérito para ser recogida aquí: «Doña Purita juró que los novios habían hecho voto de vivir como hermanos, imitando a muchos matrimonios. Don Magín dictó con suavidad: “Como San Valeriano y Santa Cecilia, como San Galación y Santa Epistema, como San Paulino y Thesaria…”».

De la mano de Miró repasamos las existencias de una biblioteca de Orihuela. Los títulos de los libros y publicaciones dicen más que toda una historia de la ciudad: El Año Cristiano, El Clamor de la Verdad, El Mensajero del Sagrado Corazón, El Episcopologio Olecense, Análisis de la Diócesis de Oleza, Las Actas de los Mártires, Historia de la Tercera Orden de San Francisco, Historia y estampas de los trajes de las Ordenes religiosas…

Es todo un empacho de clero y más clero, sotanas y más sotanas. Pero, ¿puede concebirse en Orihuela un espectáculo más edificante que la solemne entrada triunfal de su obispo? En Nuestro padre San Daniel, Miró la describe así:

«Mucho costó ordenar la comitiva. Trajo el pendón —de seda verde con un castellar árabe y cruz de plata— el alguacil-pregonero, un viejo huesudo y cetrino, recién afeitado, vestido de ropilla de felpa negra con vuelillos y gola de rígidos encajes. Montaba una yegua pía, que, avezada al reposo lugareño, asombróse de la multitud y botó a lo cerril y descompuso las hileras de la gran parada de guardias rurales con sus carabinas de cebillo y pedernales, de huertanos en zaragüelles y con cayada de clava, de asilados, seminaristas, congregantes y colegiales con estandartes y banderas de muharras de símbolos piadosos: el monograma de Jesús, el de María, los Sagrados Corazones…

»Un familiar del difunto prelado se aupaba en una esquina para ver todo su perdido valimiento. Voceaban los buhoneros y los vendedores de limonadas, de agua de nieve, de rollos y santos de azúcar y candeal, de vidas y retratos del señor obispo. Y la jaca briosa iba y cejaba, llevándose y trayendo a su jinete, cogido de las crines, revuelta la esclavina y el sombrero de candil todo erizado y cortezoso de las muchas caídas. Le seguían siempre los rapaces, dándole el pendón, que se le escapaba porque no podía valerse de las manos, y, finalmente, se lo ataron a los arzones. Reducida la bestia heráldica, se puso delante de las juntas y autoridades, y todos caminaron procesionalmente legua y media.

»Iban los regidores, los síndicos y el alcalde; las presidencias de los gremios, del Apostolado de la Oración, del Recreo de Luises, de la Defensa de Regantes, de la Industria de la Seda y del Cáñamo, de Socorros Píos, del Círculo de Labradores, cuya señera celeste, con San Isidro, de lentejuelas y colores, la llevaba don Amancio, más enlutado, más denso en esa mañana su talante apócrifo de viudez, y a su lado los cordonistas: don Daniel, dulce, aturdido, con su levita de bodas, guantes blancos de escolar de una pureza de primera comunión, y el homeópata Monera, el único homeópata del pueblo, de piel aceitosa, grueso y triste, encogido y aspado por su traje nuevo de ceremonias, que parecía de charol.

»En seguida, la banda de música de Caudete. Ternas de franciscanos, de capuchinos, de jesuitas, de carmelitas; todo el claustro del Seminario; el comandante del puesto de la Guardia Civil, un teniente viejo, con el tricornio desfelpado y la medalla de Beneficencia casi en la garganta; dos caballeros santiaguistas, de manto de blancura de marfil y la cauda fastuosamente recogida por un codo inmóvil; niños-ángeles rubios, de mejillas pintadas y una poesía entre sus dedos de polvo de arroz y de tinta de escuela; el clero, de roquete y muceta; los gonfalones parroquiales, y el cabildo catedral de capa, descollando don Cruz, con dos redondeles de carmín en los pómulos y los párpados caídos y trémulos bajo la obstinación de la mirada de la muchedumbre, porque todo pudo haber sido en honra suya.

»Un fámulo, de negro, llevaba del ronzal de felpa la mula prelaticia, gorda y mansa, con paramentos violetas y realces de oro…»

Esta es, con la distancia de no muchos años, la Orihuela que se encuentra Miguel Hernández al venir al mundo. Atosigante, pesada, católica, municipal y espesa. Lo de la «mula prelaticia» es todo un símbolo, no sólo por lo que es, sino por cómo el autor cumbre de la región, Gabriel Miró, lo expresa. Claro que esto de escribir las palabras mula prelaticia pudiera ser también una sibilina habilidad del novelista para no tener que escribir la mula del prelado, que hubiera podido sugerir confusiones.

No hay un plan urbanístico en Orihuela a lo largo de sus siglos de crecimiento. El trazado está forzado, de una parte, por el curso del río Segura, que atraviesa la ciudad describiendo casi una ese, y por los edificios de la clerecía. No se hace jamás una parroquia para atender las necesidades pastorales de un barrio determinado, sino al revés: crecen las casas humildes, conformando plazas, calles, callejones y recodos en torno a las parroquias. Si esto ha venido sucediendo en casi toda España desde la expulsión definitiva de los musulmanes, ¿qué no habrá sido en Orihuela, salpicada abundantemente de iglesias, conventos y monasterios? El único edificio religioso que no se interpone en el trazado urbanístico es el majestuoso y gigantesco Colegio de Santo Domingo, prácticamente a extramuros. Por el cogollo central andan rozándose, casi disputándose el suelo urbano, las iglesias de Santas Justa y Rufina, del Carmen y el monasterio de la Visitación. Un poco más allá, dándose con la mano a través de la calle Mayor, el palacio del Obispo y la Catedral, antigua iglesia arciprestal de San Salvador. En la calle de Santiago, a unos pasos una de otra, las iglesias de Santiago el Mayor y de Nuestra Señora de Monserrate. Todo esto hace que la Orihuela antigua presente un trazado descabalado, sin pies ni cabeza. Eso sí: es muy difícil andar cien metros por cualquier calle sin darse de manos a boca con un edificio religioso. Y en cuanto la calle es algo ancha, o el paseo es por una plaza, la mirada que se eleva hacia las crestas de la sierra de San Miguel ve, junto a las ruinas del castillo, dominando por completo el panorama, la otra construcción ingente de Orihuela: el Seminario.

La milagrería, los prejuicios, las supersticiones fueron las notas dominantes en una Orihuela que así fue más o menos feliz atravesando siglos. Los judíos estaban sujetos a una infinidad de reglas y prohibiciones: no podían casarse con cristianas, tenían que llevar una señal en el gorro para que se les pudiera conocer a primera vista… «El israelita que yace con cristiana, que muera por ello». Los extranjeros eran indeseados e indeseables, «gentes de poca fe, ateos». La justicia misma no era igual para un orcelitano —oriolano— y para un extranjero, teniendo en cuenta que eran considerados como tales incluso los murcianos, ya que correspondían a una diferente Gobernación. Y hasta tal punto todo esto que un delincuente cuyo delito había sido cometido en Orihuela podía refugiarse en Murcia y nada podían hacer los alguaciles oriolanos, y al revés: los ladrones, que en Murcia hubieran sufrido la amputación de una mano, se escondían en territorio de Orihuela, y se salvaban. Así, en plena moral católica, sucedía que Orihuela y Murcia se intercambiaban sus plantillas de delincuentes: ladrones murcianos vivían apaciblemente en Orihuela, ladrones oriolanos vivían no menos apaciblemente en Murcia. Más de una vez, tropas de Orihuela se aproximaron a Murcia persiguiendo a un sujeto, que una vez amparado por los centinelas murcianos ya era intocable. Las rivalidades entre el arciprestazgo de Orihuela y el obispado de Cartagena dieron lugar a infinidad de escenas increíbles de este tono.

Viene a cuento aquí transcribir unos párrafos de la citada obra de Vilar, página 23 del tomo III:

«Decían los de Orihuela que en iglesias e inmuebles de propiedad eclesiástica hallaban protección toda clase de forajidos. Trasladados a Murcia y puestos en libertad, nadie se atrevía a personarse allí para testificar, en tanto se amenazaba con excomunión a quienes pretendían proceder legalmente contra los prófugos en los tribunales valencianos.

»Cuando alguien deseaba deshacerse de cualquier persona residente en la villa, enviaban un sicario, que se apostaba junto a la iglesia del Salvador, lugar céntrico. En cuanto veía pasar a la presunta víctima, saltaba sobre ella, le daba muerte a cuchilladas, se refugiaba en la torre del templo, obtenía inhibitoria por derecho de asilo y era llevado a Murcia, y como allí no podían acudir a pleitear los de Orihuela, quedaba libre.

»Como colofón, el memorial (se refiere a un memorial de agravios del año 1417) se hace eco del escándalo ocasionado por causa de la protección dispensada por el obispo a un mudéjar que había dado muerte alevosa a cierto cristiano nuevo. Cometido el delito, el asesino se refugió en la iglesia, de donde fue sacado por agentes de la autoridad bajo presión de la indignada opinión pública. El prelado excomulgó entonces a cuarenta personas y puso en entredicho a toda la villa. No se avino a razones. Se inició así un largo pleito que hubo de ventilarse en Roma».

En muchos lugares de España de todos estos siglos suceden cosas parecidas. El cerrilismo alimentado por la ceguera religiosa da ocasión a tales extremos y a muchos más. La historia de las injusticias amparadas por el catolicismo dominante en todo el país es interminable, inagotable. El constante esfuerzo del progreso, abriéndose camino en medio de la tupida e intrincadísima selva del clericalismo español, es a veces penoso, a veces heroico. No es Orihuela una ciudad absolutamente distinta a otras tantas ciudades, villas y pueblos de la geografía española. Lo que sucedió en Orihuela vino a suceder también, con parecidos tintes, en mil rincones del suelo de España. Lo que ocurre es que, por su particular vaticanismo, lo de Orihuela es más. De aquí lo de «Orihuelica del Señor», que no es un título inventado ahora, sino algo que campea en muchos kilómetros a la redonda. Este es el pueblo de Miguel Hernández.