Lo primero que noto cuando salimos por las puertas de Laboratorios A es que ha dejado de llover. El mundo vuelve a resultar nítido, como si le hubieran dado tres capas de una pintura muy brillante. Yo me siento expuesta y vulnerable, pese al tío Antonio y a sus AK-47. La gente empieza a amontonarse: las noticias corren como la pólvora en Little Cam.
Y también, por lo visto, el sonido de los disparos.
—¡Atrás! —grita el tío Antonio, blandiendo el fusil como una guadaña. Eio no deja de apuntar con el suyo a la cabeza de Paolo. Me sorprende la firmeza que muestran sus manos, pese al desagrado que el arma le inspira. Pero tengo la sensación de que el arco y las flechas no tendrían el mismo efecto en la multitud que nos rodea.
Es uno de los momentos más extraños de mi vida: me veo rodeada de caras familiares, pero los ojos que nos miran son ojos de extraños. Estas son las personas que me criaron, que me enseñaron, que comieron conmigo y celebraron mis cumpleaños. Jonas y Jacques y Sergei. Incluso la tía Brigid y la tía Nénine. Nos miran todos con ojos gélidos: algunos con una mirada tan fría que hace daño, otros con mirada feroz, otros confusos.
«¿Quiénes sois vosotros? ¿Qué le habéis hecho a mi Little Cam?», pienso.
Si la tía Harriet está entre ellos, logra escapar a mi mirada. Lo cual es un acierto, seguramente. Si apareciera, tal vez le pidiera al tío Antonio que le disparara.
¿Y dónde están mis padres?
De repente oímos unas fuertes pisadas. Timothy y una docena de sus hombres se abren paso a empujones a través de la multitud. Vienen todos con armas, algunas de las cuales son más grandes incluso que las del tío Antonio.
—No te alejes de mí, Eio —susurra—. Tú no estás hecho a prueba de balas como Pia.
Así que seguimos bien juntos, con Paolo muy rígido delante de nosotros.
—¡Apartaos de nuestro camino! —ordena el tío Antonio.
—Antonio, amigo mío —dice Timothy con suavidad—. Me parece que ha habido un malentendido. Déjalo estar. ¿Por qué te tienes que preocupar por un muchacho salvaje? Te diré una cosa: posad las armas, y le dejaremos volver a la selva. Y seguro que podremos arreglar todo esto.
—Palabras, palabras, palabras —dice el tío Antonio apuntándole con el arma.
Timothy extiende las manos, y su rifle mira al cielo.
—Calma, amigo. Recuerda todos los favores que te he hecho, ¿eh? Las revistas, los mapas, las radios… Hemos estado juntos en el ajo mucho tiempo, ¿no? Hoy es igual. Posa esa arma y haremos un buen trato.
—Aquí tienes nuestra oferta —le digo yo, sorprendiéndolos a ambos. Avanzo unos pasos hasta ponerme delante del pequeño grupo, porque a mí, al fin y al cabo, las balas no me harían nada—. ¿Qué te parece si te apartas de nuestro camino, y a cambio no te matamos?
—¿Qué estás haciendo, Pia, mi niña…? —Timothy mueve la cabeza hacia los lados mirándome a mí—. ¿Lo dejas todo por seguir a ese demente? ¿No te había dicho nadie que hace años que está loco?
—Si está loco, entonces yo también. Dejadnos pasar.
—Haz lo que te dice, Timothy. —El tío Antonio dispara al suelo delante de las botas del cazador, y Timothy da un salto hacia atrás acompañado de un grito de sorpresa—. Si eres tan amable… —añade el tío Antonio.
Empiezan a moverse, y en ese momento el dedo de Eio encuentra inconscientemente el gatillo de su rifle. Las balas se extienden por el suelo entre la multitud y nosotros. No sé cuál de los dos se queda más asustado, si el tío Timothy o Eio.
Se produce el caos entre los presentes. Todo el mundo comienza a gritar o disparar, y a mí me echa a un lado la estampida de científicos que corre para huir del tiroteo. El tío Antonio y Eio corren en el otro sentido, soltando a Paolo al hacerlo. Nadie parece darse cuenta cuando me derriban y caigo dentro de un gran arbusto que se encuentra junto a la puerta de Laboratorios A. Me arrastro y desde detrás de él observo que todo el mundo que no tiene un arma de fuego en las manos huye del lugar. El tío Antonio y Eio se ponen a cubierto detrás del edificio de los generadores. Timothy ordena a sus hombres que les sigan disparando, y después grita:
—¿Dónde se ha metido Pia?
Alguien apunta en cierta dirección, y Timothy y el resto de sus hombres se van hacia allá. Yo me pongo en pie y empiezo a acercarme a Eio y al tío Antonio, pero entonces veo que el tío Paolo viene hacia mí. En el último instante me meto por la puerta de Laboratorios A y corro por el pasillo. Me escondo en el primer laboratorio que encuentro justo antes de que Paolo lo haga en el edificio. Aterrada de que haya podido ver cerrarse la puerta del laboratorio detrás de mí, me arrimo a la pared y contengo la respiración.
La sala está oscura, pero recuerdo perfectamente que se trata del laboratorio del tío Will. Oigo escarbar en la oscuridad: debe de ser Babó. Los pasos de Paolo alcanzan el lugar en que me escondo y pasan de largo. Yo lanzo un suspiro de alivio. Pero entonces se abre la puerta, y asoma una cabeza por ella. Y me ve.
Es la tía Harriet.
Nos miramos una a la otra durante un buen rato, al principio asustadas, después con recelo. Tiene ojeras oscuras. Parece como si hubiera estado llorando desde que salió del laboratorio.
—Pia… —dice con cautela.
—Harriet, ¿me vas a delatar? ¿Otra vez?
Ella exhala un suspiro y cierra la puerta echando el pestillo.
«Echa el pestillo. Magnífico, Pia, es increíble que no se te ocurriera a ti».
—¿Por qué lo hiciste? —le pregunto. No dispongo de tiempo, pero el impulso ha podido más. Tal vez la verdad también pueda presentarse espontáneamente. Ella empieza despacio, insegura:
—Una vez me preguntaste, Pia, qué prueba tuve que pasar yo para conseguir el puesto.
Asiento con la cabeza y aguardo.
Harriet respira hondo antes de continuar:
—Fue un caballo. O, más concretamente, una negra yegua árabe, la criatura más magnífica que haya visto nunca. No sé de dónde vino, ni cómo se enteraron de que, de todos los seres de la Tierra, no quería a ninguno tanto como a ella. Victoria Strauss me la trajo y me puso una pistola en la mano y me dijo que, si apretaba el gatillo, el trabajo sería mío. —Se mira las manos—. En cualquier otra circunstancia, yo no lo habría hecho. Pero… —Lanza un suspiro y se saca algo del bolsillo. Es la foto frente a la cual la vi llorando ayer. Me la entrega—. Te mentí, Pia. Evie no es una colega: es mi hermana pequeña.
La chica de la foto no es mucho mayor que yo. Está sentada en una silla de ruedas, y sonríe. Harriet está detrás de ella, rodeándola con los brazos.
—Tu hermana —susurro. «La hermana ha muerto», le dijo Strauss a Paolo. «Fields no lo sabe». Se me cae el alma a los pies. No me atrevo a mirar a la tía Harriet.
—Evie tiene parálisis cerebral —susurra—. Fue Strauss quien me fue a ver después del diagnóstico. Me dijo que Corpus estaba trabajando en una medicina nueva muy prometedora, que podía ayudar a Evie si se la daban… cosa que harían a condición de que me viniera aquí treinta años. La enfermedad estaba tan avanzada, y Evie estaba sufriendo tanto, Pia, ¡que yo estaba dispuesta a cualquier cosa! Incluso… incluso a pasar esa horrible prueba. Aun así, no pasa un día que no desee que hubiera ocurrido de otra manera, que hubiera hecho otra elección. Tú me recuerdas mucho a ella. Antes de la enfermedad, ella tenía la misma curiosidad, el mismo dinamismo que tú. Por eso yo quería ayudarte. Te veía a ti e imaginaba… imaginaba cómo habría sido Evie, de no ser por la enfermedad.
Se me hace un nudo en la garganta, es como si la tuviera llena de algodones. No puedo decirle que su hermana ha muerto. Tal vez debería hacerlo, pero la esperanza que aparece en los ojos de la tía Harriet… es una navaja en mi corazón, y yo no puedo volver esa navaja contra ella. De todos modos, no tardará en enterarse. Strauss no puede esconder eternamente la verdad. Ella misma lo dijo.
Por primera vez, comprendo por qué el tío Antonio intentó ocultarme por todos los medios la verdad sobre Inmortis. La verdad puede herir y destrozar al ser humano más indestructible.
De pronto oímos pasos en el pasillo, y nos apretamos contra la pared, conteniendo la respiración. Quienquiera que sea, pasa por el laboratorio corriendo, sin abrir la puerta… por esta vez.
—¡Vamos! —le digo a la tía Harriet. Sé que no tenemos mucho tiempo, pero necesito oír la historia completa. Si no, nunca podré perdonarla.
—Cuando te dijeron que tenías que pasar la última prueba —prosigue la tía Harriet—, yo solo conseguía verme a mí misma afrontando la misma decisión, el mismo sacrificio de mi alma, y pensé que si podía pararte, salvarte de algún modo de cometer el mismo error, podría borrar mi propio pecado. Y, por un tiempo, creí que había… Pero entonces Paolo empezó a atar cabos. Se imaginó que sería yo quien te ayudaba a escapar de aquí, y dijo… me amenazó con decírselo a Strauss. Y si lo hacía, entonces Evie no recibiría su tratamiento, y… Yo seguía teniendo esa pistola, Pia, y sabía que si apretaba el gatillo, podría demostrarles que podía ser una jugadora de equipo. La científica amoral que ellos querían. Así que lo hice: apreté el gatillo. Recuperé su confianza, y compré la vida de mi hermana. Cualquier rasgo de humanidad que hubiera logrado tener, lo mandé al infierno de un disparo. Y tú, cielo, la buena de Pia, tú te quedaste atrapada en medio del tiroteo. Lo siento. Lo siento de verdad, me siento muy mal. Pero si tuviera la ocasión de volver a hacerlo…
La miro, abatida, mientras ella empieza a llorar.
—Lo harías de nuevo, lo sé. Ahora lo comprendo, tía Harriet. —Le devuelvo la foto y le deseo a Strauss que la devore una anaconda—. Escúchame: los hombres de Timothy tienen acorralados al tío Antonio y a Eio. Yo necesito reunirme con ellos y salir con ellos de Little Cam. ¿Me podrás ayudar?
Ella me mira atentamente, se sorbe la nariz, y su pelo rojo parece una especie de explosión en su cabeza. Entonces asiente con un gesto.
—Veré si no hay moros en la costa, y te haré una señal.
No me mira a los ojos, pero pestañea y se seca las lágrimas antes de salir.
Menos de un segundo después, la puerta vuelve a abrirse y ella entra de nuevo en el laboratorio, con un arma de fuego apuntándole a la cabeza.
Es Timothy. Y viene acompañado por una docena de hombres armados, entre los cuales se encuentran Jakob, Sergei e incluso mi padre. El tío Will sujeta su pistola como si fuera una culebra a punto de morderle, y me mira con grandes ojos llenos de terror.
—Ya es suficiente, Pia —dice Timothy mientras enciende la luz—. Ven con nosotros. Vamos a zanjar esto.
Yo lo miro, miro a los otros, miro el ceño fruncido de Jakob y los ojos airados de Sergei, y solo pienso una cosa:
«Hormigas».
El terrario está justo detrás de mí. Hay una silla justo a mi lado. Traslado la vista de ella al terrario y de este al tío Will. Él debe de imaginarse lo que pasa por mi cabeza, pues empieza a ponerse muy, muy pálido.
—¡Pia, no!
Pero yo ya levanto la silla, la sacudo en el aire y rompo con ella el cristal. Las hormigas se extienden como una marea negra. Miro a Timothy de frente, y sonrío.
El tío Will corre hacia la alarma y tira de ella, pero no puede acceder al insecticida: las hormigas pululan ya por todo el armario. Me pregunto si los demás tendrán alguna idea de qué es lo que acabo de liberar.
Yo diría que sí, pues aquellos hombres hechos y derechos empiezan a chillar como monos acorralados, y en las prisas por abandonar la sala arrojan las armas al suelo. Timothy intenta mantener el orden, pero la marea lo arrastra. La tía Harriet, cuyo rostro es la expresión misma del terror, tampoco pierde el tiempo. Yo la sigo de cerca.
La histeria cunde por todo Little Cam. Hay gente que grita de pánico, tal vez sin saber todavía lo que ha ocurrido. Quizá sean solo las sirenas, que suenan a un volumen ensordecedor, lo que los aterroriza. Miro hacia atrás solo una vez y veo a alguien (imposible saber quién) que desaparece bajo la marea de hormigas.
Corro hacia Eio y el tío Antonio. Los hombres que les estaban disparando han abandonado sus puestos y huyen en estampida con todos los demás.
—¡Las hormigas del tío Will! —explico, y el tío Antonio se queda pálido.
—¿Hormigas? ¿Todo este revuelo no es más que por unas hormigas? —pregunta Eio.
—No son unas simples hormigas, ¡y no hay un segundo que perder! ¡Vamos! —Le cojo la mano a Eio y tiro de él para que venga conmigo. La masa de insectos carnívoros se ha desplazado hacia el centro de Little Cam, y veo a Haruto arrancándose la camisa llena de hormigas. Todo el mundo se afana en escapar de los diminutos monstruos, y nos dejan libres para correr a la cancela.
Pero justo antes de que lleguemos a los todoterrenos, nos salen al paso Timothy, Paolo y Sergei, armados los tres. Nos quedamos paralizados. Ninguno de ellos baja el arma.
—Se acabó esta locura, Antonio —dice Paolo, empleando su voz más suave y persuasiva—. Podemos hacer las cosas de otro modo. Dejaremos libre al muchacho, te lo juro. No sabía que fuera hijo tuyo, deberías habérnoslo dicho. Podríamos haberle dado un empleo aquí, tal vez aún podamos hacerlo. —Lentamente, se agacha y posa el arma en el suelo. A continuación extiende las manos—. ¿Lo ves? No quiero violencia.
Yo no puedo evitarlo: simplemente estallo en risas de incredulidad.
—¿No quieres violencia? ¿No quieres violencia? ¿A cuánta gente has matado tú?
—Pia —dice mirándome con reproche—, tal vez te interese mirar detrás de ti.
Lo hago, y también lo hace Eio. El tío Antonio intenta volverse, pero lo detiene la aguja que siente en la nuca. Se queda muy quieto, igual que mi corazón.
—Mamá —musito—. ¡No…!
El rostro de ella es una máscara, y sus dedos, que sostienen con delicadeza la jeringuilla con el néctar de la flor elísea, ni siquiera tiemblan.
—No te muevas, Antonio. No me obligues a hacerlo.
—Antes o después, habrá que ponerle hoy una inyección a alguien —dice Paolo—. ¿Timothy?
Timothy avanza y les arranca los fusiles a Eio y al tío Antonio, sin que pongan objeción alguna.
—Sylvia —susurra el tío Antonio—: Tú y yo nos criamos juntos, ¿recuerdas? Tú, Will y yo. Nos colábamos en los laboratorios y hacíamos nuestras mezclas, que a veces estallaban. Robábamos todos los cuchillos de cocina y los escondíamos en el armario de la enfermera. Una vez soltamos a todos los animales del pequeño zoo, ¿recuerdas ese día? El viejo Sato corría de un lado para el otro, intentando atrapar a aquel tapir…
—Cállate, Tony —dice ella volviéndose hacia mí—: Debería haber sido yo —me dice en un susurro—. Solo se perdió una generación… si lo piensas. Aquí estoy yo, atrapada en este cuerpo mortal y moribundo, y tú, desagradecida, malcriada… ni siquiera te das cuenta de lo que tienes. Tendría que haber sido yo. Yo no le habría decepcionado.
Ese «le» solo puede referirse a Paolo. Yo la miro con la boca abierta, asombrada una vez más ante todo el veneno que tiene dentro de ella, sin que yo lo haya sospechado hasta ahora:
—Tú eres mi madre…
—Eso nunca lo pedí —es su respuesta, y sus palabras parecen agrietar la tierra entre nosotros, creando un abismo que ningún puente podría salvar nunca.
—Bueno, parece que hemos alcanzado un entendimiento. —Paolo hace un gesto dirigido a Timothy y Sergei, y ellos bajan las armas—. Eso es, así está mejor. Somos seres civilizados, al fin y al cabo.
Por encima de su hombro, a través de los troncos de los árboles plantados en el centro del camino, veo la cancela abierta. Quién la haya abierto, eso no puedo imaginármelo. Miro de reojo y veo que el tío Antonio y Eio también se han dado cuenta.
Pero mi madre todavía tiene la aguja de la jeringuilla apretada contra el cuello del tío Antonio.
—Si me quedo aquí —digo de repente—, y juro hacer todo lo que me mandéis, ¿dejaréis libres a Eio y al tío Antonio?
Paolo me dirige una mirada pensativa.
—Bueno, veamos. Si…
Lo interrumpe un chillido ensordecedor. Todos levantamos la vista para ver a Gruñón moviéndose por encima de nuestras cabezas en un magnífico salto desde el tejado de Dormitorios A al grupo de árboles que hay en medio del camino, sin parar de aullar. Las ramas crujen cuando él hinca las garras en ellas para saltar de una en otra. De repente, escapa por el hueco que hay entre las barras de metal superiores y la alambrada, el mismo hueco por el que Ami escapó esta misma mañana. Gruñón desaparece en la selva, y su chillido salvaje va desapareciendo tras él.
Alguien (seguramente el tío Jonas) ha soltado a los animales, seguramente pensando que las hormigas podrían decidir zamparse como postre el pequeño zoo. Los loros graznan y vuelan por encima de nosotros, Jinx se desliza como una sombra, y un grupo de monos hace todo lo que puede por alcanzar a Gruñón. En último lugar, pasa trotando Alai, suave y pulcro como el viento, y me echa una última mirada antes de salir por la cancela y desaparecer.
Parece como si hubiéramos olvidado de qué estábamos hablando. Es el tío Antonio el primero en decir algo. Vuelve la cabeza lo suficiente para vernos a Eio y a mí. Le dirige a Eio una mirada larga e intensa y asiente con la cabeza. Entonces vuelve los ojos hacia mí. Me aterra lo que veo en ellos.
—Recuerda, Pia —me susurra— que la perfección depende de lo que hagas.
Da un paso hacia atrás, y la aguja se le clava en el cuello. Mi madre, asustada, suelta la jeringuilla. Esta cae al suelo, pero no antes de inyectar la mitad de su contenido en la sangre del tío Antonio, que cae, arrugándose como una hoja de papel, a los pies de mi madre.