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Treinta y siete

Aquella flor solitaria debe de haber llegado a la orilla mientras las demás flotaban río abajo. Miro alrededor y no veo ninguna otra. Solo aquella única flor, apenas distinguible bajo la sombra que proyecta el bote.

—Tío Paolo —digo—. Tengo que sentarme un momento. Para… despedirme.

Él frunce el ceño y asiente distraído, sin prestar realmente atención. Está más preocupado por el mal funcionamiento del motor de la barca. «Bien. Eso es bueno.»

Yo me siento despacio sobre una piedra cubierta de musgo al borde del agua. Al fin sé lo que debo hacer.

Respiro hondo. Y vuelvo a respirar. El aire de la selva es húmedo. Una vez pensé en él como algo parecido a nadar en la piscina de Little Cam. Es como respirar la propia selva. Cada bocanada de aire es perfume cuajado de orquídeas.

«La perfección depende de lo que hagas».

Recojo la flor con la mano y beso los pétalos, fríos y suaves como el terciopelo, mientras Paolo se vuelve. Con los ojos como platos, se lanza contra mí. Pero en ese instante una flecha de plumas verdes le alcanza el pecho.

Impulsado por la fuerza de la flecha, Paolo retrocede y penetra en el agua. El agua le llega a los tobillos, y él se balancea, contemplando con horror el asta que le brota del pecho. Los otros científicos gritan y se acercan a él, pero entonces, de repente, se hacen hacia atrás y observan con los ojos bien abiertos algo que hay detrás de mí.

Una mano agarra la mía y me quita la flor de los labios.

Conozco esa mano.

Eio. Es mi Eio, pálido y maltrecho pero vivo. Tiene el hombro manchado de sangre allí donde le entró la bala, y se ha puesto una especie de vendaje hecho con hojas. Está embarrado y sucio, con el pelo enmarañado y lleno de briznas y palitos, pero está vivo, y eso es lo único que cuenta.

—¿Has bebido? —me pregunta con ojos asustados, buscando los míos con desesperación.

—Los otros… —Señalo a los demás científicos, que nos miran anonadados. Paolo cae de rodillas, medio en el río, y sus dedos agarran la tierra de la orilla, mientras intenta respirar y escupe sangre por la boca.

—Niño idiota —susurra él—. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? —Sus manos forcejean con la flecha, pero las fuerzas se escurren de él como el agua de un colador—. No, no, no… Yo tengo… tengo trabajo que hacer… Pia…

Su mirada feroz me quema la piel. El estómago me da retortijones como si hubiera tragado una tea encendida. Me pongo de rodillas y avanzo, ignorando las quejas de Eio. Alargo el brazo y toco la mano de Paolo.

—Lo siento —digo con voz débil—. No lo he querido yo.

Él escupe sangre y dice entrecortadamente:

—Tú lo has estropeado… todo.

Ya no puedo evitarlo: las lágrimas me caen copiosamente de los ojos. Siento en mis hombros las manos de Eio, que intentan separarme de él. Me resisto. Hay algo que necesito saber. Y mientras Paolo levanta la palma de la mano para recoger mis lágrimas en ella, le pregunto:

—¿Qué es Geneva? Cuando Strauss te amenazaba, oí que te decía que te acordaras de Geneva. ¿Qué significa eso?

Él vuelve los ojos lentamente hacia mí. Veo el brillo que desaparece de ellos, y sé que solo le quedan unos segundos de vida.

—Geneva —repito.

—No… ¿qué…? —El rostro se le vuelve gris, la respiración superficial—. Quién… Geneva… era una mujer que trabajaba para Corpus. —Tose y rocía más sangre en la tierra—. Ella estaba en la lista para este trabajo, y yo… yo lo quería para mí. Yo necesitaba formar parte del equipo Inmortis, así que… la envenené.

Cae sobre la tierra, y la flecha se parte debajo de su cuerpo.

—Más tarde me enteré: desde el principio… ella fue mi prueba wickham.

Me separo de Paolo, y si aún sentía un poco de pena por él, en ese momento dejo de sentirla. Paolo pone los ojos en blanco un momento, pero después busca los míos.

—Todo… todo eso… fue por ti.

Expulsa aire de la boca con un silbido, como si pasara a través de una válvula de metal. Y ya no vuelve a respirar.

No parece natural, con las piernas en el agua y la cara en el barro. El único ojo que veo está fijo, sin vida, en un guijarro de la orilla. ¿Paolo muerto? Parece imposible, como pensar que el agua esté seca o el sol frío. Se me pone carne de gallina en los brazos, y se me entumece la lengua.

Había pensado que su Geneva podía ser como la Evie de la tía Harriet: algo bueno, algo noble en su pasado que pudiera explicar por qué hacía cosas tan terribles. Pero no: Paolo vivió toda su vida como un monstruo y murió como tal. Y me doy cuenta de que lo compadezco, aunque solo un poco, porque me parte el corazón que alguien tan brillante y tan lleno de posibilidades no pueda proyectar sobre el mundo otra cosa que oscuridad.

Dejo que Eio me ayude a levantarme. Él me sienta de nuevo en la piedra y me aparta el pelo del rostro. Tengo en las manos un poco de sangre de Paolo, y Eio me la limpia con una hoja.

Los demás científicos permanecen inmóviles, con el agua del río hasta las rodillas, y los ojos fijos en el grupo de guerreros ai’oa que surge de los árboles. Llevan arcos y flechas con plumas verdes, y están apuntando a los extranjeros.

—¿Has bebido, Pia? —me vuelve a preguntar Eio, sin mirar a los científicos. Me agarra las muñecas tan fuerte que empiezo a sentir un hormigueo en los dedos. O tal vez sea la flor elísea. Tomo la flor en mi mano, y el néctar me corre por la piel.

—No… no sé…

—¿Cómo puedes no saberlo? ¿Llegaste a beber, Pia?

—No disparéis —dice Jakob con las manos levantadas—. Nos vamos, ¿veis? En el bote…

Se suben al bote despacio, sin apartar los ojos de los silenciosos y adustos ai’oa. Ninguno dirige una ojeada al cuerpo de Paolo. Quisiera que se lo llevaran con ellos.

—Marchaos —dice Eio—. Y no regreséis nunca. No le habléis a nadie de este lugar ni de lo que aquí ocurrió. ¡Y, sobre todo, no habléis nunca de Pia!

—¡Como si alguien fuera a creernos! —responde Jakob.

Los demás ponen mala cara, pero no dicen nada.

Cuando se pierde el ruido del motor, varios guerreros se acercan al cuerpo de Paolo y lo empujan río adentro. Yo no puedo mirar, y escondo la cara en el hombro de Eio. Estoy temblando de la cabeza a los pies, y siento lágrimas como gotas de fuego en los ojos. Él me acaricia el pelo y me separa los dedos, para dejar que la flor elísea caiga a tierra.

—Creo… —Me paso la lengua por los labios, que me hormiguean, y me esfuerzo por mirarlo a los ojos—. Creo que sí que bebí. Un poco.

—¿Por qué querías hacer eso? —me susurra, y yo me doy cuenta de que él también está llorando. A diferencia de las mías, sus lágrimas son puras. No participan de la muerte, solo del alivio—. ¿En qué estabas pensando?

—No podía permitir que le hiciera daño a nadie más, y menos por mí.

—Pia, ¿no pensaste por un momento que vendría a buscarte?

—Tú estabas herido.

—¡Eso no quiere decir nada! ¡Y menos cuando me necesitabas!

Aguardo las convulsiones, tal vez mareos, tal vez ceguera. Pero nada de eso me ocurre. ¿Quizá lleva más tiempo?

—La vida más noble es la que se ofrece a otros, ¿no estás de acuerdo, Eio?

Eio me aprieta contra él, y me acuna hacia delante y hacia atrás. Los demás ai’oa se quedan donde están, mirándome con expresión tranquila para ver qué me sucede. Yo escucho el tamborileo del corazón de Eio, un sonido tan familiar ahora como mi propia respiración.

—Pia, he acudido a ti. ¡Siempre acudiré a ti, siempre! ¡Se lo prometí a mi padre! Kapukiri te ayudará. Él sabrá qué hacer, conocerá un remedio… —Se vuelve hacia los guerreros—: ¡Corred a buscar a Kapukiri! ¡Aprisa!

Los guerreros desaparecen sin decir una palabra, y nos quedamos solos. Durante varios minutos, nos quedamos sentados en silencio, Eio acunándome mientras aguardo a que la flor elísea haga su trabajo: la muerte.

Qué concepto tan extraño para mí. Es una idea que ha permeado los últimos días, pero nunca la había sentido tan próxima. Tan... posible. No para mí. ¿Dolerá? ¿Simplemente me iré consumiendo? ¿Y qué ocurrirá después? ¿No debería tener más miedo del que tengo?

—Lo siento —le digo.

—¿Por qué…? —susurra él con los labios en mi cabello—. ¿Por qué lo hiciste?

—Porque quiero a Ami, y a Luri, y al tío Antonio, y a todos los demás. Y quiero a Ai’oa, Eio, igual que tú. Y… te quiero a ti, Eio. Ahora puedo decirlo, ¿te das cuenta? Te quiero. —Las palabras son tan dulces como la flor elísea—. Y no puedo dejar que continúen las muertes. No más muertes, no por mi causa. Y este era el único modo. Lo sabemos los dos, Eio. —Él intenta mirar a otro lado, pero yo levanto la mano y le cojo la barbilla para que no pueda girar la cabeza—. ¡Te quiero!

—Y yo te quiero a ti —me contesta. Sus lágrimas me caen en las mejillas. Noto en los labios su sabor salado.

De repente, el mundo da vueltas, y pienso: «ya está». El cuerpo se me dobla con un espasmo, y caigo al suelo tratando de respirar. Siento a Eio a mi lado, intentando levantarme con las manos. Me rodeo el torso con los brazos, pero el dolor está por todas partes. Quiero gritar, y la boca se me abre, pero todo cuanto sale de ella es un gemido ahogado. Se me va la voz, tratando de escapar al dolor.

Siento como si me electrocutaran de dentro afuera, como si un rayo me desollara la parte interna de la piel. Me duele, me duele como ninguna otra cosa que haya sentido nunca. No me abraso, sino que yo misma soy fuego, un fuego rabioso, ardiente e incontrolado. Quiero gritar, pero el dolor me congela la voz. Quiero que me arrojen al río o que me entierren en el barro, cualquier cosa que ponga fin a este dolor. No puedo soportarlo. La oscuridad se apodera rabiosa de mis ojos, robándome la visión de Eio, y después se vuelve hacia dentro, para devorarme el corazón, los pulmones, el cerebro. Me hundo en aguas negras, y siento que las manos fantasmales de todos los que murieron por mi causa me alcanzan para llevárseme el alma. Mis abuelos, Alex y Marian, los incontables ai’oa: todos quieren que les devuelva su sangre. Su venganza es el dolor, y mi carne es la que tiene que sufrirlo.

Si esto es morir, entonces es más terrible de lo que me había imaginado nunca. Le agarro las manos a Eio, se las agarro fuerte, aferrándome a él y a todo lo que él representa: Ai’oa, el tío Antonio, Alai, la selva, todo lo que quiero, todo lo que no quisiera abandonar. Él seguramente ve el terror en mis ojos, porque me aprieta tanto contra él que puedo oírle el corazón latiendo en el pecho.

Y me preparo para la oscuridad.