3

La asistencia al servicio religioso de los domingos era una costumbre que Billy respetaba como un hecho establecido e indiscutible. La iglesia que frecuentaba su familia estaba edificada en los límites de la ciudad de Springer. Pequeña, pintada de blanco y provista de un modesto campanario. Escaseaban las ventanas, lo que constituía una bendición en invierno y, en cambio, un suplicio en verano, porque el interior se convertía en un horno. El edificio solía estar abarrotado, pues las familias acudían en pleno. Los recién nacidos lloraban, los chiquillos arrastraban los pies y se removían en sus asientos, lo que les valía una reprimenda por parte de sus padres. En conjunto no se cantaba demasiado mal, y el predicador Wattle pronunciaba largos sermones. Las homilías se hacían difíciles de soportar, pero Billy dedicaba esos momentos a pensamientos más divertidos.

Ese domingo aguardaba con más impaciencia que de ordinario el final del sermón, pues quería saber si su colirrojo había emprendido el vuelo. Pero el predicador no parecía dispuesto a dar por terminada su charla. Llevaba hablando unos diez o quince minutos cuando, de repente, el muchacho se percató de que algo extraño estaba sucediendo. Primero advirtió que su padre se envaraba en el asiento. Mamá le lanzaba rápidas y nerviosas miradas. Y todos los presentes escuchaban atentamente la homilía. Dan Baker apretó las mandíbulas con fuerza y se puso colorado. Billy alzó la cabeza para oír con más claridad las palabras del predicador.

El señor Wattle era gordo y de pequeña estatura. Cuando subía al púlpito se ponía de puntillas para poder inclinarse sobre la barandilla.

Cuando se excitaba, su mirada se tomaba feroz. Y así ocurría en ese preciso momento.

—Y por tanto, hermanos y hermanas —dijo con voz chillona—, el Señor ordenó a su pueblo que subyugara esta tierra, que obedeciera sus mandamientos, que trabajara con ahínco y prosperara. El hombre se gana el pan de cada día con el sudor de su frente y, si es honrado, Dios no lo abandonará.

Aquellas palabras eran la historia de siempre. Billy no comprendía por qué el sermón provocaba tal nerviosismo en su padre, que ahora parecía un hombre furioso acorralado en una esquina.

El predicador hizo una pausa larga, teatral, antes de levantar el puño hacia los cielos.

—Ahora, escuchad, hermanos y hermanas, escuchad con atención lo que el Señor dijo a su pueblo elegido acerca de la ley y de la justicia. SÍ un hombre provoca una riña en la tierra prometida, debe ser extirpado. «No debéis», dijo el Señor, «mostrar piedad. Y si alguien presta un falso testimonio, debe ser desterrado públicamente para dar ejemplo». Y, de nuevo, Dios dijo: «No debéis mostrar piedad». Luego, el Señor dijo que vendrían tiempos en que los hombres habrían de actuar con severidad para luchar contra el mal. Les enseñó esa terrible ley de los justos. —El predicador hizo una pausa dramática. Nadie se movió en la iglesia—. ¡Vida por vida! —gritó el predicador—. ¡Ojo por ojo y diente por diente!

Mamá volvió a mirar a papá, pero éste no movió un solo músculo. Tenía la vista fija en el predicador. Billy empezó a captar las alusiones contenidas en la homilía, Y sintió una extraña sensación en la boca del estómago.

—Un código severo, sí, hermanos y hermanas, incluso cruel —prosiguió el predicador—. Sin embargo, es la palabra de Dios. ¿Qué significa hoy para nosotros? —El señor Wattle sacó un pañuelo de la manga de su chaqueta y se secó el sudoroso rostro. Reinaba un silencio absoluto en la iglesia. No se oía ni una tos. Billy entendía ya plenamente el alcance del sermón.

El predicador reanudó su charla con expresión sombría.

—Creo que el mensaje del Señor es el siguiente: hay ocasiones en que los hombres deben alzarse, alzarse, repito, para hacer frente al pecado y la corrupción… Deben adoptar una postura y disponerse a la lucha. —Aspiró con fuerza al tiempo que abarcaba a la congregación con los ojos. Su mirada se detuvo mucho tiempo, demasiado tiempo para el gusto de Billy, en el banco donde estaba sentado con sus padres. Por fin, el pastor prosiguió en tono solemne—: Existe en nuestra honrada comunidad un grupo de hombres sin ley, un grupo de malhechores que va creciendo día tras día. Se ha hablado de proceder contra esos elementos. Algunos hablan de acción política, otros de la creación de un comité de vigilancia. Rezad y reflexionad sobre este tema, hermanos y hermanas. Pedid ayuda y consejo a Dios, en vuestros espíritus y en vuestros corazones, y recurrid a su gracia. Si existe una solución pacífica para esta situación, hay que hallarla. Pero si, después de rezar y deliberar, llegáis a la conclusión de que debéis actuar con severidad, entonces yo os digo que, por lo que se deduce de mi sermón de hoy, ningún hombre justo puede alegar que la acción directa contra el mal es inmoral, pecaminosa o que carece de la bendición divina. Y ahora, recemos.

Billy estaba anonadado. Intuía que las palabras del predicador se dirigían exclusivamente a su padre, lo cual le parecía del todo injusto. Pues nadie podía discutir ni defenderse en la iglesia, y menos replicar a una homilía.

Lanzó una ojeada a su padre, pero la expresión de su rostro era obstinada e indescifrable.

—Presiento una desgracia —dijo papá amargamente con lo; apoyados en las caderas. Mamá estaba delante de él. Billy, en cambio, procuraba pasar lo más inadvertido posible, porque el viaje de regreso a casa en la camioneta había puesto de manifiesto, por su inusitada rapidez, la terrible irritación de su padre.

—Tal vez el predicador no se refería a nosotros —sugirió mamá.

—¿Acaso no viste la mirada que me lanzó? ¡Delante de mi propia familia! ¡Delante de mi esposa y de mi hijo! ¿No notaste cómo la gente nos miraba al salir?

Mamá esbozó una sonrisa poco convincente.

—Nos hiciste salir tan deprisa… Y parecías a punto de estallar. Quizá la gente…

—Nada de eso. De todos modos, no se nos hubieran acercado, pero ahora todo está clarísimo. Esa turba está dispuesta a ejercer toda clase de presiones para forzar a la gente a colaborar. Sin embargo, es vergonzoso que hayan utilizado al predicador para sus fines. No olvidemos, claro, que Carson y sus amigos son los que más dinero dan en las colectas.

—¡Dan! —Mamá parecía horrorizada—. Wattle jamás vendería un sermón.

—No quiero insinuar esto, Ellen, Pero el predicador es un ser humano, y Carson y sus amigos le instigaron en este sentido. —Papá se pasó la sudorosa mano por los cabellos—. ¡Están muy equivocados si creen que voy a doblegarme! ¡Soy un hombre libre, Ellen, y me propongo seguir siéndolo!

Mamá apoyó la mano en su brazo.

—Tranquilízate. Estás disgustado todavía. Quizá las cosas no vayan tan mal…

Dan Baker se dirigió a su hijo.

—Es posible que se metan contigo también, Billy.

—¿Qué quieres decir? —preguntó mamá.

—Los niños oirán los comentarios de sus padres. Probablemente algún compañero de Billy le dirá en la escuela que yo soy un cobarde para obligarle a pelearse.

—Si alguien se atreve a decirlo —rugió Billy— le daré una buena…

—No harás nada de eso, hijo —le interrumpió su padre, apuntándole con el índice—. No te dejes involucrar en este asunto.

—Pero tampoco les dejaré hablar de ti.

Al levantar la cabeza, Billy se encontró con la mirada de su padre y, por fin, se atrevió a formular la pregunta que le obsesionaba.

—Papá, ¿por qué no quieres firmar tu adhesión al comité? Así no tendrías que enfrentarte con ellos. ¡Basta con decir que sí!

—En una ocasión pude ver al populacho en acción, hijo, y jamás volveré a apoyar ninguna iniciativa de esta clase. —La mirada de papá se perdió en la lejanía, como si acabara de retroceder a ese lugar, ese momento y ese populacho que, de algún modo, había cambiado su vida. Billy se preguntaba de qué se trataba y si lo sabría algún día. Adivinó por la expresión de su madre que ella estaba enterada. Fuera lo que fuese, tuvo que ser terrible—. Si algunos se empeñan en creer que soy un cobarde, no me importa que lo piensen —concluyó papá con firmeza.

Un pensamiento escalofriante cruzó de pronto por la mente del muchacho. ¿Su padre seda de verdad un cobarde? Las zarigüeyas fingen estar muertas para evitar la muerte. ¿Acaso los cobardes ocultaban su debilidad hablando de ella para engañar a los demás?

—No me importa lo que opine la gente mientras tú no me juzgues mal —añadió papá.

—¿Te importa mucho lo que yo piense? —preguntó el muchacho, sorprendido.

—Naturalmente. ¿Por qué crees que el hombre trabaja? Para que su esposa le respete, sus hijos le admiren y quieran seguir sus pasos. Eres mi primogénito y, por ahora, mi único hijo.

Mientras hablaba, papá se agachó para poner su cara al mismo nivel que la de Billy. Aguardó expectante la respuesta de su hijo y tal era su ansiedad que le apretó el brazo con fuerza.

Billy sabía perfectamente a qué obedecía ese silencio; debería decir cuán seguro estaba de la valentía de su padre. Pero no podía contestarle, pues ignoraba todavía qué opinión le merecía su padre, y tampoco podía mentir.

—Voy a ver cómo están los animales —dijo con voz ronca.

Con el rostro congestionado, papá respondió con rudeza.

—De acuerdo. —Estaba profundamente dolido, y Billy sabía que era por su contestación.

El muchacho se dirigió hacia el establo, esforzándose por vencer el nudo que le atenazaba la garganta. Cuidar de los animales solía aliviarle, y esperaba que hoy también sucedería, pues se sentía horriblemente mal.

El perro, Rex, le siguió. Como de costumbre, meneaba la cola amistosamente y se agachaba cada diez segundos para rascarse en busca de pulgas. Las cabriolas del animal divirtieron a Billy, que se sintió mejor. Rex significaba rey, y Billy solía preguntarse si papá, al darle ese nombre, había puesto de manifiesto su sentido del humor o una enorme predisposición a equivocarse acerca de las aptitudes del perro. Pues en efecto el único atributo real de Rex era su increíble habilidad para atrapar pulgas. Papá decía que si las pulgas fuesen vacas, ya serían millonarios.

Murmurando tonterías a Rex. Billy rodeó el establo y se encaminó hacia el verde y umbroso cercado donde alojaba a sus animales domésticos. Cinco o seis gatos que dormitaban al sol miraron impasibles cómo Billy se acercaba a las jaulas de los ratones, colgadas de la pared del establo. Comprobó si los roedores tenían agua fresca y si todavía les quedaba un poco del bizcocho de la víspera. Así era. Luego pasó a ocuparse de los diez conejos, que vivían en dos hileras superpuestas de jaulas hechas con cajas de embalaje, y por el aspecto de dos conejas supo que muy pronto aumentaría su número. Arrancó un puñado de hierbas favoritas de los conejos y las dejó sujetas entre los alambres de la jaula.

—Aquí tienes, chiquillo. ¿Qué te parece la cena? Hola, reinecita. ¡Qué gorda te has puesto!

Después se acercó a la jaula de Alejandro Magno. La gente decía que era imposible domesticar a un mapache, alegando que el animal atacada a su dueño o enloquecería hasta morir. Sin embargo, Alejandro Magno se portaba bien. Estaba herido cuando lo recogió Billy, y nunca le había creado muchos problemas, salvo ahora. Su jaula parecía un campo recién arado. Comunicaba con el exterior, y por tanto con la libertad, por un túnel que el mapache había cavado recientemente debajo de la alambrada. Suspirando, Billy llenó el plato de comida y el cuenco de agua.

—¡Alejandro Magno! —llamó en voz baja. Se oyó un roce entre las hierbas fuera del corral—. Ya está bien, viejo tramposo. Te doy un minuto para salir. Si no, Rex se comerá tu cena. —Se produjo un crujido más fuerte entre las hierbas. Luego Billy vio cómo un relámpago gris se deslizaba en la vegetación. Y por fin Alejandro Magno avanzó a empujones por el túnel por debajo del alambre y desembocó en su jaula. Lanzó una penetrante mirada al muchacho. Era tan gordo que rozaba el ridículo. De engordar un poco más, tendría que arrastrarse como una serpiente, pues sus patas serian demasiado cortas para poder andar. No se distinguía por su hermosura, pero era amistoso. Hizo una mueca, que equivalía a una sonrisa, al ver el hueso de jamón que le traía Billy.

—¡Come, gordinflón! —le invitó el muchacho.

Alejandro Magno empezó a comer. Rex, situado a una distancia prudencial, se puso a gañir como hacía siempre al ver comer al mapache.

—Vuelve a casa, Rex —le ordenó Billy, y el perro se alejó obediente con las orejas gachas.

Las nubes se acumulaban en el cielo cuando Billy se dirigió al nido de los ratoneros. Sin embargo, como ocurría generalmente en la montaña, la tormenta todavía tardaría en producirse. Esa demora permitiría a Billy satisfacer su curiosidad. Esperaba que el pájaro más pequeño hubiera emprendido el vuelo. Esta sería una manera de poner fin al asunto de liberarse de su obsesión de tener un ratonero. Él no debía ocasionar la menor molestia. Aunque resultaba difícil de creer, su padre podría verse implicado en un serio problema, y esto le preocupaba. Billy quería estar disponible para ayudarle en el caso de que papá lo necesitara.

Mientras trepaba por el desfiladero, relegó esas inquietudes a un segundo plano para concentrarse totalmente en su ratonero. Deseaba presenciar su primer vuelo; pero, al mismo tiempo, no sabía si quería verlo o no, porque si el pájaro volase se convertiría en una criatura libre, dueña de sí misma. Billy no cesaba de repetirse que aquello era inevitable y que era estúpido pensar en lo que podría haber sido.

No había un solo ratonero en el cielo. En cambio, vio entre la espesa maleza un relámpago rojizo, probablemente un zorro joven que corría hacia un paraje escondido. Billy trepó hasta la grieta del risco que le servía de puesto de observación. Arrastrándose sobre el saliente rocoso, miró hacia abajo. El nido estaba vacío.

¡Qué desilusión! No había presenciado el primer vuelo del ratonero, y ya jamás lo vería. Escudriñó el cielo, lleno de nubarrones, pero los escasos pájaros que se dirigían hacia el norte no planeaban como los ratoneros. Más cerca divisó algunos cuervos.

Por debajo de donde se hallaba oyó ruidos de lucha. Billy bajó la vista. Entre las ramas del enebro vio la oscura barranca atravesada por un minúsculo torrente y salpicada por profundas charcas de agua. Los sonidos, no muy lejanos, desconcertaban al muchacho. De pronto, en el límite de su campo visual, advirtió que algo se movía en el monte. Fijó su atención y vio al zorro que volvía con infinita cautela y parsimonia, al acecho de algo que se escondía entre las breñas, debajo del acantilado.

Billy abandonó su refugio y se deslizó por la ladera a tal velocidad que se arañó los codos y las rodillas. Al acercarse al pie del enebro vio al zorro, parado a unos seis metros.

El animal se volvió para mirarle y se puso rígido.

—¡Fuera! —le gritó Billy, alzando el puño amenazadoramente.

El zorro corrió como una flecha a esconderse.

Billy se acercó con prudencia a la barranca, al lugar que se había aproximado el zorro, donde probablemente se escondería algún animal herido. Sospechó por un instante que podía ser su colirrojo, pero rechazó en seguida esa posibilidad sin fundamento. Por si acaso se detuvo para coger una rama fuerte y larga desprendida de un árbol. Las hierbas, que le llegaban hasta la cintura, le impedían ver el interior de la barranca. Prosiguió su avance con la rama en la mano.

Sentado en la ladera de esquisto, unos doce metros más abajo, a medio camino entre el muchacho y la corriente de agua llena de guijarros, estaba su ratonero.

«Sentado» no era la palabra exacta. El pájaro estaba tendido de espaldas a Billy. Una de sus alas colgaba fláccida, formando un insólito ángulo con su cuerpo. Las plumas y el plumón apenas se veían debajo de una capa de barro y de trozos de hojas. El animalito temblaba de miedo. Trató de incorporarse para levantar el vuelo aleteando furiosamente y dando saltitos. Pero una de sus patas cedió bajo su peso y el pájaro se cayó de costado; fue dando tumbos por la ladera cada vez más sucio de barro y asustado.

Billy profirió un grito de sorpresa. Adivinó en seguida lo ocurrido. Tan pronto como el ratonero se había arrojado al aire para ensayar su primer e incontrolado vuelo, había chocado contra una rama o había entrado en barrena.

Fuera lo que fuese la causa del accidente, se había estrellado contra el suelo y se había herido al caer. Allí estaba perdido, asustado e indefenso. Por ello, el zorro le había perseguido.

El pájaro hizo un nuevo intento por volar, que fracasó rotundamente, y rodó por la ladera, haciendo el mismo ruido que había atraído antes la atención de Billy. Una tentativa más e iría a parar directamente al torrente.

Billy descendió presuroso por la vertiente y se detuvo junto al pájaro herido. Al ponerle la mano en la espalda, el ratonero giró inesperadamente la cabeza y clavó en el muchacho sus ojos salvajes y penetrantes. Se enderezó e intentó escapar, pero Billy le mantuvo inmóvil. El caliente cuerpecito palpitaba bajo sus dedos.

—Te pondrás bien, pajarito —le susurró—. ¡Cálmate!

El ratonero se retorcía en sus esfuerzos por liberarse. Entonces Billy le sujetó el ala con una pierna mientras se quitaba la camisa para envolver con ella al animal. Al deslizar la mano debajo del improvisado fardo sintió que, a través de la camisa, las garras del ratonero se aferraban a su muñeca. Un poco asustado y tembloroso, Billy levantó el brazo y alzó al pájaro al nivel de su pecho. Las garras seguían apretándole con fuerza (la izquierda más que la derecha, que estaba herida), pero sin causarle dolor alguno.

El ratonero, aturdido por su ceguera e inmovilización, se aferraba a la muñeca del muchacho por instinto de conservación y no por afán de lucha.

Billy se sentó en los guijarros calentados por el sol. ¿Qué debía hacer? La magnitud de su excitación le impedía concentrarse. Si dejaba libre al ratonero, este no cejaría en sus intentos para emprender el vuelo hasta que se hiriera mortalmente o le atrapase el zorro. Billy alzó los ojos para mirar al enebro. Imposible llevar al ratonero a su nido. ¿Acaso debía trepar por el risco y dejar al pájaro a salvo entre las rocas? Herido como estaba, moriría de inanición o a manos de algún animal que consiguiera subir hasta su refugio.

La única solución era llevarlo a casa, dedujo Billy después de muchas cavilaciones. Pero tampoco podía; su padre, que ya tenía bastantes problemas en aquel momento, se lo había prohibido terminantemente.

El ratonero se movía dentro de la camisa, sujetando y soltando alternativamente sus garras para mantenerse en equilibrio. Era tan joven e indefenso que Billy sintió que le invadía de repente una cálida oleada de amor por el pobre y desvalido pajarito.

De todos modos, la decisión que tomara iba a ser errónea. Se le presentaban dos alternativas: intentar salvar al ratonero, desobedeciendo a su padre, o soltarlo, tratando de convencerse de que no se moriría. Cuanto más reflexionaba, tanto más terrible le resultaba el dilema. No se engañaba a sí mismo: era una estupidez por su parte dejarse involucrar en este asunto. Pero, al fin y al cabo, se trataba de su ratonero.

Un súbito revuelo en lo alto llamó su atención. Los padres colirrojos regresaban al nido. Los dos jóvenes se deslizaron entre las ramas siguiendo a los mayores. Todos se alisaron el plumaje disponiéndose a descansar.

Su ratonero se asió con más fuerza si cabe a su muñeca. Tranquilo ya, y a la merced de Billy. El muchacho se incorporó, fue trepando con torpeza y subió trabajosamente por la pedregosa ladera con su preciosa carga. Sabía que algún día lamentaría su decisión, pero sencillamente no cabía otra.