11

McGraw se precipitó hacia Morrie que, arrastrándose por el suelo, profería gritos inarticulados.

—Déjame ver… —dijo el anciano.

—No se acerque, viejo. —Robertson, lleno de pánico, levantó su escopeta.

—Quiero ayudarle. Déjame ver…

Morrie apartó furiosamente las manos de McGraw y consiguió levantarse. Sacó del bolsillo un pañuelo de hierbas y se lo aplicó sobre las sanguinolentas heridas de su mandíbula y garganta mientras gritaba frenéticamente a Robertson.

—¡Vamos al pueblo… a ver al médico!

—Primero te ayudaré —intervino McGraw—. Por lo menos deja que vea si hay venas perforadas.

Morrie saltó sobre su montura, y el caballo vaciló asustado trazando un semicírculo. Aturdido, con las manos y el pañuelo manchados de sangre, volvió a gritar:

—¡Ya me las pagarás, viejo! ¡Y tú también, Billy, ya verás! —Sus últimas palabras se perdieron en el viento cuando espoleó al caballo, que salió a galope por los matorrales. Robertson, pálido y asustado, saltó sobre su silla y le siguió, olvidando en su prisa la escopeta de Morrie en el suelo.

Se desvaneció montaña abajo el ruido de los cascos de los caballos, pero Billy parecía haber echado raíces en el suelo. Jeremy fue el primero en reaccionar. Corrió por el claro y recogió la escopeta.

—La han olvidado. Ahora es suya —dijo a McGraw.

—¡No la toques! —La orden del anciano fue tan tajante e inesperada que el muchacho soltó el arma.

McGraw se apretó las sienes con los dedos.

—No sé si las heridas de este chico son graves. Tu ratonero contraatacó, Billy.

—Y no puedo decir que lo lamento.

—Ya lo sé —repuso tristemente el hombre mirando al pájaro, que descansaba apaciblemente en el suelo como si nada hubiese sucedido.

Cuando Billy le ofreció su brazo, el ave saltó hacia el guante sin vacilar. El anciano le examinó cuidadosamente las alas y el cuerpo en busca de posibles heridas, pero no había ni el menor rasguño.

Puso al animal sobre su percha, dentro del cobertizo, y los tres salieron afuera. Sólo entonces empezó Billy a vislumbrar el alcance de la aventura.

—Llegarán a la ciudad dentro de una hora —dijo—. Y armarán el escándalo del siglo…

Los ojos de Jeremy se agrandaron.

—Y contarán la cosa como si…

—Como si mi ratonero les hubiera atacado sin motivo —agregó Billy con amargura—. Procurarán echamos la culpa… y a usted también, señor McGraw.

—Entonces debéis regresar a vuestras casas ahora mismo y contar a vuestros padres la verdad de lo ocurrido.

—¿Qué pasará si no quieren creemos? —preguntó Jeremy.

—Os creerán. Se darán cuenta de que vosotros dos no mentís.

Era casi increíble que McGraw tuviera tanta fe en la gente. Y sin embargo, Billy vio que su sugerencia tenía sentido. Papá debía saber la verdad, así como el sheriff Sweeney. Porque ahora ellos dos, es decir, la ley, habían de impedir que Morrie y sus amigos vinieran a vengarse.

—Se lo diremos —decidió Billy—. Si hay lío, uno de nosotros vendrá a comunicárselo.

McGraw respiró hondo.

—¿De verdad vas a decírselo a tu padre, Jeremy?

La nuez del muchacho subió y bajó varias veces.

—Me dará una zurra, de eso no hay duda, pero prefiero que papá se entere por mí y no por otros.

—Tenemos que irnos ahora mismo —le apremió Billy.

Cuando el muchacho llegó a su casa, lo primero que vio fue el caballo silleto del sheriff amarrado en el patio. Entró precipitadamente y le bastó una ojeada a las caras de papá y de Sweeney para comprender que la noticia había corrido ya por la ciudad, lo que motivaba la presencia del sheriff.

—Billy, cuéntanos exactamente qué ha ocurrido —pidió papá.

Los dos hombres tomaban café, sentados en la mesa, e intercambiaban miradas cada vez más sombrías mientras escuchaban el relato del chico.

—Bueno, el canalla se lo buscó —gruñó Sweeney cuando Billy terminó de hablar—. Pero ¿cómo decírselo a la gente de la ciudad?

—Es preciso hacerlo de todos modos —dijo papá—. Llevar a Billy y a Jeremy a Springer para que cuenten su historia.

Sweeney echó la cabeza hacia atrás y tomó el último sorbo de café.

—Dan, yo sé que no es la primera vez que Morrie y sus amiguitos molestan a la gente. Pero ¿cree usted que alguien más lo va a creer? Dirán que intentamos desprestigiar a Paul Carson.

—Eso no tiene sentido —exclamó papá hastiado.

—No hace falta que lo tenga —repuso Sweeney—. Morrie y sus camaradas llevan mucho tiempo divirtiéndose a costa de todos, pero la gente del pueblo ha echado a otros la culpa.

Billy vio la expresión asustada del rostro de su padre al ocurrírsele una nueva idea.

—La verdad, no me sorprendería que estos chicos hubieran atraído aquí a los elementos indeseables que provocaron en un principio la indignación del comité. ¿Qué dijo Carson al conocer el estado de su hijo?

—Está tranquilo. Me dijo que no creía la versión de Morrie. Sin embargo, teme lo que puedan hacer los demás.

Billy dijo con brusquedad:

—¡No se atreverían a atacar al señor McGraw si el señor Carson se lo prohíbe!

—El señor Carson ya no dirige el comité, Billy. Imagínate la situación por un momento: llega al pueblo un muchacho herido por un ratonero que es mantenido por un viejo loco o, por lo menos, considerado como tal. En Springer existe un grupo de gente que está dispuesto a echar a cualquiera que se diferencie un poco de los demás.

—De todos modos no puede perjudicar que llevemos a Billy y a Jeremy al pueblo para que cuenten su versión de los hechos —dijo Sweeney.

—¿Quieres hacerlo, hijo? —le preguntó su padre.

—Sí —respondió el muchacho después de reflexionar un segundo, asustado por esa perspectiva.

—Entonces vamos a buscar a Jeremy —asintió Baker.

La madre de Billy removía la plantación de maíz en la huerta. Papá se apoyó en la desvencijada valla y conversó seriamente con ella durante un minuto. Luego corrió hacia el establo y ensilló el caballo gris que usaba desde su nombramiento como delegado. En un abrir y cerrar de ojos montó a caballo y tendió una mano a Billy para ayudarle a encaramarse en los cuartos traseros de la caballería. El sheriff les precedía. Subieron a galope corto el camino que conducía a la granja de los Sled. El sol había secado ya el barro producido por las lluvias matinales, pero encima de la montaña se veían negros nubarrones. Llovería de nuevo al anochecer, auguró Billy. Pensó en McGraw, solo, allí arriba, y le invadió una profunda inquietud por la suerte del anciano.

Toda la familia Sled estaba esperando delante de su casa. John Sled recibió al sheriff con torva expresión.

—Entre si quiere —le dijo.

Sweeney no desmontó.

—Necesitamos la ayuda de Jeremy, John. Es preciso que los muchachos cuenten su historia en el pueblo…

—El chico me desobedeció —le interrumpió Sled—. Se quedará en casa.

—Si los dos muchachos no relatan la verdadera versión de los hechos y convencen a la gente puede que esos arrebatados quieran vengarse de McGraw.

—No es asunto mío —replicó Sled imperturbable.

—Le pedimos ayuda, John. La situación es grave. Le devolveremos a su hijo dentro de una hora o dos.

—El señor McGraw podría resultar herido —suplicó Jeremy.

—Tú, cállate —le reprendió su padre.

Papá tomó la palabra.

—Yo sé cómo se siente, John. Pero si Jeremy viene con nosotros puede evitarse una tragedia inútil.

—Se quedará aquí.

Las manos de Sweeney descansaban en la perilla de la silla de montar y sus ojos carecían de expresión.

—¿De modo que no quiere ayudamos?

—No.

Sweeney permaneció callado un momento y se despidió, tocando el ala de su sombrero a guisa de saludo.

—Señora Sled… —Dio media vuelta a su caballo—. Vuelva a su casa. Dan —dijo con amargura.

—¿Y usted que piensa hacer? —le preguntó papá.

—Volver al pueblo. Intentar descubrir lo que planean. —Sweeney escupió al suelo—. La mayoría de los miembros del comité son buenas personas, en el fondo, que se han dejado llevar demasiado lejos. Pero esto no puede aplicarse a todos. Algunos refunfuñan hace tiempo contra ese viejo que vive en la montaña. Y ahora tienen un pretexto para atacarle, matarle o algo semejante.

—Si alguien se atreve a hacerlo…

—Se lo impediré —le interrumpió Sweeney, como si se tratara de batir mantequilla o cortar madera.

El padre de Billy se enderezó en su montura.

—Le ayudaré dentro de mis posibilidades.

—El populacho en acción es como una enfermedad. Cuando se pone en marcha, es difícil detenerlo. Y en realidad esta lucha no le incumbe a usted.

Billy vio la triste sonrisa de su padre.

—Pero me han metido en ella.

Sweeney reflexionó un momento y asintió.

Ante la seriedad de papá, Billy adivinó que la situación era potencialmente más peligrosa de lo que había sospechado en un principio. Sus padres estuvieron deliberando en voz baja, excluyendo al muchacho de su conversación. Luego, mamá fue a preparar hortalizas para la comida. Papá respiró hondo para calmarse y se encaminó al huerto. Se puso a remover la tierra, pero sin ánimos.

Billy se reunió con él, y los dos trabajaron en silencio durante largo rato. El sol se asomó entre las nubes espesas y caldeó el húmedo ambiente. Papá se secó la frente con la manga de su camisa, y se palpó el vendaje y frunció el entrecejo.

—¿Te sientes bien, papá? —le preguntó ansiosamente Billy—. Tienes mala cara.

—La verdad es que tú tampoco tienes muy buen aspecto. ¿Por qué no te vas a casa?

—Prefiero quedarme aquí contigo.

Papá sonrió.

—Eres un buen chico, ¿sabes?

Inexplicablemente ese cumplido azoró a Billy.

—No debería haberme metido en ese lío del ratonero.

—Lo hecho, hecho está. Tenemos cosas más importantes en que pensar ahora.

—No irán a molestar al señor McGraw, ¿verdad, papá? ¡No ha hecho nada!

—No es necesario haber hecho algo para que la gente te tenga miedo, hijo.

—¡Creí que te habían matado el otro día en el pueblo, papá!

—Un viejo tunante como yo no se deja matar tan fácilmente —dijo su padre sonriendo.

La actitud de su padre impresionó vivamente al muchacho. Al verle allí sonriente, vendado, apoyado sobre la azada, vislumbró quién era realmente su padre. Intuía que en la manera de ser de papá y en la postura que adoptaba frente a la vida concurrían muchos factores: el haber venido a esta región en busca de tierra propia; la lucha que mantenía para sobrevivir año tras año, y otras muchas cosas. Todo ello culminó en un súbito descubrimiento de la clase de hombre que realmente era su padre. Pero Billy lanzó un profundo suspiro porque la visión no era clara y no estaba seguro de acertar. ¿Podría preguntarle…?

Pero en ese momento papá miró hacia la carretera, por la que venía un hombre a caballo. Se acercaba la inconfundible silueta amazacotada del sheriff.

Sweeney habló con papá, con el pie apoyado en el borde del porche.

—Carson ha intentado calmar los ánimos, pero nadie quiso escucharle. Y menos los exaltados. El señor Chafflin, por ejemplo, no se dejó convencer; habló de hombres viejos que corrompen a muchachitos, etcétera. Luego se supo lo peor. El secretario del ayuntamiento, que había escrito a Washington para pedir información sobre McGraw, ha recibido la respuesta hoy mismo. Su hoja de servicios en la guerra… no es buena. McGraw fue un desertor.

—¡No es verdad! —protestó Billy.

—Temo que sí. La carta lo prueba —dijo Sweeney como si cada palabra le supiera amarga—. Luchó en nuestro bando, la Unión, en Vicksburg. Se le acusó de deserción y fue juzgado posteriormente. Acabo de hablar con él.

—¿Confesó? —preguntó papá.

—No quiso hablar de ello. Dijo que había alguna verdad en eso, y que era asunto suyo. A su manera, es un hombre duro.

Papá tomó aliento y lanzó una inquieta mirada a mamá.

—Aunque eso sea cierto, no justifica que le ataquen los del pueblo.

—En una situación normal no —dijo Sweeney—. Pero en estos momentos todo sirve de pretexto. Algunos tienen sed de sangre. Otros siguen la corriente por temor a las represalias. Van a echarle de aquí.

—No podemos permitirlo —objetó papá—. Yo sé cómo lo harán. Con escopetas o antorchas. Podrían matarle.

—Posiblemente.

—¿Cómo piensa impedirlo?

—Rechazando su ataque si puedo —dijo el sheriff, furioso.

—Le ayudaré —repuso papá después de un breve silencio.

—Ya ha hecho bastante. Dan.

—He dicho que le ayudaría. No me dé una oportunidad para retirar mi ofrecimiento. No soy tan valiente como cree, y podría echarme atrás.

Los ojos de Sweeney brillaron aprobadoramente.

—Vaya a la vertiente oeste. Cerca del camino. Atacarán por la noche, como siempre, y probablemente hoy mismo. Podría darle una bengala. Y usted se quedaría vigilando.

—Estaré allí esta noche.

—Preguntaré a Carson si quiere ayudarme a vigilar el pueblo. Si vemos señales de que los miembros del comité van a actuar, intentaremos retenerlos o llegar al monte antes que ellos. Ya sé que es pedirle mucho a Carson, pero creo que ha cambiado de opinión sobre este asunto. Y hay que dar a un hombre la oportunidad de rendirse a sí mismo. En cuanto a usted. Dan, todavía no estoy seguro de saber por qué quiere ayudarme tanto.

—Porque estoy loco, sólo por eso —dijo papá sonriendo.