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Treinta y uno

—¿Te encuentras bien? —me pregunta el tío Paolo.

Los otros murmuran a mis espaldas:

—Te dije que no estaba preparada…

—Demasiado para una simple chica…

—Maldita sea, Paolo, deberías habernos escuchado…

Él les chista para que se callen.

—Pia, tú sabes lo que tienes que hacer. Es el único modo. Por el bien de nuestra especie, Pia. Eso es lo único que cuenta. El fin justifica los medios.

Ya había dicho esas palabras antes, refiriéndose a un gatito.

Me entran náuseas, y siento como si me oprimieran el pecho dentro de un torno. Mi madre me aprieta los hombros con las manos.

—Sé fuerte, Pia, hazlo por nosotros. Por mí. Por ti misma —me presiona.

—Vamos, Pia —me anima el tío Jakob—. Puedes hacerlo. Todos lo hemos hecho. Es preciso.

—Tiene razón —añade el tío Paolo, y el tío Sergei murmura también su asentimiento. El tío Haruto permanece en silencio, y yo puedo sentir sus ojos oscuros taladrándome la espalda. Mi destino de muerte… Mi legado de sangre…

Hay un cable que va desde un parche colocado sobre el corazón de Ami hasta un ordenador que controla sus latidos, que suenan con pitidos agudos y monótonos. Han insertado un claro tubo de plástico en la vena de la cara interna del codo, y un fino hilo de sangre pasa por él hasta una bolsa de plástico que está sujeta con un gancho. La muñeca le cuelga a un lado de la mesa de exploración. Puedo ver tres brillantes gotas rojas de sangre en el suelo. Deben de haber caído cuando le insertaron el tubo en el brazo.

La mano de Ami tiembla. ¿Lo ven los demás? ¿Está despertándose? ¿Cómo ha llegado aquí? ¿La secuestraron?

Entonces lo veo, justo cuando un potente trueno retumba al otro lado de la ventana, haciendo vibrar el cristal.

Sobre la encimera de formica, junto a la pila, posado y olvidado por el equipo Inmortis, hay un pequeño pájaro de piedra, sujeto a un collar trenzado.

Mi collar.

Inconscientemente, me llevo la mano a la clavícula: no está.

Debe de habérseme caído la noche pasada, seguramente mientras Kapukiri contaba la leyenda… y lo encontraría Ami.

Y vino a Little Cam para devolvérmelo.

Mi mente funciona a la carrera, colocando todas las piezas en su sitio: Eio me habló sobre los ai’oa que una vez dejaron la aldea, escuchando a los científicos que les prometían llevarlos a ciudades y montarlos en avión. Los ai’oa que dieron la espalda a su gente no regresaron nunca: más mentiras, y estas llevaban a la muerte.

Así que esta mañana alguien debe de haber dejado Little Cam. ¿Quién, el tío Timothy? Él habría rodeado el complejo, empezado a atravesar la selva… y no habría llegado a Ai’oa. Cierro los ojos y veo la escena entera tal como debió de suceder. «Ami caminando rápidamente a través de los árboles, con su mono detrás, y en las manos mi collar. El tío Timothy o quienquiera que fuera se detendría, comprendiendo que su trabajo de repente se había vuelto mucho, mucho más fácil, al encontrar a una ai’oa sola en la selva. Una niña indefensa, además: una presa fácil».

El horror me invade, me empuja como un viento frío y maligno que me barriera de la cabeza a los pies. La inocente Ami, en una misión tan amable y considerada, atrapada por unos monstruos. Por mí. Todo por mí. Todo ello, desde el comienzo hasta el final, una lista de nombres y muertes que se remonta a 1902, incontables vidas segadas… todo por mí.

Me balanceo sobre los pies, y el tío Haruto se pone tenso, quizá presintiendo que estoy a punto de caerme. Pero no lo hago. Permanezco de pie, porque la verdad que encaro es tan horrible, tan devastadora, que no me tomaré el lujo de desmayarme.

Merezco sufrir la verdad.

Las palabras de la tía Harriet, pronunciadas solo unos minutos antes, pasan por mi cerebro en estampida. «No pueden estar todo el tiempo trayendo sujetos; alguien se daría cuenta en el mundo exterior».

A menos que a los sujetos no los trajeran del mundo exterior…, pues los científicos tenían allí mismo, en el Amazonas, una aldea entera llena de confiadas presas: los ai’oa. Mis ai’oa. En lo hondo del corazón, un fuego empieza a quemarme.

¿Cómo se atreve él a poner sus manos manchadas de sangre en mis ai’oa? ¿Cómo se atreve a hacer daño a mi dulce e inocente Ami? Y ¿cómo se atreve a ponerme en las manos la aguja que le acarreará la muerte, esperando que yo ejecute su indescriptible crimen?

El tío Paolo está hablando, describiendo el proceso:

—El néctar de la flor elísea recorrerá las venas del sujeto hasta alcanzar el corazón, que es donde tiene lugar la catálisis, motivo por el cual no podemos extraer unos vasitos de sangre y simplemente mezclarla con el néctar de la flor elísea en una placa de Petri. El corazón absorberá el componente letal de la flor elísea, y la sangre que bombee entonces será puro Inmortis. Entonces la extraeremos y nos daremos prisa en hacer la transfusión. Necesitamos la sangre recién salida, caliente, porque cuando Inmortis se enfría, ya no sirve para nada.

Ya se está arremangando la camisa, desnudando el antebrazo, y frotándose con alcohol en el punto en el que se inyectará él mismo la sangre fresca de Ami, robada a sus venas mientras ella muere.

Están todos esperando. Mirándome, preguntándose si seré lo bastante fuerte, si estaré lo suficientemente preparada.

Miro la aguja y miro a Ami. La mano se le mueve. Quiero decir: «Sois unos monstruos, ¿cómo os atrevéis a hacer esto?», pero lo que me sale es: «¿Sabéis siquiera cómo se llama?». Es un susurro apenas audible.

El tío Paolo ladea la cabeza.

—¿Su nombre? Pia, no digas tonterías: es el sujeto 334. Nada más. Nadie más. Hazte a la idea de que es otro gatito.

Esas palabras, otro gatito, son las que cortan el delgado hilo que aún me unía al tío Paolo y a su maldito «destino».

—Ella no es un animal —digo entre dientes. La sorpresa transforma el rostro del tío Paolo—. ¡Es una niña! ¡Un ser humano! ¡No un experimento de laboratorio!

—¡Pia! —Su sorpresa se convierte en rabia. Da un paso adelante. Yo retrocedo. Detrás de mí, científicos igual de sorprendidos se apartan de mi camino. No sé qué esperarían de mí, pero seguro que esto no.

Pero mi sangre vuelve a fluir, caliente, salvaje, temeraria y furiosa hasta el punto de la locura. La pena, la culpa, la confusión, el horror…, todas las emociones que han despertado en mí durante los últimos días son simplemente combustible que echar al fuego que me incendia por dentro, que me consume, me desborda…

—¡Monstruos! ¡Todos vosotros sois unos monstruos! —Me vuelvo hacia los demás—. ¿Cómo podéis hacer esto? ¿Cómo podéis, vosotros…? —Me ahogo con mi propia voz—. ¡Mamá!, ¿cómo has podido…?

—Cálmate, Pia —interviene el tío Paolo. Emplea su voz más balsámica, una voz dulce y líquida como miel—. Tranquilízate un minuto. No es necesario que lo hagas. No estás preparada, ahora me doy cuenta. Es demasiado pronto…

—¿Demasiado pronto…? ¡No es lo bastante pronto! ¡No es bastante pronto para que me contéis por fin la verdad!

Hace ademán de acercarse. Yo corro a escudarme detrás de una mesa, y la interpongo entre nosotros.

—Pia, escúchame, ¿quieres? Estás perdiendo los nervios.

—¡Monstruos en el armario! —digo, recordando algo que dijo una vez la tía Nénine, hace mucho, mucho tiempo. Como una loca, empiezo a reírme y a temblar, todo a la vez—: Monstruos en el armario…

—Pia…

Me dirige una mirada de preocupación. Cree que me he vuelto loca.

Y tal vez tenga razón.

—Dame la jeringuilla —ordena. Los demás empiezan a moverse hacia las paredes, interponiéndose entre la puerta y yo.

—No. —La agarro firmemente, poniéndomela delante del pecho—. ¿Para que se la inyectes? No. Suéltala.

—Pia, tú sabes que eso no es posible. ¡Maldita sea, Pia, con todo lo que hemos recorrido para llegar hasta aquí! Estabas muy cerca. Por esto fuiste creada, ¿no te das cuenta? ¡Este es tu objetivo! ¡Así es como te hicimos! Abandonar ahora significa abandonar tu propia existencia. ¡Tú debes tu vida, tu vida sin final, a lo que sucede en esta sala!

—¿Al asesinato…?

—No es un asesinato, Pia, no lo es. No pienses en ello como un asesinato, como algo malvado, sino como la…

—… la forma más grande de compasión, ya lo sé. Lo has dicho antes. —Me relajo, bajando un poco las manos.

—Bueno, sí. —Él también se relaja.

—El mayor bien —digo, asintiendo lentamente con la cabeza—. La perfección de la humanidad.

—Sí. —Una sonrisa, leve y alentadora, ilumina su rostro. Yo levanto la jeringuilla de flor elísea—. Y este es el medio.

Asiente con la cabeza, mirándome con detenimiento, pero veo el triunfo en sus ojos.

Yo también asiento, pensando, examinando el líquido cristalino.

—¿Sabes lo que digo?

—¿Qué, Pia? Cuéntame.

—Digo: ¡a la mierda! —Arrojo la jeringuilla contra el suelo de baldosas, donde se rompe y esparce el néctar de flor elísea por los zapatos de todos los presentes.

Nuestros ojos se encuentran, los suyos abiertos de la sorpresa, los míos encendidos de furia.

—¡He terminado con usted, doctor Paolo Domingo Alvez! Y con todos vosotros. ¡He terminado con Little Cam, y con el doctor Falk, y con la flor elísea, y con mi puñetero destino! —Me adelanto pisando los cristales rotos, que crujen bajo mis pies—. ¿Y sabéis qué? Elijo el caos. Elijo el retroceso. Elijo la involución y la extinción y la debilidad y la emoción y mi corazón, ¡todo ello!, porque si esto (apunto hacia Ami) es lo que significa ser verdaderamente humano, entonces yo no quiero ser humana. Y estoy completamente segura de que no quiero serlo eternamente. A la mierda vuestra inmortalidad. A la mierda vuestros puñeteros ideales y vuestro destino. Y a la mierda todos vosotros.

Temblando de rabia, me vuelvo y corro hacia Ami, tratando de arrancarle el tubo del brazo y llevarla de regreso a Ai’oa.

Pero solo doy tres pasos, y de repente el tío Jakob y el tío Haruto me cogen por los brazos, inmovilizándome, y el tío Sergei me sujeta la cabeza por detrás para que no pueda morderles. Forcejeo, pero no me sirve de nada. Tengo una piel irrompible, la percepción sensorial de un halcón, y no moriré nunca, pero me traiciona mi falta de fuerza. Quiero gritar de rabia.

El tío Paolo mueve la cabeza hacia los lados en señal de negación, y exhala un suspiro largo y hondo.

—Lo siento, Pia. Siento que hallamos fracasado contigo. Siento que después de todas nuestras esperanzas y buenas intenciones, tú incurras en la misma estupidez y ceguera de otros humanos que están muy, muy por debajo de tu nivel.

Mete la mano en el bolsillo de su bata y saca otra jeringuilla igual que la que yo he roto. Horrorizada, siento que el corazón se me para, enfermo.

—Esperaba que la cosa no saliera de este modo, pero un buen científico siempre está preparado. —Sangra la jeringuilla, dejando caer en la pila unas gotitas de flor elísea. Entonces veo el carrito de metal que está junto a mi codo izquierdo. Tiene tres bandejas, todas ellas llenas de vasos de precipitados de cristal.

—Creo que te enseñé eso hace años —sigue diciendo el tío Paolo—. ¿Recuerdas? Por supuesto que sí. Tu memoria, a diferencia de la decisión que has tomado hoy aquí, es perfecta.

Se va hacia el otro lado de Ami, para poder seguir viéndome por encima del cuerpo de ella. Sus ojos están fijos en mí, así que no nota que sus pestañas tiemblan y se abren, y que gira la cabeza. La mirada de Ami cae en mí, y pese a que su rostro refleja su aturdimiento, me reconoce.

—¿Pia? —susurra.

Engancho el pie en la pata del carro y lo sacudo hacia un lado. Los vasos de precipitados salen volando por todos lados, golpeando en el suelo y las paredes. Todo el mundo se agacha, y el tío Haruto lanza un grito. Creo que un casco de cristal le ha dado en el ojo. Cae hacia delante y choca contra la mesa de exploración. Su mano pega contra el tubo que va al brazo de Ami, y lo desprende. La sangre brota de ella como jarabe de una botella, salpicando el suelo. El tío Haruto se resbala en ella y cae contra las baldosas.

Por un momento, todo es un caos lo bastante largo para que pueda liberarme y agarrar la jeringuilla de las manos del tío Paolo. Me muevo tan aprisa como el rayo en el exterior, tirando de Ami para levantarla de la mesa de exploración y arrastrándola hacia la puerta, y pierdo solo una décima de segundo en agarrar mi collar. Cuando Jakob y Haruto me cogen por detrás, yo les acerco la jeringuilla casi a ciegas, y ellos se apresuran a tomar distancia de la aguja. La mantengo alzada en gesto amenazante, mientras tiro de Ami con un brazo. Mis zapatos dejan huellas de color escarlata en las brillantes baldosas blancas.

—¡Alto, Pia! —ordena Paolo mientras se da de bruces contra el carro de metal caído y pisa sobre los cascos de los vasos de precipitados. Grita y salta a un lado, y yo espero que los cristales le hayan atravesado la suela de los zapatos. Ami está volviendo en sí. Estamos casi en la puerta.

La abro y sigo tirando de Ami hasta el pasillo, cerrando la puerta de un portazo. Ami sigue inconsciente, pero un pequeño gemido sale de sus labios. La agito, pero no despierta. La poso en el suelo y miro a mi alrededor.

Hay una estantería puesta contra la pared, que contiene papeles y batas de laboratorio. La agarro con ambas manos y tiro de ella. Golpea contra el suelo con estrépito al mismo tiempo que retumba en el edificio un trueno tremendo. Una a una, las luces fluorescentes que tenemos sobre la cabeza se van apagando.

Los generadores se han visto afectados por el rayo. Clarence necesitará por lo menos cinco minutos para hacer volver la electricidad. «Vamos, Pia, no pierdas esta oportunidad…». Pongo el estante contra la puerta. Eso no los retendrá mucho tiempo, pero quizá sí lo suficiente.

Ami está desplomada contra la pared, con los ojos cerrados y la piel pálida. El brazo todavía le sangra. Cuando el tío Haruto le arrancó el tubo del brazo, le rasgó la vía por la que le salía la sangre, y yo, al arrastrarla por el suelo, no hice más que empeorar las cosas. En la oscuridad, puedo distinguir un pegajoso rastro de sangre que procede de la puerta del laboratorio. ¿Cuánta habrá perdido ya?

Revuelvo en el sinfín de cosas que cayeron de la estantería al volcarla, y encuentro gasa y esparadrapo. Justo cuando me doy la vuelta hacia Ami, mis dedos rozan con algo de cristal, que rueda por el suelo. Lo agarro, esperando que sea algún tipo de antibiótico que pueda aplicar a la herida. Aguzando los ojos para leer la etiqueta en la oscuridad, alargo la mano y aferro el brazo de Ami, tratando de reducir el flujo de sangre. Brilla un rayo por alguna ventana abierta al fondo del pasillo, y gracias a él mis ojos pueden leer lo que pone en la etiqueta del vial: E13.

¡E13! Recuerdo el pájaro en la jaula electrificada, con sus fuerzas agotadas, y el suero proporcionándole nueva energía…

Un fuerte golpe me hace levantar la vista. Los científicos deben de estar empleando algo pesado para derribar la puerta.

«¡Date prisa, Pia!».

Desprendo con los dientes el tapón del vial de cristal. No tengo con qué inyectárselo, ni tengo idea de cuánto tiempo tardará en hacer efecto, pero no tengo tiempo que perder. Le pongo el vial en los labios y vacío la mitad del contenido, lanzando un suspiro de alivio cuando veo que le baja por la garganta. Entonces le aprieto la venda en el brazo y pongo esparadrapo alrededor, dándole tres, cuatro, cinco vueltas.

Ami abre los ojos de repente. A la luz de otro rayo, veo sus pupilas reducidas a puntitos diminutos.

—¡Pia! —Se yergue, aunque le tiembla todo el cuerpo—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? ¿Por qué está tan oscuro?

—Tú cógeme la mano. ¡Sé que estás asustada, pero tenemos que correr!

Antes de que termine de decirlo, ella se ha puesto en pie y corre por el pasillo, tirando de mí más que yo de ella. Se mueve con rapidez, saltando, igual que hacía el pájaro cuando estaba bajo los efectos del E13. «Enhorabuena, tío Paolo: tu suero funciona a las mil maravillas».

Fuera, la gente grita y corre por todas partes, tratando de volver a encender las luces. Clarence apenas tardará unos minutos en conectar los generadores, y entonces ya no podremos escapar.

No trato de que pasemos desapercibidas. La lluvia y la confusión nos cubren lo suficiente. Nos dirigimos hacia el punto más próximo de la valla, y cuando miro atrás, veo que Paolo y los otros han logrado salir. No tardan nada en vernos.

—¡Vamos, Ami! —digo entre dientes—. ¡Corre hacia la valla lo más aprisa que puedas!

—¡Pia, te he traído el collar! —dice ella—. Se te cayó.

—¡Muy bien, Ami! Ya lo he cogido.

—Bien. Porque significa algo especial —grita por encima del hombro—, y si tú lo perdieras, sería terrible. Pia… —Deja de correr y mira hacia atrás—. Nos están persiguiendo. ¿Por qué nos persiguen?

Le cojo la mano y corro al lado de la valla, tratando de guardar las distancias entre los científicos y nosotros. Tengo que hacer que siga hablando para distraerla de nuestros perseguidores.

—¿Qué tiene el collar de especial, Ami? Dime.

Nos siguen a menos de cincuenta metros de distancia, y cada vez están más cerca. Yo intento correr más aprisa, pero las cortas piernas de Ami no pueden mantener mi paso, ni siquiera con ese suero que le da fuerzas.

—Es un símbolo ai’oa —explica—. Cuando un chico ai’oa se lo da a una chica de otra tribu, significa que ella pertenece a él y a Ai’oa. Mientras lo lleve.

—¡No te quedes atrás, Ami! —En aquel momento nos encontramos detrás del pequeño zoo. Miro hacia atrás y veo que Paolo va por delante de los otros: a menos de cuarenta metros.

—No podía dejar que lo perdieras —sigue diciendo Ami. Se abraza a mi cintura—: Porque tú eres una de nosotros.

—¡Escúchame, Ami! ¡Tienes que correr! ¡Vete a casa y cuéntaselo a todo el mundo…! —No queda tiempo. Señalo hacia arriba—. ¿Ves ese espacio donde termina la alambrada? ¿Justo debajo de la barra?

Ella asiente, aguzando la mirada a duras penas bajo la lluvia.

—¡Trepa, Ami, y pase lo que pase, no te detengas! En cuanto vuelvan a dar la luz, la valla estará cargada de electricidad. ¡No te puedes parar!

—Pero ¿y tú?

—¡Yo iré detrás de ti! ¡Vamos!

Empieza a trepar con una presteza que rivaliza con la de su mono, y yo la sigo, pegada a sus talones. Ella llega a lo alto y empieza a pasar por encima de la barra superior que asegura la alambrada.

—¡Alto, soltad! —Me separo de ella—. ¡Vete, Ami, vete!

—¡Sin ti no!

Miro hacia abajo. Sergei me ha agarrado por los dos tobillos, y Paolo aferra el dobladillo de mi bata blanca. Volviendo a mirar a Ami, me veo obligada a tomar una decisión. Me suelto de ambas manos para disponer de ese brevísimo instante que necesito para empujarla por el hueco. Ella grita y cae al suelo por el otro lado, y yo caigo hacia atrás, en brazos de los científicos.

Le grito que corra, y ella me dirige una mirada de terror antes de meterse corriendo entre los árboles. Aliviada, me abandono y les dejo que carguen conmigo.