El mundo se abre bajo mis pies, y hago ademán de acercarme al tío Antonio, igual que hacen Paolo, Timothy y Sergei. Pero Eio me agarra la mano y me separa de allí. Antes de que nos puedan coger, salimos corriendo.
Los gritos resuenan a nuestra espalda. No nos paramos. Corremos a través del grupo de árboles, por el camino de los coches, saliendo por la cancela… solo me tomo un breve instante para volverme y ver quién la ha abierto para nosotros.
Es mi padre. Mi dócil, amable y manso padre, que no le llevaría la contraria a nadie aunque dijera que el cielo es verde y el sol nada más que un limón grande. Cuando pasamos a su lado, nos saluda con un leve y triste movimiento de la mano, y ni siquiera tenemos tiempo de llamarlo. Cuando me vuelvo a mirar, veo que Paolo y Timothy lo adelantan.
«¡Os lo ruego, no le hagáis daño!», grito para mis adentros. «¡Él no ha hecho nunca nada malo!». El pequeño gesto de ayuda, aunque débil comparado con la horrible traición de mi madre, es como un bálsamo suave para la herida que ella ha abierto en mi alma. No la cura, pero ayuda. Al menos uno de ellos ha sido honesto en todo momento.
Las balas silban rozándonos las orejas, y hasta siento una que me muerde en la parte de atrás de la pierna. Me escuece más que ninguna otra cosa que haya sentido nunca pero, claro está, no me abre la piel.
—¡Más aprisa! —grita Eio tirando de mí. Es imposible que nos alcancen corriendo, ni a mí con mi velocidad extraordinaria, ni a Eio con su experiencia de moverse en la selva.
No pueden alcanzarnos, pero sus balas sí que pueden. Eio se tambalea cuando una de ellas le penetra en el hombro derecho, pero no llega a caer.
—¡Te han dado! —Tiro de su mano intentando detenerlo, pero él niega tercamente con la cabeza y sigue corriendo, si bien más despacio. Los dos nos hacemos a un lado, saliendo del camino para escondernos en la selva.
—¡No puedo… parar! —grita él, y veo las lágrimas en sus ojos—. Le prometí que te llevaría lejos de aquí… ¡y moriré antes que fallarle!
No puedo discutir ante eso. De nuevo veo caer al tío Antonio, veo la vida yéndosele por las extremidades del cuerpo, veo sus ojos perdiendo el brillo. Ahora yo también estoy llorando, y eso me vuelve torpe. Nos hemos alejado de nuestros perseguidores, pero Eio va perdiendo las fuerzas.
—¿Estás bien? —le grito mientras salto por encima de un tronco caído. Él lo sube con esfuerzo, y entonces yo voy más despacio para esperarlo—. ¿Podrás conseguirlo? Si nos alcanzan te volverán a disparar, pero esta vez la bala definitiva.
—Estoy bien —insiste—. Ve. Yo te sigo. —Y, para demostrarlo, recupera el paso.
Pero solo durante unos metros. Entonces se tambalea y cae al suelo. Yo corro hacia él para ayudarlo a incorporarse.
—Eio, no puedes seguir de este modo. Estás sangrando mucho.
—Barro —dice apretando los dientes—. Para que deje de sangrar: hojas y barro.
Empiezo a excavar con las manos allí mismo, hasta encontrar la tierra húmeda de debajo. La recojo con las manos y se la entrego a Eio, que se embadurna el hombro con ella. Ahoga un grito de dolor y se estremece cada vez que se toca en el hombro. Yo nunca me había sentido tan inútil.
Cuando tiene el hombro cubierto de barro, se tiende en el suelo y cierra los ojos. El pecho se le mueve con espasmos. Mi propia respiración se vuelve irregular, como si mi cuerpo tratara de mimetizarse con el suyo.
—¿Eio? —Tomo su mano en la mía—. Eio, ¿qué hago ahora? ¿Traigo a Kapukiri?
—Ya no está.
—¿Qué…? ¿Qué le ha sucedido? —Inconscientemente, le aprieto la mano a Eio, alarmada.
—No me refería a Kapukiri. —Eio abre los ojos y los levanta hacia las copas de los árboles—. Sino a mi padre.
«Ah, ya». Eso es otra cosa. El tío Antonio ha muerto. La imagen se repite en mi cabeza: el tío Antonio dando un paso hacia atrás y clavándose la aguja, cayendo al suelo como una marioneta. Me dan escalofríos por todo el cuerpo. Me siento como si estuviera completamente cubierta por las hormigas devoradoras de carne.
—¿Por qué tuvo que hacerlo? —pregunto en voz baja—. Yo estaba dispuesta a negociar con ellos. Os habrían liberado a los dos. —Pero, en realidad, ya sé por qué lo hizo. Lo sé demasiado bien: «la vida más noble es la que se ofrece a otros».
Eio vuelve a cerrar los ojos. Me pregunto qué le hace más daño, si la bala o la pena.
—Vete, Pia. Yo me esconderé. No me encontrarán. Escucha: los ai’oa… se están preparando para luchar. Quieren atacar Little Cam. Debes detenerlos… Lo único que conseguirán es que los maten. —Hace un gesto de dolor y se para para recuperar el aliento—. Tienes que seguir. A mí no me pasará nada. La selva es mi hogar. Me ocultará y me protegerá.
—Eio…
—¡Vete! —dice en un gruñido, y suena exactamente igual que su padre.
—Vale —le respondo entre dientes—. Pero no iré lejos. Y regresaré a buscarte.
Cierra los ojos por el dolor, pero asiente con la cabeza. Yo alargo la mano, le toco la mejilla y paso el pulgar por la recta línea de la mandíbula.
—Cuídate.
—Lo haré. Hazlo tú también.
—Lo digo en serio, Eio. Tú… eres todo lo que me queda —le susurro.
—Vete, Pia.
Y echo a correr.
Eio no exageraba: los ai’oa están soliviantados. Los hombres llenan sus calabazas de curare, y hasta las mujeres están reuniendo lanzas. Yo paso tambaleándome por la fila que hay entre las cabañas, buscando a Achiri o a Luri.
De pronto, una mano me agarra por la parte de atrás de la camiseta, y me hace girarme. Me encuentro de frente a Burako, mirándolo a los ojos. Tiene el rostro cruzado con pinturas rojas, y su mano me pone un cuchillo (en vano, me parece) en la garganta.
—¡Tú! —dice zarandeándome—. ¡Karaíba! ¿Has venido a terminar tu obra? —pregunta en ai’oa—. ¿Has venido a matar a nuestros niños, tú? ¿A beberles la sangre, asesina?
—¡No! ¡Por supuesto que no! ¡He venido a ayudar…!
—¡Mentirosa! —Aprieta el cuchillo contra mi piel, y me pregunto qué piensa que puede solucionar con eso.
—¡Alto! —exclama una vocecita, y Ami se presenta a su lado—. ¡Suéltala! ¡Ella me salvó!
Burako pasa la mirada de mí a Ami, inseguro, pero no me suelta.
Ami se coloca en jarras y lo mira.
—¡He dicho que me salvó! ¡Ella está de nuestro lado, Burako!
En cualquier otra situación, verla tratando de acobardar al musculoso guerrero hubiera resultado gracioso. Pero, tal como están las cosas, no puedo más que respirar de alivio cuando él me suelta. Sin embargo, sus ojos siguen recelando. Y no se lo puedo reprochar. Ami me rodea la cintura con los brazos.
—¡Estás aquí, Pia!
—Sí —le digo—. ¿Y tu brazo, Ami? ¿Qué tal va?
—Yo estoy bien. —Alguien le ha vuelto a poner la venda, y ahora está más limpia y más apretada, y me alegro de ver que parece que ha dejado de sangrar. También me alegro de comprobar que el E13 no la dejó inconsciente… o algo peor. Me alegro de habérselo dado: si no lo hubiera hecho, no estaría viva.
Ami mira a su alrededor.
—¿Dónde está Eio?
—Viene para acá. Está herido, pero sanará. —«Porque como no sane, lo mato», pienso—. ¿Dónde están Achiri y Kapukiri?
Ami me lleva ante ellos. Los ai’oa me saludan al pasar a su lado, pero no interrumpen los preparativos que están haciendo. Tienen rostros serios, airados, embadurnados de pintura roja. Nunca los había visto así. No encuentro nada de su habitual tranquilidad y conformidad con las cosas. Me recuerdan las hormigas del tío Will: despiadadas, feroces y letales.
—¡Achiri!
Cuando veo a la matriarca, corro hacia ella. Está pintando el rostro de Luri con espantosas líneas quebradas de una pintura tan roja como la sangre. Me dirijo a ella en ai’oa:
—Achiri, ¡tienes que escucharme!
Ella no deja lo que está haciendo, pero me responde:
—¿De qué se trata, Ave Pia? ¿Dónde está el Trotamundos?
—Está herido. Se ha quedado en la selva. ¿Podéis enviar a alguien a buscarlo?
Achiri asiente y hace un gesto a varios de los hombres, gritándoles que emprendan la búsqueda. Entonces yo continúo:
—Me envió delante para que os dijera que… ¡que no debéis atacar Little Cam!
Ella repasa su obra, y lanza un gruñido de satisfacción:
—Vete, Luri. —Luri se marcha muy aprisa después de dirigirme una sonrisa feroz. Achiri se limpia las manos en la falda y se vuelve hacia mí para decirme—: ¿Qué ocurre ahora? Primero viene Ami hablando de los hombres malvados que intentaron matarla, y contando que tú la ayudaste a escapar. Después sale Eio a buscarte, pero no vuelve. ¿Y ahora te presentas tú para decirnos que no deberíamos defendernos contra aquellos que quieren matar a nuestros niños? —Baja los ojos a Ami y frunce el ceño—: ¡Y da lo mismo que los niños sean lo bastante tontos como para irse por ahí ellos solos!
Ami frunce el ceño a su vez.
—¡Tenía que devolverle a Pia el collar!
—Niña tonta —suelta Achiri—. ¿Y por eso te vas tu sola a la selva? Pss. —Vuelve a alzar los ojos hacia mí—: Dime, Ave Pia, ¿debemos postrarnos a los pies de esos extranjeros para que nos maten?
Intimidada por su fuerza, y por las cuchilladas de pintura roja de su rostro, me echo para atrás.
—¡No! ¡Claro que no! ¡Si alguien sabe por qué deberíais luchar, soy yo! Lo que pasa es que ellos tienen armas de fuego, Achiri, y si os enfrentáis a ellos así, morirán muchísimos ai’oa.
Ella parece dudar, y de repente aparece Burako a mi derecha, hablando en ai’oa:
—¡Lucharemos! No escuches a la extranjera. ¡Mira todos los problemas que nos ha traído!
—¡Cállate, Burako! —brama Achiri—. ¡Kapukiri, ven!
El curandero se acerca cojeando. Es el único que no lleva pinturas en el rostro. Achiri me señala.
—Pia nos dice que no deberíamos luchar. Burako dice que deberíamos hacerlo. Eio Trotamundos no ha regresado todavía. —Levanta las manos—. ¿Luchamos o no luchamos? ¡Hay demasiadas voces y demasiados dedos apuntando en direcciones distintas! Dime, Kapukiri, ¿tú has visto el camino que deberíamos tomar?
Kapukiri la mira, con aspecto de búho sabio, y después mira a su alrededor. Los ai’oa, conscientes ahora de la disparidad de ideas, guardan silencio y se acercan para oír lo que tiene que decir su anciano jefe. Ami se me acerca y me coge la mano con las dos suyas.
—He visto la marca del jaguar, la mantis y la luna —dice al fin— en los ojos de la hija de Miua. Ella, que camina llevando al jaguar como guardián y que no puede caer bajo flecha ni lanza, ha sido enviada para guiarnos.
Los ai’oa murmuran su conformidad, y solo Burako frunce el ceño.
Kapukiri alarga hacia mí su nudosa mano.
—Habla tú, la que no muere, y nosotros escucharemos.
Él retrocede un poco, y yo me encuentro rodeada por una multitud de ai’oa expectantes. Sin habla al principio, necesito ver la mirada firme de Ami, que pone en mí toda la confianza, para conseguir pronunciar estas palabras:
—Ai’oa, yo soy, como decís vosotros, una karaíba, una extranjera. Pero conocéis la historia de los kaluakoa. Sabéis que los que no mueren solo pueden nacer si muchos mueren antes de ellos. Esto era cierto para los kaluakoa, y también es cierto para mí. —Cierro los ojos y respiro hondo, lamentando que Eio no esté aquí, y tratando de no pensar en el tío Antonio caído en el suelo. ¡Si consigo al menos no derrumbarme durante unos minutos!—. Yo he sabido hoy que muchos murieron… y que eran de vuestra sangre. Los científicos que me crearon emplearon mentiras para engañar a vuestra gente, y usaron la flor elísea, la yresa, para… para matarlos. Tomaron su sangre y la transmitieron, y ahora corre por mis venas. —Levanto los brazos, mostrando las muñecas, mientras los murmullos se extienden en la aldea—. Soy una extranjera, pero mi sangre es ai’oa, y eso ha sido una maldad terrible. Yo no puedo devolveros a vuestros muertos, pero puedo evitar que aumentéis su número. Por favor, no ataquéis Little Cam. Los científicos tienen armas de fuego, y por muy valientes que seáis, vuestras flechas no podrán hacer nada contra ellas. Estoy de acuerdo con vosotros: los extranjeros deben irse. Debéis recuperar vuestra selva. Pero no es este el modo.
—¿Cuál es, entonces? —pregunta Achiri.
—Venid conmigo donde crece la yresa. —La idea se me ocurre mientras hablo, y comprendo que es lo único que podemos hacer—: ¡Si acabamos con las flores, acabaremos con el motivo por el que están aquí los extranjeros! Si yresa desaparece, los científicos se irán.
Retrocedo un paso para que vean que he acabado de hablar. Ellos empiezan a murmurar, y los murmullos se hacen más y más fuertes hasta que Burako tiene que gritar para que vuelvan a callarse.
—A mí no me gusta lo que ha dicho la que no muere —anuncia, y el corazón empieza a darme un vuelco—. Pero sus palabras son verdad.
Levanto la barbilla con esperanza. Él asiente y me mira fijamente.
—Iremos a donde está la yresa, y la destruiremos completamente. Nadie más morirá hoy.
Ami me aprieta la mano y chilla de alegría.
Yo quiero compartir su alegría, y estoy contenta de que los ai’oa me hayan escuchado. Pero en este momento lo único que quiero es a Eio, para llorar en su hombro.
Se aproxima la noche cuando llegamos por fin a la Cañada de Falk. Hay cinco guardias allí: puede que Paolo haya anticipado lo que íbamos a hacer, pero no se esperaría una tribu entera de ai’oa. Paralizarlos con curare antes siquiera de que nos vean es un juego de niños para estos cazadores de la selva.
Entonces empieza el trabajo de verdad. Las mujeres vacían las cestas de armas, y las llenamos de flores.
Me resulta extrañamente difícil hacerlo, aun sabiendo lo que cuesta que las flores sean de alguna utilidad. Están teñidas con la sangre de docenas de personas, pero siguen unidas a mi propia existencia. Compartimos un poco de ADN, estas flores y yo. Pero no puedo tener clemencia: debe desaparecer hasta la última gota de su néctar.
Las cestas están que se desparraman, así que la gente empieza a cargarlas en los brazos. Utilizamos camisas y hojas para transportarlas. Algunas mujeres hasta se las trenzan en el pelo: orquídeas de color oro y morado son buenos adornos para las ai’oa. Se cubren con las mismas flores que han robado tantas vidas.
Luri me encuentra y me da un largo abrazo.
—No tienes que culparte por las maldades que han cometido otros, Pia. Esto no ha sido culpa tuya. Nosotros no te echamos la culpa.
Me aparto de ella.
—Si no hubiera sido por mí, Luri…
—Si no hubiera sido por ti —dice ella con tranquilidad—, habría sido por otro. Y ¿quién sabe? Si hubiera sido otro, tal vez no habría tenido un corazón tan bueno como el tuyo. Quizá hubiera sido peor para nosotros. Sin embargo, no hay que pensar en lo que podría haber sido, sino en lo que es. Y lo que es, py’a, es que has demostrado ser amiga de los ai’oa. —Ella es ligeramente más baja que yo, pero cuando me mira a los ojos, siento que es mucho, mucho más alta—. Dijiste que nuestra sangre corre por tus venas. Bueno: nosotros estamos orgullosos de ti.
El torno que me oprime el corazón afloja un poco, y me entran ganas de rodearla con los brazos y sollozar en su hombro. Me entran ganas de que ella me coja como no lo hizo nunca mi madre, del modo en que veo que coge a veces a la pequeña Ami, y de que me diga que todo va a ir bien. Pero hay demasiado dolor en mi alma, y lo que hago es cerrar los puños y mirar al suelo. Luri me levanta la barbilla con un dedo.
—Pequeña tapumiri, los monstruos existen en este mundo. —Me engancha un tallo de flor elísea en la oreja, me aparta el pelo de la cara, y sonríe—: Pero tú no eres uno de ellos. No cargues con el peso de los muertos. Déjales eso a los dioses. La muerte no es siempre triste. Para algunos, es la puerta a un mundo en el que todos beben yresa y se vuelven inmortales.
La miro fijamente, notando en mis ojos lágrimas que no llegan a caer. Es una idea hermosa, pero eso alivia mi pena muy poco.
Al otro lado de la cañada, veo a los guerreros que fueron a buscar a Eio. Él no va con ellos. Yo aspiro hondo, y se me empañan los ojos de lágrimas.
Luri me gira la barbilla para que la mire a los ojos.
—Eio es fuerte y sabe cuidar de sí mismo. No te preocupes por él ahora.
El aire que respiro se me convierte en hielo en la garganta, y me cuesta trabajo no meterme en la selva rauda como una flecha. Pero le prometí que cuidaría de los ai’oa, y después de todo el mal que mi vida ha causado en el mundo, no quiero añadir más mal rompiendo mi promesa.
Cuando hemos cogido todas las flores, marchamos hacia el río. Se está haciendo tarde. Necesitamos movernos con rapidez, pero no puedo meterles prisa. Pienso que, para los ai’oa, lo que estamos haciendo es una especie de rito espiritual. Tal vez lo conviertan en una tradición. Tal vez cada año a partir de ahora los ai’oa buscarán una cañada llena de flores que cogerán para ofrendárselas al río. Tal vez lo sigan haciendo dentro de cien años, y sigan contando la Historia del Ave Pia, sin saber qué sucedió realmente, pero recordándola y honrándola de todos modos.
Lamento que mi educación no me enseñara más sobre las religiones del mundo. ¿Quién sabe? Tal vez en algún lugar ahí fuera se encuentre la verdad de todo esto. Paolo solía decir que la verdad siempre encuentra el modo de presentarse. Yo ahora pienso que tal vez eso fue lo único cierto que dijo en su vida.
Llegamos al río y empezamos a tirar a él las flores. El Little Mississip no tarda en llenarse de ellas: una imagen más hermosa que ninguna que haya visto nunca, salvo quizá la de aquella tarde en la poza con Eio y Ami, cuando sonreíamos y estábamos felices e inconscientes de todo el mal que rondaba nuestro mundo. Me pregunto ahora dónde estará Eio, y por qué no se habrá reunido todavía con nosotros. Podría encontrarse solo, desangrándose, tal vez muriendo. Hago un esfuerzo por dejar de pensar en eso, y recuerdo lo que me dijo: «La selva es mi hogar. Me ocultará y me protegerá».
La última flor sigue prendida en mi oreja. Yo la cojo y contemplo el néctar que hay dentro. «Belleza y muerte, tan íntimamente entretejidas». Este parece el tema de mi vida.
La arrojo al agua. A diferencia del resto, que ya se han perdido de vista, flotando en la corriente, la mía se hunde y no vuelve a aparecer.
Cuando alzo la vista, veo un par de ojos amarillos entre el follaje, en la orilla opuesta. Me quedo quieta un instante, y a continuación lo llamo:
—¡Alai! ¡Alai, ven!
Alai sale de entre las hojas y se queda quieto en el blando barro de la orilla, observándome. Ya he visto antes esa mirada, tras la noche que pasé en Ai’oa, cuando Alai entró corriendo en la selva y casi no vuelve. Al cabo de un minuto largo, asiento con la cabeza.
—Adiós…
Como si comprendiera, Alai agacha la cabeza de piel moteada, y se vuelve. El corazón me da un vuelco al ver la cola de mi mejor amigo desaparecer en la selva. Pero al cabo de un momento, me recupero.
Para los dos, ha llegado el momento de ser libres.