El abogado William R. Baker tardó mucho en conciliar el sueño, abrumado por la oleada de viejos recuerdos, y se despertó temprano, obsesionado todavía por ese pasado evocado la víspera. Se vistió e hizo cuidadosamente la maleta: ese mismo día cerraría el trato sobre los terrenos y volvería después a Colorado. Le pareció que habían transcurrido mucho más de doce años desde aquella mañana en que contemplara el amanecer en la montaña que dominaba el pueblecito de Springer.
Nunca volvió a ver a McGraw. Los miembros del comité de vigilancia cumplieron su objetivo: quemaron los cobertizos y la vivienda aquella misma noche. Pero en el curso de la aventura, uno de los vigilantes sufrió graves quemaduras en el rostro. Después del estallido de violencias se produjo la inevitable reacción, que se vio fuertemente acrecentada una noche en que Robertson, el compañero de Morrie Carson, se emborrachó en un bar muy concurrido y contó la verdad sobre el ataque del ratonero. Un silencio mortal acogió su confesión. Luego, Sweeney fue reelegido como sheriff. Nombró a un nuevo delegado y la situación se normalizó progresivamente.
Pero la pérdida del colirrojo y de McGraw seguía obsesionando a Billy cuando ya era adulto, aunque hubiera debido superar aquellos trágicos acontecimientos. Pensaba precisamente en ello cuando se encontró con Chumley, el representante de los dueños de las tierras, en el vestíbulo del hotel antes del desayuno.
—Oiga, usted debe estar mucho más preocupado respecto a alguna cláusula de este contrato de lo que quiere dar a entender. Da la impresión de que no ha dormido apenas —dijo Chumley con una sonrisa.
Baker le sonrió a su vez. Y mientras tomaba café, le contó al granjero parte de su vieja historia.
—He recorrido cientos de ciudades al oeste de Denver desde que empecé el ejercicio de mi profesión —explicó—. Y, sin embargo, sigo creyendo que en una de ellas podría volver a encontrar a McGraw. Pero supongo que ha muerto, y el ratonero también…
—Probablemente —asintió Chumley pensativo—. Aunque iba a decirle… Pero no…
—¿Decirme el qué? —preguntó Baker.
—Bueno, lo crea o no, también tenemos aquí a un viejo loco que vive solo en la montaña, en aquella colina. ¿Ve usted por la ventana el sitio al que apunto? Está a una o dos horas de caballo. Sería difícil calcular su edad. Tiene una barba gris. Nadie le molesta y él tampoco molesta a nadie. Pero —Chumley hizo una breve pausa— sería demasiada coincidencia que fuera el mismo viejo del que me ha hablado, ¿verdad?
Efectivamente, seria demasiada coincidencia. Pero media hora después, Baker había alquilado un caballo y estaba en camino. Se sentía impaciente y tenso al tiempo que cabalgaba. Sabía que las probabilidades eran mínimas. Había hecho otros viajes a caballo para visitar a hombres que vivían en las montañas. Había sufrido muchas decepciones buscando a McGraw. Sin embargo, le agradaba pasear a caballo solo por el bosque.
Delante de él, más allá de un bosque virgen, unas volutas de humo ascendían hacia el cielo. Tomó aquella dirección, dejando que el caballo encontrara el camino hacia la cumbre nevada que se alzaba a considerable altitud. El suelo estaba tapizado de pinochas. Pronto alcanzó un pequeño claro donde se levantaban una cabaña de troncos y dos cobertizos contiguos. El lugar, pese a su pobreza, estaba tan limpio y ordenado que ofrecía muy buen aspecto. Baker desmontó.
—¡Hola! —llamó—. ¿Hay alguien?
Por un momento no hubo respuesta. Luego se abrió la puerta de la cabaña. El hombre que apareció en el umbral tenía una barba gris y cabellos largos y lacios del mismo color. Sus hombros se encorvaban un poco y era muy barrigudo. Vestía gruesos pantalones grises y una camisa de franela roja. Era inconfundible.
Incrédulamente, Baker exclamó:
—¡McGraw!
El anciano le miró bizqueando.
—¿Qué dice? ¿Quién es usted?
—Soy… Billy —dijo Baker, buscando la mejor manera de identificarse—. Billy Baker. Nos conocimos en Springer, Colorado. Usted vivía en el monte. Un día le llevé un ratonero y…
—¡Billy! —repitió el anciano sin aliento. Luego se enderezó y atravesó el claro con el paso de un hombre joven. Agarró a Baker por los hombros y se abrazaron.
Después del primer torrente de preguntas, McGraw le invitó a tomar café en la cabaña. Era una construcción pequeña, pero inmaculada, y el café tenía el mismo delicioso sabor que años antes el cacao y las pastas.
—¡No puedo creerlo! —dijo Baker con una sonrisa—. Realmente había renunciado ya a encontrarle.
McGraw le preguntó:
—¿Qué te trae por aquí?
Baker le habló de sus estudios de Derecho y del contrato de terrenos que había venido a hacer aquí, en Oregon. Luego, impulsivamente, le contó cómo los miembros del comité de vigilancia habían quemado su vivienda en el risco, y cómo las cosas habían terminado por arreglarse.
El rostro de McGraw, surcado de arrugas, irradiaba felicidad.
—¿Y tu padre?
—Murió hace cuatro años. Mi madre y mi hermana, que tiene diez años, viven ahora en Denver.
McGraw entornó los ojos, recordando el pasado.
—Había otro chico que me trajo un ratonero. Pero estaba muy malherido.
—Jeremy. Jeremy Sled. Sigue viviendo cerca de Springer. Ahora tiene una granja propia. Se casó y tiene cuatro hijos. Pero ¿qué me dice usted? ¿Qué le ocurrió al dejar Springer?
—Vine aquí y construí esta casita en unos meses. Los tiempos han cambiado un poco. La gente ya no piensa que un viejo está loco sólo porque quiera vivir en un monte. Y de vez en cuando viene algún chico a pedirme que cure la pata rota de un conejo o el ala de un pájaro.
—Entonces ¿sigue trabajando con animales?
—Siempre lo hice, ¿sabes? Por eso me nombraron explorador durante la guerra. Y tal vez también por eso, la gente llegó a pensar que deserté. Tú oíste esas historias.
—Sí, al final alguien lo mencionó.
McGraw asintió, entristecido.
—Desde luego, un simple pretexto para echarme.
Baker tomó el último sorbo de café. Quería formular más preguntas sobre ese asunto, pero no pudo hacerlo. El viejo sentido de lealtad renacía con fuerza en él, impidiéndole satisfacer su curiosidad.
De pronto se animaron los ojos del anciano.
—¿Recuerdas tu ratonero?
—Todos los días —admitió Baker—. Si hay algo que siempre lamentaré es no haberlo conservado o al menos no haberle visto trabajar.
—Demostraste mucho valor al ponerlo en libertad. Lo hiciste para salvarle la vida.
—No sé si sirvió de algo. Nunca volví a verle.
—El pájaro me siguió todo aquel día —dijo McGraw—. Se posaba a mi lado continuamente. Al final lo recogí.
Baker se regocijó al oír esta noticia.
—¿Quiere decir que se llevó con usted al pobre ratonero? Cuánto me alegro de que no muriera solo en la montaña. ¿Qué le ocurrió luego?
—Bueno, los ratoneros tienen una larga vida. Quince o veinte años. —McGraw hizo una pausa y miró a Baker con alegría.
El joven estaba perplejo.
—No veo a dónde quiere ir a parar.
McGraw se levantó y dijo:
—Ven conmigo.
Siguiendo al anciano fuera de la cabaña, Baker tuvo la momentánea sospecha de que el ave podía estar allí… pero era imposible. ¿Lo llevaba a ver su tumba? McGraw era un sentimental, lo mismo que él.
Llegaron a la parte posterior de la cabaña. Había allí un pequeño claro y una alcándara clavada en el suelo. Y un ratonero. Estaba más gordo, pero no había cambiado prácticamente en esos doce años. La mente de Baker empezó a girar enloquecida. Incapaz de creer en el placer que le invadía, permaneció inmóvil mirándolo. El colirrojo le ignoró regiamente.
—¿Te gustaría hacerle volar? —preguntó McGraw mientras cogía un guante.
—No sé si podré —confesó Baker—. No he vuelto a trabajar con otro ratonero, y…
—Creo que lo hará por ti —sonrió el anciano—. Yo lo arrojaré al aire y tú le llamarás. Voy a buscarte el silbato.
—No hace falta. —Baker sacó de su bolsillo el silbato que había llevado consigo desde aquella inolvidable mañana.
—De modo que lo conservaste, ¿eh? —exclamó McGraw alegremente. Se acercó a la alcándara, se agachó, y el ratonero saltó sobre su brazo. El pájaro lanzó una mirada a Baker, pero sin manifestar miedo alguno. Baker se puso el guante, inundado por una tumultuosa alegría. Era su ratonero. Ambos se conocían todavía. Nadie lo hubiera creído, pensó, pero él sabía que los dos no se habían olvidado.
Radiante, McGraw se dirigió al centro del claro, con el animal en el brazo. Baker también lo cruzó, dispuesto a tocar el silbato, y extendió su brazo enguantado para recibir al pájaro. El sol le bañó de luz y Baker empezó a sudar de alegría, poseído por un sentimiento que no había experimentado en esos doce años. Volvía a ser un niño, pero esta vez totalmente consumado.
McGraw sopesó el hermoso y fuerte ratonero.
—¿Estás listo?
—Sí.