—Has venido.
—Sí.
Eio mira detrás de mí.
—¡Padre!
—Hola, Eio —responde con suavidad el tío Antonio. Apenas ha pronunciado dos palabras desde que nos encontramos en la sala de generadores. Parece agotado, como si excavar en el pasado le hubiera robado la energía y la fuerza de voluntad.
—¿Qué tiene que decirme Kapukiri? —pregunto con aprensión.
—Está aquí, esperando —dice Eio—. Dijo que vendrías. —Baja la mirada hasta mi cuello—. Llevas el collar.
Sus dedos acarician el pájaro de piedra mientras yo asiento con la cabeza.
Eio nos marca el camino hasta el centro de la aldea, que está iluminada con media docena de fogatas bajas. Ami aparece de pronto corriendo, salida de no se sabe dónde, y se pega contra mí, enroscando brazos y piernas en mi cintura como si fueran lianas.
—¡Pia! ¡Estás aquí! ¡Estás aquí! ¡Eio dijo que no ibas a volver, pero yo no lo creí!
Yo la abrazo mientras Eio pregunta:
—¿Por qué has vuelto?
—Para ver a Ami, por supuesto.
Eso le gusta. Se ríe y le saca la lengua a Eio.
—¿Dónde está Kapukiri, Ami? —le pregunto.
—¡Por aquí, Pia! ¡Vamos, vamos! —Ami me arrastra por la fila de cabañas hasta que llegamos a la última, la más grande, que es en la que vive Kapukiri. Está sentado en el centro de la cabaña, con las piernas cruzadas, delante de un cuenco de mandioca. Burako y Achiri están con él, y el resto de los ai’oa se congregan fuera de la cabaña. Le sonrío a Luri, y esta me devuelve la sonrisa.
Con un gesto, Eio me indica que entre. Él pasa detrás de mí. Nos sentamos enfrente del curandero, mientras el tío Antonio se queda de pie detrás de nosotros. Por no ser descortés tomo algo de mandioca y, luego, siguiendo el ejemplo de Eio, me quedo sentada, esperando. Kapukiri hace las cosas a su propio ritmo, y no serviría de nada intentar meterle prisa.
Eio alarga el brazo y me coge la mano. Yo lo observo y entonces, lentamente, rodeo sus dedos con los míos. Tiene la piel caliente y un poco seca y, como siempre, el contacto va seguido de una descarga eléctrica que me sube por el brazo hasta el corazón.
—Lo siento —susurro.
Me aprieta la mano.
—Lo sé. Yo también.
Mirando sus ojos azules fijos en mí, siento que me tocan la fibra sensible. Pensaba que podía olvidarlo, que si lo intentaba con todas las fuerzas, mis sentimientos por él desaparecerían. Pero intentar sacar de mi corazón a Eio sería como intentar ocultar una sombra apagando la luz. Cuanto más me resista, más adentro me llegará en el corazón. Afortunadamente, Kapukiri no nos hace esperar mucho. No tengo ni idea de lo que espero de él, pero sigo sorprendida cuando empieza a hablar en un tono lento, profundo, ceremonioso.
—La leyenda de los kaluakoa, los que eran pero ya no son —comienza solemnemente en lengua ai’oa—: Los kaluakoa eran gente amable, como los ai’oa, y su emblema era el jaguar, la mantis y la luna. Vivían en el bosque todos como uno, y hasta la gran anaconda se ofrecía a la lumbre de sus ollas. Pero en la montaña vivían los fieros maturo, los comedores de caras, que pensaban que cuantas más personas mataran, más fuertes se harían, y arrancaban la cara a los que mataban para hacer con ellas prendas con que abrigar a sus bebés. Mataban muchos kaluakoa.
Kapukiri hace una pausa para coger un puñado de mandioca y masticarlo. Como tiene pocos dientes, eso lleva cierto tiempo. Yo miro el fuego, imaginando un pasado distante en el que ningún karaíba había puesto los pies en la selva y solo los ancestros de los ai’oa vagaban entre los árboles.
Kapukiri se relame los labios y sigue hablando:
—Los kaluakoa rogaron a los dioses que les enviaran un protector. Así que los dioses les enviaron a Miua, la diosa-niña. Miua vio la crueldad de los maturo y a los kaluakoa muertos, sin rostro, y lloró muchas lágrimas por ellos. De sus lágrimas nació yresa, y las flores recogieron sus lágrimas.
Miro a Eio.
—El origen de yresa —le susurro, recordando lo que me dijo la noche que me mostró el río por primera vez: «Tú no lo conoces, ¿verdad? El origen de yresa…». Es la primera vez que rememoro aquel momento.
Kapukiri se aclara la garganta, y comprendo que está molesto por mi interrupción.
—Lo siento —digo en un susurro.
Él me sigue mirando con los ojos casi cerrados, y prosigue:
—Siguiendo las instrucciones de Miua, los ancianos bebieron las lágrimas de yresa y murieron. El sabio de la aldea cortó las palmas de los muertos y depositó una gota de la sangre de los ancianos en la lengua de los vivos. Esto dio origen a Miu’mani, las Ceremonias de la Muerte. Después de beber la sangre de los ancianos, la gente lloró en el valle, y de sus lágrimas creció más yresa. A partir de entonces, ningún anciano murió en su sueño. En su lugar, él fue al valle de yresa y bebió sus lágrimas y dio su sangre de vida a la gente. La sangre de vida pasó de madre a hija, de padre a hijo, y en cada generación nació un protector. Los protectores eran guerreros muy fuertes, rápidos y seguros. Se llamaban tapumiri, y no podían morir. Cuando los maturo llegaron a la montaña, los tapumiri defendieron a los kaluakoa y los maturo tuvieron que volverse sin más caras que las suyas.
Me quedo paralizada por el fuego. Las llamas toman forma, se convierten en personas, en dorados kaluakoa que se elevan y caen, nacen y mueren. Breves y frágiles vidas vividas en una aparente oscuridad, pero ahora inmortalizadas en las palabras de Kapukiri.
—Los tapumiri eran muy fuertes, su cuerpo no envejecía. Pero se hacían viejos en su corazón, y cuando habían vivido la plenitud de sus años, también bebían las lágrimas de Miua y morían. Por eso se dice que el gran río de la sangre de vida no es eterno, sino que debe renovarse con sangre, igual que el gran río de la selva debe renovarse con el agua de la lluvia. Por eso, los dioses decretaron que muchos deberían morir para que naciera un protector, pues no podía haber nacimiento sin muerte. No puede haber vida sin derramamiento de sangre.
»Pero el jefe de los kaluakoa tuvo un hijo tapumiri, que se convirtió en jefe cuando su padre murió. Se llamó Izotaza, el Insensato, porque deseaba ser el único tapumiri en el mundo y el más poderoso. Así que prohibió a los ancianos beber las lágrimas de yresa, y mandó incendiar el valle donde crecían las flores. Los ancianos lloraron su insensatez, pero Izotaza no cambió de opinión, y no nacieron más protectores.
Arde un fuego tranquilo, cuyas brasas brillan como ojos de jaguar. No puedo apartar la mirada.
—Cuando los maturo conocieron la insensatez de este jefe, llegaron sobre la montaña como nunca, incluidos mujeres y niños. Y todos llevaban cuchillos y dardos envenenados. Izotaza no era lo bastante fuerte para detenerlos a todos por sí mismo, y todos los kaluakoa murieron a manos de los maturo.
»Izotaza vio las consecuencias de su insensatez y orgullo, y se fue al valle donde había crecido la yresa, y lloró por la muerte de los kaluakoa. Durante tres lunas y tres soles lloró, y cuando no pudo llorar más, levantó los ojos y vio que el valle estaba lleno una vez más de yresa, que había nacido de sus lágrimas. Izotaza bebió y murió.
Kapukiri hace una pausa. Casi parece que haya caído en trance. Mira al fuego, y los ojos le brillan reflejando las ascuas. Está tan inmóvil como una roca. Ni siquiera el pecho se le mueve con la respiración. Tras permanecer así largo rato, prosigue:
—Desde entonces, el valle de yresa ha sido temido por la gente del mundo. Los ai’oa no bebemos de él, porque somos gente fuerte. Podemos defendernos nosotros mismos contra tribus como los maturo, y no necesitamos las lágrimas de Miua.
Levanta el rostro, y sus ojos oscuros, al mismo tiempo tan jóvenes y tan viejos, miran directamente a los míos. Siento como si estuviera mirando cada momento de mi vida, viendo todo lo que he hecho y oyendo cada pensamiento que he tenido. Sus ojos aguantan los míos, y me arden por dentro.
—Pero recordamos a los kaluakoa, los que eran pero ya no son. Y recordamos que tiene que haber un equilibrio. No hay nacimiento sin muerte, no hay vida sin lágrimas. Lo que se le quita al mundo tiene que regresar a él; y de aquel que toma y no devuelve, del que desbarata el equilibrio del río, de él todo será tomado. Nadie debería vivir para siempre, sino que debería dar su sangre al río cuando llegue el momento, para que mañana pueda vivir otro. Así es la vida. —Cierra los ojos, y yo respiro por primera vez desde hace varios minutos, liberada de su hechizo—. Así es la vida —susurra.
—Así es la vida —repiten los aldeanos—. Así es la vida.
—Así es la vida —susurra también Eio.
Todo queda en silencio.
Tengo una sensación sumamente extraña. Es como si no fuera yo en absoluto, sino una neblina incorpórea suspendida en el aire, encima de la aldea, que contemplara desde arriba el grupo de ai’oa que rodea a un anciano curandero y a una chica pálida de ojos como platos. Me pregunto qué estará pensando ella para tener ese aspecto inmóvil y descolorido. Tengo la impresión de que a ella le acaba de suceder algo espantoso, y que todavía no lo entiende. Quisiera, por encima de todo, ascender y alejarme entre las copas de los árboles, dejar atrás esta triste escena y buscar una compañía más alegre. Pero de nuevo me veo empujada contra la tierra, y de repente vuelvo a ser esa chica pálida que está sentada sobre una alfombra de hojas. Y su pena es tan profunda y penetrante que me acurruco e intento respirar, pero nada me entra en los pulmones. Como si hasta el aire me despreciara.
—¿Pia? —Una voz retumba en mi cabeza desde una larga distancia. Es la del tío Antonio. Quiero esconderme de él, pero no tengo dónde refugiarme. Estoy a su merced, como una célula expuesta totalmente en el portaobjetos de un microscopio. No tengo adónde correr.
—Pia, mírame. —Eio me levanta la barbilla y sus ojos encuentran los míos—. ¿Estás bien?
—No —le susurro—. Eio, llévame a algún sitio donde no me vean.
Parece confuso, pero se da prisa en actuar. En silencio, los ai’oa me dejan ir, y yo evito su mirada. El tío Antonio alarga la mano hacia mí, pero yo muevo la cabeza hacia los lados en señal de negación. No puedo mirarlo ahora. Necesito irme de aquí.
Nos metemos entre los árboles y nos dejamos caer en la tierra, a los pies de una enorme ceiba.
—¡Eio, no puedo respirar!
Me acerca a él y posa mi cabeza en su hombro.
—Sí que puedes, Pia. Ahora mismo estás respirando. ¿No lo notas?
—No noto nada. ¿Habías oído antes esta historia?
Silencio, y después:
—Sí.
—¿Significa lo que pienso que significa? —pregunto.
—No lo sé. Solo es una historia.
Levanto la mejilla para poder mirarlo.
—No quiero creerlo. No sé si puedo. Pero el tío Antonio lo cree, ¿verdad? —Por supuesto que sí. Dijo que lo había visto con sus propios ojos: «Sé lo que realmente hay tras esas puertas de laboratorio»—. Eio, tengo que volver.
—¿Qué? ¿Por qué? Él me dijo que si oías la historia, me dejarías que te llevara conmigo.
Me siento y respiro hondo.
—Tengo que saber si es verdad, Eio. Tengo que regresar y verlo con mis propios ojos. Como tú dijiste, tal vez solo sea una historia… Pero sé cómo averiguarlo.
—Iré contigo.
—No, por favor. Si es verdad (¡ay, Eio!), si es verdad, entonces el tío Antonio tenía razón. En todo. —«Hay algo muy malvado en Little Cam»—. Quédate aquí. Por favor. Sé dónde encontrarte.
Él se pone tenso, pero al final asiente con la cabeza.
—¿Estarás bien?
—No lo sé. —Me pongo en pie y espero hasta que la cabeza deja de darme vueltas—. Realmente no lo sé.
El camino de regreso a Little Cam es surrealista. La selva podría estar hecha de papel e hilos, y yo ser una marioneta que se mueve por ella con torpeza y sin naturalidad. Voy aprisa porque no quiero que el tío Antonio me alcance. Espero que permanezca en Ai’oa un poco más.
Pongo a prueba la historia de los kaluakoa. Si esta leyenda, contada en torno al fuego por ancianos curanderos, significa lo que pienso que significa, entonces los peores terrores del tío Antonio se harán realidad: la verdad me destrozará. Ya lo voy notando: una rata que me roe con cada pensamiento que me pasa por la cabeza.
Little Cam está casi tan oscuro como la selva. Atravieso el complejo flotando como un fantasma que hubiera llegado a rondarla. Parece que todo el mundo está dormido. No hay luces en las ventanas ni voces en las sombras. Estoy sola, y eso resulta aterrador. Preferiría estar encerrada en una celda de Laboratorios B antes que encerrada en mi cabeza, con mi voz como única compañía.
Pienso si irme directa a mi habitación, cerrar la puerta y meterme en mi cama. Ocultarme bajo las mantas y no volver a salir nunca. Simplemente cerrarme en una habitación donde nada ni nadie (ningún tío ni tía, ni Eio, y mucho menos la verdad) puedan encontrarme. Pero no. Rodeo la casa de cristal y voy hasta la cinchona en la que me encontró llorando el tío Antonio y donde descubrí que él era el padre de Eio.
Está tan oscuro como pueda estar la noche, pero mis ojos de flor elísea aún distinguen las hojas del árbol y las briznas de hierba cuando me arrodillo. Paso las manos despacio por la hierba, y cada uno de mis dedos está alerta y sensible, por si mis ojos no lo estuvieran. No sé si se encontrará aquí realmente. Anhelo con toda la intensidad de mi deseo que no esté. «Después de beber la sangre de los ancianos, la gente lloró en el valle, y de sus lágrimas creció más yresa».
La hierba está ya salpicada de rocío, y mis manos y ropa no tardan en humedecerse. Las hierbas son suaves al tacto, a menos que mis dedos encuentren el filo, en cuyo caso resultan afiladas como agujas.
«Durante tres lunas y tres soles lloró, y cuando no pudo llorar más, levantó los ojos y vio que el valle estaba lleno una vez más de yresa, que había nacido de sus lágrimas».
Son mis ojos y no mis manos las que lo encuentran en el último instante, justo antes de que abandone la búsqueda y respire aliviada. Pero el alivio no me estará permitido, esta noche no, pues allí se encuentra lo que temía, en el mismo punto en que cayeron mis lágrimas. Oscura y gris en la oscuridad, pero inconfundible. Cuanto más la miro, más se parecen los colores: pétalos morados coronados de oro, estructura de orquídea, belleza sobrecogedora… No me esperaba una flor. Me esperaba un plantón, tal vez un capullo, pero no una flor completamente desarrollada.
Dos días. Ha crecido en solo dos días. ¿Qué explicación científica podría tener el tío Paolo para esto?
Las esporas de las que crece la flor elísea están en las lágrimas de los inmortales, en el ADN de la gente que ha absorbido la flor elísea en su código genético. Eso tiene cierto sentido, un sentido disparatado, sin precedentes científicos. Los científicos no lo han podido sospechar, pero los ignorantes ai’oa lo han sabido todo este tiempo.
De regreso en mi habitación, me echo en la cama y doy vueltas a la flor en mis manos, con cuidado de no volcarla y que se caiga el néctar. Qué terror. Qué belleza. Todo contenido en una simple flor. Oigo un suave golpe en la puerta, y la voz del tío Antonio:
—¿Puedo entrar?
—Por favor —respondo, solo lo bastante fuerte para que él me oiga—. Vete: necesito tiempo.
—Pia… —Oigo la frustración en su voz—. Bueno, vale, te dejaré tiempo. Pero tienes que saber que no queda mucho.
—Lo sé.
Cuando se va, yo vuelvo a examinar la flor, palpando con los dedos el terciopelo de los pétalos.
El catalizador no es ninguna flor en absoluto. Es una persona, o muchas personas. Está todo en la historia: una persona bebe el néctar mortal de la flor elísea, y cuando muere, otras beben su sangre. «La sangre de vida pasó de madre a hija, de padre a hijo, y en cada generación nació un protector». Cinco generaciones. Son necesarias cinco generaciones de muerte para conseguir un protector, un tapumiri. Si casi toda una aldea pasa por la influencia genética de la flor elísea, encaja que un niño de cada generación sea inmortal.
«El jaguar, la mantis, la luna». Kapukiri lo vio en mis ojos, en el remolino de colores visible solo a la luz del fuego.
En esta flor adorable, letal, tengo las lágrimas de Miua, que reclamaban la vida de muchos para dar a uno una vida sin fin.
«Una mezcla de flor elísea y sangre de un ser humano sacrificado». Ese es el catalizador, eso es Inmortis, ese es el secreto que tantas ansias tenía yo de desvelar. El destino al que estaba dispuesta a consagrarme yo misma.
Ese es mi legado.
Estoy temblando. El mundo se expande y se retuerce a mi alrededor, un monstruo que ha estado durmiendo todo este tiempo, y ahora ya, por fin, está despierto y hambriento. Dejo caer la flor al suelo, sin preocuparme de que se derrame el néctar, y me hago un ovillo sobre las mantas.
Las pruebas wickham: el tío Paolo siempre dijo que un día yo comprendería por qué eran necesarias. Pues bien, ahora lo comprendo: ¡tenía que matar a Achís para que pensaran que podía matar a un ser humano! Todo el que ha venido aquí ha tenido que pasar la misma prueba. No somos una colonia de científicos: somos una colonia de asesinos.
¿Cuántos han muerto para que naciera yo? Y ¿quién ha muerto para que yo pueda vivir para siempre?
Deben de tener docenas de sujetos. No, sujetos no: víctimas. Inmortis debe de estar reciente en cada inyección, así que tuvieron que preparar muchas inyecciones: 32 progenitores originales: 32 engendraron a 16; 16 engendraron a 8; 8 (menos dos que se escaparon y se ahogaron, dejando 1 desparejado) engendraron 2; 2 me engendraron a mí; a 3 inyecciones en cada vida por generación…
«¡Alto!». Me siento derecha en la cama, obligando a los números a borrarse, incapaz de continuar. Estoy jadeando, y una fina película de sudor me recubre el cuerpo.
La inyección está programada para pasado mañana. Si la historia de Kapukiri es precisa, necesitan a una víctima. Alguien que ofrezca su vida en el altar de la inmortalidad. Tengo que pensar. Necesito despejar el pánico y la niebla y el horror que paraliza mis pensamientos. Corro al cuarto de baño y vierto el néctar de la flor en el lavabo, después abro el grifo hasta que cada gota del brillante líquido ha desaparecido. El estómago me da un retortijón, y me agarro al borde del lavabo mientras hago arcadas, pero no vomito nada. Aterrada (no he vomitado nunca en mi vida), camino por la habitación trazando círculos, hago abdominales y flexiones de brazos, corro sin desplazarme del sitio. El corazón bombea más aprisa, llevándose la mayor parte de mi histerismo. Hago un esfuerzo por tragarme el resto. Tengo que controlarme, o no haré más que empeorar las cosas.
Necesito un plan. Y necesito un aliado.
Al final me siento en el suelo, delante de la pared de cristal, y miro la selva, haciendo todo lo que puedo por acorralar la oscuridad que se cierne sobre los bordes de mi mente, amenazando con tragarme entera si me descuido siquiera un instante.
Mientras aguardo la mañana, mis manos rasgan lentamente la flor elísea hasta hacerla trizas.