Billy odiaba tener secretos con sus padres, pero decidió no hablarles del ratonero ni del viejo loco. Presentía que la reacción paternal sería temible. Papá le propinaría una buena paliza en el cobertizo por su desobediencia y luego le ordenaría dejar al ratonero en libertad. Sin embargo, el temor de Billy no tardó en transformarse en otra cosa: tenía la íntima sensación de que, en este asunto concreto, tal vez supiera más que su padre. Era la primera vez que le ocurría algo semejante, y no dejaba de desconcertarle.
El martes, toda la familia se fue a la ciudad para efectuar las compras de la semana. Ese viaje constituía siempre un gran acontecimiento. Su padre se reunía con otros hombres para charlar sobre las cosechas, los precios, el mercado de ganado y otros temas. Su madre, por su parte, empleaba mucho más tiempo del necesario en hacer sus pocas compras. Billy solía quedarse con ella, pero a veces permanecía junto a su padre para escuchar las conversaciones de los hombres.
Springer era un pueblo pequeño, asentado en uno de los valles de la cordillera junto a un arroyo. En la Calle Mayor, la parte más ancha corría a lo largo de dos manzanas cortadas por una calle lateral en la que la «iglesia exquisita» —así la llamaba mamá— alzaba su campanario hacia el cielo. La calle iniciaba su recorrido entre graneros y almacenes. Luego se animaba al acercarse a la iglesia. Allí estaba el almacén de Carson, flanqueado a su izquierda por la armería y la tienda de confección, y a la derecha por la confitería de Doc y el almacén de piensos y semillas de Springer. En el otro extremo se veían la estafeta de Correos, la barbería, los tres bares del pueblo y la Compañía de Transportes de Bainbridge. No abundaban los edificios comerciales en las proximidades de la iglesia, como para no profanar el carácter sagrado de su entorno. Una amplia zona de césped bien cuidado rodeaba el templo. Más allá se habían construido casas de una sola planta y, al final de la manzana, la cárcel. Billy nunca había entrado en ella, como tampoco en la «iglesia exquisita». La que frecuentaba su familia era más modesta y se levantaba en las afueras. El banco de Springer se hallaba cerca de la «iglesia exquisita» en el camino lateral que conducía a las viviendas mejores y más grandes, propiedad del banquero y de algunos comerciantes.
Todo ello inducía a Billy a pensar que Springer no era la comunidad sencilla que había imaginado cuando era más pequeño. Sabía que en el pueblo convivían personas de muy diversos estados sociales: borrachos, vagabundos y otros tipos de baja estofa que pasaban mucho tiempo en chirona; luego estaban los vaqueros, cuya estancia en Springer solía ser corta pero que gastaban mucho dinero; después los pastores, y finalmente los verdaderos vecinos; granjeros como su propia familia; comerciantes como el señor Carson, y gentes que habían llegado a la cumbre, como el banquero, el predicador, el maestro de la escuela, y a las que no se les veía casi nunca. Esta diversidad de estratos no le preocupaba, pues sabía que él pertenecía al mejor.
En aquel soleado martes reinaba una gran actividad en la Calle Mayor. Varios caballos esperaban a sus dueños atados delante de los bares. Había varios carros diseminados a lo largo de la calle, en la que se veía a granjeros charlando, a mujeres que andaban de un lado para otro por las aceras de tablas y a niños entregados a sus juegos en el polvo.
Como de costumbre, Billy iba sentado en la parte trasera del carro, junto al borde, para poder saludar a la gente, pero no vio a ningún muchacho de su edad. Papá detuvo el vehículo entre dos carros. Los caballos se pusieron a piafar y a removerse dentro de sus arneses. Fue entonces cuando Billy advirtió que el ambiente no era el mismo de siempre. La gente que charlaba cuando llegaron se volvió para mirarlos y luego les dio rápidamente la espalda. Todos se callaron de pronto cuando papá se apeó y rodeó el carro para ayudar a bajar a mamá. A continuación reanudaron las conversaciones todos a la vez. Billy miró a su padre y vio que sus facciones estaban tensas, no verdaderamente enfadado, sino como si estuviera a la defensiva.
Mamá se comportó como si no se hubiese dado cuando de nada. Intercambió una mirada con otra mujer y la saludó.
—Hola, señora Madison.
La aludida vaciló un segundo antes de devolverle el saludo con una tímida sonrisa.
—¡Hola!
Mamá prosiguió:
—¡Hace un día estupendo!
—Sí, estupendo.
El padre de Billy comprendió finalmente la insinuación de mamá. Subió a la acera y puso la mano en el brazo de un hombre.
—Buenos días, Stanley.
Stanley se volvió un tanto sorprendido.
—Hola, Dan.
Papá sonrió a los demás hombres del grupo, pero su mirada era dura como el acero.
—Hola, Frank. ¿Qué tal, Archie?
Billy notó que las sonrisas de los hombres eran forzadas y que evitaban mirar a su padre a los ojos. Se produjo un nuevo y enfadoso silencio. Desde el bar, al otro lado de la calle, se oyó una carcajada masculina que resonó como el trueno.
—Ven, Billy —dijo mamá, y entró en el almacén de Carson. Papá, que a veces se escabullía para ir a tomar una cerveza, esta vez la acompañó, seguido de Billy.
La tienda le producía pavor cuando era niño, y esta sensación aún perduraba. La mayor parte del piso bajo se abría a un desván, y estaba cubierta de barriles y de cajas. Del techo colgaban enormes fardos, rollos de alambre y de cuerda. En el interior de la tienda estaba muy oscuro. Al entrar, uno tenía la impresión de internarse en una cueva poblada de gigantes de forma indefinida. Y los sentidos de Billy captaban las más diversas impresiones: atenuados olores de cáñamo, tierra, especias y tejidos; la sensación bajo sus pies del suelo endeble y desmenuzado cubierto de serrín; el murmullo de las voces y el ruido que hacían los artículos al caer en los sacos. Después los ojos se acostumbraron a la oscuridad y Billy vio que su madre se abría camino hacia la sección de tejidos, situada en un rincón del almacén. Para llegar allí había que pasar debajo de un enorme despliegue de sillas de montar y de arneses suspendidos del techo. Las dos amas de casa que examinaban las telas y el señor Carson, que cortaba una pieza de percal, levantaron los ojos con sorpresa al acercarse mamá.
—Hola —les saludó papá, como desafiándoles.
Todos contestaron al unísono. Una de las clientes se marchó en seguida; la otra se apartó al otro extremo del mostrador cuando mamá quiso examinar alguna tela. Papá no se separó de mamá y en su rostro se leía un profundo disgusto. El señor Carson se acercó con las tijeras en la mano y la cinta métrica sobre el hombro.
—Buenos días. ¿Qué tal?
—Bien —respondió papá.
—Quisiera hablar con usted. Dan. En privado.
—No hay necesidad de excluir a la familia. ¿De qué se trata? Carson pareció endurecerse.
—Bueno, señor, se trata de su cuenta, que se aproxima ya a cincuenta dólares. Le agradecería que…
—Ha sido más elevada en otras ocasiones —replicó papá tranquilamente con una cara inexpresiva que disimulaba su rabia—. Ya sabe que siempre le hemos pagado en cuanto nos ha sido posible.
—Lo sé —dijo Carson—. Los tiempos son difíciles para todos, incluidos los hombres de negocios. —Aspiró con fuerza, dejó las tijeras en el mostrador y se metió las manos en los bolsillos de su delantal—. Tengo que reducir el crédito, señores.
Mamá ahogó un grito.
—¿Todo al contado?
—Eso es.
La sangre abandonó el rostro de papá; sus ojos centellearon, contrastando con el tono grisáceo de su piel. La repentina transformación de su padre asustó a Billy.
—¿Limita el crédito a todo el mundo, señor Carson?
El hombre hundió los puños en el fondo de sus bolsillos.
—Si, a casi todos.
—¿Especialmente a los que se niegan a colaborar en el comité?
—Esta tienda es mía, señor Baker. Y la llevo como me parece.
El padre de Billy dio un paso hacia Carson. Su esposa le retuvo por la manga.
—¡Dan!
Papá se detuvo. La angustia y la furia que se reflejaban en su cara provocaron en Billy sentimientos que nunca había experimentado antes.
—¿No puede esperar un poco? —susurró papá—. ¿No se da cuenta de que las elecciones se celebrarán muy pronto? Podrían ustedes solucionar el problema legalmente.
—Todo lo que hagamos será legal. Ya se lo dije antes.
—¿La horca es legal?
Carson se quedó de una pieza.
—Sólo le he dicho, Baker, que los negocios van mal y que tengo que suprimir su crédito. Lo otro nada tiene que ver con este asunto.
—Eso dice, pero no puedo creerlo.
—Lo lamento —rugió Carson, y se alejó rápidamente.
Papá se estremeció con violencia. Y mamá le apretó el brazo para retenerle.
—¡Maldito sea! —rugió papá en voz baja—. ¡Maldito sea!
—No hagas nada, Dan —le suplicó mamá—. Todo va bien. De verdad. —Estaba a punto de llorar, pero se aferró a papá como si quisiera convencerle con su fragilidad de que todo iba bien. ¿Por qué quería convencerle de ello si no era cierto? ¿Por qué?, se preguntó Billy.
Cuando fue a visitar a McGraw a la caída de la tarde, Billy le contó lo que había ocurrido en la tienda. Soplaba un viento frío en la montaña. Los dos estaban en cuclillas junto a la alcándara que el anciano había instalado al aire libre y en la que estaba posado el ratonero.
—El señor Carson no cambió de parecer. De modo que sólo compramos un poco de sal. Papá dijo que tendríamos que privarnos de algunas cosas durante una temporada.
—¿Tu padre tiene intención de firmar su adhesión al comité?
—¡No, qué va! Le dijo al señor Carson que si él y su gente querían hacerle la guerra podían empezar cuando les apeteciera porque no le importaba lo más mínimo.
—Tu padre no podrá vencer a la ciudad entera. Y las demás familias neutrales se verán obligadas a firmar para no perder su crédito —observó McGraw con un suspiro—. Tu padre es un buen hombre. Tienes suerte, ¿sabes? No me gusta nada que un hombre bueno, que trata de solucionar las cosas como es debido, sea atacado por todos sus vecinos.
—¿Opina usted que debería firmar?
McGraw respondió con una sonrisa.
—Si conociera las respuestas a todos los problemas que se nos plantean en esta vida, quizá no viviría solo en una colina, hijo.
Aquella contestación alentó la curiosidad de Billy, y aunque su amistad fuera muy reciente, el muchacho se atrevió a preguntar:
—Por cierto, ¿cómo es que decidió vivir solo?
Las miradas del anciano y del niño se encontraron por un instante, y Billy experimentó la temerosa sensación de penetrar, a través de los ojos de McGraw, en un viejo recuerdo, lleno de dolor y de pesar. Algo le había sucedido a McGraw en otro tiempo. Algo parecido a la terrible experiencia de su padre, relacionada con las muchedumbres. Billy ansiaba conocer aquel secreto, aunque al mismo tiempo sospechaba que era preferible ignorarlo todo.
McGraw respondió a su pregunta con la tranquila ironía de un hombre que sabe que nadie le va a creer.
—Me gusta la soledad, hijo.
—Hum… —balbució Billy desconcertado.
McGraw le dio unas cariñosas palmaditas en la espalda.
—Además, la soledad evita las complicaciones. Dime, ¿no te parece que tu ratonero tiene mejor aspecto?
Billy aceptó con alivio el cambio de conversación. El pájaro tenía realmente mejor aspecto. Estaba posado firme y sosegado en su percha.
—¿Le quitamos ahora el capirote? —preguntó, inquieto.
—Lo llevaremos a donde esté oscuro para observar su reacción.
Bajo la atenta mirada de Billy, el anciano se puso en la mano y antebrazo izquierdo una manopla de cuero resistente. Luego, cautelosamente acercó el protegido antebrazo al ratonero encapuchado y le dio suaves codazos en las garras y en las patas. El pájaro luchó por mantenerse en la percha, pero para conservar el equilibrio tuvo al fin que posarse sobre la manopla. McGraw desenganchó las pihuelas sujetas a la alcándara, las enrolló en tomo a sus dedos y se dirigió al cobertizo.
Tardó un minuto en instalar al ratonero sobre la percha en el interior del cobertizo. La oscuridad era tan densa que Billy no veía casi nada. McGraw se quitó el guante y con una larga pluma acarició la garganta y el pecho del ave.
—Es para amansarle un poco —explicó el hombre con voz cantarina.
—¿No sería mejor hacerlo con los dedos? —preguntó Billy—. ¿Acostumbrarlo a su tacto?
—Podría arrancarte el índice —dijo McGraw con una risita ahogada—. Y lo que es importante, la grasa de las manos estropeada el revestimiento impermeable de sus plumas, con lo cual se empaparía con la lluvia y ya no podría volar. Probablemente moriría.
Billy preguntó señalando un palo largo y flexible que McGraw había puesto a su alcance:
—¿También utiliza el palo para acariciarle?
El anciano hizo un ruido nasal que Billy había aprendido ya a considerar como una carcajada.
—¡Qué va! ¿Ves esta lata de fruta junto a la puerta? Pásamela, por favor.
La lata contenía pedazos de carne cruda. El pájaro dio señales de haber percibido el olor.
—Ahora siéntate ahí detrás cómodamente —le pidió McGraw—, y no mires al ratonero a los ojos si él te mira. A veces se asustan cuando la gente los mira de frente, y no es posible saber cómo reaccionará cuando le quite la capucha.
Con gestos lentos y cuidadosos, McGraw desató el capirote y, al quitárselo, el pájaro dio un respingo y miró a su alrededor. Ladeó salvajemente la cabeza y tembló todo su cuerpo. No intentó volar.
Se limitó a girar la cabeza de un lado a otro, y Billy se estremeció al ver los resplandecientes ojos del ratonero.
McGraw acercó un extremo del palo al pecho del pájaro, que después de observarlo desasosegadamente lo mordió con fuerza tratando de destrozarlo con el pico. El anciano hizo un guiño a Billy, retiró el palo con lentitud, colocó un minúsculo trozo de carne en la punta y se lo ofreció al animal. Este inclinó la cabeza nerviosamente y agarró el palo con avidez. La carne se desprendió y fue a parar a su pico. El ratonero se la tragó en un segundo.
—¿Así es como le enseña a aceptar comida? —adivinó Billy.
—Es un paso muy importante —explicó McGraw mientras volvía a poner carne en la punta del palo—. Se empieza por el palo, luego se pasa a la cuerda y al señuelo. En mi opinión, este pájaro ha empezado con buen pie su adiestramiento.
—Supongo que será lento, ¿no? —comentó Billy antes de marcharse.
—Solamente unas pocas semanas —le informó el anciano—. ¿Sabrías hacer un silbato?
—¿Un silbato? —repitió Billy perplejo—. ¿Para qué?
Los ojos de McGraw brillaron de malicia.
—Dentro de algún tiempo te apetecerá hacerlo volar, ¿verdad? Entonces necesitarás un silbato.
—¿Quiere decir que con un toque de silbato él volverá?
—Muchacho, si este ratonero opta por la libertad, nada ni nadie podrá retenerlo. Con o sin silbato se irá. Sin embargo, el silbato resulta útil a veces. Forma parte del condicionamiento. Pero no te preocupes por eso, yo te haré uno —concluyó sonriente.
—Se lo agradeceré mucho.
—¿Piensas utilizar el ratonero para cazar, Billy?
—¡No! —protestó el muchacho—. Solamente quiero tenerlo, adiestrarlo…
—Tu padre piensa que es una tontería, ¿no?
—Bueno, lo pensaría si… —Billy no terminó la frase, pues se dio cuenta de que había cometido una equivocación.
—Ya. No sabe que lo has traído aquí —dijo McGraw—. ¿Qué opinaría si lo supiera?
—No lo sé, señor.
—No quiero que te metas en líos, chico, y tampoco quiero tenerlos yo —le advirtió el anciano con tristeza.
—Fui yo quien le pedí ayuda, y no al contrario.
—Un montón de gente reprochará a tu padre su oposición al comité de vigilancia. Se pondrán furiosos al ver que no actúa como ellos, que no es uno más del rebaño, ¿comprendes?
—Algunos hombres no deben formar parte de un rebaño.
—El rebaño rara vez opina así —dijo McGraw sonriendo tristemente—. Y esto es lo que trato de explicarte. Así como algunos hombres están disgustados con tu padre por no unirse a ellos, es natural que él desconfíe de mí porque soy un solitario… ¿Entiendes? Las personas desconfían de los que son diferentes, y especialmente de los solitarios. Y no se les puede culpar por pensar así.
—A mi padre no le importarían ni el ratonero ni mis visitas a usted.
McGraw le miró, escéptico.
—Ya tiene bastantes problemas sin que encima deba preocuparse por ratoneros o viejos locos como yo. En cuanto a ti, hijo, asegúrate de que no acarrearás problemas a ninguno de nosotros, ¿lo has entendido?
Billy asintió, aunque sin comprender del todo.
—Puede que se acerquen malos tiempos, chico. Y de ser así, no quiero que te preocupes por el pájaro o por mí. ¿De acuerdo?
—La verdad es que no sé de qué me está hablando.
—Prométemelo sólo —le pidió severamente McGraw.
—Se lo prometo —dijo Billy, confiando en que no le comprometía prometer algo que no entendía.
—Más vale que regreses a casa ahora mismo —agregó el anciano dándole un afectuoso golpe en el hombro—. Supongo que tardas una hora en el trayecto.
Billy tardaba una hora y veinte pero no quería confesarlo. Dio las gracias a McGraw y se alejó corriendo. Era tarde ya. La noche le sorprendió en la falda de la montaña. Aún le faltaba un buen trecho por recorrer cuando vio un resplandor de llamas en las afueras del pueblo y oyó el galope de caballos que se acercaban. Se percató de pronto que la mala suerte le había situado en medio de algo en lo que no quería participar de ningún modo. Cuando los jinetes surgieron de la oscuridad a sus espaldas, sólo tuvo tiempo para ocultarse detrás de unas rocas como si su vida dependiera de ello. Y efectivamente, por lo que se imaginaba, su vida podía estar en peligro.
En el preciso instante en que los caballos pasaban muy cerca de él, Billy saltó a una zanja, excavada por la erosión, y fue rodando entre rocas dentadas que aún conservaban un poco de calor del sol. Le pareció que eran unas dos docenas de jinetes, y el estruendo de los cascos de los caballos, el crujido de las sillas de cuero y los sonidos metálicos de las espuelas formaban una sinfonía impresionante.
Los jinetes, sin embargo, no pasaron de largo, sino que se detuvieron cerca del escondite de Billy. Tirando con fuerza de las riendas, giraron y chocaron entre sí mientras algunos gritaban órdenes para lograr una apariencia de organización. El espeso polvo que levantaron llegó hasta Billy, obstruyéndole la garganta y la nariz. La mayoría de los jinetes iban encapuchados y armados. En el centro del grupo se veían cuatro hombres sin capucha: jóvenes forasteros, con la ropa hecha jirones, el rostro monstruosamente ensangrentado. Atados a las sillas se tambaleaban como grotescos muñecos de trapo al vaivén de sus asustadas cabalgaduras.
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—¡Nos quedamos aquí! —gritó un hombre haciendo girar su caballo en el centro del camino—. ¡Pónganles en fila! —Parecía la voz del señor Carson, aunque más ronca, debido probablemente al nerviosismo. Pero tal vez me equivoco, pensó Billy—. ¡Colóquenlos de espalda y cuelguen las cuerdas! —ordenó el hombre.
Desde su escondite entre las rocas, Billy miró horrorizado cómo se levantaban brazos y se arrojaban al aire sogas que quedaron prendidas de las ramas de los árboles. Tanto el camino como el bosquecillo de viejos álamos barridos por el viento eran visibles de día a muchos kilómetros de distancia. Los prisioneros, lívidos de terror, iban a ser ahorcados en este sitio para que todo el mundo pudiera verlos a la mañana siguiente.
—Hagan un lazo corredizo —gritó el que mandaba, saltando de su montura—. ¡Que alguien encienda las antorchas! ¡Y que uno de vosotros monte guardia en el camino! ¡Deprisa!
Todo era apresuramiento y confusión. Los caballos chocaban entre sí. Los jinetes maldecían, rezongaban y maniobraban, haciendo lazos corredizos en las cuerdas que pendían de los árboles.
—Alineénles y échenles las sogas al cuello —volvió a gritar la misma voz. Los encapuchados reunieron las monturas de los prisioneros debajo de los árboles, de tal modo que los nudos bailaban a la altura del rostro de los forasteros. Uno de ellos rozó la pesada cuerda y, con un grito estrangulado, se desplomó inconsciente en su silla de montar. Varias manos se tendieron para mantenerle erguido.
—¡Todo listo! —gritó el jefe.
Los jinetes encapuchados guardaron silencio. Con esa palidez de los hombres condenados, los prisioneros miraban fijamente mientras el jefe se colocaba frente a ellos al otro lado de las sogas. Las antorchas despedían amarillos destellos y volutas de humo. Por un instante reinó un silencio absoluto. Billy observaba el espectáculo con el corazón enloquecido.
—Hemos incendiado vuestras cabañas de intrusos —dijo el jefe—. Nosotros representamos la nueva ley de Springer. Nada de comisionados, ni de juicios, ni de libertad incondicional. —La figura del encapuchado pareció hincharse al hacer una profunda inspiración—. Vosotros cuatro habéis robado comida esta noche. Y vuestro delito ha sido juzgado por el comité de vigilancia. Hemos fijado ya vuestro castigo. La tierra es nuestra, la ley también.
Hizo una breve pausa. En esa noche de pesadilla, sólo se oían el crepitar del fuego y el silbar del humo despedido por las antorchas.
—Podemos ahorcaros ahora mismo para demostraros que hablamos en serio.
Uno de los prisioneros dejó escapar un gemido. Billy buscó desesperadamente un modo de huir porque no quería presenciar el ahorcamiento.
—Podemos ahorcaros, repito, pero por esta vez hemos decidido no hacerlo. —La voz subió de tono. Tenéis que iros. Avisad a los demás. No queremos verter sangre, pero estamos dispuestos a proteger nuestros bienes.
Antes de que Billy hubiera entendido el sentido de las últimas palabras, el jefe hizo un tajante ademan. Por doquier aparecieron cuchillos que cortaron las cuerdas que inmovilizaban a los prisioneros. Uno de ellos perdió el equilibrio y se cayó al suelo como un saco de pienso.
El jefe se izó de nuevo en la montura. Los demás componentes del grupo le siguieron al galope levantando el polvo del camino a su paso. Y las siluetas se desvanecieron en la oscuridad.
Aprovechando esta oportunidad, Billy avanzó rápidamente por la zanja y se dirigió hacia su casa. A la mitad de la colina, desde la pradera verde y húmeda, miró hacia atrás. Una de las antorchas había caído en el camino y despedía resplandores rosados, irreales, que iluminaban un penacho de humo y la parte inferior de los árboles de los que colgaban las sogas. Dos de los prisioneros permanecían en sus monturas, aturdidos, con la cabeza baja. Otro había desaparecido; sólo se veía a su caballo. Y el cuarto estaba inmóvil junto a su animal, con los brazos colgando fláccidamente y en estado de shock.
Lejos, en la dirección de Springer, el resplandor del fuego, el fuego que había destruido sus cabañas, ya era sólo un rescoldo.
Billy se apresuró por el camino. Al ver las ventanas iluminadas de su casa sintió un alivio tan intenso que casi resultaba doloroso. Sabía que la guerra acababa de iniciarse en el valle. Aquella noche habían permitido a su padre que permaneciera neutral. Pero mañana…