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Veintisiete

Si Eio me sigue, eso es algo que no llego a saber. Yo corro demasiado rápido, saltando troncos y rocas como si fueran hormigueros. Mis pies apenas tocan el suelo: voy casi volando. Voy casi volando desde la selva hacia la casa, justo como el ave que Eio piensa que soy. Pero, pese a lo que él se cree, yo no vuelo para meterme en mi jaula. No vivo en ninguna jaula, y si lo hago, no será por mucho tiempo. Para eso tengo que demostrarles que estoy preparada.

Sí: eso es exactamente lo que tengo que hacer. No puedo quedarme más tiempo aquí. Debería haber escuchado al tío Paolo, debería haber escuchado lo que me decía la cabeza.

No el corazón, sino la cabeza. Tenía razón él. ¡Él siempre tiene razón! El corazón lleva al caos, nos hace retroceder. La mente es el único camino hacia delante para razonar y tomar decisiones.

Y he estado a punto de dejarlo todo. ¡Qué débil, qué estúpida he sido! He estado a punto de entregar mi sueño, mi propósito en la vida… ¿a cambio de qué? ¿A cambio de un beso…? ¡Y me ha faltado apenas nada! Un poco más y habría sucumbido, me habría perdido, dejándome arrastrar por una ola de emoción.

Pero en el último minuto, Eio se pinchó el dedo y le brotó sangre. Tú puedes sangrar, Eio, y yo no puedo. Esa es tu debilidad y mi fuerza. Esa es la razón por la que yo me tengo que escapar, y tú tienes que olvidarme. Por favor, por favor, olvídame.

Lo siento. Quisiera no haberle dado falsas esperanzas. Quisiera haberme quedado en mi sitio, en mi lado de la valla, y no haber apartado los ojos del microscopio, que es donde tienen que estar.

Pero ahora tengo la ocasión de cambiar todo eso y hacer lo que no tuve el valor de hacer antes. Soy lo bastante fuerte, tío Paolo, y te lo demostraré. El tío Antonio estaba equivocado, completamente equivocado. Estoy preparada. Haré lo que quieres, seré lo que quieres, cumpliré el propósito para el que me creasteis. Crearé los inmortales, y tal vez, dentro de muchos años, encuentre el modo de olvidar todo lo que ha sucedido esta noche.

Mi destino es vivir. La ira me palpita en las venas, impulsada por los latidos de mi corazón herido. De todos los que podrían traicionarme… ¿tenía que ser precisamente el tío Antonio quien lo hiciera? Si está tan seguro de algún secreto oscuro y terrible que se esconde en Little Cam, ¿por qué no ha hecho arder el lugar de los cimientos al tejado? ¿Por qué no ha acabado con la investigación y con las ratas inmortales? ¿Por qué pierde el tiempo callándose sus verdaderos sentimientos? ¿Cuánto tiempo hace que siente eso? Yo no puedo hacer lo que él me pide. Cumplir mis sueños significa mancharme las manos, sí, ¿y qué? Todo el mundo ha tenido que hacer lo mismo en algún momento. Como dijo el tío Paolo, es necesario. Por un instante, allá en la selva, he estado a punto de sucumbir. Me imaginé yéndome en una barca con Eio y dejando mi mundo atrás para siempre. Qué debilidad. He estado a punto de perder lo que me une a lo que soy, de perder aquello que soy, y lo que debo hacer en la vida, de perderlo todo para siempre. Ahora tengo que demostrar que eso no volverá a suceder. ¡Tengo que ser fuerte!

La trampilla está tan bien escondida que hasta mi memoria se confunde por un instante. Entonces la veo, aparto las hojas de encima y la abro. Mis pasos por el túnel suenan mucho más seguros esta vez. Llego rápidamente a la otra punta.

En cuanto me encuentro fuera de la sala de generadores, de nuevo en Little Cam, la ola de adrenalina que me ha traído aquí se diluye. Aún es de noche, y todo el mundo duerme.

Pero, tal vez, no todo el mundo…

Me voy de puntillas a través del campo hasta Laboratorios A y echo un vistazo por la esquina del edificio. Allí está: la ventana de los laboratorios de la flor elísea en el segundo piso, todavía iluminada. El tío Paolo está levantado, señal de que sigue trabajando a estas horas.

Bien, tengo que seguir, porque si ahora me paro, podría volver a perder el control, podría ceder y regresar, podría terminar implorándole a Eio que me coja de la mano y me lleve con él…

Detén ahí ese pensamiento. Nadie rebulle dentro de la casa de cristal. La habitación de mi madre está en reposo, pero ella siempre ha tenido el sueño suave.

Mi habitación está a oscuras, así que enciendo una lámpara. Espero que Eio no esté ahí fuera, mirándome con esos ojos grandes, tristes, azules, pero no puedo pensar en él. No puedo preocuparme de él. Eio es él mismo, y tendrá que preocuparse de sí mismo. Que vaya corriendo al tío Antonio.

Abro el cajón de los calcetines con más fuerza de la necesaria. La jeringuilla continúa allí, con la aguja tan afilada y brillante como esta mañana. La cojo y la guardo con suavidad en la palma de la mano. Ya no queda mucho. Casi noto ya la tela de la bata de laboratorio, que me acaricia las piernas por detrás.

Me paro delante del espejo y me miro: veo una chica pálida de ojos desorbitados, con el pelo aún revuelto y lleno de hojas tras correr por la selva. Con un poquito de pintura facial, podría pasar por una ai’oa, salvo por la palidez de mi piel. «Está decidido: voy hacia delante, y no volveré la vista atrás».

Posando la jeringuilla, me entretengo solo lo suficiente para cepillarme el pelo y ponerme ropa limpia: unos pantalones blancos de pernera ancha y una sencilla camiseta blanca sin mangas. Ropa blanca a juego con mi bata blanca de laboratorio. Blanca por la pureza del propósito y la claridad de pensamiento.

Blanca para la muerte.

El pequeño zoo está, por supuesto, desierto. Como de costumbre, el tío Jonas ha dejado la puerta cerrada, pero sin echar la llave. Le doy al interruptor de la fila de bombillas que hay encima de mi cabeza, y una a una se encienden con titubeos. Los animales, la mayoría de los cuales estaban dormidos, gruñen irritados al sentirse molestados.

Me detengo ante la jaula de Alai y miro dentro, lamentando haberle hecho tan poco caso en los últimos días. Me he olvidado últimamente de muchas cosas que antes eran importantes para mí.

—¡Eh, muchacho! —le digo en voz muy baja, aunque no hay nadie por allí que pueda oírme—. Lo siento. Te prometo que te sacaré de paseo, tal vez mañana.

Él levanta la cabeza llena de manchas y me mira, y por un segundo me asusta lo humana que resulta su mirada. ¿Es que me reprocha mi descuido… o es otra cosa? Permanece en silencio y no se acerca a la puerta.

Mi determinación flaquea ligeramente, pero continúo andando hacia la jaula del ocelote. Jinx está hecha una bola, aún dormida, pero la cabecita de Achís y sus brillantes ojos azules asoman abiertos por encima de una de las ancas moteadas de su madre. «El sujeto 294», me recuerdo. «No es más que eso».

La jeringuilla me pesa como hierro en el bolsillo mientras abro la puerta de la jaula y entro. ¿Debería hacerlo aquí dentro, a la vista de Jinx? ¿O fuera, en frente de Alai y de todos los demás?

«Eso es ridículo. No son más que animales, Pia. No tienen sentimientos».

Cierro la puerta detrás de mí, y los barrotes de metal resultan en mis manos tan fríos como el hielo. «Y tampoco debería tenerlos yo», añado para mí.

El cuerpo de Achís está caliente y suave. El tío Jonas suele cogerlo en las manos, y por eso no se asusta cuando lo agarro yo. Jinx alza la cabeza y mueve los bigotes, pero cuando ve que soy yo, bosteza mostrando sus afilados colmillos y vuelve a tenderse en el suelo. Tan inconsciente. Tan inocente.

«Nada más que animales».

Decido sacarlo de la jaula, porque pienso que si su madre presiente que estoy a punto de hacerle daño a su retoño, se pondrá furiosa.

Contra una pared, el tío Jonas ha colocado una mesa de metal, sobre la cual cepilla y trata a los animales. Está llena de arañazos y señales de garras, y hasta veo el mordisco que alguno ha dado en el borde. Tiendo en ella a Achís y le acaricio el lomo con la mano. Achís se arquea y ronronea, frotando la cabecita contra mi mano. Nadie adivinaría que tiene el VIF. Saco la jeringuilla, notando los ojos de Alai en mi espalda. La mano me tiembla violentamente, y después lo hace mi brazo. Dejo caer la jeringuilla, que hace ruido en el suelo y me hace saltar del susto. Afortunadamente no se rompe. La recojo, y tengo que sujetarme la muñeca con la otra mano para que no me tiemble. Pero, al respirar, el aire produce ruido dentro de mí, como le pasó a Roosevelt antes de morir. Me siento como una de las maracas que fabrican los ai’oa rellenando calabazas vacías con alubias secas para acompañar la danza con su música.

—No pasa nada, no pasa nada —canturreo en voz muy baja, sin saber muy bien si esas palabras se las dirijo a Achís o me las dirijo a mí. El gatito parpadea, bosteza y se estira, extendiendo las patitas delante de mí.

Hazlo y no le des más vueltas, Pia. Deja de pensar en ello. Hazlo y acabemos.

Sujeto la jeringuilla y tiemblo, las rodillas me flaquean. No me tengo en pie. Recojo a Achís y me siento en el suelo cruzando las piernas.

«Tienes que demostrarlo… No hay bien ni mal. Solo progreso y retroceso, razón y caos, vida y muerte».

Achís olfatea la jeringuilla, y entonces se frota la cabeza y las orejas con ella, ronroneando y apreciando el tacto duro y liso del instrumento.

«Tú eres el pináculo de la perfección humana… No hay nada más grande que tú, Pia… realmente la forma más grande y más noble de compasión…».

Intenta escapar de un salto. Anda por allí un grillo que quiere escabullirse, y Achís pretende abalanzarse sobre él. Lo sujeto.

«Debes hacerlo. Tienes que demostrarnos que estás preparada».

Agarro un pellizco de la piel de la nuca de Achís y hago esfuerzos por calmar el violento temblor de mi mano. En su jaula, Alai se ha puesto en pie y avanza y retrocede, sin dejar de mirar, moviendo el rabo.

«No puedes arrepentirte, ni puedes sentirte culpable. Debes matar al sujeto 294 y ser capaz de olvidarlo, ¿lo entiendes?».

—No lo entiendo —susurro, y solo entonces me percato de que me corren lágrimas por las mejillas—. No lo comprendo. —Alai camina de un lado para el otro, una y otra vez, y sus ojos se parecen a los de Eio: tan penetrantes, tan vivos, tan sabios…

«Es necesario».

—¡No puedo! —Dejo a un lado la jeringuilla y recojo a Achís para esconder el rostro en su piel—. No puedo hacerlo —susurro—. Nunca seré lo bastante fuerte.

Oigo un golpetazo, y levanto los ojos sorprendida. Veo a mi madre, que está de pie en la puerta, observándome.

—¿Qué… qué estás haciendo aquí? —tartamudeo—. Creí que estarías durmiendo.

—¡Eres una floja! —dice ella.

—¿Qué? —Aprieto el gatito contra mí.

—Siempre has sido una floja, Pia, una blanda y una sentimental, ¡una incompetente!

—¡No… no lo soy! Lo único que pasa es que… es un gatito. ¿Cuál es la finalidad…?

—La finalidad… —empieza a decir ella, avanzando hacia nosotros con paso decidido. Está completamente vestida, así que de entrada supongo que no estaba en su dormitorio durmiendo; probablemente estaba trabajando con el tío Paolo en el laboratorio—. … La finalidad es que el tío Paolo te lo pidió. Es un gran científico, un hombre brillante, y tú deberías comprender que es un honor trabajar con él.

—Yo…

Ella se agacha y me coge a Achís para levantarlo.

—Esto lo heredaste de tu padre, Pia. De mí no, desde luego.

—¿Qué estás haciendo?

Se inclina y recoge la jeringuilla.

—Lo que tú no eres capaz de hacer. Paolo ha dedicado su vida a ti, Pia. Tú lo eres todo para él. No permitiré que tu debilidad le cueste el puesto en Little Cam. Y menos después de todo lo que él ha hecho por nosotros. Tú serás quien él quiere que seas, pero no tiene por qué saber que nos hemos saltado algunos pasos.

—¿Qué vas a…? ¡No!

Es demasiado tarde. Ella dirige la aguja hacia la peluda mollita de carne. Yo me llevo las manos a los oídos, tratando de no oír los lloriqueos de Achís. Alai gruñe, y Jinx se levanta sobre las patas de delante, con el pelo erizado. Hasta Gruñón se les une, comenzando su terrible y largo bramido, sacando hacia fuera los labios en una gran O. Los demás animales, despertados y excitados por el alboroto, empiezan a graznar, ladrar, gruñir, cotorrear… ¡Demasiado ruido! ¡Parad, parad, parad!

—¡Parad! —grito tanto a mi madre como a los frenéticos animales. Achís pierde fuerzas. Deja de mover la cola, deja de intentar alcanzar con las patitas un mechón del pelo de mi madre, y sus ojos pierden su brillo de curiosidad.

Se queda quieto. Mi madre lo arroja al suelo, a mi lado, y el cuerpo hace un ruido horripilante. Yo retrocedo, asustada.

—Ahí lo tienes —dice ella—. Yo hago el trabajo sucio, y tú te llevas el mérito.

—¡No me lo llevaré! ¡Le diré que lo hiciste tú!

—No harás tal cosa. —Ella me coge la mano y me mete la jeringuilla dentro—. No querrás que el gatito haya muerto para nada, ¿no?

Ella me aguanta un largo rato la mirada, y después se da la vuelta resueltamente y sale del edificio, dejando que la puerta se cierre tras ella de un portazo. Yo la sigo con la mirada, preguntándome si la conozco, mientras me viene un sollozo a la garganta. Se me retuerce el corazón, y empiezan a caerme lágrimas por las mejillas. ¿Cómo has podido, mamá? Mi memoria retrocede hasta aquella noche de la fiesta de mi cumpleaños, y recuerdo lo segura que me sentí en brazos de mi madre durante aquel abrazo breve e inesperado.

¿Fue una mentira aquel momento? Pienso que seguramente sí. Desde luego, hoy no ha habido ninguna calidez maternal en sus ojos. El recuerdo de aquel dulce abrazo, que he llevado conmigo como una manta, me lo acaba de arrancar y hacer jirones.

Dijo que haría cualquier cosa para que el tío Paolo no se fuera de Little Cam, y lo acaba de demostrar. Mi madre nunca ha estado cerca de mí. Su centro de atención siempre ha sido el tío Paolo y el equipo Inmortis, además de sus cifras y sus cuentas. Pero al menos yo siempre tenía la sensación de que la comprendía. Es el tipo de científica que el tío Paolo quiere que sea yo, gobernada por la fría razón y completamente concentrada en la tarea que tiene entre manos. Y yo siempre la he admirado por eso.

Pero ahora, precisamente ahora, lo único que me inspira es odio, y me odio a mí misma por odiarla a ella. Me odio a mí misma por muchas cosas en este momento, pero sobre todo por el cuerpo que tengo entre las manos.

—¡Ay, Achís! —digo lloriqueando, inclinada sobre él—. Achís, Achís, Achís… Lo siento, lo siento, lo siento. —Levanto la mirada hacia Jinx, pero apenas la veo tras la nube de lágrimas—. Lo siento, lo siento…

No puedo dejar de llorar. Si esto sigue así, alguien oirá el barullo que arman los animales y vendrá a investigar. No puedo dejar que me vean así. Debo estar preparada, debo ser fuerte. Al fin y al cabo, ahora soy una de ellos. Mi sueño se hace realidad.

«Por encima de todo, considera el costo», me dice la voz de la tía Harriet. «Pregúntate qué es lo que te están pidiendo. Mira quién es ahora Pia, y piensa en qué quieren que te conviertas».

—Ya es demasiado tarde —digo en voz alta—. Ya está hecho. Ha sido… necesario.

Pero ¿por qué? No. No puedo pensar así. Ya está hecho, todo terminó. Tengo que conseguir aceptarlo. No puedo devolverle la vida a Achís y, como dijo mi madre, tampoco puedo dejar que su muerte sea en vano.

Me levanto, y el cuerpecito de Achís pesa mucho más que antes. Lo coloco sobre la mesa. Entonces voy a la pila que utiliza Jonas para lavar las jaulas de los guacamayos y me lavo las manos. Me las enjabono bien, froto y froto, y después de enjuagarme repito la operación. Me lavo las manos y me las vuelvo a lavar, y llega un momento en que me obligo a dejarlo.

Regreso y envuelvo a Achís con una toalla, que seguramente será la misma con que lo envolvió el tío Jonas al nacer. Le asoma la cabecita, con los ojos vidriosos y quietos. Con el fardo en brazos, dejo caer la jeringuilla vacía en el cubo de basura y me dirijo a la puerta. Achís pesa, pesa mucho. Al apagar las bombillas del zoo, los animales empiezan otra vez a callarse. Excepto Alai. Incluso en la oscuridad, veo sus ojos que brillan, mientras un gruñido bajo, incesante, vibra en su garganta. Hay algo feroz en sus acciones, algo aterrador. Tiene más de animal salvaje que de la mascota a la que he criado y dado mimos. Me alegro cuando la puerta se cierra y solo quedo yo, caminando aprisa hacia Laboratorios A. La luz del tío Paolo sigue encendida. Le entregaré su Sujeto 294 y asunto acabado.

Pese al esfuerzo que hago por bloquear todo pensamiento, especialmente sobre mi madre, hay una idea que persiste hasta que pasa la barrera y corre por toda la cabeza como un gorrión fugado, frenético.

Si esto era tan solo la prueba para prepararme… ¿qué será lo que vendrá a continuación?