7

Pese a sus numerosas ocupaciones, Billy se las ingeniaba para ir al monte diariamente. Pronto descubrió que McGraw aprovechaba el tiempo de mil maneras. Además de adiestrar al colirrojo se procuraba sus alimentos cazando por medio de trampas o pescando; pero esto sólo era una pequeña parte de sus actividades, y el resto del tiempo lo dedicaba al cuidado de sus animales.

Tenía cinco «pacientes» en lo que llamaba su hospital de animales: el cervatillo, que se recobraba de un ataque casi mortal infligido por un puma; la lechuza, que había perdido parte de un ala al enredarse con una criatura peor intencionada que ella; un cachorro de lobo, al que una trampa metálica le había mutilado una garra; un viejo y gordo lince, demasiado perezoso para alimentarse por sí mismo, y Boba, la mula, propiedad de McGraw por derecho propio, ya que la había salvado cuando su dueño anterior iba a matarla de un tiro. Boba tenía la desagradable costumbre de derribar las cuerdas instaladas para tender la ropa y de introducirse en la huerta con frecuencia.

—Sal de ahí, vieja bobalicona —le gritó McGraw un día que Boba daba vueltas entre las matas de alubias.

—¿Por qué no pone alambres de espino para impedirle el paso? —preguntó Billy.

El anciano explicó con fervor:

—No me gusta ¿Has visto alguna vez a una vaca o a un ciervo cogerse la pata con alambres de espino? Aunque no fuera cruel seguiría sin gustarme, pues las vallas de alambre están destrozando la región.

—La tierra tiene que ser aprovechada.

—¿Quién lo ha dicho? —contraatacó McGraw,

—Mi padre, por ejemplo…

—Bueno, no quisiera discutir con tu padre. Esta solía ser una tierra inmensa, ¿sabes?, sin límites. Podías ir desde río Bravo hasta el Canadá sin toparte nunca con una valla. Cuando seas mayor no podrás andar cien metros seguidos sin encontrarte con un «prohibido el paso».

—No me importa, pues voy a vivir en la montaña, como usted.

—¡No me digas! ¿De veras? —dijo con una sonrisa que agrietó su curtido rostro.

—Sí. Y también cuidaré de animales enfermos. ¡Siempre habrá montones de animales!

McGraw hizo un guiño al mirar al cielo.

—No tantos patos y gansos como antes. Los hombres talarán los bosques, dispararán contra las águilas y los pájaros como tu ratonero hasta que no quede ningún hábitat natural ni un solo animal adulto con vida que pueda perpetuar su especie. Los exterminarán a todos, tal como ocurrió con los búfalos, y todo habrá terminado. —La voz de McGraw cobró inflexiones amargas—. Los tramperos serán felices entonces. No quedará nada; sólo ellos y sus trampas para poder matar inmediatamente a cualquier animal al que se le ocurra nacer.

—No le gusta mucho la gente, ¿verdad?

McGraw se encogió de hombros.

—No digas tonterías, muchacho. No me disgustan los hombres, los conozco, eso es todo. ¿Maldices al lobo porque mata conejos? Así es la naturaleza. Ni mala ni buena; existe y nada más. El hombre es el peor depredador de todos por ser el más hábil y porque disfruta matando más que cualquier otro animal. Incluso mata a los de su propia especie. Pero así es la naturaleza —repitió con un suspiro—. ¿Quieres trabajar un poco con el ratonero?

Tan pronto como iniciaron los ejercicios, todo cinismo abandonó al anciano. Se convirtió entonces en un muchacho, alegre, sonriente, burlándose bonachonamente de todo, trabajando con infinita paciencia.

Tanto Billy como el pájaro tenían mucho que aprender. Según decía McGraw, adiestrar a un ratonero no es una labor tediosa e interminable. O el ave acepta el amaestramiento o lo rechaza. Se trabaja sin interrupción, se averigua pronto tas disposiciones del animal. Cada día adelantaban en el proceso. Por ejemplo, una tarde, McGraw ató pedazos de carne a un cordel y enseñó a Billy a moverlo y darle tirones a fin de que el ratonero tuviera que hacer un esfuerzo adicional para adaptarse a atrapar en el aire su alimento. McGraw recalcó la importancia de este nuevo ejercicio, que sería esencial en la próxima fase del adiestramiento.

—Nunca he visto a un muchacho tan interesado como tú en los animales salvajes —le dijo pensativo McGraw una tarde—. Pero a veces incluso los esfuerzos más obstinados fracasan en su objetivo. Tienes que recordarlo.

—Lo haré —dijo Billy, ignorando que McGraw intentaba decirle algo más profundo.

Al mismo tiempo que progresaba la nueva fase alimenticia iba consiguiendo que el ratonero se comportase más tranquilamente cuando no llevaba puesto el capirote. Al principio, dentro del oscuro cobertizo, el pájaro desplegaba frenéticamente las alas y saltaba sobre el antebrazo enguantado del anciano el tiempo justo para recobrar su equilibrio antes de volver inmediatamente a su percha. Obedeciendo las instrucciones de McGraw, Billy perfeccionó su técnica, hasta que un buen día el ratonero se posó en su brazo con una naturalidad asombrosa.

—¡Lo he conseguido! —exclamó Billy eufórico—. ¡Mire!

—¡Calma! —le aconsejó McGraw—. Déjale que se acostumbre poco a poco. Vamos a ver si le gusta dar un paseo contigo.

Pero el ratonero enloqueció cuando Billy quiso poner en práctica la sugerencia del anciano. Aleteó con frenesí, quiso liberarse de sus pihuelas y acabó colgando cabeza abajo. Le dio tal tirón en el brazo que Billy se asustó hasta el punto de no saber qué hacer. Finalmente, McGraw acudió en su ayuda y volvió a colocar al pájaro en la alcándara.

—¡Es culpa mía! —gritó Billy furioso—. ¡Me asusté!

—Lo hiciste bien, hijo —susurró el anciano—. De todos modos, una caída hubiera podido enseñar algo al pájaro. —Mientras McGraw hablaba, su voz susurraba algo al ratonero, que temblaba y despedía fuego por los ojos—. Cometerás equivocaciones, Billy. Todos las cometemos. No nos desalentemos por eso, ¿de acuerdo?

Billy observaba al ave, que iba cálmandose, y también él empezó a serenarse. Pero todavía se sentía culpable.

—Creo que deberías sacar de paseo a este pájaro dentro de tres o cuatro días —dijo McGraw, y luego añadió—: Podrías traer a ese amigo tuyo para que vea los progresos del ratonero.

Una ola de cariño y agradecimiento inundó a Billy. Hacía varios días que había mencionado la probabilidad de que Jeremy viniese con él, y el anciano ni siquiera parecía haberlo oído. Ahora, para alentarle, en aquel momento le recordaba la visita de su amigo. Billy se daba cuenta de que no era una futesa permitir que otra persona viniese aquí. ¡Era tan importante para el muchacho que alguien más pudiera compartir su triunfo!

—¿No le molesta?

—Escucha, hijo, si no me gustara no le habría invitado.

Billy comenzaba a comprender al viejo. A veces se mostraba duro o lunático. La madre de Billy se hubiera sonrojado con las palabras que McGraw gritaba a la mula Boba. Sin embargo, en unos segundos, se operaba un cambio radical en su comportamiento. Pasaba de una furia incontenible a una dulzura exquisita frente a un animal enfermo o asustado. O demostraba una solicitud sorprendente en algún aspecto de los adiestramientos que parecía casi irreal. Billy intuía también que el anciano le necesitaba en cierto modo; le tenía cariño y se sentía orgulloso de sus progresos. Era agradable la forma en que trabajaban juntos.

—Traeré a Jeremy un día de estos —dijo a McGraw. Pero de repente ya no estaba tan seguro de querer compartir las proezas de su ratonero, ni siquiera con su mejor amigo.

—Más vale que te vayas, jovencito —le aconsejó el viejo después de dejar al ratonero en el cobertizo—. Nadie debería estar fuera de casa a estas horas, particularmente en estos momentos. Los vigilantes recorren los caminos de la noche.

—El pueblo está ahora más tranquilo —dijo Billy—. Se han marchado muchos matones.

—No lo dudo —murmuró el viejo.

—Creo que papá tiene razón —dijo Billy pensativo—. Pero es indudable que esto se debe al señor Carson y al comité de vigilancia.

—Tal vez —gruñó McGraw—. De todos modos, yo estoy de acuerdo con tu padre.

—Ha estado muy ocupado últimamente recorriendo los lugares que le indicó el sheriff. Sin embargo, los resultados obtenidos son obra del comité y no del sheriff o de mi padre.

—No. Los dos han intentado hacer respetar la ley —replicó ásperamente el anciano.

—¿Por qué está enfadado? —preguntó Billy, entristecido por el tono de su amigo.

Este le rodeó los hombros con dulzura.

—En realidad no me gusta que esos engreídos se tomen la justicia por su mano, consiguiendo además la aprobación de jovencitos como tú. Hijo, no critiques a tu padre. Ni siquiera indirectamente. Tuvo que ser muy valiente para enfrentarse con sus vecinos. Algún día lo comprenderás.

—De acuerdo. No volveré a hablar del asunto —dijo el niño, sonrojándose.

Fue descendiendo por la falda de la montaña a toda prisa porque quería llegar a casa antes del anochecer. Algunas veces, cuando llegaba tarde, le reñían. Billy sabía que la irritación de sus padres estaba en razón directa de su preocupación por él. Mientras corría por una hondonada entre colinas pensaba en lo que podría enseñarle a Jeremy cuando fuera con él al monte. ¿Cómo se llevarían McGraw y Jeremy? Además, le agradaría la compañía de su amigo en sus largas caminatas de regreso a casa.

No es que la soledad le preocupase, pues todo indicaba que los problemas se habían acabado por fin en el valle, pese a los temores y advertencias de McGraw. Hasta su padre empezaba también a tranquilizarse. Con este alivio, con su ratonero y con la amistad de McGraw, este podría ser el mejor verano que hubiera vivido hasta entonces. La alegría le dio nuevo aliento y corrió con más ardor por la pradera en dirección al arroyo y a los árboles.

Corría a gran velocidad cuando una soga o una rama le golpeó en el pecho y cayó al suelo cuan largo era.