A la mañana siguiente de la primera actuación del comité, el padre de Billy recibió la visita de dos hombres, llamados Judkins y Braithwaite, que poseían granjas al otro extremo de Springer. Papá les invitó a entrar, pero parecían reacios a acercarse a la casa y permanecieron junto a sus carros.
—¿Está enterado de lo que ocurrió anoche? —preguntó Judkins.
—He oído lo suficiente —replicó papá disimulando su enojo.
Judkins escupió al suelo.
—Fue obra del comité de vigilancia. Nadie resultó herido, pero esos individuos ya no están en el pueblo.
Braithwaite se secó la frente.
—Algunos vecinos, satisfechos de los resultados obtenidos por el comité, se unieron a nosotros esta mañana. Sled, por ejemplo, que vive cerca de usted.
—Supongo que necesitan crédito en el almacén —repuso fríamente Dan Baker—. ¿A qué han venido?
Judkins enarcó las cejas, como ofendido por la pregunta.
—Sólo veníamos a saludarle. El comité quiere asegurarse de que todos los ciudadanos entienden lo que está ocurriendo. ¿Ha cambiado usted de idea?
—No.
—Mire a este muchacho —dijo Judkins señalando a Billy, que les escuchaba—. ¿Es que no le preocupa ni tiene obligaciones con él?
—Gracias por recordarme mis obligaciones de padre —dijo Dan Baker—. Se lo agradezco, señores.
Un rato después de irse los dos hombres, Billy se dirigió al granero, donde se encontró con un visitante, Jeremy Sled, acuclillado junto a la pared, mirando fijamente sus pies descalzos.
—¿Esos hombres vinieron también a tu casa? —preguntó.
—Sí.
—¿Tu padre ha firmado?
—No.
—El mío sí. Tuvo que hacerlo, Billy —añadió rápidamente Jeremy en un tono de disculpa que asombró a su amigo.
—¡Parece que te avergüenzas de ello! ¡Como si firmar fuera malo! ¡Ojalá mi padre se uniera al comité! Puede que no esté bien lo que hacen los vigilantes, pero quizá no quede más remedio que hacerlo.
—Si fueran buenas gentes, ¿cancelarían el crédito en el almacén para obligar a los demás a unirse a ellos? Mi padre dijo que era para presionarnos.
—No había considerado las cosas desde ese punto de vista —reconoció Billy.
Jeremy suspiró.
—¿Qué tal tu ratonero y el viejo loco?
—No está loco, Jeremy —protestó Billy, encantado de cambiar de tema—. Se llama McGraw, y es muy simpático.
—¿Qué aspecto tiene? ¿Qué ha hecho con el ratonero? ¿Cuánto tiempo se tarda en subir hasta su cabaña? ¿Podría acompañarte?
—No veo por qué no —dijo Billy, respondiendo primero a la última pregunta—. Y el ratonero está bien. Lo estamos adiestrando.
—¿Me llevarás contigo? Anda, chico, ¡no se lo diré a mi padre!
—¿Por qué no? —preguntó Billy—. No tienes por qué ocultárselo.
—¿Tú se lo has dicho al tuyo?
—No —admitió Billy—. Porque papá me dijo que no debía tener más animales.
—Mi padre se pondría furioso si supiera que fui a ver al viejo loco. Dice que no debo mezclarme con gente tan distinta de nosotros.
—¿Por qué?
Jeremy titubeó un instante antes de explicar:
—Bueno, él dice que no hay que correr riesgos inútiles.
Pero al marcharse, Jeremy repitió que le gustaría conocer a McGraw y que poco le importaban las objeciones de su padre. Billy contestó que se lo preguntaría al anciano.
Billy seguía molesto por tener secretos con su padre. Pese a todos los problemas planteados en el pueblo, se preocupaba esencialmente de los progresos de su ratonero. Todavía estaban en las primeras fases del adiestramiento que, según explicaba McGraw, eran las más difíciles, puesto que consistían en fomentar una confianza mutua entre un ser humano y una criatura salvaje.
—Para esto se necesitan personas especiales, hijo. Los ratoneros están dotados de sentidos que ignoramos. Mira tu ratonero, ¿ves?, nos está escuchando. Empieza a conocerte y a hacerse una opinión sobre ti. Si él no siente que tú eres la persona adecuada, nunca se dejará amaestrar por ti.
—¿Cree usted que sabe que le salvé la vida? —preguntó Billy.
—Naturalmente que lo sabe, hijo.
Aquel descubrimiento era estremecedor, pero el muchacho no ponía en duda las afirmaciones del anciano. Los ratoneros se diferenciaban de los demás animales salvajes en muchos aspectos, concretamente en la perspicacia de su vista y su extraordinaria capacidad para remontarse. ¿Cómo se podía estar nunca seguro del alcance de los conocimientos de un ratonero? McGraw decía que algunos preferían morir a ser amaestrados. En un principio. Billy consideró que era una actitud estúpida; ahora, en cambio, le parecía noble.
—¿Podríamos quitarle de nuevo el capirote? —preguntó Billy.
El anciano asintió. Con suavidad, desató la caperuza de cuero y la retiró de la cabeza del pájaro. Las plumas se desplegaron como si una fuerza las inflase desde dentro. Pareció duplicar de tamaño y, un poco tembloroso, giró imperceptiblemente la cabeza hacia Billy, quien evitó su mirada, ateniéndose a las instrucciones de McGraw. El corazón le latía con fuerza. El ratonero desplegó parcialmente las alas inclinándolas hacia abajo y permaneció en esa postura. Sus ojos volvieron a clavarse en Billy, y este percibió que penetraban hasta el fondo de su conciencia para separar los sentimientos falsos de los auténticos.
—¿Soy la persona adecuada para él? —preguntó Billy impulsivamente—. Quiero decir, ¿valgo lo suficiente, soy bastante bueno por dentro?
—Eso espero, hijo. De todos modos, pronto lo averiguaremos.
Aquella tarde, mamá había ido a casa de los Sled para hacer una colcha, y papá estaba en las barrancas, buscando a una vaca extraviada. El sheriff Ad Sweeney llegó en su silleto capón. Aunque no le conocía, Billy supo quién era.
—¿Está tu padre, hijo? —preguntó jadeando el sheriff.
—No, señor, pero volverá pronto.
—Soy el sheriff Sweeney —dijo al desmontar—. No parezco un representante de la autoridad, pero lo soy.
Billy sonrió y le estrechó la mano sin dejar de observarle. El hombre medía un metro setenta y dos de alto, uno treinta y siete de ancho, y era calvo como una bola de billar. Sus pantalones tenían la holgura de unas tiendas de circo. Llevaba enormes espuelas de plata y sus botas, de gran tamaño, tenían una anchura triple de la normal. Venía armado con un revólver de seis tiros; en la solapa del traje brillaba su insignia, pero el conjunto de su aspecto era desastroso. No era de extrañar que su caballo fuera silleto. Lo milagroso es que aún estuviera vivo.
—Me han dicho que tu padre no quiso unirse al grupo de vigilancia —prosiguió Sweeney, apoyándose en la valla, que crujió bajo su peso. Introdujo un trozo de tabaco de mascar en su boca antes de añadir—: ¿Por qué?
—Les dijo que no le gustaba el populacho.
—Han cancelado su crédito. Le han hecho pasarlo mal, ¿no?
—Sí, señor.
—¿Y no ha cedido?
—Qué va. ¿Está usted bromeando?
Sweeney escupió al suelo.
—Dile que he estado aquí y que le agradecería que se pasara por Springer para charlar conmigo.
—¿Se quedará algún tiempo en el pueblo, sheriff? —preguntó Billy.
—Supongo que sí. Los que apoyan la ley y el orden deben ayudarse entre sí —murmuró el hombre sombríamente.
—¿Se refiere a lo que ocurrió anoche?
—No —replicó Sweeney al subir a su caballo—. A lo que sucedió esta tarde. ¿No sabes lo que le ha pasado al pobre Plotford?
—No, señor. ¿Qué sucedió?
—Que le metieron seis balas en la espalda —explicó.
—Oh —exclamó Billy, esforzándose en asimilar la noticia. El comité de vigilancia había actuado anoche, y alguien había devuelto el golpe vengándose en la persona de Plotford. Y aquí estaba ahora Sweeney, preguntando por papá. ¿Por qué?—. ¿Busca ayuda, sheriff? —preguntó Billy—. No pensará pedírsela a mi padre, ¿verdad?
—Tú dile que me gustaría verle antes del anochecer.
—Se lo diré, sheriff.
Encorvado como si llevara sobre sus hombros la carga del mundo entero, Sweeney se alejó en su montura. Billy se volvió a casa. Mamá había regresado y le llamaba desde el porche. Billy le repitió las palabras del sheriff. Ella se estremeció al enterarse de la muerte de Plotford.
—Tu padre tenía razón. Así van a desarrollarse los acontecimientos. El sheriff contratará a más hombres, el comité atacará y los malhechores contraatacarán… —Mamá le rodeó los hombros con el brazo y le apretó contra ella—. No quiero que te alejes mucho de casa, Billy.
El muchacho pensó en la distancia que le separaba de McGraw y de su ratonero. Tal vez era ridículo preocuparse así por un pájaro cuando tantos problemas agobiaban la ciudad. Pero el ave significaba mucho para él. Quizá iba a ser el último animal que pudiera tener. Y el pájaro no hubiera sobrevivido de no ser por Billy. Por tanto, a él y a McGraw les correspondía convertirle en un cazador amaestrado, en un ratonero cabal.
—¿Crees que el sheriff pedirá a papá que sea delegado? —preguntó.
En el rostro de mamá se formaron unas arrugas de preocupación que el muchacho no había visto nunca.
—No lo sé.
Billy tenía la sensación de que los acontecimientos los acorralaban. Si papá prestaba servicio como delegado, sería como Plotford, y Plotford había…
—Haz lo que tengas que hacer —le dijo su madre—. Puede que tu padre quiera llevarte con él a Springer.
Billy se dirigió al corral, dio de comer y beber a los animales, quitó algunas pulgas que molestaban a Alejandro Magno, e incluso removió un poco la plantación de maíz con el azadón antes de que su padre regresara con la vaca extraviada. El muchacho le relató la visita de Sweeney. Papá frunció el ceño y dijo que le gustaría que Billy le acompañara al pueblo. El muchacho aceptó.
Incluso un forastero hubiera percibido inmediatamente la tensa atmósfera de Springer. Sentado en el carro junto a su padre, Billy no dejó de notarlo, aunque todo parecía normal. Varios caballos estaban amarrados como siempre a lo largo de la Calle Mayor, y un par de carros esperaban su carga delante del almacén de Carson. Los ancianos charlaban como de costumbre cerca del viejo cañón en la playa. Y el polvo cubría el suelo de la calle. En fin, una normalidad absoluta aunque sólo en apariencia.
El único dato revelador era la ausencia de movimiento. Hubiérase dicho que se trataba de un día de elecciones, cuando todo transcurre con normalidad en la calle pero los acontecimientos se producen de puertas adentro. Billy evocó el grupo de hombres encapuchados que había visto la víspera. En su opinión, estas gentes se comportaban con hipocresía: por la noche ocultaban su violencia bajo la capucha y de día bajo la apariencia de respetables comerciantes.
Cuando papá tiró de las riendas delante de la cárcel, la puerta se abrió para dar paso al sheriff Sweeney.
—¡Dan! Gracias por haber venido. ¿Podemos hablar… a solas?
Dan Baker vaciló por un instante.
—Me quedaré en el carro —dijo Billy. Su padre asintió y entró en la cárcel seguido de Sweeney.
Apoyado en unos sacos de pienso, Billy pensaba en su ratonero y en los problemas que agobiaban al pueblo. En el bar próximo resonó una fuerte carcajada y el estruendo de un piano. Ante la quietud del momento, resultaba difícil creer que la violencia se desataba por la noche. Billy reflexionaba sobre todo ello cuando oyó a su espalda un leve ruido. Se volvió para ver quién se acercaba.
Un hombre fornido y harapiento subía por la calle apoyándose en un bastón torcido; llevaba un sombrero negro de fieltro de anchas alas y holgadas botas de cuero marrón. Tiraba de una acémila, que era la más lastimosa bestia que Billy hubiera visto jamás. El hombre andaba encorvado, paso firme, absorto en sus pensamientos.
—Hola, señor McGraw —le llamó Billy alegremente.
McGraw tardó un segundo en localizarle. Entonces, una sonrisa iluminó su cara y agitó lentamente la mano a guisa de saludo.
—Hola, jovencito.
—¿Qué hace por aquí? —preguntó el muchacho.
—Incluso el hombre más loco tiene que adquirir provisiones de vez en cuando. Y hasta puede que me permita tomar un buen trago de whisky. ¡Sólo para curar las mordeduras de serpientes, claro! —añadió con un guiño.
—Claro.
—Y a ti, ¿qué te trae al pueblo?
—Mi padre está ahí, hablando con el sheriff. Esta tarde mataron al delegado.
McGraw dio un brinco.
—¿Lo mataron? ¡Pobre Plotford!
—Sí, señor.
McGraw movió tristemente la cabeza.
—Era un buen hombre. Nunca intentó echarme, como habrían hecho muchos en su lugar. Le gustaba la pesca. No tenía mucha suerte, decía. —El anciano se echó el sombrero hacia atrás para rascarse la cabeza—. Supongo que por fin la suerte le abandono definitivamente.
—No creo que pueda subir a su casa hoy.
—No te preocupes. El ratonero se está portando muy bien.
Contento por la noticia, Billy preguntó:
—¿Qué haremos a partir de ahora?
—Bueno, seguiremos exponiéndole gradualmente a la luz. Le acostumbraremos a ser transportado y manejado por nosotros; y le daremos trozos de carne más gruesos para que aprenda a desgarrarlos con el pico y…
—¿Qué hace usted aquí?
El grito procedía de tan cerca y fue tan inesperado que los dos amigos volvieron la cabeza al mismo tiempo.
En la esquina de detrás de la cárcel, con su delantal de carnicero protegiéndole el abultado vientre, estaba un hombre del que Billy sólo sabía su nombre: Chafflin. Rechoncho, calvo, de unos cincuenta años. Tenía ojos pequeños, muy juntos, y, la única vez que Billy le había visto anteriormente, joviales. Pero ahora no tenían nada de joviales; parecían enojados, quizá asustados. Billy vio con terror que Chafflin llevaba una pistola en el cinturón, debajo del delantal manchado de sangre.
—¿Qué le está haciendo a este muchacho? —inquirió Chafflin.
—Nada. Charlábamos, amigo —respondió McGraw sonriente.
—¿Qué ha venido a hacer aquí?
—Vivo aquí arriba —añadió señalando a las montañas.
Chafflin abrió desmesuradamente los ojos.
—¡Es usted el viejo loco!
—No está loco —protestó Billy—. Es amigo mío y estamos charlando. Será mejor que nos deje en paz, señor.
—Chico, necesitas que alguien te enseñe buenos modales —dijo Chafflin avanzando amenazador.
—No le moleste —le advirtió McGraw con repentina acritud.
Chafflin miró alternativamente a Billy y al anciano, indeciso sobre qué actitud debía adoptar. Aspiró con fuerza antes de decir:
—Soy miembro del comité de vigilancia. Nuestra consigna es orden y ley, y que la gente viva en comunidad sin molestarse unos a otros.
—¿Qué ley estamos infringiendo? —preguntó McGraw.
—No tiene derecho a molestar a este chico.
—No le he molestado, amigo.
—Usted no es de este pueblo. Váyase.
—¿Y quién decide quién es o no de este pueblo?
Billy nunca supo cuál habría sido la respuesta de Chafflin porque, en ese instante, oyó un ruido a sus espaldas, en el porche de la cárcel. Chafflin alzó la vista y se frotó nerviosamente las manos en su delantal. Billy se volvió.
Sweeney estaba en el porche.
—Bueno, no vamos a armar alboroto aquí, ¿verdad? —dijo con una sonrisa.
Detrás del sheriff estaba el padre de Billy, muy disgustado. Llevaba prendida en su camisa la insignia de delegado.
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—No quería aceptar y no soy apto para el puesto —explicó papá durante la cena—. Quizá ni siquiera tengo derecho a correr este riesgo teniendo que velar por vosotros dos. Pero Sweeney necesita apoyo.
Sentada ante un plato de comida que no había probado, mamá disimulaba mal su angustia.
—Sé que tenías que aceptar, Dan.
—Sweeney dijo que no haré guardias ni el servicio corriente de un delegado. Todo lo que tendré que hacer, en realidad, es estar aquí, en esta parte del condado, y mantenerle informado. Se necesita aquí un representante de la ley, ¿comprendes? —Papá se volvió hacía Billy—. Quería preguntártelo antes, pero se me olvidó. ¿Quién era ese anciano con quien hablabas cuando salí de la cárcel?
—Era el señor McGraw —dijo Billy sin poder reprimir su inquietud—. Estábamos charlando cuando Chafflin vino a molestamos.
Dan Baker suspiró.
—Algunos de los elementos más peligrosos ya han abandonado el pueblo, pero no cambiará nada. Chafflin y otros de su género intentarán echar a cualquiera que no sea de su agrado. ¿Quién es ese McGraw, hijo?
Billy dijo evasivamente:
—Un amigo mío.
—¿Amigo tuyo? ¿Dónde vive? —preguntó papá con severidad.
—Pues arriba, en la montaña —confesó Billy riéndose.
—No será el viejo loco, ¿verdad?
—¡No está loco!
—Es ese hombre al que la gente llama el viejo loco, ¿no? ¿Cómo lo conociste?
Billy no veía modo de zafarse del interrogatorio y se resignó a explicarlo todo.
—Encontré un ratonero herido que se había caído del nido y yo no podía dejarle morir. Como tú me habías prohibido traer más animales a casa, pedí ayuda a Jeremy y me habló del viejo loco. De modo que le llevé el animal. Es un hombre muy bueno, papá. Estamos adiestrando a mi ratonero. Ya lleva capirote y come trozos de carne que le damos en un palo y…
—¿Sigues siendo tan niño? —rugió su padre.
—¿Qué? —dijo Billy aturdido—. ¿Por qué te pones tan furioso?
Papá levantó las manos en señal de impotencia.
—¿Cuándo vas a tener juicio, muchacho? El pueblo está desgarrado, el valle expuesto a arruinarse; acaban de asesinar a un delegado, y yo me veo obligado a ocupar su puesto; el comité de vigilancia ha cancelado nuestro crédito… ¡y tú te dedicas a jugar con un ratonero!
La madre de Billy se removió en su asiento.
—¡Dan! —le reprochó dulcemente.
—¡No! ¿Cuándo vas a aceptar por fin tus responsabilidades?
La cólera de Billy surgió como el destello de la luz del sol reflejada por un espejo.
—¿Y tú? —replicó.
—¿Qué? —dijo papá estupefacto.
—¿Cuándo vas a unirte al comité de vigilancia para ayudarle a hacer algo aquí? —preguntó Billy—. Ya sé que son duros, pero consiguen buenos resultados, ¿no?
—Eso equivale a decir que puedo matar a un cerdo llenándole el cuerpo de postas, ya que de todos modos lo único que importa es su muerte —repuso papá.
—Esto no tiene nada que ver con lo que estamos hablando. Soy lo bastante mayor para entenderlo. Tú me pides que acepte mis responsabilidades, pero tú no lo haces.
—¡Ya te dije antes que estoy en contra de que actúe el populacho!
—¿De verdad, papá, o es solamente una manera de disimular?
—¡Basta! —rugió papá con voz ronca, temblando de cólera—. Harás lo que te ordene, jovencito. ¿Entendido?
—Sí, señor —respondió Billy, temeroso de echarse a llorar.
—¡Y si no quieres hacerte un hombre por tu cuenta yo me encargaré de ello!
—Cálmate, Dan —intervino mamá, muy tensa, apretando las manos.
—¡No te metas en esto! —estalló su marido—. ¡El muchacho no puede ir a divertirse con ese maldito pájaro cuando tenemos tantos problemas! —Se dirigió a Billy con el rostro encendido de cólera—. No volverás al monte nunca más.
—¿Y qué será de mi ratonero?
—Ya no tienes ratonero. Olvídalo.
Billy miró a sus padres, buscando desesperadamente argumentos que pudieran hacerles cambiar de actitud. Por un momento creyó poder dominarse y, de pronto, se echó a llorar. Era horroroso. Había creído que nunca volvería a llorar así. Las lágrimas brotaban incontenibles de sus ojos, inundándole las mejillas y la barbilla.
—¡No olvidaré esto, padre! ¡No hago daño a nadie. Hago todas mis tareas y… tú no tienes derecho a prohibirme una cosa que no está mal!
—Ya veremos —dijo papá al levantarse.
—¡Dan! —dijo Ellen con voz severa. Dan la miró y se detuvo—. Deja al chico en paz —añadió suavemente pero con firmeza—. Déjale cuidar del ratonero si realmente es su deseo.
Papá dijo muy enfadado:
—¿Vas a contradecirme en este asunto? —preguntó Dan Baker con sombría expresión.
Billy nunca había visto a su madre tan resuelta y serena.
—Dan —respondió mamá en un tono aterciopelado—. No suelo oponerme a tus decisiones, pero cuando estás equivocado lo estás, y alguien tiene que hacértelo comprender.
—¡Estás desafiando mi autoridad sobre mi hijo!
—También es el mío.
Fascinado, el muchacho observó la interminable mirada que, en silencio, intercambiaron sus padres. En aquella mirada iban implícitas muchas cosas. Papá consiguió reprimir su lengua, pero la lucha que sostuvo se traslució en los músculos de su rostro. Dominaba a su mujer con su alta estatura. Sin embargo, parecía que ella, tan menuda, tan erguida y tranquila, estaba rodeada de un muro invisible de fuerza y serenidad.
—¡De acuerdo! —gritó por fin Dan Baker—. ¡De acuerdo! Pero no se te ocurra eludir tus tareas, muchacho. —Y se marchó dando un portazo tan violento que tintinearon las cacerolas colgadas de la pared.
Mamá se puso a limpiar la mesa.
—Está furioso —comentó el muchacho—. Puede que… acaso fuera mejor que no volviera al monte…
Ella le lanzó una mirada indescifrable.
—¿El ratonero significa mucho para ti?
—Oh, sí —admitió Billy con un candor que no solía manifestar ante su madre—. Siempre quise tener uno. Y McGraw…
—Entonces ve a verle cuando puedas —te dijo—. Antes de que te des cuenta ya no podrás jugar ni reír.
—Pero no me gusta ver a papá tan enfadado.
—Está sometido a una terrible tensión. Pero en cuanto a un enfado contigo o conmigo, no te preocupes, hijo, pronto se le pasará —dijo con indefinible sonrisa.
Más tarde, cuando ya estaba acostado en el desván, Billy oyó que sus padres charlaban sin violencia ni gritos, lo cual le tranquilizó. Quizá todo saliera bien…
Imaginaba al ratonero volando libremente para regresar luego obedeciendo a un toque de silbato suyo. Esa perspectiva le animó mucho. Era increíble que profesara tanto cariño al pájaro. El hombre puede conseguir cualquier cosa con tal de intentarlo con suficiente empeño. Y él haría de su ratonero un ave de presa perfecta.
El proceso de adiestramiento iba a ser muy divertido. Tal vez lo bastante como para compensar el distanciamiento que este asunto había originado en sus relaciones con su padre, así como el malestar que le embargaba cada vez que pensaba en ello.