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Treinta y tres

A Eio, que no para de gritar amenazas e insultos, tienen que levantarlo en el aire entre tres hombres para transportarlo a través del complejo. Él se retuerce y forcejea, y la lluvia hace resbaladiza su piel y da a los hombres considerables problemas para mantenerlo agarrado, pero el caso es que no puede escaparse. Yo siento como si me hubieran clavado en el estómago un cuchillo, y que a cada paso el cuchillo se retuerce y entra más hondo.

Nos llevan directamente al laboratorio en que Ami estuvo a punto de encontrar la muerte. Timothy y sus hombres forcejean para impedir que Eio se levante, mientras Jackob y Haruto le sujetan muñecas, tobillos, torso y cuello a la mesa con correas. Sergei amordaza a Eio con una toalla, poniendo fin a sus gritos airados.

Paolo dice, en un tono horriblemente agradable:

—Vamos a intentarlo otra vez, ¿de acuerdo?

Yo mantengo los ojos fijos en mis zapatos embarrados y no digo nada, resuelta como estoy a permanecer muda e inexpresiva mientras mi mente busca desesperadamente una salida. Pero no hay nada que hacer, pues mis pensamientos siguen embargados con dos palabras de Eio: «Te quiero».

—Haruto. —Paolo levanta una mano, y Haruto coloca en ella una jeringuilla. No necesito preguntar para saber qué es el líquido claro que hay dentro. Pese a mi determinación de permanecer firme, el corazón me palpita más aprisa.

—Ven. —Hace una seña a Sergei y Jakob, que me empujan con el codo. Como me niego a moverme, me levantan y me llevan hacia Eio, que sigue forcejeando. Me gustaría tener las mismas ganas de resistirme, pero parece que la voluntad me ha abandonado.

Paolo me pone la jeringuilla en la mano y, como yo mantengo los dedos tensos y estirados, me obliga a cerrarlos en torno al instrumento.

—No lo haré. ¡No puedes obligarme! —Forcejeo con él, tratando de tirar la jeringuilla al suelo. Él agarra un rollo de cinta de embalar y me ata el puño con ella. Las lágrimas me escuecen en los ojos, pero me niego a derrumbarme. Tengo que pensar con claridad.

Pero estoy empezando a perder toda esperanza.

—¿Creéis que obligándome a hacerlo una vez cambiaréis mi manera de pensar? —pregunto con una voz que está a mitad de camino entre un susurro y un gruñido.

—Por supuesto que no, cielo —me susurra Paolo al oído, y su barba de un par de días me rasca en el cuello—. Para eso hará falta que te obliguemos a hacerlo muchas más. Una o cinco docenas de veces, todas las que haga falta. Al fin y al cabo —dice haciendo un amplio movimiento de barrido con el brazo—, disponemos de una aldea entera con la que hacer prácticas.

—¡No!

—Pareces muy preocupada por lo que pueda pasarles a personas a las que no conoces —dice él cavilando—. ¿O sí que las conoces?

Hace un gesto con la cabeza para indicar el rincón más apartado, el opuesto a donde está Eio, y de repente veo a la tía Harriet sentada en la penumbra, con la mirada baja y las manos en la cara.

—¿Qué quieres de ella?

—La verdad, mi querida Pia. Verdades tales como no podríamos haber imaginado. La doctora Fields y yo mantuvimos una conversación apasionante mientras tú estabas en tu dormitorio, hasta que nos interrumpieron los intentos de tu amigo de freírse en nuestra alambrada.

—¿Les has hablado de Eio y de mí? —le pregunto sin rodeos. Ella no me mira a la cara, pero asiente con la cabeza.

—De eso… entre otras maravillas —añade Paolo—. Por lo visto has hecho un gran descubrimiento por ti misma… ¿Te importaría compartirlo con nosotros?

Helada de espanto, miro a la tía Harriet anonadada:

—¿Se lo has contado? ¿Lo de…?

Me callo, por si acaso me equivoco. Pero no me equivoco. Paolo sonríe.

—Sí, Pia. Nos lo ha contado. Al final resulta que el secreto para reproducir la flor elísea eres tú. Es absolutamente increíble. ¡Qué ciclo vital tan curioso para una planta!

—¡Traidora! —susurro. Ella sigue sin mirarme a los ojos, manteniendo los suyos fijos en el suelo. Su mata de pelo rojo oculta la expresión de su rostro. Si estuviera lo bastante cerca, le escupiría.

—¿Puedo irme ya? —susurra.

Paolo la despide con un gesto de la mano.

Al pasar a mi lado, la tía Harriet murmura:

—Lo siento, Pia.

La puerta se cierra tras ella, y Paolo lanza un suspiro.

—Las personas están dispuestas a hacer cualquier cosa. Todo es cuestión de precio, Pia. Para tenerlas en tu poder, no necesitas más que descubrir su más profundo deseo. Este maravilloso principio se aplica incluso a ti, cielo.

Señala a Eio con un gesto de la cabeza.

Yo miro a Paolo de frente y a los ojos, intentando encontrar en su fría mirada al tío que conocí una vez. Es imposible. Conozco la cara, pero no al hombre.

—Soy yo, tío Paolo: Pia. Te conozco de toda la vida. No lo hagas.

Mientras hablamos, los demás han estado ocupándose de Eio. Le han limpiado la pintura del rostro, y hasta le han desprendido el jaguar que le cuelga del cuello. Le han quitado todo lo que lo identificaba como un ai’oa. Y se parece más al tío Antonio que nunca. ¿Sabrán quién es? ¿Quién es su padre?

Es Jakob el que me responde sin querer, al murmurar a mi espalda:

—Lo que hay que ver: ser una belleza inmortal como ella y enamorarse del bastardo de un furtivo. ¡Qué vergüenza!

—No me obligues a hacerlo, tío Paolo —digo intentando sonar razonable y arrepentida—. Haré lo que me digas, lo prometo. Te juro que lo haré, pero suéltalo. ¡Ponme a prueba si quieres! —Es una mentira, desde luego, pero no tienen por qué saberlo hasta que Eio esté libre y lejos de aquí.

—Pero da la casualidad —dice Paolo— de que la prueba consiste, precisamente, en esto.

Me empujan hasta que me encuentro a solo unos centímetros de él. Puedo oler la selva en su piel húmeda, fragante y viva.

Se me pone un bulto enorme en la garganta. Las lágrimas me ciegan pero no llegan a caer, y noto el estómago como si me hubiera tragado vivo el escarabajo titán del tío Will y me estuviera royendo por dentro para salir.

—Te hicimos con una finalidad —dice el tío Paolo, cuya voz se ha vuelto ahora fría como el acero, dura e inmisericorde, una voz que raramente le he oído antes. En unas horas se ha convertido en un completo y horrible extraño—: Crear otros como tú. No tengo ninguna intención de ser el único científico de Little Cambridge al que recuerden por su fracaso. Tú eres un éxito mío, te guste o no, así que obedecerás o te obligaremos a obedecer. ¿Qué es lo que prefieres?

Cierro los ojos y guardo silencio.

—Muy bien —dice con un suspiro.

Me agarra la mano, y no importa lo mucho que yo me resista, la fuerza combinada de los tres hombres (uno solo de ellos ya podría conmigo) es demasiado para mí. Me levanta la mano, apuntando con la aguja hacia abajo, a la altura de mi cara. Eio me mira, y me sorprende lo tranquilo que está. Ha dejado de forcejear, y ahora se limita a mirarme, con toda la selva en sus ojos. Casi parece que quisiera que yo lo hiciera.

—Recuerda —me susurra Paolo, mientras noto que su brazo se tensa disponiéndose a clavar la aguja— que no tenía por qué ser de este modo.

Empuja mi mano hacia abajo, y la aguja penetra en el costado de Eio, justo por encima de la cadera. Eio no emite ni un sonido, pero los músculos de su abdomen se tensan de dolor. Yo noto un sabor a bilis en la parte de atrás de la lengua. Mientras me esfuerzo por mantener el pulgar levantado, negándome a apretar la jeringuilla, las lágrimas de los ojos apenas me dejan ver. Paolo me aprieta el pulgar con el suyo, intentando obligarme a inyectarle a Eio el néctar de la flor elísea. Pero yo me resisto, y me sorprende que todo se reduzca a esto: a mi maldita debilidad. Mi frágil dedo es todo lo que se interpone entre Eio y su muerte. Siento que mis fuerzas ceden, que Paolo es demasiado fuerte, demasiado… y la puerta del laboratorio, a nuestras espaldas, salta de sus goznes. Todo el mundo se gira y se agacha mientras las balas impactan en el techo, por encima de las cabezas. Paolo no me suelta, evitando que pueda escaparme.

—¿DÓNDE ESTÁ MI HIJO? —brama el tío Antonio, apuntándonos a todos con los dos AK-47—. ¡Apartaos de él, bastardos!

Me entran ganas de gritar de júbilo, pero en vez de hacerlo, muerdo bien fuerte la mano de Paolo, y él suelta un improperio y me afloja lo suficiente para que yo pueda pasar de un salto al otro lado de la mesa de exploración en la que yace Eio. Me arranco la cinta y la jeringuilla de la mano. Confiando en que el tío Antonio se pueda hacer cargo de los científicos, yo agarro un escalpelo y empiezo a cortar las correas que sujetan a Eio.

—Antonio —dice Paolo con su voz más agradable, como si se acabaran de encontrar en la fila del desayuno—. ¿Hijo? Vaya, vaya… ¿te quedan más secretos que compartir con la clase? —Sus ojos están brillantes, duros y furiosos, tan furiosos que no me extrañaría verlos salirse de sus cuencas.

—¡He dicho que os apartéis! —Los ojos del tío Antonio echan chispas, y parecen tan peligrosos como los enormes fusiles que tiene en las manos. ¿De dónde habrán salido esos fusiles? Seguramente del arsenal secreto de Timothy. El tío Antonio conoce más secretos de Little Cam de los que yo ni siquiera había llegado a imaginar.

Los científicos se levantan poco a poco y se dirigen hacia el rincón donde estaba sentada antes la tía Harriet. Han levantado las manos o se las han puesto detrás de la cabeza, y no tienen ojos más que para los fusiles.

—No tenemos mucho tiempo, Pia —me advierte el tío Antonio—. Los otros llegarán enseguida.

La última correa está solo a medio cortar, pero Eio la parte y se pone en pie de un salto. Los dos corremos hacia el tío Antonio y nos colocamos tras él. Antonio empieza a retroceder hacia la puerta.

—¡Pia! —grita Paolo—. Regresa, Pia. Por favor. Podemos solucionar esto, todavía hay una oportunidad. Todavía puedes ser una científica, hacer realidad tu sueño…

—Nunca fue mi sueño —respondo—: Fue el tuyo. Simplemente me convenciste de que era el mío. Pues bien, ahora tengo un nuevo sueño y, te aseguro —digo mirándolo a los ojos— que tú no apareces en él.

—Paolo —dice el tío Antonio—, ven con nosotros. ¡Ahora!

Él se levanta despacio, pero entonces, ante el bramido de impaciencia del tío Antonio, se nos acerca a buen paso. El tío Antonio le entrega a Eio uno de sus fusiles, coge a Paolo por el brazo y lo coloca delante de él a modo de escudo. Paolo está tan quieto como una estatua, pero sus ojos me siguen como dos rayos láser.

Dejamos a los demás acurrucados en el rincón, y echamos a correr como alma que lleva el diablo.