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Treinta y ocho

Cuando vuelvo a abrir los ojos, hay un mono de color dorado sentado sobre mi pecho y mirándome fijamente. Durante un momento, no consigo recordar nada en absoluto. Tengo la cabeza completamente vacía, y cuando cierro otra vez los ojos, no veo más que blanco. No sé dónde estoy. No sé qué me ha ocurrido, pero mi mente ha hecho tabula rasa. Cuando intento recordar lo sucedido, no encuentro más que un espacio vacío. Y aunque sé que tiene que haber algo antes, me embarga la extraña sensación de que mi vida ha comenzado hoy, hace un minuto, como si yo acabara de aparecer en el mundo.

Ni siquiera recuerdo mi nombre.

Y otra vez el mono. Chilla como si hablara y me agarra la barbilla, y de repente desaparece, retirado de allí por dos manos pequeñas.

Ahora hay otro par de ojos. Estos son oscuros y vibrantes, y están enmarcados por unas largas pestañas negras. Cuando miran los míos, se abren todo lo que pueden.

—¡Ha despertado! —grita una voz aguda y embargada de emoción. Los ojos desaparecen, y yo me quedo contemplando nada más que un techo de paja y hojas. Me balanceo suavemente, como si estuviera en una cuna.

Hay ruido por todas partes. El ruido empieza suave, pero se hace más y más fuerte. Voces, monos, cantos de pájaros… Quiero sentarme, pero el cuerpo se me resiste. Está lánguido, como si llevara días flotando en el agua. Flotando en el agua… un recuerdo se cuela en mi cabeza pero vuelve a salir: el agua, bajo un techo de cristal.

Más caras. Más voces. Muchos pares de ojos oscuros y de manos bronceadas. ¿Quiénes son? ¿Dónde estoy? No tengo recuerdos, ninguno en absoluto. Siento que debería estar aterrada, pero solo me invade una vaga sensación de alegría. Me quedo tumbada, quieta y tranquila, dejando que me miren.

Entonces desaparecen las caras y se callan las voces. Noto a toda la gente a mi alrededor, pero ninguno habla. Aguardan algo.

Aparece alguien más. Sus ojos son distintos. Los miro, y recuerdo de repente cómo es el color azul. Es el color de los ojos de ese chico. Un azul tan vívido y profundo que podría no haber más colores en el espectro.

«Espera un momento… yo te conozco».

Me mira con los labios ligeramente separados, conteniendo la respiración. Sus ojos azules repasan cada centímetro de mi rostro. Entonces, poco a poco, empieza a sonreír. Le cuesta esfuerzo sonreír, como si llevara mucho tiempo sin practicarlo. De pronto, un hoyuelo aparece en su barbilla.

Mi mente asciende y surge, como si hasta ese momento hubiera estado encerrada en el fondo de un pozo. Asciende nadando hacia la luz, hacia esos ojos azules… Es un camino largo, pero no me falta la determinación… Aunque sigo tumbada, tengo la sensación de elevarme, muy rápido y muy suave, y de pronto… llego a la superficie.

Abro la boca todo lo que puedo para tragar una larga e intensa bocanada de aire. Me entra oxígeno que me llena los vacíos pulmones, haciendo que se me eleve el pecho. Es el primer aire que inhalo desde que abrí los ojos.

—Eio —susurro.

La sonrisa de su rostro se hace el doble de grande. Se ríe bien fuerte y coge mis manos en las suyas.

—¡Pia, Pia, estás viva! —Los ojos se le llenan de lágrimas—. ¡Estás viva!

Ahora lo recuerdo todo. Bebiendo el néctar de la flor elísea, Paolo muerto en el río, yo sucumbiendo a la oscuridad en los brazos de Eio, muriendo… Los recuerdos pasan veloces por mi cabeza, como hojas que lleva el viento, para llenar espacios vacíos dentro de mí. El peso que adquiero de este modo me vuelve a ligar a la tierra.

Pero, si morí, ¿por qué estoy aquí ahora? ¿Por qué estoy incorporándome, en los brazos de Eio? Él me abraza fuerte, me pone sus manos en la espalda y en el cabello.

La leyenda decía que los inmortales bebían la flor elísea y morían, ¿no? ¿Por qué es tan difícil de encontrar el recuerdo? Siento que estoy intentando formar una esfera de agua: las palabras se reúnen, pero se separan antes de que las pueda aglutinar. No debería ser así. Todo es siempre claro en mi mente, porque mi memoria es perfecta.

—Me siento… extraña. —Me miro los dedos, y me aprieto con ellos los labios, la garganta… Mi fuerza regresa. La siento crecer como el fuego, cálida y firme—. Me siento más cómoda, Eio. Más fuerte y… ligera.

Él se separa y me sujeta a la distancia de sus brazos. Estamos sentados en una hamaca, en una de las cabañas de Ai’oa. Los aldeanos nos rodean formando un corro silencioso pero sonriente. Ami está de pie detrás de Eio, y su tamarino se encorva sobre su cabeza como un sombrero vivo de colores dorados.

—¿Cuánto tiempo llevo…? —pregunto.

—Desde ayer —responde él—. Creímos que habías muerto. Dejaste de respirar, Pia. En mis brazos, dejaste de respirar. Pensé… —Desaparece su sonrisa—. Pensé que te había perdido.

—Intentamos soltarte de él —dice Luri en ai’oa, saliendo del corro de gente detrás de Ami—. Pero él no te soltaba. Durante una hora siguió arrodillado a la orilla del río, abrazándote y meciéndote en sus brazos. Todos le decíamos que habías muerto, pero él seguía sin soltarte.

Miro a Eio y niego con la cabeza.

—¡Qué testarudo!

—Al final te arrancamos de sus brazos a la fuerza —prosigue Luri—. Y por la manera en que tenía la mirada perdida, y permanecía inmóvil, también él parecía muerto.

—Entonces vino Kapukiri —dice Ami—. Y escuchó tu corazón.

—¿Mi corazón?

—Seguía latiendo —dice Eio. Levanta la mano como si quisiera sentir mi corazón él mismo, pero Luri avanza y le aparta la mano de un manotazo.

—Sin tocar —le espeta—. Hay niños presentes, Trotamundos.

Eio sonríe y yo noto que me pongo colorada.

—Pero ¿cómo es que estaba latiendo mi corazón —pregunto—, si yo ni siquiera respiraba? —Busco en el corro de habitantes de Ai’oa y al final encuentro a Kapukiri. Él se apoya en su báculo y me mira con una sonrisa leve, casi petulante.

—¿Quién sabe…? —dice Eio—. Pero lo importante es que latía. Por eso te trajimos aquí y te pusimos en esta hamaca y… esperamos.

—Y esperamos —dice Luri resoplando—. Tiene que saber, señorita, que nadie ha pegado ojo esta noche.

—¡Encendimos hogueras e imploramos a los dioses! —dice Ami con alegría.

—Toda la noche lo estuvimos haciendo.

—Y aquí está el resultado —susurra Eio.

No sé qué pensar. Ni siquiera sé por dónde comenzar a pensar.

—Quiero levantarme —le digo.

Eio me ayuda a ponerme de pie, y yo me tambaleo un poco. Me encuentro rara. Hay algo dentro de mí que no acaba de estar bien, pero no sé qué es. Resulta un poco alarmante, pero por ahora solo me preocupo de andar.

—¿Crees que podríamos apartarnos? —le pregunto—. Con tanta gente mirando…

Él asiente con la cabeza, me pasa el brazo por la cintura, y me lleva hacia la selva. Alguno de los ai’oa nos sigue, pero Eio los despide con un gesto. Oigo más de una risita mientras salimos de la aldea.

—No les hagas caso —dice él—. Estás viva, ¡viva, Pia! Creía que era una equivocación, que el latido de tu corazón solo estaba en mi imaginación. Pero Kapukiri también lo oyó. Y sin embargo, aún entonces, creí… creí que no despertarías nunca. Que simplemente te irías consumiendo.

—Pero no lo hice. —Sigo intentando comprenderlo. Vuelvo a tambalearme y me agarro a un tronco de palmera para no caerme. La corteza pincha, y yo aparto la mano con una mueca de dolor.

Lo vemos al mismo tiempo, y nos quedamos parados. Yo levanto el índice en el espacio que hay entre él y yo, y lo contemplo con la boca abierta.

Una gotita de color escarlata asoma en la yema del dedo.

Eio la mira fijamente durante un largo minuto antes de conseguir susurrar:

—Pia… ¡estás sangrando!

Asiento con la cabeza, incapaz de decir nada. Los latidos del corazón me retumban en las sienes, incesantes, como los tambores de Ai’oa. Aquella gotita diminuta, tan simple, tan perfectamente roja, es la cosa más llamativa que he visto nunca en mi vida. Y la más imposible. Y la más maravillosa.

Mi mente parece perdida en la niebla cuando intenta encontrar sentido a aquello. Bebí, sé que lo hice. Pero estoy viva, estoy bien… Salvo… que estoy sangrando. Sin embargo, Roosevelt… Yo creía que tendría que morir… La respuesta ilumina de pronto mi mente como un rayo de sol.

—Él era viejo —susurro.

—¿Qué…? —Eio parece asustado. Tal vez piense que, al fin y al cabo, me estoy muriendo.

—Él era viejo, Eio. Eso fue lo que pasó. Él tenía cien años, y se le vinieron encima todos de golpe—. De ahí los pelitos blancos del morro y las patas, claro. ¿Cómo no se dio cuenta Paolo? ¿Cómo no me di cuenta yo? Roosevelt no murió por el néctar de la flor elísea: murió de viejo.

¿Y los kaluakoa?

Seguimos andando, y mis pasos se van haciendo más firmes. Sin embargo, hay algo que sigo sin entender del todo en cuanto a la manera en que me siento. Es casi como si me faltara algo, como una mano o un pie, aunque todas mis extremidades están intactas. Recuerdo aquella noche en torno a la fogata, y las profundas entonaciones de Kapukiri al hablar. La leyenda decía que los protectores inmortales de los kaluakoa bebían y morían como los demás… «cuando habían vivido la plenitud de sus años». Justo igual que Roosevelt.

Todo se vuelve más claro, como si llevara rato mirando la verdad a través de un microscopio y solo ahora encontrara el punto en que la lente enfoca correctamente. Yo llevaba largo rato mirando, pero desenfocada.

—Murieron de viejos —le digo a Eio maravillada, justo cuando se presenta el río a la vista—. Cuando bebían, pasaban de su juventud inmortal a su verdadera edad, y por eso morían. O tal vez no. Tal vez bebían y empezaban a envejecer a partir de ese día. Puede que vivieran sesenta, ochenta años más.

—¿Qué…? —Eio me mira desconcertado—. No comprendo, Pia. ¿Vas… vas a morir?

—Sí. No. Quiero decir, sí y no, no me estoy muriendo. Pero ya lo he hecho. Las dos cosas. Un círculo y una línea… —Sus ojos parecen dispuestos a saltársele de las cuencas. Yo sacudo la cabeza, y la niebla se aclara al fin—. Quiero decir que la Pia inmortal ha muerto. Lo que queda es…

—¿La Pia mortal? ¿Otra persona completamente distinta?

Eio empieza a entenderlo por fin. Con toda delicadeza, toma agua del río en el cuenco de su mano y me limpia la sangre antes de entrelazar sus dedos con los míos, mirándolos con ojos como platos.

—Entonces… ¿me estás diciendo, Pia… que ahora eres como yo?

—Me parece que sí —susurro, asombrada yo misma—. ¡Me parece que sí!

Él eleva las manos para que su dedo pueda trazar el contorno de mis labios. Sus ojos devoran mi rostro como si lo vieran por primera vez. De igual modo, yo lo miro a él, viendo desplegarse ante mí un futuro que no hubiera creído posible.

Desde aquella noche en que Eio me mostró el río, he sentido una conexión con este muchacho, como si ambos estuviéramos atados con cuerdas invisibles. Pero, al mismo tiempo, había siempre una brecha entre nosotros que ningún puente podía salvar. Él era mortal, y yo, inmortal. Cuando me tocaba o abrazaba, yo sentía esa ineludible distancia entre nosotros, como la fría hoja de un cuchillo. Incluso cuando lograba dejarla a un lado y hacer como que no estaba allí, incluso cuando la sensación eléctrica de solo estar con él vencía a todo lo demás, antes o después se presentaba la realidad con su carácter abismal. ¿Cuántas veces dejé que me apartara de él su mortalidad?

Pero ahora todo ha cambiado. Ahora, cuando me toca, no siento más que a Eio, puro, entero y constante. Cuando lo miro a los ojos, ya no veo muerte sino eternidad. Por primera vez en mi vida, miro la mirada de alguien y me doy cuenta de que no solo comprendo lo que hay en sus ojos, sino que también él comprende lo que hay en los míos.

Es un día luminoso. El sol vierte su luz sobre el río y las hojas, convirtiéndolo todo en oro blanco. Finalmente, caigo en la cuenta de qué es esa cosa rara que noto dentro de mí. Mis sentidos están perdiendo claridad. No oigo, ni huelo, ni veo igual de bien que antes. Los músculos son más lentos. Por primera vez en mi vida, me siento torpe, en desacuerdo con mi cuerpo. Cuando trato de recordar, los recuerdos resultan nebulosos y vagos. Ciertos momentos sobresalen, incluso ricos en detalles, pero muchos otros se me han perdido, como atrapados bajo la escarcha.

Y, sin embargo…, el mundo no resulta ahora menos brillante. La brisa en mi piel y en mi pelo es tan suave y fresca como ha sido siempre. El canto de los pájaros en los árboles es igual de dulce. El olor a humo y papaya de Eio resulta tan excitante como siempre.

Poco a poco, me voy dando cuenta de lo que es, esa sensación que ha tendido un puente entre el modo en que veía ayer el mundo y el modo en que lo veo hoy; lo que me compensa de la agudeza perdida y hasta hace que todo cuanto me rodea resulte un poco más vívido: la esperanza.

Me meto la mano en el bolsillo y saco el collar. El pájaro de piedra cuelga entre nosotros cuando lo levanto en el aire, y se lo doy a Eio.

—Ami me dijo lo que significa.

Él pasa la mirada del pájaro a mí:

—¿Ah, sí?

—Por lo visto, mientras yo lo lleve, te pertenezco —digo mirándolo con una ceja levantada—. Muy taimado por tu parte, Eio.

Yo me vuelvo y me levanto el pelo para que él pueda ponérmelo en el cuello. Cuando lo ha hecho y yo me dejo caer el pelo, me coge por los hombros y acerca los labios a mi oído.

—Pensé que te había perdido cuando te vi con esa flor —susurra—. Pensé que todo se había acabado. Y yo no podía vivir si tú morías, Pia.

—Es gracioso. Yo estuve pensando lo mismo sobre ti.

—¡No hay nada de gracioso en eso!

—Ya lo sé. —Me vuelvo hacia él—. Lo siento.

Su cabello cuelga sobre sus ojos, y yo se lo aparto.

—Eio, realmente lo siento. Lo de… lo del tío Antonio. —Se me hace un nudo en la garganta, y parpadeo para expulsar las lágrimas—. Daría cualquier cosa por volver atrás en el tiempo. Para detenerlo.

Él baja la mirada.

—Lo sé. Yo también.

La imagen del tío Antonio desplomándose en el suelo, con el veneno de la flor elísea corriéndole por las venas, está demasiado clara en mi recuerdo. Me temo que nunca se borrará como se han borrado ya tantas cosas de mi pasado.

—Tendrá un funeral ai’oa —dice Eio—. Le hubiera gustado.

Asiento con la cabeza, y me caen las lágrimas. Aprieto la cara contra el hombro de Eio, llorando. Nos sentamos en la orilla cubierta de musgo, y él me abraza mientras lloro. También él tiene lágrimas en los ojos, que son iguales que los de su padre. No sé cuánto tiempo permanecemos así sentados. Yo lloro de tristeza por el tío Antonio, de rabia contra mi madre, de alivio porque Eio está vivo, y de sentimiento de culpa por todo lo que ha ocurrido.

—Pia —susurra Eio por fin. Él aprieta los labios contra mi frente, donde me queman como una marca hecha a fuego—. No es culpa tuya. Mírame: no es culpa tuya.

—Pero estaría vivo, Eio, si no fuera por mí.

—Él tomó la decisión. —Me coge la cara con las manos, obligándome a mirarlo a los ojos—. No lo deshonres culpándote a ti misma. Él nos dio el mayor regalo que podía darnos. Sintiéndote culpable, le quitas ese regalo y lo conviertes en una víctima. Y él no era una víctima, Pia. Vivió una vida noble e hizo un noble sacrificio. Recuérdalo así, y estarás honrando su vida y su muerte.

Muestro mi conformidad moviendo lentamente la cabeza de arriba abajo, mientras dejo que sus palabras calen hondo en mi mente.

—De acuerdo —susurro—. Pero… eso llevará algún tiempo.

—Lo sé.

Me rodea con sus brazos, y me aprieta contra él. Con la mejilla contra su corazón, miro el río y me trago el resto de las lágrimas.

—¿No estás asustada? —me pregunta.

—¿Por…?

—Porque… bueno, ya no eres inmortal. Al menos eso es lo que parece. Aunque el que te puedas hacer sangre, no demuestra que vayas a envejecer y morir. Tal vez no sea así.

—¿Cómo podemos saberlo?

—Solo hay un modo de averiguarlo.

—¿Cuál?

Sonríe.

—No tendrás más que seguir viviendo.

Lo miro, y se me olvida respirar.

—Me gusta como suena eso.

«Puedo morir. Quizá también hacerme vieja». Debería estar aterrada. El futuro, que siempre se me ha presentado tan seguro e inacabable como el río que tenemos a nuestro lado, de pronto se vuelve incierto. «Puedo terminar. En cualquier momento podría, sencillamente… cesar. No seguir siendo».

A menos que Luri tenga razón y después de esto haya algo más, en alguna parte donde todo el mundo bebe la flor elísea y vive para siempre. «Fuimos demasiado avariciosos, anhelando la inmortalidad demasiado pronto. Tal vez no haga falta más que ser pacientes y esperar contentos para vivir, al final, una eternidad».

—Nadie debería vivir para siempre —susurro—. ¿No es así? «Tiene que haber un equilibrio. No hay nacimiento sin muerte, no hay vida sin lágrimas. Lo que se le quita al mundo tiene que regresar a él. Nadie debería vivir para siempre, sino que debería dar su sangre al río cuando llegue el momento, para que mañana pueda vivir otro. Así es la vida.

—Así es la vida —murmura él.

—¿Eio? —Sus ojos siguen en los míos, claros, azules y eternos, y yo bebo de ellos como si me muriera de sed.

—¿Sí, Pia?

Deslizo la mano hacia arriba y trazo la línea de la mejilla.

—Creo que ahora puedo besarte.

Así es la vida.