En cuanto veo la luz del sol sobre mi cabeza, voy a buscar al tío Antonio. Estoy dispuesta a sentarme con él y hablar sobre lo que he oído. Tenemos que plantearlo todo, verlo desde todos los ángulos. Encontrar los puntos débiles de la fórmula, ponerlo todo a hervir y ver qué verdades ocultas afloran a la superficie.
Pero es a la tía Harriet, y no al tío Antonio, a quien encuentro primero. Ha sacado a Alai del pequeño zoo atado con una correa.
—Pia, santo Dios, ¿qué ha ocurrido? ¡Pareces la muerte!
Esa frase inocente me produce un escalofrío. Recuerdo entonces que la tía Harriet sigue sin saber nada. Se merece saber la verdad: eso es algo que le debo. Respiro hondo, con un estremecimiento, y le digo:
—Me he enterado de muchas cosas en las últimas horas. Cosas que tú también deberías saber, tía Harriet. —Miro a mi alrededor, y aunque estamos solas, la cojo por el codo y me la llevo detrás del edificio, para escondernos de cualquiera que pudiera pasar por allí—. Sabes que nos hemos estado haciendo preguntas sobre el catalizador, y lo que podría ser… —le digo en un susurro.
Ella asiente con la cabeza, y la mano que sujeta la correa de Alai aprieta con más fuerza.
—Bueno… —Cierro los ojos y hago un esfuerzo para que las palabras salgan de mis labios—: He descubierto lo que es.
Entonces las palabras surgen como la cascada en que se bañan Eio y Ami. No me dejo nada, se lo cuento todo: nuestra discusión en la selva, la confesión que Eio me hizo de sus sentimientos, mi intento infructuoso de matar a Achís, la excursión a la Cañada de Falk, y la leyenda de los kaluakoa, que no es simplemente una leyenda. Termino hablándole de la flor elísea que nació de mis lágrimas.
Cuando acabo, ella se lleva las manos a la boca y mira al suelo. Se queda de ese modo durante dos, tres, cuatro minutos. Cuento los segundos en mi cabeza. Finalmente vuelve a elevar los ojos, y sus pupilas no son más que dos puntitos.
—¿Estás… estás segura? ¿Matar a gente, Pia?
—¡No lo sé! —Me paso la mano por el cabello y empiezo a caminar de un lado al otro, delante de ella—. Lo único que sé sobre la flor elísea (aparte del hecho de que puede nacer de mis lágrimas) es la experiencia de los kaluakoa. Quizá no sea necesario matar a la gente para elaborar el Inmortis. Quizá baste con sacar un poco de sangre, mezclarla con el néctar de la flor elísea… Somos científicos. Tenemos tecnología, y medicina y ratas con las que experimentar. Seguramente Falk encontró otro modo que no consistiera en matar a nadie. —«Excepto a mis abuelos». Dejo de caminar y la miro, desesperada—. ¿No?
Se muerde el labio y mira al suelo un momento, entrecerrando los ojos antes de responder:
—Bueno, además, ¿dónde iban a encontrar los científicos a gente a la que inyectarle el néctar de la flor elísea? No pueden estar todo el tiempo trayendo sujetos; alguien se daría cuenta en el mundo exterior. No es posible. Tienes razón, tiene que haber otra manera. —Su voz se convierte en un susurro—. Tiene que haberla, seguro. Porque si fuera verdad… entonces sería peor de lo que imaginaba. Yo sabía que tenían secretos, pero nunca pensé que consistieran en algo así.
—El tío Antonio trató de advertirme. Quería que yo huyera, pero yo no le creía. Bueno, le creía, pero no quería creerle.
—Vamos a ver, Pia. Como tú dijiste, nosotros no sabemos todavía nada. —Ella me mantiene a la distancia de un brazo, y me mira muy seria—: Hay que encontrar a Antonio y atar todos los cabos. No hay que llegar a conclusiones precipitadas.
—¿Piensas que será verdad? —le pregunto—. ¿Crees que habrán estado matando gente con el néctar de la flor elísea?
Se encoge de hombros ligeramente, pero veo el temor en sus ojos, y sé que sí.
—Ve —me dice— a buscar a Antonio.
Asiento con la cabeza y me arrodillo al lado de Alai para frotarle las orejas con la mano. Pero Alai suelta un bufido y se le eriza el pelo del lomo, mientras pone ojos furiosos.
Atónita, retiro la mano y lo miro con consternación.
—¿Alai?
Mueve la cabeza bruscamente y se va como al acecho, con la cola tan tiesa como una de las flechas de Eio.
—Es un poco voluble —dice la tía Harriet apresuradamente, y mira al cielo—. Será por el tiempo. Se aproxima una tormenta, y va a ser peliaguda. Yo me encargo de él. Ven luego a buscarme, Pia, y cuéntame lo que dice Antonio. Si resulta que es lo que nos tememos, bueno —respira hondo—, no serás la única que huya.
—Vale.
Miro a mi jaguar con tristeza, y entonces, ante la insistencia de la tía Harriet, los dejo. Por mucho que lo intente, no puedo quitarme de la cabeza la hostil mirada de Alai.
Estoy buscando por los jardines cuando me para el tío Jakob. Al verlo, se me queda la mente en blanco. Hago un esfuerzo por respirar y recuerdo que seguramente las cosas no son lo que parecen. No sé si el tío Jakob es un asesino. Todavía no. Todavía hay esperanza.
—¡Estás aquí, Pia! —Sonríe y se coloca en la oreja el lápiz que llevaba en la mano—. Hemos decidido adelantar un día la operación. Los otros ya están esperando en el laboratorio. Ha llegado el momento de que conozcas los secretos de Inmortis. —Su sonrisa se relaja un poco, y en sus ojos aparece algo siniestro—. Ven conmigo.
Me entra pánico, y estoy a punto de salir corriendo en aquel mismo instante. «No estoy lista para esto… ¡aún no!». Necesito controlar mis emociones. Tengo que hablar con el tío Antonio, necesito explorar la verdad hasta que no queden más secretos.
Pero no hay tiempo: me están esperando.
Atacada a traición, pillada desprevenida, tengo que seguir al tío Jakob a través del patio, cruzando las terrazas hasta Laboratorios A, justo mientras la lluvia empieza a caer con fuerza sobre la tierra. En el instante en que la puerta se cierra detrás de nosotros, un trueno retumba en el edificio.
El tío Jakob se sacude el agua de la bata blanca.
—Va a ser gorda, parece. —Me dirige una mirada de curiosidad—. ¿Estás bien?
—¿Quién, yo? —pregunto en un tono demasiado agudo.
—Pensé que estarías más emocionada.
¡Emocionada! Efectivamente, una semana antes lo hubiera estado.
—Yo solo… —Mi voz me vuelve a traicionar.
—Ya lo sé —dice moviendo la cabeza de arriba abajo—. Es demasiado para explicarlo.
—Sí, claro. —Me siento aliviada cuando él empieza a recorrer el pasillo, por lo visto convencido de que estoy a punto de estallar de emoción. Lo cierto es que el temor me abruma. Me crece en el estómago como una bacteria en una placa de Petri.
Contengo el aliento mientras el tío Jakob abre la puerta de mi propio laboratorio.
Dentro se halla el resto del equipo Inmortis. Están serios y ojerosos, y me asusto un poco más. No parecen personas emocionadas e impacientes ante la tarea que les aguarda. Parecen tan fríos e inexpresivos como bloques de cemento.
No puedo dejar de ver la brillante jeringuilla que está posada en la mesa, junto al tío Paolo, que se vuelve y me saluda con un lento gesto de la cabeza. Mi madre me ayuda a ponerme una bata blanca que tiene mi nombre recién cosido a la altura del pecho. Me aprieta el hombro y después me da una palmadita de ánimo.
La anterior energía del tío Paolo parece debilitada en aquel momento, pero yo aún puedo verla asomarse a su rostro.
—Pia, es casi la hora.
Yo asiento con la cabeza, despacio, y entonces veo que en la esquina de atrás de la sala hay una cortina corrida.
—Vamos a dejar que prepares tú el Inmortis —dice el tío Paolo.
El alma, que se me ha caído a los pies desde el momento mismo en que entré en el laboratorio, de pronto se me quiere escapar por la garganta, como un mono aterrorizado en busca de una salida.
—¿Qué tengo que hacer? —susurro.
Él me entrega la jeringuilla, y me dice que me siente.
Como atontada, me siento en el taburete más cercano, rodeada por un semicírculo en el que se encuentran algunos de los más destacados, y más imperturbables, biólogos del mundo. Un rayo corta el cielo y pone en sus rostros vetas luminosas de azul lechoso.
—Pia —empieza a decir el tío Paolo con voz plana y suave—: Te hemos hecho muchas pruebas durante los últimos años, pruebas que tal vez te parecieron extrañas, y hasta pudieron irritarte. No lo hacíamos porque sí. Esas pruebas tenían un objetivo concreto: evaluar si eras capaz o no de llevar a cabo el tipo de investigación necesaria para alcanzar nuestra meta y cumplir la misión original del Centro de Investigación de Little Cambridge.
Yo recito las palabras automáticamente:
—… Hacer avanzar a la especie humana con la ayuda de la eugenesia positiva y la ingeniería biomédica para crear un Homo sapiens inmortal.
—Exactamente. Todo aquello, todas las pruebas, culminan hoy. Porque, debido a tu excelente actuación y a tus logros impecables, sabemos que serás completamente capaz de llevar a cabo la tarea que tienes por delante.
«No. Por favor, no… Seguro que hay otro modo de…».
El tío Paolo respira hondo.
—Me refiero a la fusión del néctar de la flor elísea con el catalizador. Una tarea que recae en ti, como nuestra mayor esperanza y logro supremo.
Su forma de pronunciar «catalizador» me produce escalofríos.
—Ven, Pia.
Lo sigo hasta la cortina del rincón, y el resto de los científicos viene detrás de mí. El tío Paolo coge el borde de la cortina con la mano. Es una cortina de cuadros azules y blancos, como las mantas que usamos cuando hacemos picnic en el patio en las ocasiones especiales.
—El catalizador —dice, y retira la cortina hacia un lado.
Extendida sobre mi mesa de exploración metálica, inconsciente y vestida con un ligero vestido blanco, se encuentra Ami.