—¿Estás segura de que vendrá? —pregunta Burako—. ¿Cómo podemos saber lo que harán esos extranjeros? A mí me parece que tan pronto van para un lado como para el otro, sin sentido ni razón. ¿Cómo puedes saberlo? —refunfuña, moviendo la cabeza hacia los lados en señal de negación.
Achiri responde con calma:
—¿No conoce el cazador los modos del tapir? Pues del mismo modo conoce el Ave Pia las maneras de los extranjeros. Escúchala.
—Vendrá —respondo yo, que sigo tratando de concentrarme en lo que tengo entre manos, y no en Eio. «Que esté a salvo, por favor, por favor, que esté bien…»—. Su trabajo consiste en acudir cuando hay algún problema, y esta cañada es el centro de los problemas. Vendrá.
Estamos escondidos en la Cañada de Falk, o en donde estaba la cañada. Ahora no es más que una hondonada estéril en la selva, una cicatriz musgosa que, dentro de unos días, albergará nuevas plantas. Las orquídeas normales, y los helechos y las heliconias taparán la herida, y la selva olvidará lo que un día creció aquí. La flor elísea ha desaparecido. Para siempre. Y solo los ai’oa y los científicos que logren salir de la selva la recordarán.
Cae la tarde. Solo queda una hora de luz. Estoy segura de que Paolo vendrá, tarde o temprano, a comprobar la cañada, pero tal vez tengamos que aguardar a la mañana para verlo.
Aferro con los dedos el pájaro de piedra que tengo en el bolsillo. ¡Ay, Eio!, ¿dónde estás?
—¡Shhh! Ya viene. —Kapukiri está en pie con los ojos cerrados, sosteniendo con ambas manos, delante de él, un alto báculo. El corazón me palpita pensando que se refiere a Eio, pero entonces veo que no es él.
Salgo al claro al mismo tiempo que Paolo deja el camino, al otro lado. No necesito volverme para saber que los ai’oa están detrás de mí sin dejarse ver.
Paolo se detiene poco a poco y mira la cañada asolada. Su aspecto pétreo flaquea. La rabia pasa por su rostro un instante, ardiente y virulenta como un volcán. Otros van detrás: Timothy, el resto del equipo Inmortis, mi madre, diversos científicos y trabajadores. No están ni la tía Harriet ni mi padre. Espero que no les pase nada a ninguno de los dos.
Todos llevan armas de fuego, por supuesto, y todos ellos parecen agotados. ¿Habrán podido salvar algo? Tal vez las hormigas desaparezcan en unos días, se vayan de allí, y ellos puedan volver y salvar sus pertenencias y equipo. «¿Por qué pienso en esto? Little Cam ya no es mi hogar. Que se las apañen ellos con sus problemas».
—Tú has hecho algo terrible hoy, Pia —dice el tío Paolo, con una voz que parece la lava que fluye bajo la roca—. Algo terrible, terrible de verdad.
—Tú has hecho muchas cosas terribles. Me parece que yo tengo derecho al menos a una.
Hace un amplio gesto con la mano, señalando la cañada asolada.
—¿O sea que este es tu legado? Te hemos dotado con un don único, eres el único ser humano inmortal que ha habido nunca… ¿y es así como nos lo pagas? Serás capaz de arrojar a tu propia raza en los fuegos de la extinción por un mero capricho… ¡Por una relación hormonal con un muchacho salvaje…!
—Lo sé todo sobre los salvajes —respondo—. Ellos me criaron.
—No trates de hacer gracias conmigo. Yo te hice lo que eres. Yo te puedo destruir.
—Tú no la tocarás, karaíba —dice Luri, saliendo de su escondite para acercarse a mí. Entonces los ai’oa empiezan a caer como hojas de los árboles, para rodearnos. Los científicos retroceden y levantan las armas. Pero por cada arma de fuego, hay cinco flechas envenenadas apuntando.
—Karaíba —dice Burako dando un paso hacia delante—, los habitantes de Ai’oa hemos oído la historia de Ave Pia. Ahora sabemos lo que hicisteis a los hermanos, hermanas, madres y padres que dejaron la aldea aceptando vuestro modo de vida. Sabemos que han muerto. Hemos oído estas cosas…
—¡No necesitamos escuchar esto! —exclama Sergei, avanzando y levantando su rifle—. Son peroratas tontas que Pia les ha insuflado. Es ridículo…
Como una aparición invocada por Kapukiri, una flecha de plumas verdes florece en la garganta de Sergei, que cae sin pronunciar otra palabra. Los científicos ahogan un grito todos a la vez y retroceden un poco más. Exhalando un gemido, echo a correr hacia él, olvidando por un momento que es un asesino. Lo único que veo es un hombre al que he conocido durante toda mi vida, alguien a quien creía un amigo. Pero Luri me agarra del brazo y tira de mí hacia atrás, con ojos muy serios. No hace falta decir quién disparó la flecha, pero Burako prosigue, sin inmutarse:
—Y sabemos que son ciertas. Los habitantes de Ai’oa no tenemos sitio en el corazón para mentirosos, ladrones y asesinos. Y a vosotros os consideramos todas esas cosas. Dejaréis este lugar. Todos vosotros abandonaréis este lugar hoy para no volver nunca. Si un extranjero asoma aquí su rostro, le dispararemos. No volverán a engañarnos vuestras mentiras y vuestros trucos. Nunca más. Ahora marchaos. ¡Marchaos!
Los científicos presentan distintas reacciones. Algunos parecen muy dispuestos a obedecer, pero otros se muestran duros y avanzan, volviendo a levantar las armas.
Paolo levanta las manos hasta que todo el mundo, incluida la gente de Ai’oa, se queda callado para oír lo que tiene que decir.
—Nos iremos. —Los ai’oa empiezan a lanzar vítores, pero él aguarda hasta que se dan cuenta de que no ha terminado de hablar—. Nos iremos —vuelve a empezar—, y no regresaremos. La razón que tuvimos para venir aquí ya no existe. —Me mira a mí—. Ahora me dirijo a ti, Pia. Escucha con mucha, mucha atención. Tú vendrás conmigo. Ya.
—Jamás. Yo…
—Tenemos al chico.
Siento un estremecimiento en la cabeza. No puede ser verdad. Eio me dijo que se escondería. Que la selva lo protegía.
—Tenemos al chico, Pia. Y si no vienes, lo mataremos. Así de sencillo.
Abre las manos y las junta delante de él para indicar que ha terminado. Los ai’oa rezongan sobre los trucos y mentiras de los extranjeros, pero yo no oigo más que el fuerte martilleo de mi propio corazón. Tienen a Eio. Sin duda es así. Y aunque fuera mentira, ¿cómo iba a correr el riesgo? Eio no. Eio nunca. Lo quiero… y ni siquiera he tenido la ocasión de decírselo.
—Voy ahora.
—¡No, Ave Pia! —susurra Luri, pero Achiri la hace callar.
Atravieso el claro mientras mi cuerpo se va entumeciendo lentamente. Justo antes de llegar ante tío Paolo, me paro y vuelvo la vista a mis ai’oa.
Estoy orgullosa de ellos. Realmente fue idea suya hacer frente a los extranjeros, bajarles los humos. Miro a Burako, a Achiri, a Luri, a Kapukiri, a Ami. Y a todos los demás, cuyos nombres son manifestaciones de la selva misma. Gente de la selva. Gente del jaguar. El jaguar, la mantis y la luna. Todo es lo mismo: los ai’oa y la selva, los kaluakoa y la yresa, los jaguares y los monos y los guacamayos y el río… Un mundo de belleza y misterio, un mundo que no deberíamos haber violado nunca. Pero lo hicimos. Y ahora es el menos culpable el que paga el pato, mientras los verdaderos culpables quedan libres para continuar su fea obra en otro lugar. Al menos mis ai’oa estarán a salvo. «Pero nunca han sido míos, ¿verdad? Pertenecen a la selva tanto como la selva les pertenece a ellos».
Me vuelvo hacia delante, mirando de nuevo a Paolo. Él me pasa el brazo por los hombros, y yo no intento impedírselo. Estoy cansada de pelear.
Sus palabras, que me susurra al oído mientras hablamos, lo empeoran todo:
—No creas que aquí se acaba todo, tonta. Puede que hayas destruido las flores de la Cañada, pero yo conozco tu secreto, ¿recuerdas? —Me coge la barbilla, y la pellizca con fuerza hasta que las lágrimas me asoman a los ojos—. Ahí, ahí están. Cientos de ellas, miles si yo quiero. Me basta con tenerte a ti y a tus lágrimas. Tú podrías haberlo tenido todo, Pia: una eternidad de salud, riqueza, felicidad, poder… Cualquier cosa que pudieras soñar, la hubieras podido tener. Y, sin embargo, te has granjeado una eternidad de amargura. Llorarás, Pia, sí, ya lo creo. ¡Llorarás! Ese será tu trabajo ahora, tu objetivo. ¿Te gusta eso? Yo te di un objetivo en la vida, y me lo arrojaste a la cara. Lo tiraste por los suelos. Así pues, ¿qué va a hacer el bondadoso tío Paolo que soy? Te tendré que dar otra vida, una vida de lágrimas, de flores lloronas, Pia, ¿no suena poético? Eso debería gustarte a ti, en tu nueva veta de moralidad emotiva. Una pena, realmente. Lo haremos mejor con la próxima. Tal vez la llamemos Pia también. O puede que la llamemos Antonia. ¿Quién sabe? El mundo está lleno de posibilidades. Me muero de impaciencia.
Llegamos al río, donde nos aguarda el resto de los habitantes de Little Cam, incluyendo a mi padre. Él me dirige una mirada de tristeza, pero yo estoy contenta de que no le hayan hecho daño por ayudarnos a escapar.
—¿No volvemos a Little Cam? —pregunto.
—¿Qué…? ¿Para que nos coman esos monstruos que creó Will? Creo que no, cielo. No: vamos a otros horizontes más amplios. Tal vez África. He oído que allí hay zonas en las que puedes ver más cielo que tierra. ¿No sería un cambio agradable?
Todo el mundo empieza a meterse en los botes y a marchar río abajo. Eio tenía razón: hay botes escondidos por todas partes, ocultos de la vista de aviones y helicópteros. Lleno de secretos, Little Cam. Hasta el final. El tío Timothy forcejea con el motor de uno de los botes, y como no arranca, echa maldiciones a todos los que están a su alrededor.
—No tenéis a Eio, ¿verdad? —pregunto.
—Por supuesto que no —contesta Paolo, riéndose.
Eio está a salvo. Puedo respirar de nuevo. A eso me puedo agarrar. Aún hay esperanza.
Pero no mucha.
Todo lo que dice Paolo es verdad. Pero la investigación sigue viva en su cabeza, y mis lágrimas le conceden un futuro. El proyecto Inmortis no ha concluido, en realidad no ha hecho más que empezar. Y eso significa que morirá mucha más gente. Seguramente no serán ai’oa, pero sí otra gente.
A mí me crearon para traer vida al mundo. Vida a espuertas, vida que se desborda, vida que superaría los sueños más locos de la humanidad. Y, sin embargo, todo lo que he traído es muerte.
—Falta uno —dice alguien en una frase que mis oídos captan al vuelo. Falta un bote. Y pienso que tiene que haber sido la tía Harriet. No hay nadie más. Ella también está a salvo, y yo me alegro. Espero que quien le cuente lo de Evie se lo diga de manera suave, y que un día pueda llegar a perdonarse a sí misma. Hizo todo lo que podía por su hermana, pero yo sé quizá mejor que nadie que la culpa aún puede encontrar modos de calar en el corazón de uno.
El penúltimo bote sale de la orilla con mis padres a bordo. Los ojos de mi madre me evitan a partir de entonces. Mi padre me hace un gesto con la mano y me grita que me verá río abajo, lo cual le granjea una mirada furiosa de Sylvia. Solo quedamos Timothy, Haruto, Jakob, Paolo y yo. Timothy arranca el motor, y todo el mundo empieza a subir a bordo. Tengo lágrimas en los ojos. Últimamente mis ojos han llorado mucho. Pero las lágrimas no llegan a caer. Tal vez esté empezando a agotarlas. Y aún me falta llorar de verdad por el tío Antonio. Creo que todavía no he asimilado que su muerte haya ocurrido de verdad. Pero, si lloro, no quiero que sea delante de Paolo. No quiero darle esa satisfacción. Aún no.
Los últimos rayos del sol inciden en el río, encendiendo su piel de cobre. Contemplo las ondulaciones del agua que lame la orilla, y espero que me lleve.
Noto el estremecimiento en toda la cabeza. El corazón me falla un poco. Respiro despacio, en silencio.
Allí, en el agua, cabeceando levemente a un costado del bote, hay una flor elísea, una sola.