Springer vivió el 4 de julio más tranquilo de su historia. La gente que deambulaba por la Calle Mayor, debajo de la andrajosa bandera, comentaba qué agradable resultaba tener una fiesta tan apacible.
Sin embargo, hubo los mismos festejos que de costumbre: la exposición de colchas, concursos de panadería, de comedores de empanadas, de lanzamiento de herraduras, carreras de sacos; discursos, oraciones; concierto por la banda de música; merienda y baile en el parque. Tal como había previsto papá, mamá no ganó la exposición de colchas.
Sin embargo, Billy no dejó de advertir este año que el ambiente de regocijo era un tanto forzado. Sabía que sus padres manifestaban una alegría que estaban lejos de sentir. Lo mismo le sucedía a Jeremy, muy deprimido por la prohibición paterna de no visitar a McGraw.
—¿Le dijiste que lo sentía mucho? —preguntó a su amigo por enésima vez.
—Sí —le tranquilizó Billy—. Y me contestó que le gustaría volver a verte cuando las cosas se arreglen.
—No sé si van a solucionarse algún día —dijo Jeremy, desesperado.
—Se solucionarán, Jeremy.
Jeremy acudía diariamente a casa de Billy para informarse de los progresos del ratonero. Billy se lo relataba todo con detalle, aunque desgarrado entre su propio entusiasmo y el miedo a parecer fanfarrón. El pájaro aprendía con sorprendente rapidez, En ese momento trataban de enseñarle a responder al silbato de Billy aun sin cebo. Y la cosa no era fácil.
—Ya aprenderá —decía McGraw pacientemente,
—¡Pero usted no puede estar seguro! Me dijo que a veces un ratonero aprendía muy deprisa hasta cierto punto y luego se negaba a progresar, ¿no?
—No es cierto en este caso. Míralo, allí plantado, observándote. En realidad casi te sonríe. Nunca vi un ratonero con tanto cariño a una persona como el que éste te tiene. Seguirá aprendiendo para ti.
—¡Me encantaría que eso se lo dijera a él!
McGraw se echó a reír silenciosamente.
El anciano no se sorprendió de que Jeremy no pudiera volver al monte. Y tampoco se asustó cuando Billy le dijo que el comité de vigilancia investigaba el pasado de la gente. Se limitó a encogerse de hombros.
—Sabe usted —dijo Billy sintiéndose obligado a ser franco—, estos hombre podrían meterse con usted. Quiero decir en caso de que haya algo en su pasado que ellos no aprueben —añadió tratando de sonsacarle.
—Te diré cómo se debe tratar a la gente, Billy —repuso McGraw después de una larga pausa—. Uno ha de actuar como si sus interlocutores fueran racionales.
—¿Y qué ocurre cuando no lo son?
—Entonces hay que adaptarse a las circunstancias, hijo, amoldarse.
Fue uno de los tres o cuatro intentos realizados por Billy para conocer el pasado de McGraw y convencerle del peligro que corría. El anciano rechazaba toda preocupación a este respecto. Era como si careciera de pasado.
Por muy sutiles que fueran las maniobras de Billy, McGraw jamás cayó en la trampa de revelar nada de su pasado. Inquieto por las actividades del comité, Billy imaginaba lo peor: a McGraw se le buscaba en alguna parte por haber cometido un crimen, o realmente sufría acceso de locura y tenía que ser internado periódicamente; o bien había abandonado a una mujer y a seis hijos. Sin embargo, tales teorías cuadraban mal con la realidad. McGraw tenía que ser el hombre más amable, más bondadoso del mundo.
—Creo que el ratonero me tiene cariño —dijo Billy—. Eso podría significar que soy bueno.
—Billy, tú eres bueno, independientemente de lo que opine tu ratonero. Quiero que recuerdes lo que te acabo de decir.
El muchacho reflexionó un instante sobre las palabras del anciano, complacido por las sugerencias que contenían.
—Señor McGraw, ¿no se siente solo a veces?
—Sí, antes de conocerte —le contestó con una sonrisa.
—¿Por qué vive solo?
—Hijo, algunos hombres son como los animales; tienen que vivir en rebaños. Otros, en cambio, prefieren la soledad. Para ser feliz, el hombre tiene que vivir de acuerdo con su carácter y no tratar de cambiar.
El muchacho señaló:
—A la gente le molestan los ermitaños.
—Los animales que viven en rebaño se asustan ante los que viven solitarios, a menos que se trate de seres indefensos.
—Supongo que si uno quiere mantenerse alejado del rebaño ha de ser lo más fuerte posible y no tener miedo.
—O controlarlo. El que dice que nunca tuvo miedo es el mayor mentiroso de este mundo.
—¿De qué tiene usted miedo?
Las arrugas de McGraw se agrandaron como indicio de profunda reflexión.
—De ser herido, perseguido, de que nada cambie, de que todo cambie con excesiva rapidez, de vivir demasiado tiempo o no lo bastante, de no ser comprendido, de ser amado u odiado.
—No creo que los habitantes del pueblo le odien, pero creo que algunos le temen.
—Tal vez tengas razón. He hecho un poco de pan. Ven a probarlo.
Durante la semana siguiente al 4 de julio, Billy fue a ver a McGraw todas las tardes, y el adiestramiento del ratonero progresó con rapidez. En el pueblo reinaba cierta calma. En dos ocasiones durante la noche, lejanas hogueras habían teñido de rojo el horizonte, y papá tuvo que irse a caballo para volver al cabo de varias horas, extenuado, lívido y lleno de amargura. Los vigilantes habían localizado prácticamente a todos los que consideraban indeseables, según dijo, sin dar más detalles. Y la verdad es que Billy no deseaba conocerlos.
Una tarde que Billy volvía del monte encontró a Jeremy que le aguardaba nervioso y excitado.
—He encontrado un ratonero —dijo—. Cayó en nuestro granero. Está herido y no puede volar. Lo escondí en el lecho del río metido en una caja de embalaje.
—¿Sobrevivirá? ¿Podrás alimentarlo?
Jeremy se entristeció.
—No lo sé. Haré todo lo que pueda, pero… ¿por qué no vienes a verlo?
—Sí, después de cenar. —El sol se hundía lentamente en el horizonte—. Supongo que tu padre no te permitirá llevado a casa.
—Lo mataría —repuso sombríamente el muchacho.
El ratonero de Jeremy pertenecía a una especie desconocida por Billy. Tenía el pico y los ojos amarillos, lo mismo que las plumas de las alas, y el cuerpo de una blancura inmaculada. Medía unos treinta y cinco centímetros de largo, casi tres veces menos que el de Billy. Parecía muy asustado, y una de sus alas estaba en mal estado. No quería comer. Jeremy se sentía orgulloso de su hallazgo pero terriblemente preocupado. Billy le dijo que todo saldría bien, pero sin convicción alguna. El ratonero moriría pronto si no se le alimentaba.
A la tarde siguiente, McGraw no se mostró muy alentador. Basándose en la descripción de Billy, emitió el mismo diagnóstico que este. Y se preocupaba no sólo por la suerte del ratonero, sino también por la reacción de Jeremy ante la posible muerte del animal. También le inquietaba algo más, que Billy acabó por descubrir. Unos bromistas habían visitado su campamento por la noche. Después de disparar en el claro, habían arrojado latas vacías desde lo alto del risco. Billy quiso decírselo a su padre, pero el anciano se lo prohibió, aduciendo que si los acontecimientos seguían su pauta habitual, los bromistas no volverían hasta dentro de tres o cuatro meses, y por tanto no valía la pena alarmar a papá.
El muchacho regresó a casa por un nuevo y tortuoso itinerario que había descubierto para evitar posibles encuentros con Morrie Carson y su banda.
Jeremy le esperaba.
—Está peor. De verdad, Billy. Tienes que ayudarme.
—¿Ayudarte a qué? —preguntó, adivinando la respuesta de su amigo.
—A llevarlo a la cabaña del anciano —explicó Jeremy.
—Tu padre te dará una paliza terrible si se entera —objetó Billy. Pero acabó por acceder. Sabía que correrían un riesgo; lo que ignoraba era la magnitud de ese riesgo.
Por la mañana una espesa y helada bruma ocultaba el cielo plomizo, imposibilitando todo trabajo en la granja. Después de terminar sus quehaceres domésticos con la máxima celeridad, aunque sin exagerar para no suscitar preguntas acerca de su inusitada eficiencia, Billy corrió a casa de Jeremy. La lluvia había convertido el polvo del camino en un fango rojizo. Cuando llegó a la granja de los Sled, Billy se preguntaba si conseguirían subir hasta la cabaña de McGraw antes de que estallara la tormenta. Pero la expresión de Jeremy barrió todas sus dudas.
—No ha comido nada, Billy. Está tumbado, sin moverse apenas. Sólo pone los ojos en blanco. Se está muriendo, Billy.
—No, no morirá —dijo Billy como si lo creyese.
Jeremy lanzó una angustiosa mirada al terraplén que ocultaba al animal y luego otra mirada nerviosa hacia su casa.
—Mi padre está dentro.
—Mira, Jeremy, si crees que es demasiado expuesto que vayas subiré yo solo con el pájaro.
—No señor. Es mi ratonero. Iré contigo —protestó el muchacho con determinación.
Se deslizaron hacia el lecho del rio para recoger la caja, que Jeremy había envuelto lo mejor que pudo en una lona vieja. Se dirigieron hacia el noroeste siguiendo el lecho del arroyo. Caminaban tan deprisa como podían, pues no querían mover la caja para no causar ningún daño al ratonero. El barro se pegaba a sus botas. El camino resultó arduo, y Jeremy no dejaba de mirar atrás como si esperara a cada momento ver surgir a su padre tras él. Billy le compadecía. La lluvia aminoró mientras trepaban por la ladera. Una espesa bruma grisácea velaba el paisaje aislándoles en la de la antigua montaña como si ellos dos y el ratonero herido fueran los únicos seres vivos en este mundo.
Cuando le llegó el turno, Billy cogió la caja y notó algo que no auguraba nada bueno. Ni siquiera cuando la zarandeó un poco se produjo dentro el menor movimiento, ni la menor señal de alarma por parte del ratonero, ni el menor esfuerzo por conservar el equilibrio. Pero no le dijo nada de esto a Jeremy.
Acababan de alcanzar el lindero del bosque de coníferas que conducía a casa de McGraw cuando se levantó un fuerte viento helado. Billy tiritó al secársele Ja ropa. Por fin el sol rasgó la niebla. Iba a ser un día frío y claro en la montaña.
Al salir del bosque, levantaron la vista hacia el último repecho que faltaba para llegar a la casa del risco, de Ja que surgían unas volutas de humo. Subiendo a todo correr por Ja ladera, Billy gritó:
—¡Señor McGraw!
Una voz en el bosque a sus espaldas le respondió con calma:
—No grites tanto, muchacho. —Y apareció McGraw, saliendo de un matorral. Caminaba muy encorvado, como un hombre que llevara una tienda de campaña a hombros, lo cual era cierto, iba envuelto en una pesada lona cuyos extremos barrían el suelo. Pero a pesar de ello estaba empapado. Billy se asustó al ver su agotamiento y el color azulado de sus labios.
—¿Han vuelto? —adivinó Billy.
—Me temo que sí. —McGraw echó una mirada a Jeremy—. Me alegro de volverte a ver, jovencito. ¿Tu padre ha cambiado de idea?
—No del todo. —El muchacho se puso colorado—. Pero tengo algo que enseñarle: un ratonero. —Cogió la caja de manos de Billy y la depositó en el suelo, a los pies de McGraw—. Está muy enfermo, señor McGraw. Lo único que se me ocurrió para salvarlo fue traérselo.
—Veamos —dijo el anciano, poniéndose en cuclillas para quitar la lona que protegía la caja posada sobre la tierra húmeda—. Será mejor que lo examine. —Y levantó la tapa con cautela.
Jeremy fue el primero en reaccionar.
—Oh —exclamó con voz ronca. Se volvió hacia Billy, y su mirada reflejaba sorpresa y dolor. Las comisuras de sus labios se plegaron haciendo pucheros y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Me parece que es un poco tarde, muchacho —se lamentó McGraw, palpando con ternura el cuerpecito sin vida—. Sufrió un accidente grave, Jeremy. Estaba demasiado herido para salvarse.
—Era tan pequeño —balbució el chico.
En la frente de McGraw se formaron más arrugas que nunca. Se humedeció los labios, y después de intentarlo en vano por dos veces consiguió decir al fin:
—Una vez tuve una gatita, Sheba. Enfermó. Hice todo lo posible para salvarla, pero a veces las cosas son inevitables. La enterré allí detrás, cerca de los álamos donde dan sombra las ramas y se puede oír el rumor del riachuelo.
Jeremy siguió llorando en silencio.
—¿Te gustaría enterrar a tu ratonero en ese lugar?
—Sí, señor. Creo que sí.
Hubiera sido distinto, pensó Billy, si Jeremy hubiera tenido antes muchos animales, o si su padre no le hubiese prohibido subir al monte. Jeremy lo había arriesgado todo a cambio de nada.
Para romper el silencio, McGraw preguntó suavemente:
—¿Quieres que te ayudemos a enterrarlo, Jeremy?
—No. Lo haré solo —repuso el muchacho poniéndose muy derecho.
—La pala está junto al cobertizo grande.
Por un momento una oleada de rabia se apoderó de Billy; hubiera querido golpear a McGraw por su incalificable rudeza. ¿Qué prisa corría enterrar al pájaro? ¿Por qué no dejaba a Jeremy en paz?
Con torpeza, Jeremy recogió la caja que contenía los restos de su pájaro. Al principio, sus pasos fueron vacilantes, pero pronto empezó a caminar con más determinación. Fue entonces cuando Billy comprendió la actitud del anciano: hay que seguir adelante y hacer algo cuando el dolor nos abruma; y McGraw lo sabía. Lo que parecía rudeza era bondad y comprensión.
—Billy, creo que deberíamos distraer a tu amigo. Hagamos volar el ratonero de modo que Jeremy nos eche una mano.
—¿Cree usted que es conveniente?
McGraw contestó con gran dignidad:
—Sí, hijo. Así lo creo.
Cuando Jeremy volvió después de terminar su triste tarea, Billy y McGraw ya habían sacado el colirrojo del cobertizo. Posado majestuosamente en su percha, la leve brisa que soplaba le rizaba las plumas. Mantenía la cabeza erguida y alerta. Una extraña expresión de angustia apareció en el rostro de Jeremy cuando Billy y el anciano dispusieron las cuerdas y prepararon el señuelo. McGraw le habló en un tono práctico.
—¿Quieres ayudamos en los ejercicios que vamos a hacer con el animal?
Jeremy miró a Billy y al pájaro antes de contestar con firmeza:
—Desde luego.
Tal como explicó McGraw, él mismo lanzaría al aire al ratonero; Billy había de manejar el señuelo y darle órdenes al pájaro con su silbato, y Jeremy debía devolver el animal a McGraw cuando aterrizara. El majestuoso animal se movía nerviosamente en su alcándara. Jeremy, provisto de un guante que le prestó el anciano, fue corriendo hacia las rocas, un tanto más animado.
—¿Todos listos? —preguntó McGraw.
—¡Listo! —gritó Billy, balanceando el señuelo.
McGraw lanzó el ratonero al aire. El ave aleteó e ignoró el señuelo y los toques del silbato de Billy. Finalmente aterrizó.
Dejando caer el señuelo, Billy exclamó:
—¡Qué pena!
Jeremy se precipitó hacia el ave. Mantuvo el brazo enguantado ante el pájaro, que se posó obedientemente en ese soporte humano.
—Buen chico —comentó McGraw cuando Jeremy le entregó el animal—. Creo que esta vez lo hará bien. ¿Estás listo, Billy?
Billy empezó a hacer girar el señuelo trazando un amplio arco y alargando el cordel a medida que la fuerza centrífuga alzaba y elevaba el señuelo a más de seis metros de altura.
—Sí —gritó—. ¡Listo!
McGraw volvió a arrojar el ratonero al aire. El pájaro se dirigió hacia los árboles una vez más. Furioso, Billy tocó el silbato con fuerza. El colirrojo cambió ligeramente de rumbo y descendió inclinándose hacia arriba, luego voló en círculo y, por fin, descendió en picado hacia el señuelo. Los dos cordeles, el del animal y el del señuelo, se aflojaron formando locas espirales en el aire; el ratonero trajo inmediatamente el señuelo a los pies de Billy.
—¡Magnífico! —exclamó este—. Ahora lo hizo bien.
McGraw se regocijó:
—Está aprendiendo.
—Si el señuelo hubiera sido un pájaro —dijo Jeremy entusiasmado— ya estaría muerto.
Pero el siguiente vuelo fracasó. El animal ignoró el señuelo y los toques del silbato, y aterrizó a unos pasos del bosque.
—Se porta de un modo extraño —observó McGraw.
Jeremy fue corriendo a recoger el pájaro.
El matorral cerca del cual se había posado el animal se agitó violentamente, dejando paso a dos siluetas que avanzaron por el claro con tanta naturalidad que Billy, en el primer momento, no pudo entender lo que ocurría. Y de golpe todo se aclaró. Jeremy se había parado en plena carrera, y miraba fijamente a los intrusos, que permanecían inmóviles, con las piernas abiertas y una sonrisa insolente, disfrutando con la sorpresa producida por su inesperada aparición; el ratonero, no lejos de ellos, tenía las plumas encrespadas, y McGraw se mantenía muy erguido con el rostro tempestuoso.
Los intrusos no eran otros que Morrie Carson y su compañero Bobby Robertson.
Varias incógnitas se despejaron para Billy. Adivinó, por la expresión de McGraw, que eran esos dos quienes le habían hostigado por la noche. Morrie parecía muy comento de sí mismo, pues se sentía dueño de la situación.
Por su aspecto, se veía que los dos jovenzuelos habían pasado la noche fuera; parecían cansados, agotados por la caza, pero muy alegres, animados ante la perspectiva de nuevas emociones. Robertson fue a buscar a los caballos que estaban en el bosque. Los dos llevaban escopetas.
Morrie preguntó:
—¿Qué va a hacer, viejo? ¿Pedir ayuda?
—Mejor es que se marchen —dijo McGraw—. Estos chicos y yo estamos ocupados.
—¿Qué piensa hacer? ¿Decirle a Billy que se lo cuente a su padre? ¿Llamar al delegado?
Robertson dejó escapar una risita y se tambaleó ligeramente. Billy se percató de que los dos habían bebido más de la cuenta, lo que le produjo un escalofrío de terror. Morrie era ya bastante peligroso estando sobrio. Borrachos, esos estúpidos eran capaces de cualquier cosa.
—Tu padre no te salvará, Billy —se burló Morrie.
Jeremy gritó:
—¡Déjale en paz!
—Escucha, Sled, sé muy bien que tu padre te ha prohibido venir aquí. Ya estás metido en un buen lío sin que encima te vuele de un tiro la cabeza.
—Eso es asunto mío —replicó Jeremy con energía.
En ese momento, el pájaro de Billy puso de manifiesto su intenso nerviosismo; desplegó las alas y avanzó unos centímetros.
Morrie preguntó:
—¿Estás jugando con ese animal tan feo?
—Amaestrándolo —replicó Billy.
Morrie lanzó una mirada a Robertson.
—¿Quieres divertirte?
McGraw dio un paso hacia adelante, apuntando a los dos jóvenes con un dedo corto y grueso.
—Es mi última advertencia, muchachos. Más vale que os larguéis.
Era una amenaza tan débil que Billy se estremeció. Morrie hizo una mueca siniestra. Con su escopeta apuntó a McGraw con aterradora despreocupación.
—Qué bien habla.
Jeremy quiso acercarse al colirrojo.
Robertson le increpó nerviosamente:
—¿Qué vas a hacer?
—Cogerlo.
Morrie gritó:
—No te muevas.
—Yo lo cogeré —murmuró McGraw, y avanzó un paso.
—No se mueva —volvió a chillar Morrie.
Apuntó al pecho del anciano con ojos enloquecidos. McGraw se inmovilizó en el acto.
—No me gustas nada, Billy —dijo Morrie—. Y tampoco me gusta ese ridículo patán —añadió señalando a Jeremy—. Y ese otro tampoco —concluyó con la vista fija en McGraw—. Un tipo que vive solo, como si fuera superior a todos nosotros, con sus estúpidos animales. —El colirrojo, cuya inquietud crecía por segundos, abrió las alas y describió un círculo, arrastrando por el suelo los anillos y el cordel. Morrie le observó un instante, y su cara se iluminó—. Aunque, la verdad, no podemos quejarnos, ¿eh, Bobby? Sin aquel animal tan bien domesticado no hubiéramos disfrutado de una deliciosa cena.
—¿A qué te refieres? —preguntó McGraw.
—A nuestra cena de anoche —explicó Morrie, con un brillo cada vez más alegre y salvaje en sus ojos—. A ese pequeño cervatillo que nos salió al paso como si esperara un bocado o algo así. ¡La cosa más divertida del mundo!
Billy sintió náuseas y miró a McGraw, cuyo rostro se puso lívido.
—¡No le habréis matado!
—La carne era de lo más sabrosa —dijo Morrie, satisfecho del sufrimiento que causaba al anciano.
Billy chilló:
—¡Malditos seáis! ¡Malditos canallas! Largaos o mi padre os meterá en la cárcel.
—De acuerdo, Billy, nos vamos. Pero antes queremos divertirnos un poco con ese pajarraco tuyo —dijo pasando la escopeta a la mano izquierda y acercándose al animal.
—¡Basta!
Morrie agarró el ave por las patas y la balanceó como si se tratara de un pollo que fuera a colocar sobre un tajo de cocina. El animal chilló; sus alas se movieron frenéticamente en una explosión de terror y furia.
Morrie dejó escapar un grito de cólera y tiró la escopeta para agarrar al pájaro con las dos manos. Billy se acercó corriendo, creyendo que Morrie iba a descuartizar al animal.
En ese momento a Morrie se le escapó su presa. El ratonero desplegó las alas como si fuera a volar y ascendió unos cuatro metros. Morrie retrocedió un paso tambaleándose. Robertson se quedó con la boca abierta. El ratonero cambió inesperadamente de rumbo y no se dirigió hacia el bosque ni hacia la libertad… Descendió en picado sobre Morrie. En el último segundo giró las alas y el cuerpo de modo que fueron sus garras las que azotaron el rostro de Morrie.
Las garras se hundieron en la carne mientras batía las alas a un ritmo furioso. Morrie agitó los brazos y lanzó un grito desgarrador. El pájaro se apartó de su presa, describió un arco deslumbrante a poca altura del suelo y fue a posarse a los pies de Billy.
Morrie volvió a gritar de dolor y se desplomó.