Me encierran en mi dormitorio de cristal, y yo corro al cuarto de baño y me echo de rodillas delante del váter para hacer arcadas. No he comido nada hoy, así que no me llega otra cosa que un ácido que me arde en la garganta.
Cuando me harto de hacer arcadas, me echo hacia atrás, apoyando el peso en los talones, jadeando y tosiendo. Veo manchas rojas en el asiento del váter, y levanto las manos.
Están cubiertas de sangre de Ami.
Vuelvo a vomitar. Después, logro llegar al lavabo donde, una y otra vez, me lavo las manos con agua hirviendo. Las lágrimas me caen de los ojos sobre las manos, y después, manchadas de sangre escarlata, gotean sobre la blanca porcelana. Me restriego más y más aprisa, mientras me tiembla todo el cuerpo.
Cuando el agua empieza a enfriarse y las manos me escuecen, me vuelvo a rastras a la habitación y me caigo sobre la cama, aturdida y sin energía. La garganta me escuece de tantas arcadas, y tengo las manos entumecidas. Las aprieto contra el pecho para sentir mi corazón, que me golpea como una maza en las costillas.
El tío Paolo y el tío Timothy permanecen del lado de fuera de mi puerta varios minutos, hablando de medidas de seguridad. Comentan mucho sobre monitores de tobillo, sobre cámaras, y sobre la posibilidad de trasladarme al ala abandonada de Laboratorios B. Finalmente, oigo sus pasos que se alejan y la puerta principal que se cierra tras ellos, pero han dejado a alguien vigilando la mía. Le oigo respirar.
Me vuelvo para mirar a la selva. Alzo las muñecas hasta ponérmelas delante de la cara. Con los ojos repaso las finas líneas azules que se ven debajo de la piel. Mi sangre no es mía. Pertenece a Ai’oa, a todos los habitantes de Ai’oa que murieron para que yo pudiera nacer. Repaso con la uña una vena azul, y empiezo a apretar. La piel ejerce una firme resistencia, como siempre. Me araño las muñecas cada vez más fuerte. Los rasguños me escuecen como ácido, pero no sucede nada.
«¡Esta sangre no es mía, no es mía!», me grita mi cerebro. No puedo detener este mantra horrorizado, no puedo dejar de rasgarme las muñecas. No sucede nada. Me han llenado las venas con sangre de otros, y no tengo modo de deshacerme de ella.
Finalmente, me rindo y dejo caer las manos sobre la cama. Tengo las muñecas rojas e irritadas, pero el dolor se pasa demasiado aprisa, y vuelven a encontrarse suaves, blancas y perfectas.
Qué estupidez la que ha cometido el tío Paolo (no, «tío» no: nunca más; ni él ni ninguno de ellos) al pensar que podía convertirme en alguien como él y los otros. Pensar que con las pruebas y las clases adecuadas podían convertirme en una asesina despiadada y fría. Pensar que podría llegar a ignorar los latidos de mi propio corazón el tiempo suficiente para detener el de otra persona.
Paolo ha sido un tonto, pero yo también. Yo me lo creí todo. Desde el gorrión en la jaula electrizada al pobre e indefenso Achís. Le creía cuando decía que era necesario. No lo era. Nada de todo ello lo era. No era más que un dispendio, un terrible dispendio de vida. Incluso después de oír la historia de los kaluakoa y de sentir en cada uno de mis huesos que era cierta, seguía sin darle crédito. No acababa de creérmelo del todo. Pensaba, incluso entonces, que tenía que haber alguna explicación para todo, una explicación que resultara reconfortante. Que la luz del día despejaría las sospechas de la noche. Que al final todo resultaría ser, simplemente, un tremendo malentendido.
Sí, Paolo era un tonto.
Pero yo lo era más.
Pienso en mi violenta reacción y ni siquiera siento una brizna de satisfacción por haberme enfrentado a ellos con rotundidad. Ami está libre, sí, y me gustaría poder alegrarme por ello, pero lo único que siento es abatimiento, horror, estremecimiento y, por encima de todo, una terrible culpa que me inunda completamente.
¿Qué me sucederá? ¿Permaneceré encerrada, como el tío Antonio, salvo que para mí el encierro será eterno? ¿Cuánto tiempo podrán guardarme en esta jaula de cristal? Mi mente empieza a hacer cálculos, pero después se calma y paraliza, tratando de alcanzar números que se disuelven como humo. Por primera vez en mi vida, el cerebro me falla. Eso debería asustarme, pero me encuentro demasiado vacía.
¿Por qué iba a ser la misma que era ayer, de todos modos? Aquella Pia ya no existe. Tal vez siga siendo Pia, pero soy otra Pia completamente distinta, definitivamente cambiada. El cambio, comprendo, no sucedió de repente. Ya llevo días cambiando, el cambio empezó cuando entré por primera vez en Ai’oa. La gente de la selva me ha cambiado. Eio me ha cambiado. No he sido la misma desde hace días, pero hasta ahora no me había dado cuenta, porque no había necesitado dármela. He estado haciendo equilibrios entre dos mundos que no podían coexistir jamás, y al final me han obligado a elegir.
El tío Antonio sabía que eso sucedería e intentó avisarme, pero en lugar de elegir el lado correcto, elegí el equivocado. Regresé a Little Cam. Si lo hubiera escuchado entonces, Eio y yo podríamos habernos ido hace rato a refugiarnos en alguna tierra lejana, donde ni siquiera el tío Paolo pudiera encontrarnos.
Pero ¿en qué situación dejaría eso a los ai’oa? La masacre habría continuado, con o sin mí. Me pregunto si el tío Antonio tuvo eso en cuenta en su plan. ¿Qué pensaba que sucedería? ¿Qué mi desaparición detendría en seco a Little Cam? Ni mucho menos. Seguramente volverían a empezar el proyecto de Inmortis con el doble de entusiasmo.
Oigo un golpecito en el cristal, y el corazón me da un vuelco. Otro golpecito.
Corro a la pared y aprieto las manos contra el cristal.
Allí está, a la vista, sin preocuparse siquiera de esconderse. A solo unos centímetros de la valla.
Sus ojos parecen furiosos. Está ahí a causa de Ami, lo sé. Me imagino la rabia que debe de atravesarlo como la electricidad atraviesa la valla. ¿Comprende ahora la verdad? Los ai’oa conocen la historia de los kaluakoa. Saben que, para que yo exista, han tenido que morir muchos. Lo que no sabían es que los que morían eran los suyos.
¡Ay, Eio, lo siento, lo siento, lo siento! Lo siento por Ami, y por Achís, y por ti y por mí y por todos los otros que no hemos conocido, pero que murieron para que yo pudiera vivir. Mueve los labios. Tiene que saber que yo no puedo oírlo. Muevo la cabeza hacia los lados en señal de negación.
De repente, Eio se agarra a la valla.
—¡No! —grito, pero él ya ha saltado hacia atrás, con las manos en alto. Veo el dolor en su rostro, y pienso: «Al menos no volverá a intentarlo».
Pero sí que vuelve a intentarlo. Agarra la valla y asciende casi un metro antes de que la electricidad vuelva a pasar y él tenga que soltarse para caer al suelo. Se queda allí tendido, encogido. Los números me pasan por la cabeza como la electricidad a través de la valla: «5000 voltios cada 1,2 segundos, y si él está mojado, eso reduce el nivel de resistencia al menos 1000 ohmios, lo cual incrementa la probabilidad de muerte de un 5 a un 50 por ciento…». Sacudo la cabeza como para quitarme los números de ella, y los expulso al rincón más remoto de mi cerebro. Aunque esté vivo, las alarmas estarán sonando ya en la casa del guarda. El tío Timothy estará de camino hacia allá. Si atrapa a Eio…
Se me para el corazón, se me para la respiración, y se me para la sangre en medio de las venas.
«No, Eio no…».
No puedo soportar la idea. No puedo verlo matarse de ese modo, y no dejaré que lo atrapen unos hombres que lo sacrificarán para quitarle la sangre. Pero ¿qué puedo hacer? La puerta está cerrada.
«¡Pero las paredes son de cristal, Pia!».
¿Y qué es lo que mejor sabe hacer el cristal? Me acuerdo de la jeringuilla.
Moviéndome a una velocidad que ningún otro ser humano podría igualar, cojo la lámpara de mi mesita de noche y pego con ella en el cristal, con todas mis fuerzas. Pero rebota del cristal sin hacerle mella.
Esta vez miro mejor, y me decido por la tubería que baja del lavabo, en mi cuarto de baño. Un poco desenroscando y un poco tirando de ella para arrancarla de la pared, provoco que el agua empiece enseguida a desparramarse por todo el cuarto. Sin prestarle ninguna atención, agarro bien fuerte la tubería y golpeo el cristal con todas mis fuerzas.
No se abren grietas en forma de telaraña por la superficie, como esperaba, sino que la pared entera se hace añicos. Trocitos de cristal tan pequeños como gotas de agua, que incluso suenan como el agua cuando cae fuera, caen al suelo dentro y fuera de la habitación.
La puerta se abre de golpe, y el guardia llamado Dickson entra dentro como un vendaval. Se queda allí un momento, mirando sorprendido el espacio abierto que antes era una pared, y echa a correr hacia mí. Antes de que mi cerebro pueda procesar siquiera el siguiente movimiento, mis brazos blanden la tubería, que pega contra las rodillas de Dickson. Cae al suelo ahogando un grito.
Yo me vuelvo hacia la valla, pero él me coge del tobillo.
—¡Suelta…! —Intento desprenderme, pero me ha aferrado la pierna con ambas manos. Tiene la cara roja a causa del dolor y del esfuerzo, pero está decidido a no soltarme. Yo miro por encima del hombro y veo a Eio que me observa, pálido, con los ojos como platos—. No quiero hacerlo —le digo a Dickson levantando la tubería.
En ese momento otra persona entra por la puerta. Es Clarence. «¿Tú también estás en esto?», me pregunto. Debía de estar en la salita. Nos miramos a los ojos. Él mueve la cabeza hacia los lados muy despacio y dirige una mano hacia mí.
—Vamos, Pia. Entrégamela. No ha pasado nada, tú…
Descargo la tubería contra la mano izquierda de Dickson. Él grita y me suelta la pierna, y a continuación agarra la tubería con la otra mano y me la arranca. Indefensa, me tambaleo hacia atrás. Las rodillas de Dickson deben de estar muy mal, porque no se levanta, pero Clarence carga ahora contra mí.
Justo cuando sus manos están a punto de cerrarse en torno a mi brazo, me doy la vuelta. En menos de un abrir y cerrar de ojos, me encuentro detrás de Clarence. Dickson intenta agarrarme el tobillo, pero yo me aparto de un salto. Soy demasiado rápida para ellos, mis reflejos son demasiado avanzados. Ellos son como perezosos tridáctilos, mientras que yo soy como el tamarino dorado de Ami: pequeño, rápido e imposible de atrapar.
Me sorprende lo lentos, lo frágiles que son estos humanos.
Clarence coge la tubería e intenta asestarme un golpe en el estómago, pero yo me limito a apartarme. El portero ha blandido la tubería con tal fuerza que el impulso le hace perder el equilibrio y caerse: la cabeza le pega contra el estante de las orquídeas, y él se desploma en el suelo, cubierto de tierra y flores.
Salto por la abertura y corro hacia la valla.
—¡Eio! ¿Estás bien? ¿Respiras?
Eio asiente con la cabeza, abriendo los ojos.
—Ave Pia…
—Aquí me tienes, Eio. Yo… no puedo llegar donde estás tú, pero me tienes aquí.
Los agujeros de la alambrada son lo bastante anchos para que pueda meter el brazo a través. Me agarra la mano. Apenas tiene fuerzas, y le tiemblan los dedos. Sé que tenemos menos de un minuto antes de que lleguen el tío Timothy y sus hombres.
—Ami… nos contó… que intentaron…
—Intentaron matarla, Eio. ¡Y tú tienes que irte o te matarán a ti también!
—Te salvaré. Os dije a ti y a mi padre que treparía la alambrada si era necesario. Y lo haré.
—No, Eio: vete a la aldea y diles a los tuyos que deben huir.
¿Fue tan solo el día anterior cuando le dije a él algo parecido? Pero aquellas palabras estaban dictadas por el orgullo y la rabia, y salían de los labios de otra Pia distinta. Estas palabras de ahora son un ruego. Un ruego lanzado desde la impotencia. «Ya no queda tiempo…».
Me suelta la mano y, muy despacio, se pone en pie. Y camina hacia la valla.
—¡Eio, no! —Meto las dos manos por la alambrada y le empujo hacia atrás. Me hieren con un dolor mayor que el que haya sentido nunca, pero me obligo a sobreponerme, sabiendo que en realidad ese dolor no me hace ningún daño. Él sigue débil, así que cae al suelo, que está más húmedo a cada instante, y termina cubierto de barro.
—Eio, idiota, ¡todo esto está pasando por culpa mía! La cogieron por culpa mía, para poder… para poder usarla… ¡Tú sabes que es verdad! Tú has sabido todo el tiempo, por lo de los kaluakoa, que, para que yo naciera inmortal, ha tenido que morir mucha gente. ¿Sabías que eran los ai’oa? ¡Eran los tuyos, Eio, y murieron por mí!
Me doy cuenta de que estoy arrodillada en el barro, con las manos en el pelo. Y en mis mejillas hay tantas lágrimas como gotas de lluvia.
—¡No te merezco, Eio! ¡Vete! ¡Por favor! ¿Por qué no te vas?
Sus ojos tienen una tristeza inmensa, como si yo estuviera dando voz a los pensamientos de su propia cabeza.
—Por amor, Pia, por eso. Porque te quiero. Por eso volveré a trepar esta valla una y otra vez si es necesario. ¡Te quiero, te quiero, te quiero! He estado tratando de decírtelo.
Amor: qué palabra tan dulce, tan simple. Una palabra que he estado buscando toda la vida, pero especialmente desde que conocí a Eio. Y no la encontraba. Hasta este momento.
Cuando la oigo en sus labios, sé que es verdad, y lo sé como nunca podré saber o conocer ninguna otra cosa, ni números ni fórmulas ni nombres científicos… Una pieza encuentra su sitio en mi corazón, tapando un hueco que no sabía que existiera.
Respiro largo y tendido, mirándolo maravillada, y pienso: «Después de todo lo que sabes de mí… las muertes, los sacrificios, el mal…».
—Me quieres… —susurro, sabiendo que no es el momento, pero sabiendo también que quizá no haya otra ocasión.
Tengo que decírselo. Necesito que él sepa que siento lo mismo, que siempre lo he sentido, desde el comienzo. Desde aquella primera noche en la selva, cuando sentí el amor, solo que no lo comprendía. «Pero lo comprendo ahora. ¡Sí que lo comprendo…!».
—Eio, yo…
De repente oigo gritos, y ese momento que hemos estado robando se rompe en añicos. Me giro y veo en la lluvia formas borrosas que doblan la esquina de la casa y vienen hacia mí. Es demasiado tarde. Igual que pasó con Alex y Marian, es demasiado tarde para nosotros.
—¡Corre, Eio! —grito cuando me alcanzan. Unos brazos fuertes me levantan y empiezan a arrastrarme. Al otro lado, veo más hombres que se dirigen hacia Eio. «No, no, no…».
—¡Corre, Eio! ¡Por favor! ¡Te prometo que te encontraré!
Él también los ve, pero en vez de correr, se queda de pie y se encara con Timothy, que es el que llega primero ante él. Yo ahogo un grito mientras Timothy le lanza un fuerte puñetazo, aunque Eio lo esquiva agachándose y lanza su propio puño contra la barbilla del guardia. La cabeza de Timothy retrocede bruscamente por el impacto, pero él no cae al suelo. Solo se gira para fulminar a Eio con la mirada, y vuelve a sacudirle. La electricidad debe de estar pasando por los músculos de Eio, pues aunque intenta agacharse, lo que hace es tambalearse. Recibe el golpe de Timothy justo en el estómago.
—¡Eio! —grito.
Vuelve a afirmarse sobre sus pies, pero es demasiado tarde. Timothy agarra la muñeca de Eio y tira de él hacia atrás. Eio se debate, y Timothy encuentra sus fuerzas equiparadas con las del muchacho ai’oa. Pero llegan otros hombres, y Eio se ve enseguida rodeado, sujeto por una docena de manos.
—¡NOOO! —digo tratando de soltarme de Paolo.
—¡Para quieta, Pia! —me ordena—. ¡Timothy, lleva a ese chico al laboratorio!
La fuerza me abandona al oír aquellas palabras. Dirijo unos ojos horrorizados hacia el hombre al que una vez consideré un héroe.
—¿Al laboratorio…?
—Eso es, Pia. Parece que, al final, hoy elaboraremos un poco de Inmortis.