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Epílogo

Cuatro días navegué por el río, empujada por las aguas. Cuatro días escondiéndome en las sombras y esperando espantada que alguien me encontrara y me disparara, con flecha o con fusil, o con ambas cosas. Comía lo que cogía de los árboles, y bebía el agua de lluvia que se acumulaba al fondo del bote. El segundo día, enredado en las raíces, encontré el cuerpo de Paolo medio sumergido en una pequeña ensenada. Fue horrible.

Segura al fin de que los demás se habían ido, regresé río arriba. Si hubiera esperado un día más, no habría vuelto a ver nunca a los ai’oa, porque estaban empaquetando sus posesiones, preparándose para desaparecer en su selva para siempre, llevándose a Pia con ellos.

Cuando Pia me contó lo que había sucedido (cómo bebió de la flor elísea, cómo la flor le quitó la inmortalidad), me quedé estupefacta y entristecida, aunque intenté que no se me notara. Aquella maravilla, aquella chica inmortal que conocí en la selva parecía muy contenta con su mortalidad, y casi encantada con la idea de la muerte, si bien como una posibilidad distante e incierta. En mi opinión, ella podría ser todavía la imagen misma de una diosa de diecisiete años que habitara en las profundidades del Amazonas. Pero, por otro lado, no era esa la impresión. Creo que tenía razón, y que la Pia Inmortal murió aquel día junto con Paolo Alvez. Creador y creación cayeron juntos. Parece casi poético. Cuando le pregunté a Pia qué era lo que quedaba entonces, se limitó a reírse y dijo que la Pia Salvaje.

Me quedé con ellos tres meses, porque yo aún no estaba preparada para afrontar el mundo. El tiempo que pasé con los ai’oa me curó en muchos aspectos, me enseñó mucho sobre la vida y la muerte y la lucha entre ambos. Pero la selva no era para mí.

Intenté llevármela conmigo. Hasta le dije que se podía traer a aquel chico, siempre y cuando se quitara las pinturas de la cara y se pusiera una camisa. Pero no quiso. Le dije que no era realmente una de ellos, pero eso no le hizo cambiar de opinión tampoco. Solo me dijo que era más ai’oa de lo que se hubiera creído posible, y que llevaba la selva en la sangre.

Me prometió que un día me visitarían, y que soñaba con ver todos los lugares del mapa que yo le regalé por su cumpleaños. Pero, mientras me lo decía, yo sabía que eso no ocurriría nunca. Vi en sus ojos el miedo que Paolo le inculcó al mundo exterior. Y, tal vez, en este único aspecto, él tuviera razón. El mundo no está preparado para Pia, y aunque ella ya no sea inmortal, una parte de ella seguirá siempre ligada a la flor elísea. Sospecho que la selva ha llegado a ser suficiente para ella.

Logré rescatar unos cuadernos en blanco de la ruina en que quedó convertida Little Cam antes de que los ai’oa la quemaran y enterraran todo lo que podían enterrar, dejando el resto al hambre de la selva. En esos cuadernos anoté todo lo que había visto y las cosas que Pia me contó alrededor de las fogatas, a las tantas de la noche. Yo fui a la selva en busca de dinero y regresé con una historia. Aunque alguien leyera este relato y decidiera venirse a investigar, no encontraría más que los restos de Little Cam, y desde luego ni rastro de la flor elísea. Aun así, pienso que al final quemaré los cuadernos. Tal vez el día en que yo también esté preparada para perdonarme a mí misma. El momento está cerca, pero no ha llegado aún.

Cada día pienso en ellos. En Evie, en Antonio, en tantos ai’oa… Incluso en Pia, en cierto sentido. Todos ellos me rondan la mente, esperándome en las sombras del sueño. Recordándome qué frágil es esta vida y qué fácil es perderla. Convenciéndome de que viva y de que viva bien, mientras pueda.

Porque antes o después, todos debemos afrontar la eternidad.